Que la lámpara añada su destello.
El único emperador es el emperador de los helados.
Wallace Stevens
[dropcap]L[/dropcap]a vida es finita. Allí tienen, me he ido de la lengua. Del latín finitus, «terminado», participio pasado de finire, «limitar, poner límites, llegar a su fin». Qué secreto más vergonzoso, este destino que compartimos: la presencia moteada, y nada dorado permanece. Por suerte, estamos bendecidos con la capacidad del olvido y así podemos eludir esta verdad implacable de cuando en cuando: distraídos por lo cotidiano, la familia, la lucha social, la juventud, el teléfono móvil. El arte nos da un respiro, crea un espacio compartido que sortea el tiempo y alivia la angustia de la propia existencia. Camus, en su conferencia de Upsala de 1957 titulada «El artista en su tiempo», haciéndose eco en parte del ensayo de Tolstói ¿Qué es el arte?, se refiere a su contexto social: la única justificación del artista es hablar por los que no pueden. Una generosidad. Me rebelo, luego existimos.
«Crear hoy es crear peligrosamente», dijo Camus y Edwidge Danticat se inspiró en eso para dictar su propia lectura en la serie de Toni Morrison diciendo: «Crear peligrosamente para la gente que lee peligrosamente… Escribir, a sabiendas de que no importa lo triviales que parezcan tus palabras, algún día, en algún lugar, alguien puede poner en riesgo su vida al leerlas». Toda publicación es un acto que nos expone a las pasiones de la época. Rebelarse es una afirmación, estoy aquí, mi vida tiene un sentido, interpelo al poder, arrojo luz sobre la existencia del ser. Alzarse y resistir la tiranía nos beneficia a todos, una acción individual que crea comunidad. La escritura promulga el desafío de la creación.
Tratamos de comprender el mundo, el nuestro, a veces por medio del relato, otras veces por medio de la religión (o sea, el relato), otras por el método científico, la computación, la cuantificación y la definición; taxonomías, ciencia, que nos elevan como especie a subir un peldaño más por la escalera evolutiva, la famosa cadena alimentaria. Pero todavía hay muerte y misterio dentro de cada uno de nosotros. Cada aliento es un grano que cae en el reloj de arena. Así como un cuadrado se transforma en un cubo y un círculo en una esfera, por usar una analogía aritmética o geométrica, así todas las cosas en este mundo son análogamente finitas: si estoy muerta, todo lo que está fuera deja de existir. El mundo entero, kaput. Lo que tanto detestamos es el cálculo terrible, inexorable e implacable de la finitud. Y resistimos la precisión acerada del tiempo por medio del arte, la literatura, la música, el teatro, pues pliegan el tiempo, lo refractan, lo amasan en capas de sentido que se alzan como la proyección de un cuadrado a un cubo. El arte nos permite considerar vagamente la inexistencia del tiempo incluso cuando el poeta cuenta las sílabas precisas. En el proyectil absurdo de los números irracionales, encontramos un símbolo del infinito. ¿Para el quizás? Hay también poesía en los números.
¿Cuántos peldaños te quedan en la vida? Es un sustantivo contable. Una línea que va desde la A del nacimiento a la B del misterio. La muerte siempre está al acecho, y que no sepamos cuándo llegará el estertor es lo único que disminuye la angustia de la finitud. Paul Bowles escribió en El cielo protector y Brandon Lee, el hijo de Bruce Lee, lo tomó para su epitafio: «Como no sabemos cuándo vamos a morir llegamos a creer que la vida es un pozo inagotable, sin embargo todo sucede sólo un cierto número de veces, y no demasiadas. ¿En cuántas ocasiones te vendrá a la memoria aquella tarde de tu infancia? Una tarde que ha marcado el resto de tu existencia, una tarde tan importante que ni siquiera puedes concebir tu vida sin ella. Quizás cuatro o cinco veces, quizás ni siquiera eso. ¿Y cuántas veces más contemplarás la luna llena? Quizás veinte, y sin embargo todo parece ilimitado». Juan Goytisolo remitió a este pasaje de Bowles en una conversación que una vez sostuvimos al pasear por las aciagas Ramblas de Barcelona, junto al Hotel Oriente, cuando sostenía que el cuarto capítulo de su Telón de boca eran las mejores páginas de toda su obra: «La cúpula protectora de la divinidad: estamos buscando una escalera y no sabemos cuántos escalones nos quedan». Tenía ochenta años de edad en ese entonces. QEPD.
Y así resistimos porque somos una cadena de individuos a lo largo del tiempo. «La poesía debe resistir a la inteligencia casi con éxito», escribió Wallace Stevens. La poesía nos da la sensación de estar vivos, como un destello que ilumina nuestra esencia porque nos desafía. Como un azulejo que tiene un marco calculable, límites exteriores definidos, pero cuyo interior pulsa con colores vivaces, formas o patrones variopintos que se abren al espacio de la creatividad, el compromiso, la proyección, la analogía. «Que la lámpara añada su destello. / El único emperador es el emperador de los helados.» La afirmación de la vida, realizada mediante el lenguaje de la imaginación. Una de las generosidades de la poesía es que te consiente la contradicción. A pesar del número de peldaños que te queden en la vida. La imaginación nos ofrece una salida a lo implacable, se puede sentir el aliento del poeta mientras escribe, y ahí está el agujero del conejo, el otro lado del espejo. La poesía debe resistir a la inteligencia. Casi con éxito.
Entonces, ¿qué es la resistencia, por qué es una palabra clave de nuestro tiempo, y qué estamos resistiendo? ¿Es una nueva revuelta del esclavo contra el amo? ¿El pobre contra el rico? ¿Acaso se trata más bien de una revuelta metafísica, la idea de Camus del hombre contra las condiciones de vida, una aspiración hacia la claridad y la unidad de pensamiento; incluso, paradójicamente, hacia el orden? Quizás, en estos tiempos de simultaneidad, sea todas estas cosas a la vez, y además una nueva: otra vez más el espectro de la aniquilación globalizada en manos de los poderosos. ¿O el suicidio medioambiental colectivo impuesto por los caprichos de los megarricos globales? ¿O las ineficaces instituciones y los gobiernos incapaces de regular la fuerza de los monopolios? Un nuevo nihilismo con esteroides digitales.
Las mujeres están más cansadas que nunca de la cansina idea de que éste es un mundo de hombres, volviendo al primordial «no» de Lilith y Eva. Lilith, según la tradición rabínica fue la primera mujer de Adán, creada a la vez que él, del mismo polvo, y no de su costilla como Eva. Es decir, eran iguales. Su nombre se puso en relación con la palabra parónima hebrea ליל, laila, que significa «noche» y suele asociarse con criaturas nocturnas o lechuzas, y otros demonios femeninos alados. Lilith no fue expulsada del Edén, sino que huyó por voluntad propia. Abandonó a su Adán en parte porque no le gustaba la postura recostada que Adán le exigía para copular, ni tampoco aceptaba renunciar a una serie de, digamos, derechos. Se fue con el arcángel Samuel en quien evidentemente encontró mejor amante, y aunque Yahvé envió tres ángeles para conseguir que regresara, ella se negó, siendo confinada por la eternidad al reino de la noche. Ella se convirtió en una versión femenina del ángel caído, la lucifer femenina.
Curiosamente, Samuel a menudo se representa como una serpiente, como en la pintura de John Collier, Lilith de 1865, que la muestra luminosa, hermosísima, con el pelo trigueño y cobrizo suelto y acaracolado y un cuerpo de talco aterciopelado que acaricia una enorme pitón. Y, al contemplar el cuadro, se la podría confundir con una representación de la famosa Eva, la segunda mujer, la de la manzana. Y una piensa, quizás lo que tanto le preocupaba a Yahvé y a Adán no era la dichosa manzana del conocimiento, sino la amenazadora presencia de la serpiente amante. Y allí estaba Eva empezando a –digamos que– socializar con los vecinos del paraíso. Una se pregunta si en realidad lo que pasó es que quizás Adán era un pésimo amante y un compañero fastidioso, y las mujeres preferían a la pitón de Samuel.
Este número de Granta es un intento de tomar la temperatura de nuestros tiempos, de explorar lo que estamos resistiendo, por qué se ha convertido en un verbo clave y cómo los escritores están articulando sus desafíos. El mapa ya es el territorio, y lo estamos envenenando, lo estamos derritiendo, presos en este lejano oeste digital. ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Cuántos son, en unidades de tiempo, los peldaños restantes de la especie? Stephen Hawking ha predicho que los seres humanos disponemos de unos cien años para huir a las estrellas o terminaremos aniquilados por el cambio climático, las epidemias y la sobrepoblación. Suena a propaganda, como si tal vez alguien estuviera buscando financiación. «La ciencia es la brújula de la vida –escribió Bakunin en Dios y el Estado–, pero no es la vida… Lo que predico es, pues, hasta un cierto punto, la rebelión de la vida contra la ciencia, o más bien contra el gobierno de la ciencia. No para destruir la ciencia –eso sería un crimen de lesa humanidad–, sino para ponerla en su puesto, de manera que no pueda volver a salir de él.» En nuestra era de ingenieros, de contables y sus balances, las unidades de vida reciben valores de consumo específicos, compradas y vendidas como acciones, como riñones o hígados fresquísimos. Nos resistimos a que nuestras vidas sean reducidas a lo que consumimos, a lo mucho que acumulamos antes de ese último aliento, igualador y perfectamente calculable.
¿Cómo resistimos cuando las estructuras del poder económico han aprendido a capitalizar nuestra resistencia? Facebook vende publicidad con ella, Amazon vende camisetas de la resistencia y máscaras anónimas, los secesionistas, banderas esteladas, una búsqueda en Google sobre la etimología o la historia de la resistencia permite a los anunciantes ordeñar beneficios de tu resistencia. Los ingresos de las redes de comunicación social se disparan cuando Trump tuitea otro insulto, grosería o mentira. Resistir es un gran negocio. Como la muerte. Si pudiéramos encontrar una manera de que los muertos consumieran, algún joven emprendedor lanzaría una campaña de micromecenazgo para financiar un oleoducto de realidad virtual hasta nuestros cerebros muertos: falsa vida para tus seres queridos. ¿Por qué descansar en paz si se puede vivir para siempre? Quizás finalmente quitemos la ironía a los versos de John Donne, tomados de Corintios: «¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?».
La rebelión es una forma de amor. Stephen King me dijo una vez en una entrevista que escribe sobre el horror para exorcizar su miedo, sus pesadillas. Escribir sobre ello lo libera. Al leerlo nos liberamos. Incluso cuando una novela sólo describe la desesperación, la soledad o el temor, crea una forma de salvación. La literatura de la desesperanza es una contradicción, pues al referirnos a la pena, somos capaces de trascenderla. La resistencia, cuando no se calcula, es un acto de generosidad con el futuro al entregarse completamente al presente. Es el gozo de actuar en nombre de una tierra afligida. Con esta alegría, Camus escribió que en la larga lucha «reconstruiremos el alma de esta época». Ahora la tierra requiere nuestra intervención, que seamos generosos en su beneficio. Cuando se elaboraba este número vivimos el ataque terrorista en Barcelona, los huracanes Harvey, Irma y Maria y los dos terremotos en México. Como nos recuerda Margaret Atwood en su texto sobre el Ártico, «todos los años el hielo tarda más en formarse y todas las primaveras, menos en derretirse. Cuando uno no puede fiarse del hielo, ¿de qué puede fiarse?». El mundo es nuestro primer y último amor. «Nuestros hermanos respiran bajo el mismo cielo que nosotros; la justicia vive.» El arte y la rebelión sólo morirán con el último hombre, dice Camus. Incluso en un mundo de muerte, nuevos amores siguen naciendo.
Sin embargo, Camus se cuida de deslindar la revolución de su forma deshonrosa, la revolución calculada en nombre del poder que pone el resentimiento por delante del amor, vista en las muecas de los rebeldes mezquinos, de los esclavos embrionarios. Un verdadero rebelde ama incluso en el desafío, no define la identidad de su causa despreciando al otro.
Pequeño misterio, ¿sirves para algo? Es la gran igualadora. Nos concede dolor y júbilo ante la opresión. Como escribió Enrique Lihn, «Porque escribí no estuve en casa del verdugo / ni me dejé llevar por el amor a Dios / ni acepté que los hombres fueran dioses / ni me hice desear como escribiente / ni la pobreza me pareció atroz / ni el poder una cosa deseable / ni me lavé ni me ensucié las manos / ni fueron vírgenes mis mejores amigas / ni tuve como amigo a un fariseo / ni a pesar de la cólera / quise desbaratar mi enemigo. / Pero escribí y me muero por mi cuenta, / porque escribí porque escribí estoy vivo».
La literatura, por analogía, es resistencia: sobre todo al silencio. Es respuesta a la exigencia metafísica de unidad, de fabricar un universo sustitutivo, crea una gramática del «sí», de la esperanza. El arte acaso no pueda generar un nuevo renacimiento, pero el acto de creación es una libertad ganada, una generosidad con el futuro. John Ashbery escribió un poema grabado en las vigas de acero de un largo puente que cruza una mega autopista de dieciséis carriles en Minnesota, diseñado por el gran artista iraní exiliado, Siah Armajani. Sus versos están suspendidos frente al cielo azul, y las juguetonas nubes al fondo esculpen figuras efímeras que decoran como tableaux vivants las palabras como el movimiento del pensamiento, un lugar de ondulación perpetua, los pasos de tijera de las personas que leen peligrosamente mientras cruzan: «Y ahora no puedo recordar cómo / lo habría concebido. No es un conducto (¿confluencia?) sino un lugar. / El lugar, del movimiento y de un orden. / El lugar del viejo orden. / Pero el final de la fila del movimiento es nuevo. / Nos conduce a decir lo que estamos pensando. / Es como una playa al fin y al cabo, donde estás de pie/ y sabes que no vas más lejos. / Y es bueno cuando llegas a no más lejos. / Es como una razón que te alza y / te coloca donde siempre quisiste estar. / Hasta aquí, es justo ir cruzando, haber cruzado. / Entonces nada se promete en lo otro. / Aquí está. Acero y aire, una presencia moteada, / mínima panacea / y qué afortunados somos. /Y luego refrescó mucho. QEPD, John Ashbery.