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Ebrahim Mirmalek. The Financial Times

Entrevista con Franco Chiaravalloti

Apenas entré en la acogedora casa de Daryush Shayegan, al norte de Teherán, lo primero que llamó mi atención fue un enorme buda apoyado sobre un cofre. Si bien había una gran cantidad de objetos decorando el espacio –cuadros, una bella lámpara de pie, una vasija, un pájaro de bronce y, por supuesto, libros, muchos libros–, yo me centré en observar a ese buda de gesto impertérrito. Desde la cocina, mientras tanto, llegaba ruido de tazas y cucharas: el célebre filósofo estaba acabando de preparar el té. Corrí a sentarme en el sofá y me apresuré a coger cuaderno y bolígrafo. Shayegan entró a paso lento y me sonrió, al tiempo que hacía equilibrio con una bandeja sobre la cual humeaban dos tazas. “Parezco un gurú de la India, ¿no?”, ironizó en alusión a su vestimenta. Sí que lo parecía: vestía una túnica azul que le llegaba a las pantorrillas y unas alpargatas al tono. Era, evidentemente, ropa de estar por casa.

Daryush Shayegan es uno de los filósofos más importantes de Irán, una voz de referencia en el debate sobre el diálogo entre civilizaciones. Estudió en La Sorbona y en Suiza. Discípulo dilecto de Henri Corbin, del que escribió un estudio de referencia, permaneció exiliado durante varios años en París, hasta que en 1991 reunió el coraje necesario para regresar a su país, pese a que el régimen de los ayatolás ya llevaba doce años en el poder. Estudioso de la eterna fricción que se produce entre la episteme occidental –sustentada en el pensamiento racional– y la oriental –propensa a mantener una concepción mágico-mística del mundo–, el discurso de este pensador de ochenta y un años propone la apertura de un debate asertivo entre ambos universos, ya que si bien la cultura occidental es hoy la hegemónica, no solo es posible sino también necesario aprender y aprehender del otro. Autor de diecisiete obras, hasta hoy solo existen dos títulos de Shayegan traducidos al castellano: La mirada mutilada: esquizofrenia cultural (Edicions 62, 1990) y La luz viene de Occidente (Tusquets, 2008).

“¿Qué tal el tráfico allí fuera?”, me preguntó Shayegan para romper el hielo. Bastante loco, respondí con excesiva discreción. En realidad, la ciudad era un caos absoluto: a los frecuentes atascos y al caprichoso trazado urbano hay que sumar la altura que cobra Teherán hacia el norte, donde su imparable crecimiento invade con voracidad la falda de los montes Elburz, límite natural entre la capital y las provincias contiguas al mar Caspio. “Se va a enfriar tu té”, me dijo luego con una expresión sosegada, ajeno al caos urbano y a las contradicciones del mundo de afuera. Bebí un sorbo para complacerlo, pero también para humedecerme la garganta.

Franco Chiaravalloti: Al pensar en el tráfico de esta ciudad he recordado su concepto de “ciudades palimpsesto”, metrópolis que en sus vestigios exponen una evolución del paradigma del pensar. No es el caso de Teherán, que tiene tan solo doscientos años desde su fundación. La problemática de las ciudades es, precisamente, un aspecto que en más de una ocasión usted utilizó como metáfora para ejemplificar las diferencias entre los polos planetarios.

Daryush Shayegan: En el siglo XIX, Occidente y Oriente tenían cada uno sus dos ciudades-emblema: París e Isfahán. Ambas eran el centro de pensamiento y de poder en su ámbito de influencia, y resumían la esencia de sus respectivos mundos. Mientras París tenía a Baudelaire –el primer poeta europeo, como lo llamara Benjamin– y aún brillaban los haces de la Ilustración, en Isfahan regía una visión mágica de la realidad, no había parlamento ni ninguna otra institución moderna. Es normal que sea Hafez el poeta insignia de este contexto.

FC: La desmiraculización del mundo, que decía Weber, se inició en Occidente.

DS: Exacto. Recuerdo una exposición en Washington DC sobre el descubrimiento de América. Uno de los sectores estaba dedicado a representar todas las culturas que existían por entonces. Y todas vívían en un mundo mítico. Todas, excepto la Italia de Da Vinci, la del Quattrocento. Ahí había algo nuevo, el inicio del fin del nivel mitopoético del pensamiento, una verdadera ruptura epistemológica.

FC: Tras estos antecedentes y esta evolución, ¿hoy solo prima la razón en Occidente?

DS: Creo que en Occidente todavía existe el pensamiento mítico, y esto hace que el mundo aún siga siendo un lugar conspiratorio, al punto de permitirnos afirmar cosas como “yo, mi pueblo, mi mundo estamos aquí por una causa”. Tal es el resultado de la secularización del concepto de providencia: antes el destino era solo cosa de los dioses, ahora es un asunto laico. Y estar dominados por esta clase de providencia nos evita hacernos cargo de nuestras responsabilidades, nos permite adoptar la actitud de “no es culpa mía” ante nuestras acciones. Miremos, si no, a personajes como Donald Trump.

FC: ¿Y dónde sitúa a su país en este contexto?

DS: En Irán, tras la revolución, la fe atravesó un proceso de ideologización y se transformó en un sistema político. Este mismo proceso se vivió en Europa en el siglo XVIII, con la diferencia de que la Europa de la época no tenía referentes con los que compararse, y hoy los iraníes sí lo tenemos. Por ejemplo, con las democracias en Latinoamérica.

Precisamente, un autor latinoamericano que siempre admiré es Octavio Paz, que decía que Estados Unidos nació a partir de la idea de la Ilustración, mientras que Latinoamérica surgió tras la Contrarreforma española; es decir, el primero surgió con la modernidad y el segundo contra la modernidad. Por ello siempre ha habido una distancia histórica entre ambos mundos, distancia que se acortó en la década del ochenta del siglo XX con la llegada de las nuevas democracias a América Latina. Y si la democracia continuó floreciendo en diferentes partes del mundo contemporáneo, no hay razón para afirmar que no podamos tenerla ahora en Irán.

FC:¿Entonces ve posible un Irán democrático en el futuro cercano?

DS: El régimen es cada vez menos eficiente, y esto las nuevas generaciones lo saben bien. No he encontrado nunca a nadie que lo apoye plenamente. Salvo quienes tienen algún interés explícito en su continuidad, que son los menos, en realidad ningún iraní apoya el régimen. Un régimen al que no se le encuentra nada positivo. Todo es negativo. La economía, por ejemplo: el país está en bancarrota, y en buena medida ello se debe a la enorme corrupción de la clase política, que genera cada vez más diferencias entre ricos y pobres. Por todo esto, puede que no quede demasiado tiempo para que el régimen implosione.

FC: ¿Cree usted que el Irán de hoy está preparado para semejante cambio?

DS: Lo que creo es que ya no podemos permitirnos vivir sin democracia. Los totalitarismos generan ciudadanos pasivos e irresponsables: si no tienes derechos, tampoco responsabilidades. Si no tienes responsabilidades, no trabajarás en pos del bien púbico. Esta cadena provoca una inercia en el sistema, cadena iniciada en el propio ciudadano y propiciada por la ausencia de democracia. Así, las personas confían más en el destino que en la perseverancia individual, algo que se ve a menudo en muchos países de Oriente.

En Irán estamos impregnados de las ideas neoplatónicas de nuestros poetas, filósofos o místicos. Pero por otro lado nos vienen las ideas occidentales, lo que nos hace aprender a dudar, a adoptar una visión crítica, a ser escépticos de nuestra propia herencia cultural. La llegada de la democracia a Irán sería un beneficio no solo político o individual, sino también epistemológico, ya que nos forzaría a adoptar un enfoque crítico.

FC: En consecuencia, no es descabellado pensar que esta pugna entre tradición y modernidad, este diálogo entre las ideas vernáculas y las foráneas, traerá un cambio real en el futuro inmediato.

DS: Sí, por supuesto. De hecho, el cambio ya se está produciendo. Desde Occidente no se ve, pero las mujeres iraníes, casi secretamente, están gestando una verdadera revolución… ¡y esta sí que lo es! Revolución social que también es económica e incluso sexual. Hoy muchas mujeres se niegan a tener hijos, deciden no casarse, vivir una vida independiente o bien en concubinato.

FC: Y la hiyab… Como he notado por las calles de Teherán, poco queda del velo negro que solo deja la cara al descubierto. Pareciera que las normas se van flexibilizando.

DS: Cierto. El hecho de que la población urbana haya aumentado tanto en los últimos decenios –al punto de que hoy el setenta y seis por cien de los iraníes vivimos en ciudades–, hace que la difusión de las nuevas tendencias sea más veloz. Es la respuesta a la opresión del régimen lo que provoca esta revolución de las costumbres; el caso de la hiyab da buena cuenta de ello. Como se ve, estamos gobernados por una revolución religiosa cuya juventud es cada vez menos religiosa.

FC: Precisamente, en 1982 usted publicó en Francia el ensayo Qu’est-ce qu’une révolution religieuse? ¿De qué manera responde a la pregunta que da título a esa obra, hoy, en 2016?

DS: De la misma manera que entonces, porque la respuesta se aplica en ambos contextos. Allí sostengo que el concepto de revolución y religión son absolutamente incompatibles. Considerar revolucionaria una religión es sostener que la revolución toma la forma de la religión, y esto supone querer fusionar conservadurismo con progresismo. En lo que respecta a Irán, la única consecuencia posible de sumar ambos conceptos en una misma frase es lo que tenemos hoy: un régimen totalitario. Es imposible comparar este hecho histórico, esta supuesta revolución, con la francesa iniciada en 1789, alimentada por Voltaire, Rousseau, Diderot o Montesquieu.

FC: Así como en Occidente reina un cúmulo de prejuicios hacia Irán, del mismo modo –tal como usted señala en La mirada mutilada– existe una visión tergiversada de los países musulmanes hacia Occidente.

DS: La visión distorsionada del mundo es un defecto generalizado, sea en Occidente como en el mundo musulmán, sea en la India como en China… Creemos que podemos referirnos a Oriente y Occidente con los mismos términos o valores. Y he ahí la fuente del error: si estamos frente a una pantalla de televisión que emite superpuestas dos imágenes diferentes, ambas se verán borrosas ante nuestros ojos. Por ello es preciso separar la visión de los dos mundos, considerar a cada uno de ellos hijos de una raigambre particular. Es entonces cuando podemos analizar de manera ecuánime la problemática de ambos; es en caso contrario cuando se genera una visión distorsionada del otro. Tenemos que entender que Hegel no es Hafez.

FC: ¿Qué es ser intelectual en el Irán de hoy?

DS: No sé, porque no me considero un intelectual. Los intelectuales se tienen que dedicar a intervenir en la sociedad, poner en evidencia sus contradicciones. En Irán no “acusamos” –tal como Émile Zola en J’accuse…!. No acusamos porque, como están las cosas, ¿quién puede atreverse a acusar? (Ríe).

Me refiero a que no intervengo a la manera de Zola o incluso de Voltaire en el célebre affaire Calas, que salió en defensa de un ciudadano acusado sin pruebas de haber asesinado a su hijo solo por ser protestante en un país de católicos.

FC: Para el forastero, uno de los rasgos que más sorprende de los iraníes es la pasión por sus poetas. Fenómeno que, me atrevo a decir, no existe con semejante intensidad en ningún otro país del mundo.

DS: (Ríe). Sí. En ningún otro país las tumbas de los poetas son consideradas lugares de peregrinación, verdaderos sitios sagrados elevados a una categoría mítica, igual que, por ejemplo, es venerado el dios Shiva en la India. Los iraníes estamos enfermos de poesía, en el mejor y peor de los sentidos. En el mejor: otorga una gran identidad a la memoria colectiva del pueblo. En el peor: creemos que todas las respuestas están allí, en la poesía. Lo dicho por los poetas está arraigado profundamente en el ideario del país. Y dado que la poesía tiene respuestas a cada pregunta, ello nos elude de la necesidad de pensar por uno mismo. “Como dijera Saadi… Como dijera Hafez… Ferdusi decía que…” Este modo mitopoético de razonar atrofia el pensamiento crítico, y entonces el pensamiento colectivo rebasa al individual.

FC: Además de la poesía clásica, otra expresión cultural iraní muy difundida en Occidente es su cine. En este ámbito se percibe un equilibrio entre una narrativa sólida, profunda, y las prescripciones que los realizadores están obligados a respetar. ¿Ocurre lo mismo con la literatura actual?

DS: Creo que hoy la literatura iraní dista mucho de aquel florecimiento que se experimentó en los años sesenta y setenta: entonces existía una ebullición constante en el ámbito de la novela y la poesía. Ahora esto no es así: tras la revolución, el mercado está copado por la intelectualidad relacionada a la religión. Además, hoy en Irán se venden más libros de filosofía que novelas. La excepción es Mahmoud Dowlatabadi, un autor al que considero imprescindible; su obra Kolidar –la saga de una familia nómada escrita en diez tomos– es estupenda.

A diferencia de la literatura de hoy, el cine contemporáneo es un ámbito que siempre ha dado piezas brillantes desde lo narrativo y lo estético, incluso teniendo directores bajo vigilancia constante, como Jafar Panahi. Su película El círculo, que es maravillosa, continúa prohibida aquí. Estos directores –sumemos a Kiarostami en esta lista– conciben su obra desde una perspectiva entre esotérica y simbólica, lo que otorga un tipo de sensibilidad que no existía hasta ahora en el cine actual.

FC: Esta ausencia de autores de relevancia en la literatura iraní actual, ¿le motiva a volver a sus referentes? ¿Dirige su mirada hacia Occidente también en este ámbito?

DS: Si hablamos de textos de referencia no puedo eludir En busca del tiempo perdido, para mí una de las obras más grandes de la literatura universal. De este autor sí podemos decir que se dejó literalmente la vida para concebir esas páginas. Para mí Proust está en la cúspide de la literatura junto con Montaigne y su mente reflexiva, y también, claro, junto a Baudelaire, que treinta años después de su muerte ya había sido traducido a casi todos los idiomas.

FC: Y si seguimos en Occidente, aunque ahora mirando un poco más al sur, ¿qué autores destacaría de la tradición literaria en lengua castellana?

DS: Recuerdo especialmente la lectura de El sentimiento trágico de la vida, de Unamuno. Destaco también el valor de Latinoamérica para crear algo realmente nuevo –el realismo mágico–, también a Borges y a Octavio Paz, a quien conocí. Y me interesa mucho la tendencia de la literatura latinoamericana a reflejar esa oscilación entre la aversión y la admiración hacia lo estadounidense.