[dropcap]E[/dropcap]l estarcido de una mano, probablemente femenina, fue testigo mudo durante más de treinta mil años de la quietud de una cueva prehistórica. Hasta el inasible instante en que esta mano, en el aire inmóvil como una flecha rupestre, dio en el blanco: el ojo de Jean-Marie Chauvet el 18 de diciembre de 1994. Y el tiempo se replegó sobre sí mismo. «Estuvieron aquí», resopló cuando la flecha de la fortuna alcanzó su entrecejo fruncido. «Pocas son las frentes que, como la de Shakespeare o la de Melanchthon, se elevan tan alto y descienden tan bajo que los propios ojos semejan claros lagos eternos y sin oscilación; y sobre ellas, en sus arrugas, os parece seguir el rastro de los astados pensamientos que bajan a beber, igual que los cazadores de las tierras altas siguen el rastro de los ciervos por sus huellas en la nieve», escribe Melville.
Una hilera de huellas de niño yace intocada en el polvo de la cueva, y a su lado, las de un lobo. ¿Fue el niño su presa? ¿O estuvieron allí, jugando juntos? Las huellas fantasmales quedaron fosilizadas como un enigma propuesto por las edades. Un caballo está pintado con ocho patas, un rinoceronte con varios cuernos que sugieren movimiento, como el de una animación. Las paredes no son planas y los artistas aprovecharon el dinamismo de las dimensiones y la luz inestable de las antorchas para imbuir movimiento y vivacidad, como en un zootropo primitivo. Están fuera del tiempo, como las piedras mismas. Los murales son ventanas que representan el mundo exterior, no son espejos. En Chauvet sólo hay un caso de representación humana, la figura de una mujer pintada sobre una estalactita al modo de las venus de Willendorf y Hohe Fels. Un toro está junto a ella. ¡El Minotauro desde la neblina de la prehistoria! ¿Es acaso el laberinto el primer sueño? Un lugar mágico donde uno se encuentra a sí mismo, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna. «No aguardes la embestida / del toro que es un hombre y cuya extraña / forma plural da horror a la mañana / de interminable piedra entretejida», escribe Borges. La imaginación primordial infunde vida en todo ello, son puentes que tienden los primeros artistas sobre el abismo del tiempo. Tauro, uno de los signos de la tierra junto con Capricornio y Virgo, fue dotado por los primeros astrólogos con las cualidades de la firmeza y la sensualidad: los telúricos se relacionan con la vida a través de lo sensorio; la visión, el sonido, el tacto, el aroma y el sabor.
Abrimos este número dedicado a la Tierra con el célebre ensayo de Judith Thurman sobre las cuevas de Chauvet, que inspiró el documental de Werner Herzog, La cueva de los sueños olvidados. Las de Altamira, Lascaux y Chauvet son consideradas una suerte de Capilla Sixtina prehistórica. La piedra ciega y la curiosa mano. Una artista dejó una serie de huellas de manos en positivo. Algo sabemos de ella por su meñique torcido, lo cual ha permitido a los científicos documentar su paso por el laberinto, su trayecto. La mano, no sólo el ojo, tiene sus propios ensueños y su poesía. Pero, ¿qué soñó ella? ¿Se disiparon sus sueños, como los míos, mientras transcurría la jornada? ¿Tuvo miedo? Tal vez los individuos del paleolítico pintaron paisajes como los románticos alemanes, o los transcendentalistas americanos, para dar sentido a su mundo en los albores del tiempo. Según Emerson, lo que hay atrás y frente a nosotros es nimio comparado con lo que hay en nuestro interior.
No fue sino hasta finales del siglo xviii cuando la geología maduró como una disciplina científica dedicada a estudiar la historia de la tierra. Las implicaciones científicas del tiempo geológico reconocen que la famosa locución de Heráclito, «todo fluye, nada permanece», se aplica también a la Tierra: su densidad no es estática en su rotación, sino que fluye sin cesar, desde el lento movimiento de la erosión y de la sedimentación hasta cataclismos de los volcanes y las avalanchas. El mundo a nuestros pies se mueve, se altera, siempre cambia. Los minerales y las vetas crecen como organismos. Si no hubiera cambio en el universo no habría tiempo, recuerda Aristóteles. Pero la medición del movimiento depende de una mente contable. El folclor alemán asegura que en las montañas el tiempo se detiene, coagulado en la roca, para siempre detenido. Si no hubiese una mente contable, ¿habría tiempo?
El viejo Aristóteles demostró con la razón que la Tierra es una esfera y reconoció en Sobre los cielos la afirmación de Empédocles según la cual el mundo está compuesto por cuatro elementos: la tierra, el agua, el aire y el fuego. Elementos puestos en juego por dos fuerzas motrices, el amor y la discordia. ¡El amor! ¡Y la discordia! Se trataba de una personalidad excéntrica, pues Empédocles se paseaba con ropas púrpuras y sostenía que era un dios. Su último acto fue saltar al cráter del Etna, aunque no cumplía del todo con el arquetipo de la virgen sacrificial. Pero tal vez el fantasma purpurado de Empédocles pueda hallarse vagando por los conductos volcánicos por los que se desplazaron el profesor Lidenbrock y Axel en Un viaje al centro de la tierra de Julio Verne. Sus aventuras comienzan cuando se sumergen en el Snaefellsjökull de Islandia y terminan cuando resurgen en Stromboli.
El amable, aunque impaciente, profesor alemán de Verne –tras la guerra franco-prusiana los alemanes de Verne ya no eran personajes simpáticos– remite a los nuevos poetas geólogos y a los fervientes coleccionistas de minerales de la época: Goethe, Tieck y Novalis. Para los románticos la Tierra estaba en un constante devenir, y las piedras eran sus lapides literati. En su visión cósmica Goethe condensó el sentido de las rocas primitivas: «Aquí reposas inmediatamente sobre una base que llega a las entrañas más profundas de la Tierra […] En este instante, las fuerzas íntimas […] de la Tierra actúan sobre mí al mismo tiempo que las influencias del firmamento». Para Goethe todos los fenómenos naturales guardan entre ellos una relación precisa, lo cual quedó plasmado en los escritos sobre la naturaleza de Emerson: «Quién puede saber qué firmeza ha enseñado al pescador la roca azotada por el mar?». En Heinrich von Ofterdingen, Novalis escribe: «Vosotros, los mineros –dijo el eremita–, sois una especie de astrólogos al revés: mientras que éstos están siempre mirando al cielo y recorriendo con la vista sus inmensidades, vosotros dirigís vuestra mirada al fondo de la Tierra y escudriñáis su arquitectura. Aquéllos estudian las virtudes e influencias de las estrellas, vosotros investigáis las fuerzas de las rocas y montañas y los efectos de los variados estratos. Para aquéllos el cielo es el libro del futuro, para vosotros la Tierra es el monumento de un remoto pasado del mundo». La tenue telaraña de la pirámide.
En su ensayo «El lenguaje de las piedras: experiencia mística y naturaleza», Victoria Cirlot menciona al extravagante coleccionista de piedras con el que Caillois sentía un lazo espiritual: el poeta, calígrafo y gobernante, Mi Fu, nacido en 1051. Era también conocido como «Cabeza al revés». Al igual que Empédocles, vestía ropas extravagantes, atuendos vintage de la dinastía Tang cuando vivió durante la dinastía Song. Sus sombreros eran tan altos que no cabían en el palanquín. Imperturbable, mandó quitar el techo, y ya se le puede imaginar paseando como un gallo con la cresta roja asomada por la parte superior. Lo que inspiró al apodo de loco fue su pasión por las piedras «extrañas», que consideraba más valiosas que los libros y las pinturas. En cuanto daba con una piedra extraña e incluso fea para tenerla por objeto venerable, le pedía a su sirviente que trajera los atributos oficiales, y procedía a darle el tratamiento de Shi Zhang, o hermano mayor, a la piedra. Jugaba con sus piedras todo el día, conversaba con ellas y no cumplía con sus responsabilidades. Dejad al viejo que juegue con las piedras, dijo Goethe.
Breton concedió a las piedras la facultad del lenguaje, escribe Cirlot, la capacidad de hablar a todo aquel que estuviera dispuesto a escucharlos. «El misterio de la naturaleza persiste poderoso ante la mirada moderna, que no sólo se ejercita en los laberintos de asfalto, pero sólo un ojo interior, el de la imaginación, puede abismarse en sus secretos insondables, dibujados en superficies especulares que tienen la virtud de reflejar al mismo tiempo las cataratas interiores del sujeto que contempla.» Ofrecemos imágenes de las piedras de la colección del propio Caillois con una pregunta patafísica: ¿qué ves?
Quizá, como sugiere Borges, la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas. Piedra como sonido y símbolo, el rumor de los cantos rodados. Gaston Bachelard recuerda al poeta ruso Biely, y el negro ulular de la roca. En el paisaje dinamizado por la piedra dura, por la roca de basalto o de granito, surca del abismo un negro bramido. La roca grita. El estudio de la arqueoacústica nos ofrece una nueva perspectiva de la relación del ser humano primitivo con el sonido, imbuido de magia y sentido de lo sagrado. Las cuevas no sólo estaban pintadas, sino que se tocaban como instrumentos. Donde hay arte rupestre, también hay camas de piedra que cantan, o estructuras que fueron hechas para el sonido del viento.
¿Quién sabe si el tumulto inscrito en las piedras de Roger Caillois no contiene uno de los códigos secretos del universo? Los poetas como paleógrafos buscan relaciones secretas y especulares entre las cosas, los ocultos cristales de un pueril caleidoscopio, la voz que oyó el pastor en la montaña, las canciones de la primera cuna, el enigma en una losa de granito gallego, un acantilado asturiano, como la arruga en la frente de la Esfinge. Nada es real, no hay certidumbre, como sabe todo exiliado, y sin embargo las piedras cantantes se encuentran dispersas por todo el mundo sin que aún se sepa cómo llegaron allí: Pennsylvania, Baja California, Bretaña, Canberra, Évora, Stonehenge.
«Veo el origen de la atracción irresistible de la metáfora y la analogía, la explicación de nuestra necesidad extraña y permanente de encontrar similitudes en las cosas», escribe Caillois, «apenas puedo evitar sospechar algún magnetismo antiguo y difuso; una llamada desde el centro de las cosas; una memoria oscura, casi perdida, o tal vez un presentimiento, inútil en un ser tan insignificante, de una sintaxis universal.»