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Traducción de Ana Alcaina

Cuando era más que evidente que su ejército se estaba anexionando Crimea, Vladimir Putin apareció en televisión y, con una sonrisa satisfecha, aseguró al mundo entero que no había soldados rusos en Ucrania. No se trata tanto de que estuviera mintiendo como diciendo que la verdad no importa. Cuando Donald Trump se inventa los hechos a su antojo, cuando afirma que vio a millares de musulmanes en Nueva Jersey celebrando los ataques sobre las Torres Gemelas, o que el gobierno mexicano envía a propósito a los inmigrantes «malos» a los Estados Unidos, cuando los organismos de verificación de hechos cifran en un 78 % el número de declaraciones suyas que no son ciertas, pero aun así se convierte en candidato a presidente de los Estados Unidos, todo eso parece indicar que los hechos ya no importan demasiado en la tierra de la libertad. Cuando la campaña a favor del Brexit anuncia: «Demos a nuestro Sistema Nacional de Salud los 350 millones de libras que la Unión Europea nos quita cada semana» y, tras ganar el referéndum, uno de los líderes partidarios de la salida de la Unión despacha esa afirmación calificándola de «error» mientras otro la justifica como «una aspiración», está claro que vivimos en un mundo «posfáctico» o «posverdad». No se trata simplemente de un mundo en el que mienten los políticos y mienten los medios de comunicación –eso lo han hecho siempre– sino de un mundo en el que no les importa si dicen la verdad o no.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Es por culpa de la tecnología? ¿La globalización económica? ¿El fin de la historia de la filosofía? Produce una especie de placer adolescente librarse del peso de los hechos, esos pesados símbolos de la educación y la autoridad, recordatorios de nuestro lugar en el mundo y nuestras limitaciones, pero ¿por qué ocurre esta rebelión precisamente ahora?

Muchos culpan a la tecnología. En vez de inaugurar una nueva era en la que la verdad aflore a la superficie y fluya por todas partes, la era de la información permite que las mentiras se propaguen en lo que los expertos tecnológicos llaman «incendios digitales». Para cuando un especialista en verificación de datos ha detectado una mentira, ya se han creado miles de mentiras más, y el volumen ingente de «cascadas de desinformación» convierte la irrealidad en imparable. Lo único que importa es que se pueda hacer clic en la mentira, y lo que determina eso es en qué medida alimenta los prejuicios de la gente. Los algoritmos diseñados por empresas como Google y Facebook se basan en las búsquedas y selecciones previas del internauta, de manera que con cada búsqueda y con cada clic, el usuario encuentra confirmados sus propios prejuicios. Las redes sociales, actualmente la principal fuente de información y de noticias para la mayor parte de los estadounidenses, nos introducen en unas cámaras de resonancia de personas que piensan igual que nosotros y sólo nos suministran datos que nos hacen sentirnos mejor, ya sean verdaderos o no.

Además, la tecnología podría tener influencias más sutiles en nuestra relación con la verdad. Las nuevas tecnologías, con su infinidad de pantallas y reproducciones, fragmentan la realidad de tal manera que la convierten en inasible, empujándonos –o permitiéndonos huir– hacia fantasías y realidades virtuales. La fragmentación, unida a la desorientación que produce la globalización, hace que la gente sienta añoranza por un pasado más seguro, por lo que genera nostalgia. La desaparecida filóloga rusoamericana Svetlana Boym

escribió: «El siglo XXI no se caracteriza por la búsqueda de lo nuevo, sino por la proliferación de nostalgias (…) nacionalistas nostálgicos y cosmopolitas nostálgicos, ecologistas nostálgicos y urbanitas nostálgicos intercambian disparos pixelados en la blogosfera». Así, las hordas de troles de Putin venden en internet sueños de la restauración del imperio ruso y la Unión Soviética; Trump tuitea «Hagamos de Estados Unidos un gran país de nuevo»; los partidarios del Brexit suspiran por una Inglaterra perdida en Facebook, mientras las snuff movies virales del Estado Islámico ensalzan un mítico Califato. La «nostalgia restauradora», sostenía Boym, se esfuerza por reconstruir la patria perdida con «determinación paranoica», se erige a sí misma en «verdad y tradición», se obsesiona con los grandes símbolos y «renuncia al pensamiento crítico a cambio de establecer fuertes vínculos emocionales (…) En casos extremos puede crear una patria fantasma en cuyo nombre uno está dispuesto a morir o matar. La nostalgia irreflexiva puede producir monstruos».

La huida hacia las tecnofantasías está plagada de incertidumbres económicas y sociales. Si todos los hechos indican que no tenemos ningún futuro económico, ¿por qué prestar atención a los hechos? Si uno vive en un mundo donde un pequeño suceso en China puede causar la pérdida del sustento económico en Lyon, donde el gobierno no parece tener ningún tipo de control sobre lo que ocurre alrededor, entonces la confianza en las viejas instituciones con autoridad (los políticos, los académicos, los medios de comunicación) se quiebra. Eso es lo que ha llevado al líder de la campaña del Brexit Michael Gove a declarar que los británicos «ya están hartos de los expertos», a los ataques de Trump contra los medios de comunicación y a la proliferación de sitios web de noticias «alternativas». Paradójicamente, según un estudio de la Universidad Northeastern, las personas que no confían en los medios de comunicación «convencionales» son más propensas a tragarse la desinformación. «Sorprendentemente, los consumidores de noticias alternativas, que son los usuarios que intentan evitar la “manipulación de masas” de los medios de comunicación generalistas, son más susceptibles de dejarse intoxicar por afirmaciones falsas.»[1] Un escepticismo sano acaba en una búsqueda de conspiraciones disparatadas. La televisión controlada por el Kremlin de Putin ve conspiraciones estadounidenses detrás de absolutamente todo, Trump insinúa que el 11-S fue un acto orquestado desde dentro y parte de la campaña del Brexit presentaba a Gran Bretaña como objetivo de un complot franco-germano-europeo.

«La información objetiva no existe», afirman los jefes de las redes de propaganda de Putin, Dimitri Kiselev y Margarita Simonyan, cuando se les pide que expliquen los principios editoriales que permiten que las teorías de la conspiración se presenten al mismo nivel, igual de válidas, que cualquier investigación basada en pruebas fehacientes. El canal internacional del Kremlin, RT, dice ofrecer un punto de vista «alternativo», pero en la práctica esto significa, en los debates televisivos, convertir al director de una revista marginal de extrema derecha en alguien con la misma credibilidad que un académico universitario, haciendo que una mentira sea tan digna de ser emitida por televisión como pueda serlo un hecho. Donald Trump juega a un juego similar cuando cita rumores sin fundamento como si fueran opiniones razonables, «alternativas», contando historias como que Obama es musulmán o que su rival Ted Cruz lleva un pasaporte canadiense secreto, aunque, para cubrirse las espaldas, esas declaraciones suelen ir precedidas de las palabras: «Hay mucha gente que dice…».[2]

Esta equiparación entre lo verdadero y lo falso tiene su origen –y se nutre a la vez– de un relativismo y un posmodernismo tardío que todo lo impregna y que a lo largo de los últimos treinta años ha ido traspasando las fronteras del mundo académico y luego las de los medios de comunicación hasta calar en todos los demás ámbitos de la sociedad. Esta escuela de pensamiento ha hecho suya la máxima de Nietzsche según la cual no hay hechos sino sólo interpretaciones, de manera que cada versión de los hechos no es más que otro relato en el que las mentiras se pueden justificar como «un punto de vista alternativo» o «una opinión» porque «todo es relativo» y «todo el mundo tiene su propia verdad» (y en internet esto realmente es así).

Maurizio Ferraris, uno de los fundadores del movimiento filosófico Nuevo Realismo y uno de los críticos más solventes del posmodernismo, sostiene que estamos presenciando la culminación de más de dos siglos de pensamiento. La razón de ser de la ilustración era hacer posible el análisis del mundo quitándole a la autoridad divina el derecho a definir la realidad para dárselo a la razón individual. El «pienso, luego existo» de Descartes trasladó la sede del conocimiento a la mente humana, pero si lo único que se puede conocer es la propia mente, entonces, como dijo Schopenhauer, «el mundo es mi representación». A finales del siglo XX, los posmodernos fueron más allá, asegurando que «no hay nada fuera del texto», y que todas nuestras ideas sobre el mundo se derivan de los modelos del poder que se nos imponen. Esto ha llevado a un silogismo que Ferraris resume así: «Toda realidad es construida por el conocimiento y el conocimiento es construido por el poder, ergo toda realidad es construida por el poder. Así pues (…), la realidad es una construcción del poder, lo cual la hace odiosa (si por “poder” entendemos el Poder que nos domina) y maleable a la vez (si por “poder” entendemos “en nuestro poder”)».

El posmodernismo primero se presentó como emancipador, una forma de liberar a las personas de los relatos opresivos a los que habían estado sometidas, pero, como señala Ferrari: «el advenimiento del populismo mediático supuso el perfecto ejemplo de un adiós a la realidad que no ha sido emancipador en absoluto». Si la realidad es infinitamente maleable, entonces Berlusconi, quien tanta influencia ha ejercido sobre Putin, podría argumentar con razón: «¿No te das cuenta de que algo no existe –una idea, un político o un producto– a menos que salga en televisión?».[3] Y así, también la administración Bush podría legitimar una guerra basada en información errónea. «Cuando actuamos, nosotros creamos nuestra propia realidad», le dijo al New York Times un asesor de alto nivel de George W. Bush (se cree que fue Karl Rove) en una cita en la que se centra Ferraris y que continúa así: «y mientras ustedes estudian esa realidad –juiciosamente, como acostumbran–, nosotros actuaremos de nuevo, creando nuevas realidades».

Para empeorar aún más las cosas, al afirmar que todo conocimiento es poder (opresivo), el posmodernismo nos despojó de argumentos con los que oponernos al poder. En su lugar sostenía que «puesto que la razón y el intelecto son formas de dominación (…) la liberación debe buscarse en los sentimientos y el cuerpo, que son revolucionarios per se». El rechazo de los argumentos basados en hechos a cambio de las emociones se convierte en un bien en sí mismo. Percibimos el eco político de esto en el pensamiento del millonario británico Arron Banks, quien financió la campaña Leave EU [Salgamos de la UE]: «La campaña a favor de la permanencia presentaba hechos, hechos y nada más que hechos, y eso, simplemente, no funciona. Tienes que conectar emocionalmente con la gente. Ése es el éxito de Trump». Ferraris ve el germen del problema en la respuesta de los filósofos ante el auge de la ciencia en el siglo xviii: a medida que la ciencia iba apoderándose de la interpretación de la realidad, la filosofía se volvió más antirrealista para poder seguir conservando un espacio en el que todavía pudiese desempeñar un papel.

Cuando intento entender el mundo en el que crecí y en el que vivo –un mundo enmarcado, en mi caso, por Rusia, la Unión Europea, el reino Unido y los Estados Unidos– no me hace falta remontarme muy lejos para encontrar un momento en que los hechos sí importaban. Recuerdo que los hechos parecían extraordinariamente importantes durante la guerra fría: tanto los comunistas soviéticos como los capitalistas de las democracias occidentales se basaban en hechos para demostrar que su ideología era la correcta. Los comunistas, sobre todo, maquillaban las cosas, pero al final perdieron porque no pudieron seguir defendiendo sus posturas. Cuando les pillaron mintiendo, reaccionaron con indignación: era importante que el mundo los percibiera como gente precisa y fiel a los hechos.

¿Por qué eran importantes los hechos para los dos bandos? Ambos proyectos trataban, al menos oficialmente, de demostrar una idea de progreso racional. La ideología, el relato y el uso de los hechos iban de la mano. además, tal como me ha señalado el activista y empresario de medios Tony Curzon Price, durante una guerra, el liderazgo y la autoridad son importantes para mantenerse a salvo: miras a los líderes en busca de los hechos y ellos los cargan sobre ti con su peso abrumador.

Entonces llegó la década de los noventa. Ya no había más progreso por el que luchar, nada que demostrar. Los hechos se separaron de los relatos políticos. Había cierta alegría en ello: era una época de hedonismo y éxtasis, un aturdimiento que nos permitía ignorar los hechos de nuestras cuentas bancarias y contraer toda la deuda que quisiéramos. Sin hechos ni ideas, los nuevos amos de la política eran los asesores de los partidos políticos y los politólogos. En Rusia, las tradiciones zaristas y del KGB consistentes en formar movimientos políticos títeres se fusionaron con las tretas propias de los departamentos de relaciones públicas occidentales para crear una «democracia Potemkin» en la que el Kremlin manipulaba todos los relatos y a todos los partidos políticos, desde la extrema izquierda a la extrema derecha. Esto comenzó en 1996, cuando se utilizaron partidos falsos y noticias falsas para salvar al presidente Yeltsin y la maniobra se popularizó hasta convertirse en un modelo de «política virtual» imitado en toda Eurasia (el asesor de Trump, Paul Manafort, trabajó en el entorno del Kremlin en 2005 para ayudar a moldear a Yanukóvich, el candidato a presidente y aprendiz de Putin en Ucrania). En el reino Unido se puso de manifiesto en la carrera fulgurante de Alastair Campbell, un portavoz de prensa y comunicación no electo, considerado tan influyente que la sátira política más importante del momento lo presentaba como el «sustituto» del poder en el país. En los Estados Unidos, empezó con la primera Guerra del Golfo –que Baudrillard describió como una pura invención de los medios de comunicación–, siguió con todo el escándalo en torno a la figura de Bill Clinton y continuó con la segunda Guerra del Golfo y la legendaria cita de Rove de «nosotros creamos la realidad».

Pero pese a todo su cinismo, en ese momento los asesores y los politólogos todavía estaban intentando proyectar una ilusión de verdad. Sus relatos pretendían ser coherentes, aun cuando anduviesen faltos de hechos. Cuando la realidad se impuso al fin –cuando el público descubrió el truco detrás de la ilusión en Moscú, cuando las historias sobre Irak estallaron por los aires y la bolsa se desplomó– una reacción fue redoblar esfuerzos y negar que los hechos importen en absoluto, convertir en obsesión el hecho de dejar de preocuparse por los hechos. Esto tiene muchos beneficios para los gobernantes, pero también es un alivio para los votantes. A Putin no le hace falta pergeñar una historia más convincente, sólo tiene que dejar claro que todo el mundo miente, socavar la superioridad moral de sus enemigos y convencer al pueblo de que no hay alternativa a él. Según el politólogo búlgaro Iván Krastev: «Cuando Putin miente con todo el descaro del mundo quiere que occidente lo señale con el dedo y diga que miente, para así poder señalar con el dedo él también y decir: “Pero vosotros también mentís”». Y si todo el mundo miente, entonces todo vale, ya sea en la vida personal o al invadir un país extranjero.

Esto es una (turbia) alegría. Ahora uno puede dar rienda suelta a todas las barbaridades que se le pasen por la cabeza, porque no pasa nada. Lo que Trump pretende justamente es dar validez al placer de soltar sapos y culebras por la boca, la alegría de la emoción en estado puro (muchas veces auténtica ira), sin ton ni son. Y un público que ya ha pasado toda una década viviendo sin hechos, ahora puede entregarse alegremente a una liberación plena y anárquica del peso de la coherencia.

[1.] Data Mining Reveals How Conspiracy Theories Emerge on Facebook, MIT Technology Review (18 de marzo de 2014), http://www.technolo-gyreview.com/view/525616/data-mining-reveals-how-conspiracy-theories-emerge-on-facebook/

[2.] https://www.washingtonpost.com/politics/a-lot-of-people-are-saying-how-trump-spreads-conspiracies-and-innuendo/2016/06/13/b21e59de-317e-11e6-8ff7-7b6c1998b7a0_story.html

[3.] http://alexanderstille.net/the-corrupt-reign-of-emperor-silvio/