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Esta historia tuvo lugar en Bogotá durante los últimos días de noviembre de 1960. (Nota del editor)

Papá gruñó, me mostró los colmillos. Yo había mencionado lo excesivo de ese arreglo de rosas blancas —atadas con cintas enroscadas— que mamá eligió para celebrar al recién llegado en la fiesta de esa noche, cuando lo conocimos: era el primo H, cubano; tres días estaría acá por una reunión de periodistas y diplomáticos de la cultura. Me temía que ese regalo no le gustara, con esa vergüenza que a veces se siente por los padres. Estaba yo por los veintitrés, había hecho dos años de Filosofía y Letras; poco me convencía, ese asunto de la poesía me parecía más bien ridículo. Lecturas cursis, chillonas, innecesarias. Seguí mi instinto y me retiré. Entonces papá me llevó a la facultad de cualquier cosa, creo que era de Derecho o de Historia, y me inscribió. Pasó el jodido tiempo —que siempre acosa— y ya estaba en el último semestre, buscando un tema para ese inútil requisito de la monografía, cuando papá y mamá se obstinaron con la idea de las rosas blancas.

Íbamos en el carro rumbo a esa fiesta, a la que hubiera preferido no ir. Papá dijo algo de un recorte de prensa de hacía algunos meses. Lo sacó del bolsillo, leyó el titular: “Periodistas Perseguidos por la Revolución Llegan a Miami”, enfatizó en cada mayúscula. Quizá se me descompuso el gesto, papá lo mostraba como si tuviera que sentirme orgulloso. Me pidió que lo guardara entre el libro que llevaba en mi maleta —sabía que siempre cargaba con uno—. Mamá sonreía. Atravesamos la ciudad encharcada y ladradora, oscura.

Apenas llegamos al salón de la fiesta palpé la risa de H, diferente a las otras, más musical; transmitía una sinceridad que yo desconocía. Al ver las rosas blancas H se levantó para abrazar a mamá y olisqueó el ramo con hambre y dulzura —era cierto, daban ganas de comerse esas rosas blancas, pero solo para después vomitarlas—. Una inesperada calidez venía de su expresión, de su honda sonrisa, y esto me molestó; apenas se conocían por cartas, con mamá. Lo vi acercarse a mí, rascaceleste, esbelto, gallardo. Pensé que quizá estaríamos de acuerdo en que el ramo era de esconder, pero su alborozo me demostró todo lo contrario. Lo saludé mirando sus brillantes zapatos blancos.

Al rato me aburrieron sus conversaciones genealógicas para gente vieja. Sobre todo me daba rabia ver felices a mis padres. Así que serví un largo whisky y me aparté a leer el relato de un tal R. Walsh que un pibe raro en alguna parte me había prestado; por su título incómodo el libro tenía un forro de plástico negro. Semanas atrás lo había comenzado a leer, incrédulo, y a la mitad no había entendido nada del maldito libro. Tuve que empezar de nuevo y, claro, tuve que quitarle ese forro. Era una historia de fusilamientos; año 55, cuando el horror de la Revolución Libertadora que tumbó a Perón. Yo lamentaba que el libro fuera tan corto; lo leía a párrafos, una y otra vez, estirándolos. Y así lo hice esa noche hasta que la fuerza de la repetición me hundió en un sueño profundo. Al no sé cuánto tiempo me despertaron y nos fuimos a casa, pero antes H le firmó, con dedicatoria, el recorte de prensa que papá llevó: el estilo y el ímpetu de la firma parecían los de un hombre muy célebre.

A la mañana siguiente mamá lucía radiante. En el desayuno dijo que H le había contado de las épicas de su padre bogotano, es decir de su tío —esto de las genealogías es una desgracia, nunca se explican por sí solas—: estudió Ingeniería Civil en París, de regreso a Colombia se enlistó en la guerra de 1885, pero antes, de escala en Nueva York, por un lejano amigo conoció a José Martí en una juerga diplomática a la que asistieron abogados y directores de periódicos. Se tomaron simpatía y desde luego no influyó el licor en eso. Tiempo después, como ya Martí sabía de su ingenioso corazón, en una carta lo invitó a la isla. Allí toda una guerra de independencia se gestaba. Y él, bogotano adinerado y brioso como pocos, armó sus maletas. Ya nunca regresaría. Mamá dijo que su tío había llegado a coronel del Ejército Revolucionario y Qué Más Dá, a órdenes del impertérrito Maceo —y ni idea de quién fue ese viejo.

Entonces mamá le contó a H que ella conservaba una antigua tarjeta de visita del tío, tomada en Duperly & Son el día antes de su viaje definitivo: sus ojos, que parecen claros, ligeros, ladeados hacia el bajo rostro, de finos ángulos. Papá, admirativo, había dicho que en esa foto el bigote de puntas engomadas y, en general, esa expresión aquea de la cara le recordaba a los grandes tipos del siglo XIX —que en Colombia fueron todos imbéciles, intuí—. De inmediato H quiso conocer la fotografía, a lo que mamá respondió, sin consultarme, que yo se la llevaría a donde él estuviera, cuando él dijera. Ella y papá se excusaron de ir, ¡estarían tan cansados! H quedó en que llamaría a casa. Iría yo. No tuve más remedio que obedecerles, monstruos. Mamá brilló, quizá más que cuando contó esa bobería de Martí. En eso sonó el teléfono: una secretaria avisaba que pasada la hora del almuerzo podría verme con H donde un tal E. Camargo en sus oficinas de la Sexta con Catorce.

Allá llegué muy a las dos de la tarde, fotografía en mano. La secretaria fumaba y martillaba la Remington. Pregunté por E. Camargo, me respondió que esperara; salió de la oficina y dejó una estela de humo. No le sonreí, ni encogí mis piernas para que ella pasara. Escuché al fondo de la oficina dos voces, seguro de que la del tal E. Camargo era una de esas. La del otro no tenía cómo identificarla. Solo nos separaban unas marquesinas de madera con vidrios esmerilados, por donde se filtraban algunos destellos de sol. La primera voz hablaba de un tal Blas Roca. Le dijo al otro que doce años atrás Roca había enviado una carta a un fulano guatemalteco —pronunció el maldito nombre pero se me olvidó—, embajador y agente secreto del partido —así dijo e hizo énfasis de mayúscula—, hospedado en el Granada; una carta en la que le decía que había que destruir a Bogotá y bajarse al negro: y luego ¡pum! Pasaron a Gaitán del estrado judicial a la tumba —el embarazo era saber sobre quiénes recaía la acción del verbo pasar, así dijo—. El otro refirió lo que tenía entendido: que Roca, cubano, con la colaboración de un tal Betancur, venezolano, habían mandado a Bogotá, por los días de una tal Conferencia, a dos de sus mejores agentes. Me distraje, no escuché el nombre del primero, pero el del segundo era Del Pino; y dijo que ya en Bogotá estos dos espías, con un nutrido armamento, se habían alojado en la pieza 33 del Claridge, hotelito de la calle 16.

Esperé más de cuarenta minutos, sin hacer medio ruido, y aquellos no se callaron. H no llegó, tampoco la secretaria. Resolví irme, furioso y envalentonado. La historia de ese muerto y de su asesino, muerto el mismo día, me perturbaba. Fantaseé con fundar el Partido Roasierrista Colombiano, una agrupación legítima de mártires y asesinos, un partido político en toda ley, que recordaba los apellidos del autor material. Ya en casa, le dije a mamá que ahí estaban temas para la monografía. Ella me dijo: “Usted no sea pendejo, que nunca nadie va a saber quién se llevó al Negro”, y salió. Algo en mí le creyó para siempre. Hacia el final de la tarde sonó el teléfono. Yo me había quedado solo en la casa; pasaba mi desengaño gaitanista, no iba a contestar. Al decimosexto repique supuse que la cosa era urgente. Levanté la bocina y me estrellé con la estrepitosa risa de H. Al fondo, trompetas y ruido de gente. Casi pude oler el humo del cigarro que se fumaba mientras me rogaba que fuera a encontrarlo al Verner’s con la foto. Ni maldita idea de dónde quedaba el tal Verner’s. Dijo que estaba diagonal al Tequendama, sobre la calle 26. Me resistí, el cielo amenazaba lluvia. H insistió, una vez tras otra, y tampoco estaba yo para negarme a que un hijo conociera la imagen de su padre antes de ir a la guerra que liberó a un país —él dijo patria—; así empezó a comprometerme: “Todo se reduce a mi padre”, dijo. Y luego, “Vente, muchacho, acá venden a botellones del mejor ron del mundo, el cubano”. Eso me dio el empujón definitivo.

La ciudad parecía inhabitable desde el bus, que lidiaba con el tráfico descontrolado. Por la calle de la Biblioteca Nacional empecé a buscar el tal Verner’s, entre la niebla. Era un recinto estrecho, de techos bajos, en semipenumbra; llegaba un brillo del tapete rojo. En la barra, floreros con rosas blancas; olor a delicias que salían de su cocina; pocos clientes, que estaban ya por irse. En cada mesa, una lámpara estilo trípode iluminaba el humo de los tenues cigarrillos. Sonaba el piano. Vi a H sentado a la mesa adyacente, hablando sin enfados con un sujeto robusto y bonachón, a quien me presentó como su entrañable sobrino, así dijo. Era el tal E. Camargo: nariz de trompeta, una raya negra por bigote; los ojos. ¿Tenía ojos? Sí, era su voz. Hablaban de la reunión de periodistas, donde las cosas se habían ordenado, así dijo. H había leído un inspirado texto sobre cómo acabaron con la libertad de prensa en la isla, así lo tituló. Nutrida concurrencia.

En la botella quedaban a lo sumo tres dedos de ron. H se disculpó por no haber llegado a la cita, y exigió ver la foto. Bebió lo que quedaba. E. Camargo, casi enojado, preguntó si yo había estado esperando en su oficina y él no había sabido. Lo vi incomodarse. H ordenó otra botella de ron. “Mi adorado sobrino está por recibirse en Derecho, querido E. Camargo”, creo que eso dijo tras guardar la foto en su bolsillo. E. Camargo mostró más resquemor cuando supo que yo buscaba tema para la maldita monografía, pero eso no le impidió servirme el primer trago. H volvió a la reunión de periodistas y empezó a contarnos —con especial interés— que el año anterior el Comandante había arengado desde Palma Soriano contra él y su diario, que luego se tomó las imprentas de la disidencia, puso efectivos del Ejército de ronda por los pasillos, sacó a los empleados, paró las rotativas: ocupación manu militari [1]. Como lo pedían los editoriales de Revolución —así dijo—, el diario fue confiscado; quedó al mando de un corrector pruebas, un tal Vázquez, bajo la supervisión, a su vez, de un tal Franqui. Le propusieron algo como una amnistía, H se negó y fue a dar a los cuarteles de la CTC, en donde un tal Raúl, coreado por el famoso Blas Roca y por un tal David S., lo llamaron de ‘batistero’ para arriba durante siete inacabables horas. Solo hasta la una de la mañana hubo algunos segundos de silencio —así dijo—: llegaba el Comandante, dispuesto a resolver la situación: patria o muerte. Al salir de allí, H sabía que tenía al G-2 encima y un calabozo en La Cabaña. Entonces se refugió en la embajada de Panamá. H lo contaba con una heroicidad que yo no le veía. En este punto yo estaba por soltar una carcajada, pero luego lo compadecí –y quizá también lo admiré.

Bebíamos de la segunda botella, cuando H y E. Camargo se pusieron de pie. Vi acercarse a un hombre robusto, antineutrino y pelón, las mejillas colgantes y una línea negra por bigote, director de un importante periódico. Lo acompañaban dos perros diminutos, mordiscones, y una lora en el hombro. Disculpó su demora, como era hábito entre los ilustres: venía de cenar con un tal Dubois, que proyectaba viajar a Centroamérica, donde había hombres —así dijo—, agentes. Porque todo ya se estaba organizando. Y aplaudieron. Se sentó y pareció desparramarse; el asiento no le alcanzó. De inmediato H nos presentó y yo pensé que lo correcto era servirle un trago. El memorable director lo rechazó: luego irían al ágape del canciller, ¡sobriedad ante todo! H continuó el relato, y en el momento en que volvió al tema de la isla el perro más viejo flotó sobre la mesa, nos mostró los dientes, amenazante, y, sin dejar de gravitar, lo interrumpió: “El enemigo nunca tiene la razón… ¡Aunque la tenga!”. E. Camargo brindó entonces por un tal Karl, instigador y periodista español, citado por el perro viejo, que nos habló, emitiendo un ligero zumbido, casi toda la noche. En algún momento el segundo perro, el que se veía no tan viejo, dijo: “¡Ah, allá se ha perdido la alegría!”, y batió la cola, flotando. Todos nos quedamos en silencio, impávidos pero esperanzados en la humanidad porque había ron, a garrafones.

Necesité aire frío y salí a fumar un cigarrillo. Afuera vi a mi espíritu elevarse en tupidas nubes de vaho, y adentro aquellos hombres dijeron sus últimas palabras. Cuando regresé ya no vi a nadie. El silencio del piano. Pero en la mesa encontré a cinco perritos que flotaban y se olían el trasero entre ellos; uno mordía la foto del tío coronel a órdenes de Maceo, la había arruinado. Los hombres eran cosa del pasado. Ya no hablaron más, sólo los escuché ladrar. Me serví un ron y guardé la botella en la chaqueta. Entonces me sentí solo: qué lejos estabas, libro de Walsh, libro mío. Vi a la lora asustada en un rincón, la recogí y la retuve en la mano, apaciguándola, dándole esperanzas de llegar al día siguiente. Me fui del Verner’s, sus floreros de rosas blancas en la barra y ese zumbido.

A finales del año siguiente Colombia rompió relaciones con Cuba.

[1] En este punto el autor del relato desconoce en absoluto la verdad puesto que, como se lee en el número 699 de la revista Semana de 1960, el 16 de mayo de ese año el periódico de H “es tomado en La Habana por sus trabajadores”. Esto indica que la crisis de su diario no fue manu militari, sino por una acción sindical, lo que varios medios confirmaron. Por otro lado, cabe recordar al lector que la Primera Declaración de La Habana consagró “el derecho de los intelectuales, artistas y científicos a luchar con sus obras por un mundo mejor”. (N. del E.)