Ford on a bike
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Traducción de Ramón de España

[dropcap]N[/dropcap]o sirve de nada ponerse sensiblero con una moto. Sobre todo, con una moto. Aunque se trate de la moto que yo y otros diez millones de hombres norteamericanos hemos ansiado durante toda la vida, la última moto moto como Dios manda hecha en América, así como el paradigma de lo que significa el sueño motociclista. Harley-Davidson.

No estoy del todo seguro de haber deseado realmente semejante moto. Hay gente que llega a la madurez convenientemente equipada con la más absoluta certeza de lo que no son. Y puede que yo, simplemente, carezca de esa certeza –lo mío siempre ha sido más bien «mi lugar en el mundo»–, y por eso he optado por probar más cosas. Para mí, hasta ahí llega la relación con las motos: son algo que admirar y probar.

No las amo. No sirve de nada amar algo que no está del todo vivo: animales o paisajes o vistas concretas o cosas para comer o beber. Yo no debería desear, sin ir más lejos, tatuarme en el bíceps las palabras HARLEY-DAVIDSON. (De hecho, no sé muy bien para qué me serviría ya un tatuaje. Aunque, si mi mujer me lo permitiera, igual me grabaría el término FRACASADO). Intuyo que ya se me ha pasado la edad de anhelar fervientemente un tatuaje.

Pero no se me ha pasado el anhelo de las motos. Ése no, de momento. Aunque ahora que poseo una harley-davidson, lo que siento por ella solo está un poco por encima que antes: continúo codiciándola, y tener una no ha hecho más que incrementar el deseo hasta convertirlo en una especie de autosatisfacción exenta de orgullo.

Se trata de una super glide normal del 79 –un pedazo de moto–, una de las que fabricó AMF y que le fue requisada a su anterior dueño. Es de color rojo rosáceo, con depósitos gordos, el mínimo de cromo y un motor «pala» de ciento cincuenta centímetros cúbicos y un tamaño parecido al de un volkswagen «escarabajo», que te encabrita la moto con la rapidez de un martillo pilón, rebasa los doscientos kilómetros por hora y emite un satisfactorio rugido modelo Ba-dum, Ba-dum que la identifica como una harley a dos calles de distancia. Por lo que he oído, Jack Nicholson había tenido una.

Y no me extraña.

Para mí, la velocidad es un asunto carente de magia, algo de lo más banal. Simplemente, hay más de todo, y con más fuerza. El viento, la lluvia, los insectos. Nunca me ha vuelto loco, igual que el peligro. Por ejemplo, yo jamás me arrojaría de un avión que aún no hubiese aterrizado. Pero se obtiene un placer feroz y estimulante en cambiar de marcha, en sentir cómo arrecia el viento, cómo se asienta el motor, cómo se hace todo más etéreo en cuanto te pones en movimiento. Cuando esto sucede, tienes la sensación de estar sufriendo una transformación –aunque no sea así–, un agradable deslizamiento del propio centro de gravedad, una cierta hibridación auto-eliminatoria con el empaque y la crudeza de esta moto en particular. No es nada trascendente. Pero no hay muchas cosas, dejando aparte a la imaginación, que te permitan acceder de manera rutinaria a tal sensación. Ni la pesca con mosca ni cazar pájaros con un perro hecho polvo. Nada de todo lo que me gusta. Y conste que no intento ponerme poético: sólo trato de describir un impulso inmediato. Supongo que en eso consiste la experiencia deportiva: en un arrebato de libertad breve y pegado a la tierra. Un placer. Una cosilla.

Aunque una harley no parece una «máquina deportiva». Su solera es, básicamente, cotidiana, industrial y mecánica. Vamos, que es como la versión que tiene un habitante del Medio Oeste del concepto «motocicleta».

En lo que se conoce como la «Comunidad harley», no he conocido a muchos a los que pudiese describir como deportistas. Desde luego, no entre esos incondicionales sobrevenidos –los turistas- que se gastan quince mil dólares en un bonito vehículo «tuneado» (adornos, equipo de música, remolque a juego, interfono y un mono de lo más rutilante para la parienta), una moto con el alma de una caravana; ni entre los demás colectivos, los que entran con la «burra» en bares y habitaciones de motel, se ponen motes como «Sleaze», «Luger» o «Amana» y se tatúan en los bíceps la bonita frase PREFERIRÍA ESTAR COMIENDO COÑOS. Esa gente tienta al destino. Pero no se trata de deportistas, como tampoco son precisamente unos atletas el Hombre Bala o la partenaire del lanzador de cuchillos.

Las harley siempre han apelado a nuestra tendencia a encargarle a otro el trabajo sucio. Son las motos más públicas, las de ademanes más republicanos. Garbosas, pero serias. Nada trascendentes. Unidimensionales. Son, lógicamente, lo que indica su nombre: harley-davidson.

Para aquellos que nunca han conducido una harley-davidson, y que no piensen hacerlo jamás, destacaré el único hecho sobresaliente y de general importancia: está chupado manejarlas, por imperdonable que eso parezca en una máquina de aspecto tan complicado. Solo necesitas tocar el suelo con los pies al sentarte, y ser capaz de mantener el equilibrio para que no se caiga al detenerte ante un semáforo (un bochorno público de lo más lamentable). Una mujer bajita podría conducir la mía. Y la verdad es que la primera harley en la que me senté fue la primera que conduje en mi vida. Y resultó que fue la que me acabé comprando.

Sí es peligrosa, claro está. Y esa evidencia, junto a la placidez de la conducción, forma parte de su atractivo: ofrece emociones a los carentes de experiencia a ese respecto. Emociones circenses. Pero mi super glide, con sus 280 kilos de peso, se muestra bastante torpe a escasa velocidad, tiene tendencia a revolcarse (convirtiéndose la rueda delantera en una rosquilla) y cuando se te cae encima, no es fácil salir de ahí debajo. (En cierta ocasión, mi vecino me confundió con un Ángel del Infierno y me estuvo siguiendo por el embarrado sendero que llevaba a mi casa, y cuando aminoré la marcha hasta casi arrastrarme para pillar el desvío de la manera más segura posible, la moto se me vino encima y un poco más y la diño).

La velocidad, en cualquier caso, es el asunto más pertinente y profundo, pues lleva al motorista y a su moto a un destino compartido. (Nadie compra una harley para ir a paso de tortuga). Pero al ser tan pesada como potente, una harley-davidson a toda velocidad arrastra una enorme inercia; y como es mucho más estilizada que un automóvil y solo tiene dos ruedas, prefiere avanzar lo más recta posible. El delta del Misisipi, con sus largas carreteras sin perros a la vista, es un lugar ideal para alcanzar grandes velocidades. Vermont es un mal sitio. La prueba de lo que digo es que en exactamente el tiempo que necesitas para consultar el reloj digital, una harley te hará saltar por la curva más suave, se echará a volar repentinamente y te destrozará. Un motorista al que conocí en cierta ocasión me dijo que te podías caer de una harley-davidson –la suya era una antigua 74, con luces policiales y sirena- y ver cómo seguía corriendo por la carretera sin ti. No me extrañaría. Y también me dijo que la moto acabaría por dar media vuelta para ir a por ti y atropellarte. Lo cual sí que me extrañaría sobremanera.

Pero hay otras historias de terror que es casi seguro que son ciertas. Topar con un pollo y salir disparado. Topar con una bolsa invisible de aire frío (o caliente) y salir disparado. Topar aparentemente con nada y salir disparado. A eso se le llama «besar el asfalto», y más vale andarse con cuidado.

Pero la mayoría de los que conducimos una Harley somos precavidos: nos adaptamos a los modales de nuestra moto, que siempre proyecta un aura de seriedad; eso nos ayuda a evitar las gilipolleces. Y eso es aplicable también a gente como Sleaze y Luger, cuyas primitivas reacciones hacia la mayoría de las cosas no deberían ser consideradas anti-convencionales. Ciertamente, cuando nos hacemos daño, suele ser porque la han tomado con nosotros… Como me ocurrió con ese vecino que se dedicaba a perseguirme colina arriba. A menudo, ni siquiera sabemos qué nos ha golpeado y no tenemos la culpa de nada: algo desolador para un tío como yo, al que le desagrada el peligro y cuyas peores heridas han sido siempre de carácter sentimental.

No soy de los que se trabaja su Harley. Para mí, la cosa no tiene nada de Zen. Un depósito de gasolina demasiado cerca de un cilindro caliente nunca captaría mi atención. No sé muy bien cómo ajustar la cadena. Al igual que con mis propias enfermedades, no tardo nada en poner la moto en manos de un experto.

Como consecuencia, eso sí, observo mi moto y lo que veo es un misterio para mí; un misterio basado, como siempre, en la ignorancia. Supongo que es más bien propio de un zote comprarse una máquina muy complicada de la que no sabes absolutamente nada; no la sabes arreglar, no la sabes desmontar… Lo único que sabes hacer es darle al gas, ponerla en marcha y salir pitando. Pero a mí eso es lo único que me interesa. Si eso me convierte en un diletante, allá penas, que yo ya he satisfecho un viejo deseo. Todos nos comportamos así constantemente, con el coche, con la segadora de césped, con el chisme de arrancar hierbajos; la única diferencia es que mi harley-davidson es puramente opcional, y eso parece incluir ciertas obligaciones.

¿Qué le voy a hacer si he salido a mi padre?

Me acuerdo de cuando nos trasladamos a nuestra primera y única casa de las afueras, en Misisipi, en 1955. Mi padre, un tipo grandullón y bien humorado, dedicó la parte más oscura de su nuevo cobertizo tras el garaje a su «banco de herramientas. No tenía ninguna herramienta y estaba demasiado ocupado trabajando como para comprarlas y aprender a utilizarlas, así que la cosa acabó cayendo en el olvido… Sólo la utilizó para fabricarme un saco de boxeador con un kit de Monkey´s Ward y clavarlo en la pared. Fue su única actividad como carpintero. Pero cuando le aticé con todas mis fuerzas al saco por primera vez, se cayó al suelo. Enterito. Y aunque lo recogimos y lo volvimos a colocar en la pared un montón de veces, al final ya no se movió del suelo: si mi carrera pugilística duró tan poco, fue por la falta de conocimientos de mi progenitor.

El hombre no era de los que resuelven problemas. Y yo tampoco. Tenía otras cosas que hacer, cosas que ya sabía y que le llenaban de orgullo; y yo soy igual que él. ¿Cómo sería observar mi moto y ver un artefacto del que entiendo cada parte, cada movimiento y cada principio básico? Menudo aburrimiento. ¿Qué útiles misterios perdidos, qué chispas de inocencia –la base fundamental de la bondad paterna– se extinguirían en mi interior a cambio del dudoso privilegio de ser mañoso?

Últimamente, suelo plantarme ante la ventana, contemplar mi maravillosa moto roja y preguntarme qué puede estropearse, qué ruido sospechoso e incomprensible voy a escuchar mientras me interno en el desolado Idaho, gozando de una libertad a ras de suelo, sin una sola tienda Harley entre Boise y Coeur d´Alene, cuando necesitaría saber algo si pintaban bastos. A veces, hasta me despierto en mitad de la noche pensando en eso. Se trata de una leve, aguda y –al parecer– personalísima agonía post-industrial. Pero me resistiré a ella. Compré la moto para conducirla, no para arreglarla. Ahí radica el placer. Eso es lo único que le pido.

Puedo explicar sin problema alguno por qué me compré una harley-davidson.

Me gustó su aspecto.

Así de fácil. Sobre todo, me gustaba la imagen que componían juntos la moto y el motorista, un «estilo» que, a lomos de una Harley, consigue que el conductor crea estar sentado en el «sótano» de la moto. Baja de tripa, semi-yacente, centrada. Exactamente como debería ser. No hay otra motocicleta con ese aspecto. Y ése es un motivo suficiente para comprarse una moto: una forma que proporciona placer, le saca el máximo rendimiento a una estética modesta y provoca el deseo.

Y hacia dónde van ahora mis deseos? Hacia lo finito, lo tangible, lo que puede ser adquirido. El límite definitivo. Semejante razonamiento ni siquiera parece tan malo, teniendo en cuenta que a veces resulta muy difícil saber exactamente lo que queremos; no es fácil tomarles la medida exacta a nuestros deseos. Todos queremos que nuestros placeres dispongan de un futuro: que sean como el amor. Y reconozco que no está muy claro el tipo de futuro al que podemos acceder con una motocicleta. Especialmente con una harleydavidson, que es una cosa tan inmediata y tan completa. Y tan suya. Y también hay que tener en cuenta los límites de mi propio placer.

No hace mucho, le pedí a mi mujer que me sacara una foto «con mi moto». Me planté a su lado, en el sendero de grava, con mis pantalones de loneta y mis zapatos náuticos, un jersey rojo, un blazer azul y una sonrisa. Mi ropa, en otras palabras. Lo que llevo puesto.

Y cuando vi la foto, me sorprendí de lo superfluo que se me veía. No había dado ni una. He visto fotos de hombres mayores posando junto al enorme pez marino que acaban de pescar, y con el cual confiaban establecer una intimidad tan breve como vital para su autoestima…Pero lo único que conseguían era desprenderse de sus esperanzas ante la nada compasiva presencia de esa cosa muerta que tenían al lado. En mi caso, era como si hubiese sometido a una motocicleta de un rojo brillante, una de las grandes, y pretendiera, no sé cómo, «fundirme con ella»….Algo totalmente imposible, ahora me doy cuenta, pues ni yo ni nadie podremos jamás aspirar a «fundirnos» con una cosa que nunca estará «con» nosotros.

Pese a todo, cuando estoy en movimiento, recorriendo alguna calle de la población en la que vivo, y atisbo por un instante mi propia imagen en la ventanilla de un coche –cuando coinciden el hombre, el momento y el movimiento–, sube notablemente mi autoestima, de una manera tan absoluta, completa y carente de futuro como la de mi máquina: esa harley-davidson, la más cabal de las motocicletas. Y entonces no experimento la menor decepción. A fin de cuentas, no le he pedido nada más que eso desde un buen principio.