Las fotografías existentes muestran el perfil de una mujer de aspecto decimonónico, un tanto anticuado. Sin embargo, la escritora y traductora de Flaubert al hebreo moderno Dvora Baron fue una mujer culta, independiente y progresista.
Su vida está estrechamente ligada a un período trascendental de la historia de los judíos europeos. Comprende el gran desarrollo del movimiento ilustrado secular de base racionalista o Haskalah y el surgimiento del nacionalismo en Europa que impulsó una ideología de emancipación judía. Esto contribuyó a crear un movimiento literario e intelectual empeñado en transformar un idioma circunscrito a la Biblia y que constaba entonces de aproximadamente 8.000 vocablos, a un hebreo moderno que llegó a incluir 120.000 para concebir una narrativa innovadora y en paralelo una lengua vernácula. Pero la historia también marcó este período con las dos guerras mundiales y el Holocausto. Y finalmente la creación del Estado de Israel.
Dvora Baron nació el 4 de diciembre de 1887 en Ouzda (Bielorrusia), una pequeña ciudad de las afueras de Minsk, situada en el territorio conocido como Zona de Asentamiento, área de la Rusia zarista donde se permitía el establecimiento de comunidades judías desde finales del siglo XVIII. Este territorio extenso agrupaba ciudades de pequeño y mediano tamaño –shtetls– con una población mayoritariamente judía, mezclada con polacos y rusos. Durante su juventud la literatura del shtetl vivió su edad dorada. Un género literario que describe el ambiente costumbrista de este microcosmos, con esa fina ironía característica del humor judío, necesaria para superar la condición de gueto y marginalidad latente en estas comunidades.
Recibió de su padre, rabino, una formación erudita en la ortodoxia judía, y adquirió los conocimientos avanzados necesarios para profundizar en la comprensión y exégesis de la Biblia y el Talmud. Sin embargo, los estudios también representaron el inicio de una vida al margen, ya que estaba obligada a atender las lecciones separada del grupo, desde la zona en la sinagoga destinada a las mujeres. Finalmente, su excepcional formación le abrirá las puertas del establishment cultural ilustrado.
Con quince años se independizó. Entre 1903 y 1910, vivió en diferentes ciudades (Minsk, Kovno, Mariampol y Vilna), combinando los estudios universitarios en ruso y francés con su trabajo como tutora y publicando relatos. Con este excepcional bagaje emigró en diciembre de 1910 a Palestina. Pocos meses antes de abandonar Europa, el shtetl de su infancia fue destruido por un pogromo.
Se establece entonces en la aún Palestina de la Siria otomana, que pronto pasará a manos del Imperio Británico. A pesar de las exigencias del compromiso intelectual que para los de su generación suponía crear una identidad e imaginario colectivo dominante ligado a la nueva nación de Israel, ella mantuvo su literatura unida al espacio de su infancia, el shtetl. La representación de ese microcosmos íntimamente conocido por la autora es el espacio simbólico donde desarrollará planteamientos existenciales, aportando una visión hasta entonces inédita de la riqueza y la complejidad del mundo femenino. Pasa por la historia de puntillas y en cambio hunde los pies hasta el fondo en el charco de la existencia; observante de ese hilo de realidad inmutable aún en un mundo vertiginoso en constante cambio.
Su periodo de mayor creatividad coincide con la época en la que corta su cordón umbilical con el exterior. A la manera de Montaigne, y durante más de treinta años, vive recluida en su casa para entregarse estrictamente a la creación literaria, hasta su muerte en 1956; apenas interesada por el nuevo paisaje de su ciudad –Tel Aviv–, transformada en moderna capital del primer Estado judío moderno. La recreación del shtetl, su mundo simbólico, le permitió a Dvora Baron aislar la realidad inmediata para tomar distancia y poner en funcionamiento ese «mecanismo» llamado literatura.
Desde 1911 a 1923, continuó publicando relatos en revistas, sin embargo, tardó diecisiete años en ver publicado su primer libro. Entonces, el hebreo no era todavía una lengua coloquial para una mayoría significativa de la población. La posibilidad de una masa crítica de lectores que justificaran la publicación de libros era impensable. A pesar de los esfuerzos, se hablaba poco hebreo en las calles. Es muy ilustrativo el famoso poema de Y. L. Gordon (1860-1972): For Whom Do I Toil? (Para quién estoy trabajando). El título plantea el enorme trabajo, sabiduría y esfuerzo creativo al que se enfrenta el poeta para concebir una literatura secular moderna en un idioma que no tiene prácticamente lectores, ni hablantes. De todos los idiomas hablados por los judíos en Palestina –el yiddish, el ruso, el polaco, el francés o el alemán– el hebreo era el menos natural, confortable y productivo.
Si bien había sido el idioma literario de la judería medieval y a lo largo de los siglos se había utilizado como lengua franca, la complejidad creativa que experimentó esta generación de escritores es inmensa. Abordemos una de las principales cuestiones que a los que nacemos en una lengua viva y extendida nos resulta inimaginable: cómo plantear la mímesis-realista literaria mediante un idioma no hablado. Fue ésta una muy difícil empresa.
En 1922, Dvora Baron abandonó la influyente revista sionista Ha-Po’el ha-Za’ir (El joven trabajador) en la que trabajaba dirigiendo la sección de literatura y comenzó su larga reclusión. Para empezar, abordó la traducción al hebreo moderno de Madame Bovary. La traducción no fue un encargo, sino que decidió hacerlo por su cuenta. Así fue cómo, en 1932, vio la luz la que durante sesenta años ha sido la única traducción –prolijamente elogiada– de Madame Bovary del francés al hebreo moderno.
Apenas hay referencias y mucho menos estudios sobre el motivo que le impulsó a hacerlo. Existen algunas tentativas –no del todo convincentes en mi opinión– cuyas hipótesis apuntan a que la escritora desearía intercambiar dos retratos provincianos: el del shtetl, por el de la pequeña burguesía decimonónica; y así equiparar la opresión procedente de la ley judía por la opresión de la sociedad burguesa. Pero más bien creo que cabría preguntarse qué puede significar traducir Madame Bovary del francés al hebreo moderno en 1932, cuando todavía la fórmula del diálogo en este idioma no era de uso cotidiano.
Permítanme exponerles mi propia versión:
Traduciendo esta obra cumbre de la literatura francesa, Dvora Baron demostró que el hebreo –a pesar de su antigüedad y su estrecha vinculación con los libros sagrados– podía estar a la altura de un idioma culto, moderno y secular como el francés. Por otro lado, le dio a la escritora la oportunidad de aprender de una obra maestra el dominio del diálogo mimético y del uso del indirecto libre, recurso tan importante para los que como a ella, la literatura es el lugar donde expresar la complejidad del mundo de «los que no tienen voz».
Este recurso le permitió desarrollar la que a mi entender es su gran aportación: una respuesta de consuelo y solidaridad que transita en toda su obra, en la que hombres y mujeres aprenden a compartir un proceso común y un impulso solidario de alcance universal.
Con ella, la mítica frase atribuida a Flaubert “Madame Bovary soy yo” encuentra todo su sentido.
Barcelona 4 de septiembre de 2016