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Lawrence Impey

Traducción de Miguel Martínez-Lage

[dropcap]Í[/dropcap]bamos mi mujer y yo en coche por la Highway 54, con rumbo sur, desde Alamogordo hasta El Paso. Habíamos pasado la tarde en White Sands, y tenía yo aún el cerebro abrasado de tanto resplandor. Me preocupaba incluso el haberme producido algún daño irreparable en la vista. La arena está sobre todo compuesta de yeso, y tiene la misma brillantez de la nieve recién caída. En realidad es aún más brillante. Es bastante difícil de creer que haya nada tan brillante. Mirar esa arena es como mirar el sol. Se me había quemado la parte inferior del mentón por el culpa del sol que rebotaba en la arena blanca. White Sands, «Arenas blancas», es un buen nombre para el Parque Nacional, aunque el sitio al principio nos pareció un tanto decepcionante. La arena era un poco descolorida, no blanca del todo. Luego, a medida que seguimos camino, la arena comenzó a invadir la carretera y a tornarse mucho más blanca, y al poco todo fue completamente blanco, incluida la carretera, y luego desapareció la carretera. Sólo había una blancura centelleante. Aparcamos y nos adentramos a pie en la blancura. Costaba trabajo creer que existiera un sitio así. El cielo era de un azul prístino, pero lo que hay que subrayar, lo que merece destacarse de verdad, es la blancura de una arena que no podría haber sido más blanca. No había una sola sombra, si bien nos sentamos y nos cobijamos como mejor supimos, acurrucados los dos, bien cerquita, bajo un sarong.

―La vida, como una cúpula de cristal multicolor ―dije―, mancha la blancura radiante de la eternidad.

―Estar aquí es como estar muerto, ¿verdad? ―dijo Jessica.

―Sí ―respondí―. No hay vida. De ahí la blancura radiante. Inmaculada.

Nos habría gustado quedarnos más tiempo en medio de aquella soledad natural y sin tacha, pero teníamos que llegar a El Paso aquella misma noche. Volvimos a pie hasta el coche y salimos del parque nacional. Lo ideal es que uno pase al menos un día entero en un lugar tan atinadamente llamado White Sands, pero no podíamos hacer nada al respecto. Tampoco nos habría hecho más llevadero el momento de marchar. No es buena cosa entrever un instante un desierto, pero si se trata de elegir entre entreverlo un solo instante y no ver absolutamente nada, yo siempre me quedaría con la primera opción. Por frustrante que sea.

Iba conduciendo Jessica. Empezaba a anochecer. Estábamos a noventa kilómetros al sur de Alamogordo y la luz ya escaseaba. Un tren de mercancías rodaba en paralelo a la carretera, también con rumbo sur.

―¡Un autostopista! ―dije, y lo señalé―. ¿Lo llevamos?

―¿Quieres que lo llevemos? ―Mi mujer ya había disminuido la marcha. Lo vimos con más claridad: un negro de veintitantos años, aseado, sin pinta de majara, ni de tener mal olor. Redujimos la velocidad y lo mire despacio. Me pareció un buen tipo. Bajé la ventanilla, la del copiloto. Él sonreía de manera agradable.

―¿Adónde vais? ―preguntó.

―A El Paso ―dije.

―Pues me vendría muy bien que me llevarais

―Claro, adelante. Sube.

Abrió la puerta y subió al asiento de atrás. Nuestras miradas se cruzaron en el espejo retrovisor.

―Hola ―dijo Jessica.

―Se agradece ―dijo él.

―No hay de qué.

Jessica aceleró, y pronto circulábamos de nuevo a cien por hora, poniéndonos a la altura del largo tren de mercancías que avanzaba por la izquierda.

―¿De dónde vienes? ―pregunté, volviéndome en el asiento. Me fijé en ese momento en que tal vez era algo mayor de lo que yo había supuesto en principio. Tenía unas arrugas marcadas en la cara, aunque una mirada amable y una sonrisa grata de ver.

―De Albuquerque ―dijo. Me extrañó un poco. La manera lógica de ir a El Paso desde Albuquerque habría sido tomar directamente la I-25―. ¿Y vosotros? ―preguntó.

―De Londres ―respondí―. Inglaterra.

―El Reino ―dijo él.

―Eso es. ―De nuevo iba yo mirando al frente, pues me preocupó que de tanto volverme atrás me quedara con tortícolis, a lo cual soy propenso.

―Ya me lo parecía ―dijo él―. Me encanta vuestro acento.

―¿Y tú?

―Oriundo de Arkansas.

―Pues de allí es mi madre ―dijo Jessica―. De El Dorado.

―Yo soy de Little Rock ―dijo él.

―Igual que Pharoah Sanders ―dije. Fue un comentario sin ningún sentido, pero es que tengo esta necesidad de darme pisto, de demostrar que sé unas cuantas cosas; en este caso, que algo entiendo de jazz, de la música negra. El tipo, obviamente, no era un aficionado al jazz. Asintió pero no dijo nada, y nos dispusimos a instalarnos en ese silencio interrumpido ocasionalmente que suele ser lo que mejor funciona en estas situaciones. Había quedado claro de dónde era cada cual, y un ambiente agradable impregnaba el interior del vehículo.

No pasó ni siquiera un minuto hasta que este ambiente agradable cambió de manera radical debido a un indicador de carretera:

AVISO

NO RECOJA AUTOSTOPISTAS

PENITENCIARÍAS EN LA ZONA

Yo había visto el rótulo. Jessica había visto el rótulo. Nuestro autostopista había visto el rótulo. Todos habíamos visto el rótulo y el rótulo había cambiado por completo nuestra relación. Lo que más me llamó la atención fue el plural. No es que hubiera una penitenciaría, sino varias penitenciarías. A saber cuántas. El aviso ―y me dio ánimo el hecho de que el rótulo se anunciara como «aviso», no como «advertencia»― no especificaba cuántas eran las instalaciones penitenciarias, pero evidentemente eran más de una. No miré de reojo a Jessica. Ella no me miró de reojo. No fue necesario. A un determinado nivel, allí todo el mundo se miraba de reojo. Además de no mirarnos de reojo, nadie decía ni mú. Yo siempre he creído en el concepto de vibración: hay buenas vibras, hay malas vibras. Después de ver el rótulo, las vibras que se notaban dentro del coche, que antes habían sido buenas vibras, cambiaron por completo y pasaron a ser muy malas vibras. Fue algo casi físico. No sé bien cómo, pero las moléculas que realmente había en el coche experimentaron una transformación química. El coche ya no era el mismo espacio cerrado que era minutos antes. Y el cielo se había oscurecido bastante. Otro factor de peso.

Pronto llegamos a la altura de las instalaciones diseñadas de manera inconfundible para que sirvieran como penitenciaría. Ambas ―pues eran dos, una a la derecha, otra a la izquierda― estaban alejadas de la carretera, rodeadas de altas alambradas, iluminadas mediante focos potentes. No tenían ventanas a la vista. En la intensidad, en la resuelta determinación de su deseo de contener lo amenazante, era pura amenaza lo que rezumaban. Al mismo tiempo, ambos lugares tenían cierto parecido con sendos Ikea. Ojalá fueran dos centros Ikea. Habría sido muy agradable que nuestro autostopista dijera entonces que había ido a comprar un sofá, o unos armarios de cocina, y que había tenido una avería en su coche. Eso habría despertado nuestra simpatía. Lo cierto es que allí nadie dijo nada. Nadie dijo nada, pero sé bien qué estaba pensando yo: estaba pensando que nunca me había visto en una situación en la que deseara tantísimo dar marcha atrás al reloj, aunque sólo fuera uno o dos minutos. Me habría encantado dar marcha atrás al reloj. Me habría encantado decirle a Jessica: «¿Lo llevamos?», y que ella me hubiera contestado: «No, mejor que no», y que hubiésemos pasado de largo, dejándolo en donde estaba. Sólo que en esta vida no es posible dar marcha atrás al reloj, ni siquiera una fracción de dos segundos. Todo lo que haya ocurrido sigue siendo lo ocurrido. Todo tiene consecuencias. En consecuencia, no podíamos no haberlo recogido, pero yo podría haberle pedido que se bajara. Podría haberle dicho: «Mira, tío, lo siento, pero en estas circunstancias, ¿te importaría mucho bajarte ahora mismo del puto coche?». Podría haberlo hecho, pero no lo hice. Y no lo hice por varias razones. En primer lugar, me preocupaba que, si se lo sugiriese, se pusiera hecho un basilisco y nos matara a los dos allí mismo. En segundo lugar, me preocupaba que, por el mero hecho de decírselo, de hablar alto y claro, de decir la verdad, pudiera ser descortés con él.

Así las cosas, en vez de pedirle por favor que se bajara del coche, seguimos viajando en un silencio tenso. El coche circulaba a su velocidad. No parecía que tuviera ningún sentido aminorar la marcha. En cualquier situación hay siempre algo positivo, que se puede subrayar. En este caso se trataba de que no había retenciones en la carretera. Jessica iba agarrada al volante con fuerza. Nadie decía ni mú. El silencio era insoportable, pero era imposible de romper. Sin saber muy bien qué hacía, encendí la radio. Aún teníamos sintonizada una emisora de clásicos del rock que habíamos oído por la mañana, antes de llegar a White Sands, y en cuanto sonó la música, en la luz poniente del crepúsculo de Nuevo México, reconocí el tintineo del piano y las ráfagas de viento con que arranca Riders on the Storm. Soy muy fan de los Doors, pero en ese momento ni de lejos quería oír esa canción. Fue increíble. Instantes después oíamos cantar a Jim Morrison:

Hay un asesino en la carretera

Su cerebro rebulle cual culebra…

Tras haber encendido la radio con resultados tan desastrosamente apropiados, en ese momento me pareció que era imposible apagarla sin más. Los tres permanecimos sentados, escuchando la canción:

Si recoges a este hombre

Morirá un dulce recuerdo…

Jessica siguió el consejo que propone Jim Morrison en otro lugar de su obra. Mantenía la vista fija en la carretera y las manos sobre el volante. Yo mantenía la vista fija en la carretera y las manos en el regazo. El día todavía cedía paso a la noche. Los faros de los coches que venían de frente eran deslumbrantes, no eran un buen augurio. Me pregunté si no sería posible lanzar un mensaje, un S. O. S. encendiendo y apagando los faros. Seguíamos oyendo la canción. Ray Manzarek ejecutaba el breve solo jazzístico al piano eléctrico, o lo que fuera. Estamos inmersos en una situación de pesadilla total, me dije para mis adentros. La lluvia que se oye de fondo en la grabación daba la impresión de que también llovía allí, bajo el cielo despejado de Nuevo México, al sur de Alamogordo, rumbo a El Paso. Cuando terminó la canción bajé el volumen; sonaba un anuncio sobre las rebajas de muebles que próximamente habría en una tienda. Antes había pensado en un autostopista asesino y apareció en la radio Jim Morrison con su canción sobre un autostopista psicópata cuyo cerebro rebulle cual culebra. Poco antes había pensado en Ikea, y de pronto sonó ese anuncio sobre unas rebajas en una tienda de muebles. ¿Era posible que la radio de alguna manera estuviera sintonizada con mis pensamientos? De ser así, ¿aparecería entonces una canción sobre el propio pensamiento? ¿Existía una canción semejante en el canon de los clásicos del rock? Antes de seguir más allá con este pensamiento, el tipo que iba sentado en el asiento de atrás carraspeó. En el tenso ambiente que reinaba en el coche, sonó como si acabara de dispararse un arma de fuego.

―Oye, tío ―dijo.

―¿Sí? ―dije. Jessica había dicho «¿sí?» exactamente al mismo tiempo que yo, y esa doble pregunta, como el disparo de un arma de dos cañones, erupcionó en el interior del coche como una andanada de buenos modales más bien desesperados.

―Deja que me explique.

Una explicación: eso era justamente lo que más podía apetecernos. En semejantes circunstancias, lo único que nos habría hecho más ilusión habría sido una propuesta por su parte, no solicitada por la nuestra, para bajarse del coche en el acto y entregarse a las autoridades de inmediato.

Capté sus ojos en el retrovisor. Esto es algo que a menudo se ve en las películas: los ojos de la persona que viaja en un coche, enmarcados en el espejo retrovisor, que a su vez está enmarcado por el parabrisas, enmarcado a su vez por la pantalla del cine. La mirada de esos ojos casi nunca suele ser benigna. Siempre está preñada de malos presagios. Me encontré con sus ojos. Se encontraron nuestros ojos. Debido a todas estas asociaciones me fue imposible descifrar la mirada de sus ojos. Además, había visto recientemente una exposición de fotografías de Taryn Simon titulada Los inocentes. Las fotografías retrataban a hombres y mujeres, por lo general negros, acusados y condenados por haber cometido crímenes terribles. Algunos habían cumplido veinte años de cárcel, condenas increíblemente largas (en algunos casos, cientos y cientos de años), aunque entonces, tras conseguir que se les otorgase el derecho a una prueba de ADN, habían logrado la anulación de sus condenas. No es que hubiese mediado un elemento de duda, o que la condena no fuera rigurosa, debido a algún detalle técnico omitido en el procedimiento judicial (que los policías falsearan las pruebas de un asesinato del cual sabían que el acusado era culpable, aunque no pudieran demostrarlo de manera fehaciente). No, es que sencillamente era imposible que hubieran cometido las atrocidades por las cuales fueron condenados. Mirando aquellas caras fotografiadas, uno trataba de deducir si cada cual era culpable o inocente, pero esto era imposible. Los inocentes pueden parecer culpables y los culpables pueden parecer inocentes. Cualquiera puede parecer cualquier cosa, culpable o inocente: a tenor de las caras es imposible juzgarlo. Asimismo, aunque es terrible que fueran condenados por crímenes tan atroces, esos crímenes obviamente los cometió alguien. Era incluso posible que la razón por la cual algunas de esas personas fueran erróneamente condenadas a prisión estribase en que esos crímenes, esas atrocidades, las hubiera cometido la persona que en ese momento viajaba en el asiento posterior del coche, la cual, espaciando mucho las sílabas, dijo entonces:

―Supongo que ese cartel os ha metido el miedo en el cuerpo, ¿eh?

―Eso es decir las cosas con mucha suavidad ―dije―. Además, francamente, la canción no es que nos haya dejado como la seda.

―Bien, pues dejadme que me explique.

―Eso estaría muy bien ―dije. A veces me da por pensar que eso es lo que todos nosotros queremos en realidad del tiempo que nos toque pasar sobre la tierra: una explicación. Poner las cosas claras. En limpio. Saber con certeza en qué punto nos encontramos, para poder tomar decisiones debidamente informadas acerca de la manera de proceder. ¿O prefieres que te lo haga decir a ostia limpia?

―En el pasado he hecho algunas cosas… He estado en la cárcel, he cumplido condena. ¿Me oís? Pero hace ya más de un año que salí. Ahora sólo he hecho autostop, sólo trato de llegar adonde tengo que llegar. En serio, hermano: sólo necesito llegar a El Paso.

―Bueno, en estas circunstancias ―dije, y carraspeé. Estábamos en una de esas situaciones en las que nadie es capaz de decir nada sin carraspear antes para aclararse la garganta―. En estas circunstancias, creo que todos estaremos mucho mejor si podemos dejarte en alguna parte.

―Estaréis mejor vosotros. Yo no.

―En fin, supongo que eso es cierto, pero es que en estas circunstancias… ―además de carraspear continuamente, utilizaba continuamente la expresión «en estas circunstancias». En semejantes circunstancias, era inevitable―. Bueno, la verdad ―seguí diciendo― es que teníamos la esperanza de disfrutar de un viaje tranquilo y relajante, y ahora no parece que eso vaya a ser posible. En estas circunstancias, la verdad, empieza a parecer sumamente improbable.

―¿Ves? Eso es lo que pasa ―dijo él―. No tengo ninguna inclinación a salir del coche. ―Conviene hacer hincapié en que todo esto no lo dijo de manera amenazante. Lisa y llanamente aclaró cuál era su postura sin transmitir un solo elemento de amenaza. Me preocupaba que fuera una de esas personas que sufren de violentos cambios de ánimo. Violentos cambios de ánimo, ya. Yo también padezco esas oscilaciones, aunque mi estado anímico en esos momentos no es que oscilase, sino que más bien se bamboleaba, caso de que tal cosa sea posible, inclinándose bruscamente en una sola dirección. Jessica seguía sujeta al volante con ambas manos, con la vista fija en la carretera. Yo empezaba a sentir que de alguna manera era sobre todo culpa suya que nos hubiésemos metido en aquella situación. Si hubiéramos estado solos los dos, quiero decir si de algún modo nos hubiéramos visto en esa misma situación (es decir, sin estar solos) sólo que estando solos los dos, es probable que hubiera perdido los estribos y que se lo hubiera dicho con todas las letras.

―A ver si puedo explicar unas cuantas cosas ―dijo él. Como me preocupaba cada vez más pillarme una tortícolis debido a un mal gesto, no me di la vuelta en el asiento. Mantuve la vista fija en la oscuridad, en los faros que venían de frente, en las luces rojas de los coches que iban por delante de nosotros. Él estaba en un supermercado comprando algunas cosas, dijo. Su mujer estaba liada con otro tío, y el hermano del tío trabajaba en el supermercado, y un día, cuando él tenía que estar trabajando, aunque se había ausentado por tener un poco de gripe…

Yo miraba los coches que venían de frente, el hipnótico desdibujarse de las luces, el cielo negro como la tinta, y me preguntaba a qué hora íbamos a llegar a El Paso…

Y entonces, cuando él volvió al supermercado… Me di cuenta de que me había distraído, había perdido el hilo de la historia. La verdad es que no es que fuera una historia buenísima, o al menos él no la contaba así como demasiado bien. No hacía otra cosa que aportar detalles irrelevantes. Me interesaba muchísimo su historia, pero no me interesaba su manera de contarla. Pocos minutos antes me preocupaba que fuera un asesino; ahora me preocupaba que fuera un pesado de tomo y lomo, aunque también era posible, cómo no, que fuera un asesino y un pesado. Llevaba ya varios años con la sensación de que estaba perdiendo poco a poco la capacidad de concentrarme, de escuchar lo que se me decía, aunque nunca había llegado a semejante extremo de desatención en un momento en que era importante —era evidente que sería lo más aconsejable― concentrarme al máximo. Era importantísimo escuchar, era vital seguir su historia con todo cuidado, prestarle atención, pero a mí me resultaba imposible. Quería, tenía que hacerlo, pero no podía. No podía, así de simple. Precisamente porque hay personas como yo que han de actuar en un jurado, personas que no son capaces de seguir lo que les dicen los demás, se producen tantas condenas que son fruto de un error, tantos abortos de la justicia. Al margen de lo que tuviera yo que pensar entonces, al margen de cuál fuera el necesario objeto de mi concentración, pensé, no hacía otra cosa que pensar en otra cosa, y esa otra cosa siempre terminaba por ser yo mismo y mis problemas. Mientras lo estaba pensando, me di cuenta de que su voz ya no sonaba. Había llegado al final de su historia. El abogado defensor había planteado el caso.

―Tenemos que echar combustible ―dijo Jessica.

―Quiere decir gasofa ―aclaré. Pocos kilómetros más adelante aparamos en una estación de servicio. Yo detesto echar gasolina a un coche, y más en Estados Unidos, donde hay que pagar por adelantado y todo es complejísimo y potencialmente uno se pone hecho un asco. En esta ocasión, en cambio, tanto Jessica como yo quisimos ocuparnos de echar la gasolina, para no tener que quedarnos a solas en el coche con ese tipo, pero tampoco podíamos salir los dos a la vez, porque en tal caso quizás él habría pasado al asiento de delante por encima del respaldo y se habría largado dejándonos en tierra. Sólo que no, no podría, porque hacía falta la llave para abrir el tapón del depósito. Yo no pensaba una a derechas, precisamente por el autostopista y por todo lo relacionado con la situación que había creado el autostopista. Tanto Jessica como yo salimos del coche. Yo me encargué del llenado, que fue muy fácil. Vi las cifras ―dólares, galones, galones de gasolina― dar vueltas en los tambores del surtidor. Aunque no fuera mi principal preocupación en ese instante, me fue imposible no quedarme una vez más pasmado ante lo mucho más barato que era el combustible en Estados Unidos, por comparación con Inglaterra.

Nuestro amigo en ese momento también salió del coche. Llevaba vaqueros negros y calzado deportivo. Las playeras no eran negras, pero eran bastante viejas. Jessica volvió al coche. Yo echaba gasolina. Él me miró. Teníamos más o menos la misma estatura, sólo que él era un poco más bajo. Se encontraron nuestros ojos. Antes, cuando se habían encontrado, fue en el retrovisor, pero ahora el encuentro fue real. A las luces de neón de la gasolinera, sus ojos despedían una mirada sujeta a unas cuantas interpretaciones posibles. Nos miramos uno al otro de hombre a hombre. Un negro y un blanco. Un inglés y un norteamericano.

―Tengo que ir a echar una meadita ―dijo.

―Vale ―dije―. Adelante. ―Lo dije en un tono tan neutro como pude. Me aseguré de que mi expresión facial no delatase nada, y entonces, preocupado de que esa falta de expresión manifestara una rigidez expresiva que de hecho lo delatase todo, me relajé y sonreí un poco.

―No se te ocurrirá largarte de pronto y dejarme aquí tirado, ¿verdad? ―dijo.

―¿Dejarte aquí tirado? ―dije―. No, claro que no.

―¿Estás seguro, hermano?

―Te lo juro ―dije. Asintió y echo a caminar, despacio, hacia los lavabos. Arrastraba ligeramente la pierna izquierda. Se tomó su tiempo, sin volver la vista atrás. Lo vi alejarse. En cuanto desapareció en el interior, solté el gatillo de la manguera, arranqué la boca del lateral del coche y la colgué en la anilla metálica del surtidor. Cayó estrepitosamente al suelo.

―Tienes que levantar la palanca ―dijo Jessica. Así lo hice. Levanté la palanca y encajé la molesta boca de la manguera en su sitio.

―¡Deprisa! ―dijo Jessica. Enrosqué la tapa del depósito, pero lo hice tan rápido que no encajó debidamente, y cuando por fin la tuve encajada encontré problemas con la llave, que no lograba ni girar un cuarto de vuelta ni sacar de la cerradura. Cuánta verdad hay en el viejo refrán, vísteme despacio que llevo prisa. Por fin giró el cierre y tras muchos tirones salió la llave. Se la lancé a Jessica, que no la pescó al vuelo.

―Tienes un pulso para robar panderetas ―le dije.

―¿Y por qué no me la das en la mano? ―dijo ella.

―La tenías que haber cazado ―dije. Recogí la llave, se la di y pasé corriendo por delante del coche mientras ella accionaba el arranque. El motor cobró vida.

―¡Vamos! ¡Vamos! ¡Vámonos! ―grité al subir por la puerta del copiloto. Jessica arrancó el coche con calma. Muy deprisa, pero sin que rechinaran los neumáticos, se puso en marcha a la vez que yo cerraba la puerta.

Salimos de la gasolinera sanos y salvos, como si tal cosa, y en cuestión de segundos estábamos de nuevo en camino. Al principio nos alegramos de haber escapado así. Nos chocamos los cinco. ¡Ja, ja!

―¿Te ha gustado cómo le dije «te lo juro»? ―pregunté.

―¡Genial! ―dijo Jessica. Así seguimos un buen rato, aunque pronto se nos acabó el fuelle, porque si bien aún nos sentíamos contentos también empezábamos a sentir una cierta vergüenza, y poco a poco el regocijo desapareció del todo.

―Llevas la puerta mal cerrada ―dijo Jessica al cabo.

―No, está bien cerrada.

―Que no, que no ha cerrado bien ―dijo Jessica. Abrí la puerta sólo una rendija y la cerré con fuerza, para que quedara más cerrada que antes.

―Perdona ―dije―, tenías razón.

―No pasa nada ―dijo Jessica. Y añadió de pronto―: Entonces, ¿tú crees que lo que hemos hecho ha sido algo terrible?

―Creo que quizás sí.

―¿Y racista?

―Creo que ha sido una falta de educación. Puro prejuicio. Una faltada.

―Piensa cómo se sentirá cuando salga del lavabo. Se sentirá completamente abandonado. Pensará que lo hemos tratado como a una mierda.

Seguimos camino. El paisaje era el mismo: coches, faros, casi una total oscuridad. Estábamos a salvo, pero es que quizás siempre habíamos estado a salvo. Ahora que estábamos fuera de peligro parecía posible que nunca hubiésemos corrido ningún peligro.

―Es como si nos hubiera puesto a prueba ―dijo Jessica.

―Lo sé. Nunca te sientas bien cuando fallas una prueba ―dije―. Todavía me acuerdo de cómo me sentí a los diecisiete años, cuando suspendí el examen para sacarme el carné de conducir.

―¿Cómo te sentiste?

―No lo recuerdo con exactitud. No muy bien, eso seguro. ¿Y tú? Tú seguro que aprobaste a la primera.

―Pues sí ―dijo, pero no íbamos a poder rehuir el tema candente del momento. Tras una pausa, Jessica dijo―: ¿Volvemos?

―Quizá deberíamos volver.

―Pero no vamos a volver, ¿eh?

―Para nada ―dije, y nos reímos los dos. Seguimos en silencio unos minutos. Ya no estábamos alborozados, pero las vibras en el coche volvían a ser buenas, aun cuando seguíamos sintiendo una cierta vergüenza, inocentes de nada y culpables de nada, aliviados ante lo hecho y llenos de remordimientos por lo que habíamos hecho.

―¿Conoces esa leyenda urbana que…? ―dijo Jessica.

―¿La del autostopista que desaparece?

―Sí. Seguramente hay un hacha olvidada en el asiento de atrás.

Me di la vuelta para ver mejor, un gesto difícil con el cinturón de seguridad. En el asiento no había nada y en el suelo tampoco, salvo dos latas de Coca cola y una botella de agua, todas vacías, y un mapa desgarrado de White Sands.

―No hay nada ―dije, y me froté el cuello. Seguimos camino. Ya era muy de noche. Había caído la noche en Nuevo México.

Las luces del salpicadero resplandecían tenuemente. La aguja del indicador de la gasolina apuntaba casi al máximo.

―Bueno ―dije―, nosotros hemos hecho un buen servicio. Al menos lo sacamos de esa zona en la que se decía claramente que no era aconsejable recoger autostopistas. De esto tendría que estarnos muy agradecido. ―Según lo dije, me lo imaginé allá atrás, al salir de los aseos y mirar por toda la gasolinera, y supe que la gratitud no sería ni de lejos su principal sentimiento. Seguro que habría muchos otros coches que iban y venían, pero él tuvo que darse cuenta, en lo más profundo, de que el coche que deseaba ver, el coche que habría reconocido de un vistazo ―era un Ford, pero yo no me había fijado en nada más―, y que él daba por hecho que estaría ahí, esperándole, se habría marchado de la gasolinera. Me imagine bien cómo se sentiría y me alegré de no estar sintiendo lo mismo, al tiempo que me alegré también de que estuviéramos solos los dos, a salvo en nuestro coche, casados, próximos a llegar a El Paso.