Traducción de Ramón González Férriz
[dropcap]I[/dropcap]mogene es menuda y muy blanca. Cabello de azúcar hilado, frente pálida, brazos de tiza. Imogene la Reina de Hielo. Imogene la Princesa de Leche. En el bíceps izquierdo lleva tatuada una telaraña negra. Es gestora de asignación de recursos de Cyclops Engineering en Laramie, Wyoming.
Herb es de tamaño medio, calvo y no especialmente valiente. Su sonrisa es un torpe mosaico de dientes. Las venas recorren sus antebrazos como raíces. Enseña filogenia molecular a estudiantes de licenciatura. Imogene y él viven a quince millas del pueblo, en una casa de ladrillo y cedro de una planta, en una finca de cinco acres. Hay en ella, sobre todo, salvia y malas hierbas, pero tienen unos cuantos álamos en el lecho de un riachuelo seco y un cementerio de neumáticos abandonados que Herb está tratando de limpiar. En ocasiones, a primera hora de la mañana, bandadas enteras de codornices corretean por el caminillo de entrada. Imogene tiene veintidós comederos para pájaros, algunos montados sobre un poste, otros colgados de aleros, comederos en plataformas y comederos redondos, comederos hechos con una lata de café y comederos que parecen pequeños chalés suizos, y cada noche, cuando llega a casa del trabajo, va de uno a otro arrastrando una escalera y vierte en ellos semillas mezcladas de un cubo para que estén siempre llenos.
En septiembre de 2002, Imogene se toma la última píldora anticonceptiva y Herb y ella salen al caminillo de entrada para aplastar el bote de píldoras vacío con el lado romo del hacha de la madera. Esto excita a Herb: los pedazos de plástico sobre la grava, los tensos músculos del cuello de Imogene. Últimamente, no ha parado de pensar en niños; se imagina llegando a casa de las clases y encontrando allí a sus vástagos encaramados a los muebles.
En el transcurso de las treinta mañanas siguientes, Herb e Imogene hacen el amor veinte veces. En cada ocasión, después, Imogene levanta las caderas hacia el techo y cierra los ojos y trata de imaginárselo tal como Herb lo describió: grandes bancos de su semen avanzando por el cuello de su útero, cruzando el útero, escalando por las trompas de Falopio. En su imaginación, los cromosomas de ambos se unen con el menor sonido imaginable: dos dientes de una cremallera cerrándose.
Después: sol en las ventanas. Herb hace tostadas. Un zigoto como un pequeño interrogante se mueve a la deriva por su matriz.
Nada sucede. Un mes, una menstruación. Dos meses, dos menstruaciones. Al cabo de cuatro meses, la noche de Fin de Año, mientras el viento levanta la aguanieve por encima del caminillo de entrada, Herb llora un poco.
—Estoy expulsando la píldora de mi cuerpo —dice Imogene—. No es cosa de un día para otro.
Ya es 2003. Imogene empieza a ver a mujeres embarazadas por todas partes. Se bajan dificultosamente de monovolúmenes en el Loaf’n Jug; se agachan en los pasillos de Wal-Mart sosteniendo en lo alto pequeños pijamas. Una mujer embarazada se encarga del mantenimiento de la fotocopiadora de la oficina; una clienta embarazada derrama zumo de naranja en la sala de reuniones. ¿Qué defecto tiene Imogene que esas mujeres no tengan?
Lee en internet que las parejas tardan una media de un año en conseguir el embarazo. Bien. Ningún problema. Es mucho tiempo. A fin de cuentas, ella sólo tiene treinta y tres años. Treinta y cuatro en marzo.
A instancias de Herb, Imogene se pone un termómetro en la boca cada mañana al despertarse. Anota su temperatura en una hoja de papel para gráficos. Queremos, le dice él, determinar el momento de la ovulación. Cada vez que hacen el amor, Herb dibuja una pequeña X en el gráfico.
Tres meses más, tres menstruaciones más. Cuatro meses más, cuatro menstruaciones más. Herb ataca la temperatura máxima de Imogene con legiones de X. Ella se queda tendida en la cama con los dedos de los pies señalando el techo y Herb se remueve sobre ella y resopla y los espermatozoides avanzan chapoteando.
Y nada sucede. Imogene tiene retortijones, se encuentra sangre, susurra al teléfono:
—Soy como un puto reloj suizo.
El curso termina en la universidad. Regresan los mirlos. Regresan los gorriones. Imogene camina pesadamente por el patio de atrás llenando los comederos. No hace mucho tiempo, piensa, me habrían lapidado en público por esto. Herb se habría divorciado de mí. Habrían arrasado nuestra cosecha. Chamanes me introducirían dientes de ajo en el aparato reproductor.
En agosto, la administradora del departamento de biología, Barb Swanson, da a luz a una niña. Herb e Imogene le llevan claveles al hospital. El bebé está arrugado y bizquea y tiene un aspecto milagroso. Lleva un gorrito de algodón. Tiene el cráneo alargado y abultado.
Herb dice:
—Nos alegramos mucho por ti, Barb.
Y Herb se alegra, Imogene se da cuenta de ello; da saltitos sobre la punta de los pies, sonríe, le pregunta a Barb por el cordón umbilical.
Imogene se queda en la puerta y se pregunta si tiene la generosidad suficiente para alegrarse por Barb. Las enfermeras pasan junto a ella empujándola levemente. En el suelo de linóleo, junto a la cama, hay gotas de sangre seca que parecen pequeños dientes de sierra marrones. Una enfermera desnuda al bebé y su pequeño diafragma se hincha y se deshincha bajo la delgada cesta de sus costillas, y su pequeño cuerpo le parece a Imogene la destilación de una docena de generaciones, la madre de la madre de la madre de Barb, un árbol genealógico entero convertido en una sola llama guardada, todavía ardiendo, en el interior de los afluentes azules de las venas que laten bajo su piel.
Ella piensa: ¿Por qué no yo?
Wyoming se aleja del sol. Adiós, patos salvajes. Adiós, carrizos domesticados. Adiós a la pequeña curruca amarilla que ayer se posó en el comedero de la ventana y le guiñó un ojo a Imogene antes de proseguir su vuelo. Los neumáticos abandonados se congelan sobre el suelo. Los pájaros emprenden sus brutales migraciones.
—¿Y vosotros dos? —pregunta el hermano de Herb. Es Día de Acción de Gracias, en Minessota. La madre de Herb ladea la cabeza, repentinamente interesada. Los sobrinos de Herb golpean la mesa con los cubiertos de plata como si fueran baterías—. ¿Estáis pensando en tener hijos?
Herb mira a Imogene.
—Claro. Nunca se sabe.
El pedazo de calabaza que Imogene tiene en la boca se convierte en cemento. La cuñada de Herb dice:
—Pues no esperéis demasiado. No querréis ir a recitales de flauta en silla de ruedas.
Hay otros momentos. El sobrino de dos años de Herb se sube al regazo de Imogene sin que ésta le invite a hacerlo y le da un libro titulado Pez grande, pez pequeño.
—¡Graande! —dice, pasando las páginas—. ¡Pez graaande! —Se revuelve contra el pecho de Imogene; su cuero cabelludo huele como un lago profundo y frío en verano.
El día siguiente, en el aeropuerto, Herb tira de la manga a Imogene y señala: hay dos gemelos junto a unos dispensadores de periódicos, rubios y vestidos con monos. Quizá tengan tres años. Están saltando sobre la punta de los pies y cantando una canción sobre una pequeña araña que cae por un canalón, y cuando terminan dan palmas, sonríen y corren en círculos alrededor de su madre.
Cuando Imogene tenía veintiún años, sus padres murieron al mismo tiempo: su Buick LeSabre se salió derrapando de la Ruta 506 a una milla de su casa y cayó en una zanja. No había hielo en la superficie de la carretera, ni tráfico en dirección contraria, y el Buick de su padre estaba en buen estado. La policía lo consideró un accidente. Imogene y Herb se pasaron dos semanas en diversas salas de estar sosteniendo pequeñas bandejas con Triscuits, y después Imogene se graduó en la universidad e inmediatamente se marchó a Marruecos.
Vivió tres años en un apartamento de una habitación en Rabat, sin nevera y con una sola ventana. No podía ponerse pantalones cortos ni faldas, ni salir con el pelo húmedo. Se pasaba algunos días enteros en la cocina, leyendo novelas. Sus cartas de esa época constaban de varias páginas, y Herb las leía una y otra vez inclinado sobre el salpicadero de su camioneta:
Aquí hay dos clases de palomas. Están las corpulentas, las palomas bravías, las mismas que hay en casa. Por la noche gimen en el tejado. Pero también hay otra clase, con manchas blancas en el cuello. Son pájaros grandes y se reúnen formando grandes círculos que flotan sobre los tejados, oscuros y relucientes, alzándose como grandes móviles de metal. Algunas mañanas la gente las apedrea y las palomas se ponen a gemir, y desde mi cama parecen niños pequeños llevados por el aire que gritan pidiendo ayuda.
Nunca mencionaba a sus padres. En una ocasión escribió: Nadie se pone el cinturón de seguridad. En otra ocasión: Espero que lleves sacos de sal en la parte trasera de la camioneta. Eso fue lo más que dijo. Al final, se apuntó a una iniciativa de los Cuerpos de Paz y se puso a trabajar con mujeres ciegas.
En más de una ocasión, en el transcurso de esos años, Herb se detuvo ante Destinations Travel, en el centro de Laramie, y se quedó mirando el globo terráqueo de plástico de cuatro pies que giraba en el escaparate, pero nunca se atrevió a comprar un billete de avión. Cuando murieron sus padres, sólo llevaban saliendo cuatro meses. Y ella no le había invitado.
Él le respondía rutinariamente: una excursión a un lago, un nuevo cereal que le gustaba. Te quiere, Herb, terminaba, sintiéndose firme y tonto al mismo tiempo. Le preocupaba escribir cartas demasiado largas. Le preocupaba escribir cartas demasiado cortas.
En 2004, tras dieciséis meses sin conseguir quedarse embarazada, Imogene se lo cuenta a su ginecólogo. Él dice que pueden hacerse pruebas. Pueden ponerse en contacto con endocrinólogos. Pueden ponerse en contacto con urólogos. Tienen muchas opciones.
—No es momento —dice— de desesperarse.
—No es momento de desesperarse —le dice Imogene a Herb.
—No estoy desesperado —dice él.
Se hacen la prueba del sida. Se hacen la prueba de la hepatitis. Dos días más tarde, Herb se masturba ante un tarro de muestras de doscientos veinticinco gramos y recorre en coche sesenta y seis millas por la I-80 hasta la consulta de un urólogo de Cheyenne con el tarro en una pequeña bolsa de navidad que debía contener regalos para sus compañeros de oficina porque Imogene y él se han quedado sin bolsas de papel marrón. La bolsa está en el asiento corrido a su lado, con dibujos de pequeños Papás Noel sonrientes. Su muestra apenas cubre la base del tarro. Se pregunta: ¿Hay hombres que llenan el tarro hasta arriba?
Esa misma tarde, Imogene sale temprano del trabajo para que raspen su interior con un espéculo. Le inyectan una tintura de radio opaco en el cuello del útero hasta las trompas de Falopio. Después es llevada a una sala de rayos X en la que una enfermera cuyo aliento huele a mantequilla de cacahuete y lleva unos pendientes de Snoopy le pone a Imogene un delantal de plomo sobre el pecho y le pide que se quede completamente inmóvil. La enfermera se aleja; Imogene oye cómo la máquina cobra vida, oye el agudo gemido de los electrones al chocar. Cierra los ojos y trata de no moverse. La luz se derrama en su interior.
El teléfono suena seis días más tarde. Los médicos han comentado la situación. Esterilidad debida a un doble factor. Imogene recibe tres palabras: síndrome de ovario policístico. Herb recibe dos palabras: graves carencias. En motilidad, en densidad, en alguna otra cosa. Sólo un tres por ciento de su esperma es considerado viable.
El rostro de Herb parece arrugarse. Deja su rodaja de melón a medio comer sobre la encimera, va al lavabo y echa el cerrojo de la puerta. Imogene se queda mirando el espacio que hay entre la superficie de la encimera y la nevera. Hay allí polvo y un cheerio solitario. Un gemido surge del baño. Después la cadena. Con los dedos de una mano, Imogene se palpa suavemente el abdomen.
Se pasa toda la mañana sentada ante el ordenador y se ahoga en recuerdos. Un autobús asciende entre capas de aire gélido, montañas de color cartón, un cielo fosforoso. Gacelas en un patio rebuscando entre la basura. Perros pastores dormitan sobre tejados de aldeas.
—Sin padres, sin marido, sin hijos —le dijo en una ocasión una mujer ciega. Su mirada era un vacío. Imogene no sabía adónde mirar—. Soy una tribu formada por una sola persona.
La pantalla de su ordenador da vueltas. Apoya la frente en el escritorio.
—¿Estás enfadada? ¿Estás enfadada conmigo, Imogene?
Herb no puede contenerse: la cantinela se torna casi visible, un remolino de bruma, como hojas de un ventilador girando ante su cara.
—No estoy enfadada —dice ella.
Las carencias de ambos, decide Imogene, fueron inevitables desde el principio. Estaban escritas de antemano. Eran genéticas. Su impericia, su timidez, sus diferencias de todos los demás. Ella siempre había estado confusa, siempre había vivido lejos de la ciudad, siempre leyendo, siempre rechazando invitaciones para el baile del instituto. Imogene la Reina de Hielo. Imogene la Quimera. Demasiado menuda, demasiado pálida, demasiado guapa. Demasiado fácilmente herida.
—Todo va bien —le dice a Herb durante la cena mientras ven Jeopardy. Diez años tratando de no quedarse embarazada y ahora resulta que no podían.
Herb desarrolla su teoría: son los neumáticos del patio. Es un auténtico cementerio de neumáticos, diecisiete metales, dieciséis clases de hidrocarbonos distintos, sesenta y un compuestos orgánicos, y se han filtrado en el agua del pozo, la ducha, la pasta, y ahora el veneno está en su cuerpo. Hongos, cáncer, mala suerte, todo asimilado.
Más pruebas. Imogene se somete a una laparoscopia: un médico le punciona los ovarios doce veces con una aguja electro-quirúrgica. Herb se masturba ante otro tarro, conduce de nuevo una hora y media hasta Cheyenne, se baja los pantalones ante otro urólogo.
Esperan seis días más. Reciben otra llamada. Diagnóstico confirmado. Síndrome de ovario policístico. Carencias graves. Imogene parpadea. Ha estado pensando que podría dejar el trabajo. Ha estado pensando que podría ponerse a preparar comida marroquí, comida tunecina: un bebé sostenido contra su pecho, ollas desbordándose. Quizá tener gallinas. Pero en lugar de eso, se pone a régimen de Glucophage y tiene diarrea durante una semana.
Esto no es sufrir de verdad, se dice. Es sólo cuestión de reprogramar la imagen que tiene del futuro. De comprender que la línea de la descendencia no es continua sino arbitraria. Que en todo linaje alguien será siempre el último: la última hoja del árbol genealógico, la última piedra del entramado familiar. ¿Acaso no lo sabía ya?
Después de la universidad, Herbs se encamina hacia los pastos que quedan tras la casa y se pone a trabajar con los neumáticos. En algunos lugares están hundidos, el polvo y la nieve los ha cubierto, y cuando consigue arrancar uno, o al menos algún pedazo, inevitablemente encuentra otro debajo. A veces se pregunta si hay neumáticos hasta el centro de la tierra. Los parte en pedazos con un pesado martillo y arroja los trozos a su camioneta. Hace frío y no hay más que el viento entre la hierba y el hielo que tintinea suavemente en los álamos. Al cabo de un par de horas, se incorpora, mira hacia la casa, pequeña desde allí, una caja de cerillas bajo el cielo. La minúscula figura de Imogene camina lentamente por entre la salvia, rellenando los comederos, arrastrando un cubo de quince litros en un brazo, la escalera en el otro, las piernas perdidas en bruma.
Acuerdan visitar una clínica de fertilidad. Está a ochenta minutos de distancia si hace buen tiempo. Aparcado junto a la entrada hay un Mercedes con la matrícula BBYMKR.
El doctor está sentado tras la mesa de cristal y dibuja del revés. Dibuja un útero, las trompas de Falopio, dos ovarios. Dibuja instrumentos introduciéndose y fertilizando los óvulos. En la pared hay un póster enmarcado de una vagina gigante y sus mecanismos internos. A su lado, una foto enmarcada de tres hijas regordetas apoyadas en un Honda.
—Muy bien —está diciendo Herb—. De acuerdo.
¿Tiene Imogene alguna pregunta? Imogene no tiene ninguna pregunta. Tiene mil preguntas.
—Dibuja usted del revés muy bien —dice, y trata de reír.
El médico esboza una cuarta parte de sonrisa.
—Es la práctica —dice.
La mujer que lleva la parte financiera es amable y huele a cigarrillos. Pueden obtener un crédito. Los intereses son maravillosos. Su hija pasó por tres «ciclos». Señala las fotos.
El procedimiento, incluida la medicación, el laboratorio de embriones y el anestesista, costará 13.000 dólares. En el viaje de vuelta a casa, los acrónimos dan vueltas en sus cabezas: IUI, ICSI, FSH, HCG, IVF. Un rebaño de antílopes pace en lo poco que queda de nieve, justo al lado de la carretera interestatal, proyectando sombras nítidas y descarnadas, con los ojos inexpresivos y negros. Pasan junto a ellos a toda velocidad: allí están, luego desaparecen. Herb coge de la mano a Imogene. El cielo es inmenso y llano.
Firman. Llega una caja de medicamentos. Herb la abre y la coloca en el armario del baño. Imogene no puede mirar. Herb a duras penas puede mirar. Hay cuatro Ziplocs de jeringas diferentes. Ampollas y pastillas. Cintas de vídeo. Dos contenedores angulosos. Cuatrocientas toallitas con alcohol. Mil cuatrocientos dólares en hormonas sintéticas.
El tratamiento de Imogene empieza, nada más y nada menos, que con anticonceptivos orales. Para regular su menstruación, dice el folleto. Se sirve un vaso de leche y estudia la pequeña píldora rosa.
La oscuridad cae sobre la pradera. Herb corrige exámenes en la mesa de la cocina. Las sombras se hacen más profundas y oscuras. Imogene sale al patio con la escalera y el cubo de semillas y la píldora en el estómago, y el silencio se extiende y el cielo se oscurece y los comederos parecen a millas de distancia y es una sensación como de estar muriendo.
Cada vez que oye el ruido que se hace al quitarle el envoltorio a la jeringa, Imogene se marea un poco. Diecisiete días de un estimulador de los ovarios llamado Lupron. Nueve días de hormonas que estimulan los folículos. Después dos semanas de progesterona para preparar su útero para el embarazo. Después supositorios vaginales. Si se queda embarazada, ocho semanas más de inyecciones. En ocasiones, un pequeño punto de sangre sigue a la aguja al salir y Herb la cubre con la toallita empapada en alcohol y la sostiene allí y cierra los ojos.
Después de las inyecciones, Herb le prepara las pastillas, cinco en total. Imogene se come una tostada untada con salsa de manzana antes de ir a trabajar y se traga las cápsulas de camino a la puerta.
—Dime que me quieres, Imogene —le grita Herb desde la cocina, y en el garaje, con las ventanillas del coche cerradas, Imogene puede que lo oiga o no. El Corolla se pone en marcha. La puerta del garaje se abre y se cierra. Sus neumáticos sisean sobre los restos de nieve. La pradera se mueve bajo su alfombra de hielo.
Primavera. Los ovarios de Imogene se hinchan según lo previsto. Se convierten en globos de agua, cabezas de diente de león, peonías hinchadas. El doctor mide sus folículos con un monitor de ultrasonidos: su interior es una tormenta de píxels. Nueve milímetros. Trece milímetros. El doctor quiere que crezcan hasta dieciséis, hasta veinte. Es una cuestión de números: treinta óvulos, veinte embriones. Tres blastocistos. Un feto.
A mediados de abril, Ed Collins, director regional de Cyclops, llama a Imogene a su oficina y la reprende por tomarse demasiadas tardes libres.
—¿Cuántas veces puede una persona ir al médico? —Toquetea con los dedos los botones de su polo.
—Lo sé. Lo siento.
—¿Estás enferma?
Ella se mira los zapatos.
—No. No estoy enferma.
Cuantos más estrógenos inundan el cuerpo de Imogene, más guapa está. Tiene los labios casi morados, su pelo es una gran corona opalescente. Herb le ve en ambos brazos la telaraña morada de sus venas.
Las hormonas se arremolinan en sus células. Suda, se hiela. Camina cojeando en pantalones de chándal con los ovarios llenos de folículos y los folículos llenos de óvulos. «Es como tener dos riñones llenos», dice. Cuando se acerca a un bache tiene que frenar hasta casi parar el coche.
Herb va a su lado. El escroto le late entre las piernas, traicionero, demasiado caliente. Tiene en el escritorio ochenta y tres trabajos sobre la estructura de la proteína que corregir. Está casi seguro de que tendrá que cargar el pago mensual de la casa a la tarjeta de crédito. Se dice: Peor lo tienen otros. A otros, como a Harper Ousby, el entrenador del equipo femenino de baloncesto, les abren las costillas y les sustituyen las válvulas del corazón por partes del corazón de animales.
Las nubes se agolpan en el horizonte, de color ciruela y llenas de recodos.
El 1 de mayo, Herb se masturba ante otro tarro y lleva a Imogene y su muestra a la clínica de la fertilidad. El doctor se introduce en los ovarios de Imogene y aspira su fluido folicular con lo que parece una hidra de acero inoxidable: una docena de serpientes de metal cortadas en un extremo y un aspirador en el otro. Herb se sienta en la sala de espera y escucha su zumbido, pero no oye más que el ronroneo y el clic del termostato de la calefacción y la radio de la recepcionista: Rod Stewart.
Al cabo de una hora le llaman. Imogene está en el despacho de la enfermera en jefe, temblando en una silla. La enfermera tiene los labios grises y lentos y le pregunta varias veces si Imogene ha vomitado. Él dice que no está seguro pero cree que no.
—Recuerdo haber vomitado —dice ella. Bebe Gatorade de un vaso de plástico. Él le pone una compresa en las bragas, le desabrocha la bata y le sube los pantalones de chándal por las piernas. Es raro pensar que ahora hay menos de ella: ha sido despojada de un par de docenas de óvulos.
Durante tres días quieren que los óvulos crezcan, que una célula se convierta en dos, dos en cuatro. La delicadeza de la mitosis: un cristal de nieve posándose en una rama, el batido solitario de las alas de una mariposa de la luz.
—Estaba en África —dice Imogene—. Había todos esos buitres en el cielo.
Dos días más tarde una enfermera les llama para decirles que sólo han sido fertilizados con éxito seis óvulos, pero dos se han convertido en embriones viables de ocho células. De nuevo conducen hasta Cheyenne. El doctor instala ambos embriones en el interior de Imogene con una jeringa y un tubo largo como un espagueti a medio cocer. Todo el proceso dura treinta segundos.
Regresa a Laramie tendida en el asiento corrido, el cielo pasa a toda prisa por el parabrisas. Siguiendo las instrucciones del doctor, se queda en cama tres días comiendo yogur, girando la cadera cada doce horas para que Herb le ponga las inyecciones. Después vuelve a trabajar, amoratada, todavía llena, la cicatriz de una punción invisible en cada ovario. Se da cuenta de que camina con mucho cuidado. Se da cuenta de que está pensando: ¿Gemelos? Una semana más tarde Herb la lleva de nuevo a la clínica para un análisis de sangre.
Los resultados son negativos. La implantación no ha tenido lugar. No está embarazada. No hay ningún bebé.
Las cosas entre Herb e Imogene se tranquilizan. Llegan facturas por correo, una tras otra. Para ganar un dinero extra, Herb da un curso veraniego de biología general. Pero durante las clases pierde continuamente el hilo de sus pensamientos. Una tarde, mientras está dibujando con tiza la síntesis de las proteínas básicas, transcurren quizá veinticinco segundos durante los que no puede imaginar más que a un puñado de médicos escarbando entre las piernas de Imogene, sacándole de los ovarios óvulos del tamaño de pelotas de golf.
Se oyen risitas. Se le cae la tiza. Una alta estudiante de segundo curso sentada en las primeras filas, una nadadora becada que se llama Misty Friday, lleva unos pantalones cortos de camuflaje y una camisa con unos cien lazos sobre el pecho, como las que llevaban los caballeros bajo la armadura. Tiene las pantorrillas imposiblemente largas.
—¿Profesor Ross?
Masca el extremo de los lazos de su camisa. A Herb se le pierde la mirada. El suelo parece estar rotando lentamente bajo sus pies. Las baldosas del techo descienden poco a poco. Da por terminada la clase.
Imogene y Herb compran comida, cenan, miran la tele. Una noche ella se agacha en el extremo del caminillo de entrada de la casa y contempla cómo una mantis religiosa pone en un tallo de hierba huevos envueltos de babas, una ristra de huevos que parece infinita, perlas de tapioca en espumarajos ambarinos. Tres minutos más tarde un escuadrón de hormigas se ha llevado toda la carga en sus pequeñas mandíbulas. ¿Qué, se pregunta, les pasó a esos dos embriones? ¿Salieron a hurtadillas de ella y se perdieron entre las sábanas? ¿Se le cayeron mientras trabajaba, bajaron dando tumbos por la pernera de su pantalón y se perdieron en esa horrible moqueta beige?
Herb le pregunta en junio, y de nuevo el 4 de julio.
—¿Crees que podemos intentar un nuevo ciclo?
Agujas. Llamadas telefónicas. Fracaso.
—Todavía no —susurra ella—. Ahora no.
Se quedan tendidos, uno al lado del otro, mudos, y buscan figuras en el techo de yeso. ¿Diez años de matrimonio y no habían pensado en niños hasta entonces? ¿Un feto acurrucado en un océano amniótico, una hija junto a la puerta trasera con barro en las zapatillas y un pajarillo en las manos? Setenta y cinco trillones de células en sus cuerpos y no logran juntar a dos.
He aquí otro problema: los tópicos. Hay demasiados tópicos en este asunto, ejércitos de tópicos. Los que Imogene más detesta son los más obvios y normalmente proceden de las mamás del trabajo: No volverás a ser joven. O: Envidio tu libertad, ¡puedes hacer lo que quieras!
Igualmente malo es el momento en que, durante el pícnic veraniego del departamento de biología, Goss, el nuevo fichaje en biología vegetal, anuncia que su mujer está embarazada.
—Mis chicos saben nadar —declara, y se sube las gafas por el puente de la nariz y le da una palmada en el hombro a Herb.
Más tópicos cuando Imogene le dice a Herb (sábado por la noche, domingo por la noche) que está bien, que no tienen por qué hablar de ello; cuando Herb oye por casualidad en el pasillo que un estudiante dice de él que es un «profesor con cojones»; cuando Imogene pasa ante dos recepcionistas a la hora de comer y oye que una dice: «No puedo ni pasar al lado de Jeff sin quedarme embarazada».
Estrías, biberones, marcas de cochecitos; si quieres oír algo, no oyes nada más.
—Dime lo que quieras, Imogene —dice Herb—. Pero por favor, no me digas que estás bien.
Ella sigue mirando el techo. Su nombre pende en el espacio que queda entre ellos. No responde.
El capítulo sobre la reproducción humana del libro de texto que hay en el escritorio de Herb se titula «El milagro de la vida». Imogene busca milagro: Acontecimiento que parece contradecir las leyes de la naturaleza. Busca bien: Como se espera que sea, perfecto. O: Sano, con salud.
Herb llama a su hermano, que vive en Minnesota. Su hermano trata de comprender pero tiene sus propios problemas: despidos, un hijo enfermo.
—Al menos debes estar pasándotelo bien intentándolo —dice—. ¿Verdad?
Herb hace una broma, cuelga. En la habitación contigua, Imogene apoya la cabeza contra la nevera. Fuera, el viento desciende desde las montañas, y no se han visto faros en la carretera durante toda la noche, y lo único que Imogene oye es el zumbido del lavaplatos y el grave sollozo de su marido y el viento cálido soplando entre la salvia.
Laramie: una película de polvo en el parabrisas, un ballet de coches girando en acres de aparcamiento, Muebles, Muebles de Oficina, Almacén del Dólar, el sol filtrándose entre un humo distante, hombres desvencijados rascando sus números de lotería en el banco de una parada de autobús. Dos enérgicas señoras con vestido largo sostienen sendas ensaladas en recipientes de plástico. Un avión silba al pasar. Todo atenuadamente normal. ¿Cuánto tiempo más puede vivir allí?
Discuten. Él le dice que se muestra distante. Le dice que no sabe afrontar la pena. En los ojos de Imogene, las hojas se balancean. Distante, piensa Imogene, y recuerda un vídeo a cámara lenta en el que una estrella de mar se suelta del poste de un muelle y vaga por el fondo marino con su millar de pequeños pies.
Se encierra en el garaje y pasa las manos por sus cubos de semillas.
Herb corta neumáticos hasta que le laten estrellitas tras los ojos. En un mundo paralelo, piensa, soy el padre de nueve hijos. En un mundo paralelo estoy esperando bajo un paraguas para resguardar a mis hijos de la lluvia.
El curso veraniego llega a su fin. La nadadora de la primera fila, Misty Friday, quiere comentar su trabajo de evaluación. Su escueto top es brillante y tiene los hombros llenos de pecas y el cabello recogido con gomas doradas. La clase se vacía. Herb se sienta en el escritorio junto a Misty y ella se inclina hacia el vacío que hay entre ambos, y ambos hunden la cabeza sobre un parágrafo relacionado con las eucariotas. Poco después, el edifico está vacío. Una cortadora de césped ronronea en el exterior. Las moscas zumban contra las ventanas. Misty huele a loción para la piel y cloro. Herb está mirando las curvas perfectas y gruesas de su letra, sintiendo como si fuera a caerse sobre la página, cuando la llama —por accidente— cariño.
Ella parpadea dos veces. Se lame los labios, quizá. Es difícil decirlo.
Él tropieza.
—¿Todas las células tienen qué, Misty? Membrana celular, citoplasma y material genético, ¿verdad? En la levadura, los ratones, las personas, no importa…
Misty sonríe, hace rebotar la punta de su bolígrafo contra el escritorio, se queda mirando el pasillo.
Las montañas se tornan pardas. Incendios en los pastos rodean de humo el sol. Imogene se siente incapaz de reunir la energía suficiente para conducir desde el trabajo hasta casa. Ni siquiera tiene la voluntad necesaria para levantarse de su escritorio. Los peces del salvapantallas nadan por el monitor del ordenador y la luz del sol se oscurece y después se torna negra, e Imogene sigue sentada en su silla de plástico y siente el peso del edificio a su alrededor.
Una persona puede levantarse y abandonar su vida. Así de grande es el mundo. Puedes recibir una herencia de cuatro mil dólares e irte al aeropuerto y antes de que el dolor te alcance puedes estar en mitad de una ciudad del desierto escuchando cómo ladran los perros, y nadie en tres mil millas a la redonda sabe cómo te llamas.
La nada es lo permanente. La nada es lo normal. La vida es la excepción.
Es casi media noche cuando conduce por la carretera a oscuras de vuelta a casa, y en el garaje se apoya en el volante antes de entrar, y siente que la vergüenza se forma en su torso y se filtra hasta sus axilas.
Debería ser sin rodeos, piensa. O puedo tener hijos o no puedo tener hijos. Y después seguir adelante. Pero nada es sin rodeos.
En agosto Herb recibe un correo electrónico:
Asunto: Neuronas
si como decía el otro día en clase las neuronas son lo que nos hace sentir todo lo que sentimos y cada receptor bombea de ese mismo modo esos iones una y otra vez ¿¿por qué algunas cosas duelen y algunas cosas nos pinchan y otras cosas nos dan frío?? ¿¿qué hace que algunas cosas nos gusten profesor ross y por qué si las fibras nerviosas son lo que nos hace sentir puedo yo sentir TANTO sin que el receptor se sienta en absoluto estimulado profesor ross sin que ninguna parte de mí se sienta en absoluto tocada??
Herb vuelve a leerlo. Una vez más. Es miércoles por la mañana y su tostada, cubierta de mermelada de fresa, está a mitad camino a su boca. Imagina respuestas: Es complicado, Misty, o Mira, hay fotorreceptores, o Comentémoslo con más calma, o El viernes a las cuatro, en mi coche, no te preocupes, porque NO PUEDO DEJARTE EMBARAZADA, pero después imagina que sí puede dejarla embarazada, que lo único que tiene que hacer es desearlo, unas cuantas palabras aquí, una sonrisa allá, de todos modos sus ovarios de veinte años prácticamente espumajean de óvulos, tan sanos, tan a punto, ovarios que tienen casi la mitad de años que los de Imogene, equipados con imanes, incluso su esperma moribundo, ese débil tres por ciento, podría lograrlo allí. Piensa en los tobillos de Misty, en el cuello de Misty; una chica de veinte años con brillantina en los párpados y un nombre que parece la predicción del tiempo.
De la cocina surge el ruido de Imogene empujando hacia atrás la silla. Herb borra el mensaje y se queda sentado, con la cara roja, ante la pantalla.
Seis meses después de que Imogene volviera de Marruecos, se casaron. Él la llevó a Montana en coche para la luna de miel. Ascendieron por un camino rural, bajo una hilera de postes de telesquíes, con la llovizna empapándole los brazos desnudos, la hierba seca crujiendo bajo sus rodillas y la procesión de postes de telesquíes descendiendo silenciosa bajo la lluvia. Había llevado una botella de vino, había llevado ensalada de pollo.
—Creo —le dijo Herb— que vamos a estar casados para siempre.
Ahora es 2004 y llevan casados casi once años. Herb entrega los exámenes finales de los cursos de verano al secretario de la universidad, se sienta en un taburete de la esquina en Cole’s y se bebe una jarra de cerveza negra, dulce.
Después se dirige a la piscina Corbett. Unos cuantos chicos en manga corta están sentados en las gradas bajo el mural de un vaquero de cuarenta pies. Misty Friday es fácil de ubicar: más alta que las demás mujeres, elegante con un bañador azul marino con bordados blancos. Lleva un gorro de natación dorado. Herb suda con sus pantalones caquis. El nadador del carril de Misty gira en el otro extremo de la piscina y emprende el regreso. Misty se sube a la plataforma de salida, se pone las gafas. Por todas partes se oye el eco de las voces: del techo, del agua agitada. ¡Venga, Tammy! Vamos, Becky. A Herb le parece estar latiendo en el interior de una célula viva, la mitocondria a toda velocidad a su alrededor, iones cargados rebotando contra membranas, todo ubicándose y reubicándose.
Y sin embargo todo permanece inmóvil. Las rodillas de Misty se doblan y sus brazos se levantan. Salta. El cloro que hay en el aire toca el velo del paladar de Herb.
Regresa corriendo a su camioneta. Se dice que es sólo biología, el puño químico del deseo, su espina dorsal tiembla en él como un arbolillo. La verdad. Las preguntas. No hay delito si no hay acto. ¿Verdad? Misty tenía razón al preguntarse cómo la gente puede hacer que otra gente sienta sin tocarse.
Se encamina hacia casa con su camioneta. El sol se hunde tras Medicine Bow al oeste y arroja rayos de oro y plata.
—Uno nunca sabe —le dijo en ocasión su madre, con la piel de debajo de los ojos veteada de rímel— cuáles son las cosas que hacen que un matrimonio dure. Uno nunca sabe lo que pasa detrás de la puerta de una casa.
Cuando Herb entra, Imogene está sentada a la mesa de la cocina con lágrimas en los ojos. A la luz tenue, su cabello es más blanco que nunca, casi traslúcido.
—Está bien —dice—. Lo haré. Quiero intentarlo otra vez.
Llega octubre antes de que la clínica pueda volver a darles hora. Esta vez saben cómo se llaman las enfermeras, conocen el programa, las dosis; esta vez el lenguaje no es tan impenetrable. La caja de medicamentos es más pequeña; ya tienen tarros de muestras, toallitas con alcohol, jeringas. Imogene se baja la cintura del pijama; Herb le introduce la primera aguja.
En Cyclops Engineering, las recepcionistas cuelgan telas de araña falsas del techo. Goss, el profesor de ciencias vegetales, se presenta en el despacho de Herb con sándwiches extragrandes: pavo, tomates, vinagre. Habla del embarazo de su mujer, dice que vomita en el fregadero de la cocina, que su hija aún nonata tiene en ese momento el tamaño de un aguacate.
—¿No es increíble —dice— que todos los estudiantes de esta universidad, que todos los que viven en el pueblo, que todos y cada uno de los seres humanos vivos, existan gracias a que dos personas follaron?
Herb sonríe. Comen.
—¡Creced y multiplicaos! —grita Goss, y hojas de lechuga se acumulan sobre el escritorio de Herb.
Subcutáneo. Intramuscular. Herb retira las agujas usadas, las tira al contenedor de cosas afiladas. Pone en fila el rosario de pastillas de Imogene. Fuera, en el patio, unos cuantos pinzones descienden en picado entre los comederos como fantasmas.
En el trabajo, Imogene le dice a Ed Collins, el director regional, por qué necesitará tomarse más tardes libres. Se levanta el dobladillo de la camisa y le muestra el espectro de moratones causados por los pinchazos que tiene por encima de la goma de las bragas, como lentos fuegos de artificio morados.
—Los he visto peores —dice, pero ambos saben que no es verdad. Ed tiene dos hijas y un tobogán en la piscina del patio trasero y cada viernes por la noche se emborracha miserablemente mientras juega al minigolf.
A quince millas de distancia, en la mesa de la cocina, Herb retira el dinero de su fondo de jubilación.
De nuevo, los ovarios de Imogene se hinchan. De nuevo, la estación termina: las hojas revolotean por encima del montón de viejos neumáticos, el cielo está acaparado por una vasta y ondulada columna vertebral de nubes.
—Así que nuestras dos ranas hicieron al Bebé Renacuajo —dice Herb ante los alumnos de laboratorio de los jueves— y el Bebé Renacuajo se volverá como sus padres pero no exactamente como ellos: la reproducción no es una réplica.
Tras la clase borra a Bebé Renacuajo, después las flechas descendentes, la rana progenitor A, la rana progenitor B. El cuerpo tiene una obligación, piensa: procrear. ¿Cuántos Homo Sapiens machos están ahora encaramándose a sus parejas y gruñendo bajo el peso de la especie?
Mañana, el doctor se introducirá en Imogene y recuperará los óvulos. Herb regresa a casa, prepara pechugas de pollo. El tejado gime al viento.
—¿Crees que esta vez me dejarán llevar calcetines?
—Nos llevaremos un par.
—¿Crees que se me caerá el pelo?
—¿Por qué se te iba a caer el pelo?
Imogene se pone a llorar. Herb se inclina sobre la mesa y trata de cogerle la mano.
Empieza a nevar. Nieva tanto que parece que las nubes nunca se vaciarán de nieve, y por la mañana hacen el largo viaje cruzando la blancura y no se dicen nada, ni una sola palabra. Cada cierto trecho, hay camiones volcados. La nieve es hipnótica y revolotea como una cortina entre los faros y parece como si la carretera interestatal se hubiera encendido con llamas blancas de diez pies. Herb se inclina hacia delante, entrecerrando los ojos. Imogene acuna su muestra de esperma entre los muslos. Las cabezas de sus ovarios se balancean con fuerza en su interior. Algo en el modo en que la nieve se arremolina y se levanta y vuelve a arremolinarse le recuerda que de niña rezaba por que nevara, que recitaba un Padre Nuestro y articulaba cada palabra, y se pregunta cómo puede ser una huérfana de treinta y cinco años cuando sólo ayer era una niña de nueve años con botas de nieve.
Cuando Herb finalmente aparca junto a la clínica, llevan tres horas en la camioneta. Tiene que arrancarse los dedos del volante.
El anestesista viste completamente de negro y es muy bajo. Llegan tarde, de modo que todo sucede muy rápido.
—Ahora voy a darte una caramelo —le dice a Imogene a través de la mascarilla, y le introduce el pentathol.
Herb intenta corregir trabajos de sus alumnos de laboratorio en la sala de espera. La nieve fangosa se deshace en oscuros charcos en la moqueta. No importa, se dice, no importa lo mal que las cosas parezcan ir, siempre hay alguien a quien le van peor. Hay pacientes de cáncer allí afuera ardiendo de dolor, y niños pequeños muriéndose de hambre, y alguien en alguna parte está decidiendo cargar una pistola y disparar. ¿Estás corriendo una maratón? Enhorabuena. ¿Has oído hablar de las ultramaratones? Puede que haga frío donde vives, pero más frío hace en Big Piney.
Al cabo de un rato le llaman para que vuelva a entrar. Se arrodilla junto a Imogene en el despacho de la enfermera en jefe, le llena el vaso de Gatorade y observa cómo la luz de sus ojos vuelve a encenderse. A cincuenta pies de distancia, por segunda vez este año, un embriólogo enjuaga los óvulos de Imogene, debilita la zona pellucida e inyecta esperma en buen estado en cada uno de ellos.
Entra una enfermera en el despacho y dice:
—Hacéis tan buena pareja.
—No nos va mal —oye Imogene que dice Herb, mientras él mitad camina y mitad la lleva entre la nieve hasta el coche—. No nos va nada mal.
El cielo se ha partido y el sol funde todo el aparcamiento con su luz. En la camioneta, Imogene dormita y sueña y se despierta con sed.
Suena el teléfono. Veinte óvulos fertilizados. Catorce embriones. Una camada entera. Imogene sonríe bajo el dintel de la puerta y dice:
—Estoy hecha una auténtica madraza.
Dos días más tarde, tres embriones se han dividido en ocho células y parecen ser suficientemente fuertes para sobrevivir. La nieve se deshace en el tejado; toda la casa cobra vida con el agua que gotea.
Si hay algo triste en esto, piensa Herb, son los embriones que no logran sobrevivir ni siquiera tres días, los que se descartan, desiguales, fragmentados y llenos de citoplasma, los declarados inviables. Células nucleadas, envueltas en coronas como pequeños soles. Hermanitos. Hermanitas. Herb e Imogene, padre y madre, el ADN ya desunido, apareado y vuelto a unir, ya determinado el talento para el piano, para el hockey hierba y para hablar en público. Ojos claros, extremidades llenas de venas, narices como la de Herb. Pero no es suficiente. Inviables.
Herb e Imogene y los pájaros en los comederos y Goss el profesor de ciencias vegetales y Misty Friday la nadadora, todos ellos fueron en el pasado invisibles, tan pequeños que era imposible verlos. Motas en un rayo de sol. Una sección transversal de un solo cabello. Más pequeños. Miles de veces más pequeños.
—Las estrellas —le dijo en una ocasión un profesor de ciencias a Herb— también están ahí arriba durante el día.
Una idea que cambió la vida de Herb.
—Aunque me quede embarazada esta vez —dice Imogene—, ¿crees que dejaremos de preocuparnos? ¿Crees que tendremos más paz? Después querremos saber si el niño tiene síndrome de Down. Querremos saber por qué llora, por qué no come, por qué no duerme.
—Yo nunca me preocuparé —dice Herb—. Nunca olvidaré.
Recorren en la camioneta las sesenta y seis millas de vuelta a Cheyenne. El doctor les da fotos de sus tres embriones buenos: manchas grises sobre papel brillante.
—¿Los tres? —pregunta él, e Imogene mira a Herb.
Herb dice:
—Es tu útero.
—Los tres —dice Imogene.
El doctor se pone los guantes, saca el espagueti a medio cocer. Implanta los embriones. Herb lleva a Imogene a la camioneta. La interestatal pasa volando junto a ellos, la nieve traquetea en los amortiguadores. La lleva hasta el dormitorio. Los pies de Imogene chocan contra la pantalla de la lámpara. Su pelo se esparce sobre la almohada como seda. No debe levantarse durante tres días. Debe imaginar pequeñas semillas uniéndose, pequeñas raíces ascendiendo por sus paredes.
Por la mañana, en la universidad, Herb reparte los exámenes de mitad de trimestre. Sus estudiantes se encorvan sobre las hileras de escritorios, con nieve en las botas, la ansiedad revolotea en su pecho.
—Lo único que tenéis que hacer —les dice, recorriendo las filas— es demostrarme que comprendéis los conceptos.
Le miran con los ojos abiertos, con caras como océanos.
A quince millas de distancia, Imogene se da la vuelta en la cama. En su útero, tres ínfimos embriones se mecen y topan, se mecen y topan. En diez días, un análisis de sangre les dirá si alguno de ellos se ha unido.
Diez días más. Sólo hay el silencio de la casa. Los pájaros. Los neumáticos en el campo. Imogene se estudia las palmas de las manos, sus ríos y valles. Un recuerdo: Imogene, quizá con seis años, se ha roto un diente contra la baranda. Su padre buscaba los trocitos de diente en la alfombra del recibidor. Las pulseras de su madre eran frías contra la mejilla de Imogene.
El teléfono se pone a sonar. Al otro lado de la ventana del dormitorio, un par de pinzones color pizarra aletean y se arremolinan en un comedero.
—Dime que va a ir bien —susurra Herb, con el teléfono de su despacho apretado contra la oreja—. Dime que me quieres.
Imogene se pone a temblar. Cierra los ojos y le dice que le quiere.