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Hubo una gran explosión de la que nació toda la materia que compone el Universo. Partículas elementales que comenzaron a asociarse para dar forma a los planetas y a las estrellas. Y a las galaxias y a las nebulosas y a los árboles y a los ríos. Y a un bípedo pensante que se puso a observar todo aquello y que, sabiéndose parte de aquello, un día le puso palabras.

Somos hijos de las estrellas. No se trata de una metáfora. Las mismas partículas que las crearon a ellas dieron forma a las células que nos componen a nosotros. A nuestras manos, a nuestros ojos, y a la capacidad que tenemos para nombrar todas esas cosas. La vida, que no es materia, pero que anima a la materia —a la materia inanimada—, hizo nacer la palabra, la palabra que funde lo humano y lo divino, y que creó el cielo y la tierra. Cuando miramos el cielo nocturno y nos interrogamos por sus orígenes, es el propio Universo el que se interroga. El lenguaje que utilizamos para ensayar las posibles respuestas forma parte de un código al que todos los lenguajes responden. Somos hijos de las estrellas. Cada grano de arena, cada mota de polvo, establece con nuestro nombre una secreta correspondencia.

La natura es un templo donde vivos pilares
dejan salir a veces sus confusas palabras;
por allí pasa el hombre entre bosques de símbolos
que lo observan atentos con familiar mirada [1].

En cada elemento de la tierra están presentes los trazos de la canción primera. El idioma del río no es el mismo que el de los pájaros. El de las plantas que crecen no es igual que el de las piedras. Pero en cada uno se esconden las voces de aquella melodía ancestral. Muchos leguajes distintos para una misma expresión. Muchos pilares diferentes sosteniendo el mismo templo. En la palabra humana reverberan también esos ecos, siempre que se sepa parte de ese canto inaugural, siempre que se reconozca en los puentes que la unen con todo lo demás.

Los griegos ya sabían que la palabra crea el mundo. La Biblia afirma —en su principio— que en el principio fue el verbo. Los místicos de Oriente hacen de la limpieza de boca uno de sus principales votos, ya que saben que son las palabras —las palabras que salen por su boca— las que dan forma al Universo. En sánscrito la expresión So-Ham nos recuerda constantemente que somos uno con Dios, y por tanto con todas las cosas. Se trata de una sentencia inscrita en nuestra respiración. So, inspiramos. Ham, espiramos. Y entre la inspiración y la espiración tiene lugar la vida. Y toda la vida repetimos esa sentencia secreta con la secreta esperanza de un día llegar a comprenderla. So, inspiramos. Ham, espiramos. Yo soy uno con Dios, yo soy uno con todas las cosas.

Aquí y allá surgen constantemente y en los lenguajes más diversos —en el rumor del río, en el vuelo de las aves, en el batir de las hojas que se mecen con el viento— los mensajes que atestiguan esa ancestral correspondencia. Cada vez que la palabra se vuelve palabra poética, sale a la luz esa verdad eterna. La palabra no es poética por el verso ni por la rima. No es su forma externa la que la vuelve producente, sino los ecos del ánima que da vida a todas las cosas. Si una palabra está viva es una palabra poética. Si las palabras inspiran, si hacen nacer el deseo de engendrar palabras nuevas —o latidos o silencios— entonces se trata de una palabra poética. La palabra que no inspira, por más que se organice en rima y en verso, es una palabra muerta. La poesía no tiene que ver con la métrica ni con el ritmo, sino con la reafirmación en ella del ánima del mundo, ese vital encantamiento que impregna todas las cosas y que religa todas las cosas en su natural correspondencia.

Pero para eso el mundo tiene que existir. No ya como mecanismo material, como artefacto, sino como aliento de vida, como sutil encantamiento, como el ánima de lo vivo que anima todo lo vivo, incluido lo que hay de vivo en el hombre. Al perder la comunión con el ánima de todas las cosas, al desanimar al mundo, el hombre comprueba que su lenguaje no resuena. Si desanimamos a la naturaleza, si le robamos su encantamiento, nos desanimamos también a nosotros, y nuestra palabra viva se descubre palabra muerta porque pierde la correspondencia con ese código ancestral que la vuelve universal y eterna. Vencidos los lazos que nos unen con el mundo nos convertimos en huérfanos de las estrellas, en seres desgarrados cuyas voces no hacen eco en la inmensidad de la noche sino como sonidos estériles que nacen y mueren en su propia boca. Si la palabra no es producente, si no encuentra eco en el mundo, entonces más nos valdría refugiarnos en el silencio. Al menos hasta que seamos capaces de restablecer las correspondencias.

[1] Primeros versos del poema Correspondencias de Charles Baudelaire.