Ni siquiera ahora que entramos en la era de la guerra cósmica, y acaso eterna, deja de resultar asombrosa la compleja simbiosis de Oriente y Occidente. Aquí, en el Centro de Planificación Estratégica, también conocido como <<el Prisma>>, hay tres sectores que, en un alarde de imaginación, solían llamarse Sector Tres, Sector Dos y Sector Uno. El Sector Tres se ocupaba de la logística diaria, el Sector Dos de las misiones a largo plazo y el Sector Uno de las innovaciones conceptuales. Ahora, sin embargo, inspirándonos en ciertas observaciones del ministro de defensa estadounidense, los tres sectores han pasado a denominarse así: Cosas que sabemos que sabemos, Cosas que sabemos que no sabemos y Cosas que no sabemos que no sabemos, lo cual supone una evidente mejora. Huelga decir que no hay ningún sector llamado Cosas que no sabemos que sabemos, pues, además de ridículo, sería una completa pérdida de tiempo. Hay que estar loco para llegar a plantearse semejante idea. Los <<conocimientos desconocidos>> no existen, aunque he de reconocer que cuando medito sobre mi extinción física (actividad por la cual siento cada vez mayor inclinación, la verdad) llego a concebir esa categoría, ese marco conceptual. Yo trabajo en el Sector Uno, Cosas que no sabemos que no sabemos.

Las Torres Gemelas en el Bajo Manhattan. Imagen vía.

Nuestro campamento está situado en la Frontera Norte. Basándose en ciertos comentarios de la prensa occidental, otros grupos presentes en la zona —afiliados, rivales, enemigos— gustan de tachar <<el Prisma>> de simple campamento de <<escaleras de cuerda>> y <<cabañitas en los árboles>>, un <<parque de columpios>> que los estadounidenses, en el supuesto de que llegasen a descubrir su existencia, ni se molestarían en destruir. Según esos grupos, valemos menos que un misil de crucero; o si se prefiere, que un Hellfire disparado desde un Predator. Nos llaman <<soñadores>>, <<sonámbulos>>. Pues bien, todo eso está a punto de cambiar. Muy pronto el mundo entero pronunciará nuestro nombre entre susurros; en Oriente con lágrimas de orgullo, en Occidente con amargura y horror: <<el Prisma…>>. Me refiero, naturalmente, a mi propio proyecto, mi <<pequeñín>> por llamarlo de algún modo. Su nombre en código es UU: VV CC/G,C.

A la derecha del patio de instrucción, el primer anexo: Cosas que sabemos que sabemos. Ahí es donde empezamos todos. Cuando uno piensa en la humanidad de una manera determinada —por ejemplo, con el único objetivo de causarle daño y sufrimiento— el planeta entero se le antoja una diana palpitante. Los continentes cuelgan como enormes barrigas fofas, casi pidiendo a gritos que los rajes, los achicharres y los hagas trizas. De acuerdo, nuestras actividades en este sector son básicas y de andar por casa: cartuchos, minas, granadas, cócteles molotov, etcétera, pero la iniciación también incluye ejercicios prácticos, sí señor. Y entre los frecuentes escapes de gas, los fuegos accidentales y las explosiones casi diarias, la cosa encierra sus peligros.

Ora un camarada aboga por dinamitar la falla de San Andrés, ora otro plantea la introducción a gran escala de la rabia (mezclada con viruela, polvo de ángel y esteroides) en la fauna de Central Park.

Posteriormente, cuando con cierta solemnidad los reclutas cruzan el patio y entran en el segundo anexo, el de Cosas que sabemos que no sabemos, uno empieza a darse cuenta de que la civilización no está del todo indefensa. Recorrerse Corea del Norte de tapadillo en busca de los legendarios veinticinco kilos de uranio no es un crucero de placer; ir de fábrica en fábrica por todo Uzbekistán en busca de ántrax o aerosoles asfixiantes no es precisamente un picnic. Bueno, pues todo eso es mejor que trabajar en Cosas que sabemos que no sabemos. En Bio, por ejemplo, las condiciones distan mucho de ser las idóneas desde el punto de vista sanitario. En un compartimiento, un camarada investiga los efectos de un compuesto de gas sarín en un burro; en el siguiente, otro camarada infiltra una toxina mixta de viruela y VX en un aspersor de jardín. Las epidemias letales no siempre son fáciles de controlar. Por eso a los camaradas del Sector Dos siempre los delata el aliento, un penetrante tufo a jarabe para la tos que no los abandona en su deambular entre los tanques de ácido y las cubas llenas de pesticidas puros.

El sector de Cosas que no sabemos que no sabemos no se encuentra en un tercer edificio anexo. De hecho es que no hay tercer anexo. Para llegar a ese sector hay que meterse por detrás de los lavaderos y pasar por la desinfectadora de ganado hasta encontrarse con una cabaña de madera de apariencia humilde que conocemos por el siniestro nombre de <<Choza A>>. Si alguien de fuera echase un vistazo al interior, es probable que la atmósfera le resultase un tanto informal y despreocupada, o puede que hasta letárgica y casposa: son los ademanes y actitudes inevitables de toda reflexión intensa. En este sector el pensamiento es incisivo y de vanguardia. Sinergia, optimización… Conceptos así son los que intercambiamos desde una colchoneta a una esterilla en el sector Cosas que no sabemos que no sabemos. Ora un camarada aboga por dinamitar la falla de San Andrés, ora otro plantea la introducción a gran escala de la rabia (mezclada con viruela, polvo de ángel y esteroides) en la fauna de Central Park. Entonces se hace un silencio meditabundo. A veces estos silencios pueden durar días y días. Nos quedamos allí sentados y nos dedicamos a pensar. Lo único que se oye es algún que otro manotazo para matar un mosquito, o el crujido de un escarabajo despachurrado bajo un pie. Todas las noches, después de rezar, exhibo mi impecable inglés leyendo en voz alta las noticias que de nosotros publican  The New York Times u otros medios, todo ello gracias a un ordenador obsoleto y defectuoso que nos ha prestado el departamento Ciber de Cosas que sabemos que no sabemos.

Lo nuestro es el cambio de paradigmas. Sólo que el cambio de paradigmas representa una ventana, y las ventanas al final se cierran. Por poner el ejemplo típico, la acción de septiembre de 2001, con todo el bombo que se le dio, es irrepetible. A decir verdad, a las diez en punto de esa misma mañana la táctica ya se había quedado anticuada. Su eficacia duró exactamente setenta y un minutos: desde las 8:46, cuando el avión de American Airlines se estrelló contra la torre Norte, hasta las 9:57, cuando se produjo la rebelión a bordo del vuelo 93 de United. Los pasajeros del cuarto avión captaron la nueva realidad, y decidieron actuar. No se entretuvieron mucho en la finiquitada praxis de los años setenta (¡qué caduca y pusilánime se antoja ahora!): los típicos cuatro días de asedio sobre el asfalto tropical, la escasez de agua y víveres, los retretes pestilentes, el comunicado de <<condiciones>> y <<demandas>>, la paulatina liberación de mujeres y niños… y por último la rendición, o la irrupción de los comandos. No. Los pasajeros del vuelo 93 de United se sublevaron y el avión se estrelló boca arriba a 920 kilómetros por hora, a veinte minutos del Capitolio.

Por motivos diferentes, el plan UU: VV CC/G,C, ya iniciado aunque por ahora incompleto, también es irrepetible. Desde un primer momento dependía de algo que muy probablemente nunca volvamos a tener a nuestra disposición: todos los recursos de una nación estado. Gracias a la cólera bíblica de los estadounidenses, capaz de arrasar montañas, eso ya pasó a la historia. A decir verdad, habida cuenta del enorme precio que tuvimos que pagar, muchos de los que estamos en Cosas que no sabemos que no sabemos, opinamos que la acción de septiembre, desde el punto de vista criminal, fue poco menos que timorata. Nosotros habríamos utilizado docenas de aviones a lo largo y ancho del país y nuestros objetivos habrían sido mucho más audaces. Nada de atentar únicamente contra los edificios emblemáticos: nosotros nos habríamos <<pronunciado>> acerca de todas las demás cosas que detestamos, las discotecas, los teatros, los institutos de mujeres, los recintos deportivos. Imagínenselo: en mitad de la noche reluciente, un 767 abatiéndose como un serafín rabioso sobre el estadio de los Yankees…

La acción de septiembre, desde el punto de vista criminal, fue poco menos que timorata. Nosotros habríamos utilizado docenas de aviones a lo largo y ancho del país y nuestros objetivos habrían sido mucho más audaces

UU: VV CC/G,C fue lanzado en julio de 2001. Si todo llega a salir según lo previsto, ese septiembre los estadounidenses se habrían llevado una segunda <<sorpresa>>. Ahora, cuatro años después, mis brazos ejecutores al menos ya se encuentran en territorio estadounidense y listos para atacar: por fin mis VV CC se acercan a G,C. Todo el proceso ha estado plagado de dificultades tan numerosas como inesperadas. No sé qué pasa, pero dos veces al día me asalta una nerviosa incertidumbre; confundo el alba con el anochecer, el anochecer con el alba, y, sin querer, una parte de mi mente presagia el fracaso, por no decir el mayor de los fiascos. Pero eso sí, no tardo ni un segundo en renovar mi convicción de que Dios será propicio al UU: VV CC/G,C.

            Para colmo, últimamente no me llevo muy bien con mis esposas.

Anoche tuve visita, un colega de Cosas que no sabemos que no sabemos. Ahora es un buen momento para explicar nuestros sobrenombres. Aunque con el tiempo los de la <<Choza A>> nos hemos convertido en teóricos y visionarios, lo cierto es que todos empezamos en Cosas que sabemos que sabemos, combatiendo en diversos frentes (Chechenia, Tailandia, Cachemira), y nuestros apodos son recordatorios de nuestro particular bautismo de sangre en primera línea de batalla. Y he aquí de nuevo la <<compleja simbiosis>>, pues estos nombres están sacados de las informaciones que de nosotros daban los medios occidentales, nombres que después transcribíamos aproximadamente. Es imposible exagerar la inefable veneración, la delicada solemnidad con que murmuramos nuestros noms de guerre. El colega que vino a verme ayer tiene uno de los mejores apodos: atrevido, viril y de significado evidente. No como el mío. Cuando me lo pusieron no dije nada pero cada vez me hace menos gracia. Me llaman <<Ayed>>, que viene de Armamento Improvisado, Explosivos y Detonadores, sólo que Ayed ya es un nombre corriente. El tayiko cojo que viene al pueblo una vez al mes a afilarnos los cuchillos, ese canijo, se llama Ayed.

            —Traigo un recado, Ayed —dijo mi visitante—, de parte del Tuerto.

            El té que me estaba bebiendo cambió bruscamente de dirección y me salió por la nariz convertido en estornudo.

            —Continúa, <<Cochebumba>> —dije cuando fui capaz de hablar. Últimamente me había hecho ilusiones de que el Tuerto hubiese muerto.

            —No deja de preguntar por el UU: VV CC/G,C. <<¿Cuándo va a llegar el gran día?>>, pregunta a todas horas. <<¿Cuándo va a ser?>>

            —¡…el veintinueve de julio!

            Siempre había imaginado que, el día en que pronunciase esas palabras por primera vez, el eco de su importancia geo-histórica retumbaría en el aire (al final y al cabo, se trataba de una fecha que iba a quedar marcada a fuego para los restos en el alma de Occidente), pero me salió una especie de gallito. Ya era el 25 de julio y mis VV CC seguían en un agujero cerca de un pantano al este de Texas.

            —¿El veintinueve de julio de este año?

            —Como lo oyes. Está virtualmente garantizado.

            —Ayed, el Tuerto tiene entendido, y todos los demás también, que ha habido ciertos contratiempos.

            Solté una carcajada brusca y estridente, y me sorprendí diciendo:

            —¿Me equivoco, camarada, o nunca te he presentado a mis mujeres?

            Antes de que pudiese responderme yo ya las había llamado con una sonora palmada. Salieron de la cocina en fila. Ese día me había pasado la hora del almuerzo contemplando taciturno el pequeño estanque, o el gran charco, que hay al pie del plátano, justo detrás de los lavaderos. Ahora se me ocurrió que mis mujeres parecían cuatro renacuajos gigantes. ¿En qué terminarían mutando?

            —Verás, es que aquí somos muy avanzados —exclamé—. Sí, señor. Mis mujeres se <<reúnen>> bastante a menudo. Bebe un vaso de agua, camarada. Está filtrada y recién sacada de la nevera.

            Naturalmente, se largó al instante, todo ofendido y metiendo ruido con esa pata metálica que gasta. Su partida me proporcionó cierto alivio momentáneo, lo que aproveché, por supuesto, para cantarles las cuarenta a mis mujeres.

Pasé toda la noche sentado en un cojín lleno de bultos, con la cara entre las manos. Qué comportamiento tan increíble: ¡pero si mis mujeres no se <<reúnen>> jamás! Había ofendido a <<Cochebumba>>, famoso por su hipersensibilidad, su celo tradicionalista… y sus tremendos músculos; mi valedor y camarada.

Fue él quien había auspiciado mi primera audiencia con el Tuerto (también conocido como el Ojituerto, el Mulá, el Emir, el Comandante de los Fieles) aquel mismo junio; el junio anterior al septiembre de marras. La prensa ha especulado mucho acerca del asunto: ¿aprobó o no aprobó el Mulá el ataque contra los Estados Unidos? Lo cierto es que expresó sus reservas y, en un primer momento, se abstuvo de dar su visto bueno. Reservas que, además, no eran las típicas, a saber: que perdería su país, que tendría que vivir escondido para los restos.

Nada de eso. Lo que lo preocupaba eran consideraciones de índole, podríamos decir, <<ideológica>> (tomo el adjetivo del Informe de la Comisión del 11-S, que siempre estamos pasándonos unos a otros con exagerado desenfado). El Tuerto quería que el objetivo de la acción de septiembre fuese <<atacar a los judíos>> (ibíd.). Como yo estaba al tanto de ese interés personal, cuando acudí a presentarle mi plan exageré levemente el tenor antisemita (a la sazón inexistente) del UU: VV CC/G,C. Dicho sea de paso, la inminencia del 11 de septiembre no disuadió al Mulá de proseguir, o comenzar, su campaña otoñal contra la Alianza del Norte, inaugurada solemnemente el 10 de septiembre.

            Al cabo de los seis días de viaje que se tarda en llegar a nuestra segunda ciudad, me incorporé a la fila que se había formado en el patio trasero de la modesta residencia del Tuerto. Muchos de los peticionarios estaban allí en representación de organizaciones similares al <<Prisma>> sólo que mucho más grandes, por lo que tuve que aguantar las consabidas puyas sobre hamacas, columpios y cabañas en los árboles. Después de tantas noches en autobuses atiborrados, tenía la ropa hecha un churro y me habría encantado pasar un minuto a solas con un grifo y un trapo. En términos generales, mi confianza distaba mucho de estar por las nubes. Les había hecho a los pensadores de la <<Choza A>> una audición, por así decirlo, del VV CC/G,C (el plan todavía no contaba con el imprimátur <<UU>>) y no había logrado suscitar el menor signo de entusiasmo, por no decir algo peor; de hecho, lo único que suscité fue una gélida consternación y, acto seguido, un pitorreo descarado. Asimismo, tenía la desagradable sensación de que <<Cochebumba>>, al intervenir en representación mía, había adoptado un tono burlesco, lo que me acarrearía no sólo enormes esfuerzos y dificultades, sino también la humillación y puede que hasta el castigo. Con todo y con eso, albergaba la esperanza de que el Tuerto llegase a captar de algún modo la osada y caprichosa genialidad de mi VV CC/G,C.

Vi que me sonreía. Una sonrisa extraña, mezcla de serenidad y severidad. A lo mejor es así como sonríe Dios.

Una vez dentro de la vivienda pude observar cómo los peticionarios iban saliendo de la legendaria cámara. Se retiraban dando unos pasos hacia atrás y luego se volvían en dirección a la puerta principal, que permanecía abierta en todo momento. Algunos salían con una mueca casi grotesca de gratitud; otros (llegué a contar nueve) parecían completamente abatidos, y a dos de ellos tuvieron que sacarlos los guardias poco menos que a rastras. La inmensa mayoría, las cosas como son, no salían ni tristes ni contentos: eran meras caricaturas de la perplejidad. A esas alturas yo ya sentía un deseo casi irresistible de echar a correr; notaba cómo mi cuerpo trataba de escapar, de salir de sí mismo y esfumarse. Me llegó el turno y entré a trompicones.

            Allí estaba el poeta guerrero, medio sumergido en una montaña de cojines, una figura imponente con su túnica y sus chancletas. Se me hacía difícil sostener la mirada de su único ojo y estuve toda la presentación desviando la vista a otra parte, a las alfombras, a la bandeja del té, a la gran caja metálica rebosante de dólares. Cuando por fin me quedé en silencio y estiré el cuello, el Mulá Omar dijo lentamente:

            —Dime una cosa. ¿Qué deberíamos hacer con los sodomitas? Unos sabios opinan que habría que tirarlos desde un tejado bien alto. Otros sostienen que habría que enterrarlos en un hoyo y derrumbarles una tapia encima. ¿Qué es lo apropiado?

            Respondí titubeante:

            —Lo del hoyo y la tapia suena menos natural y, por tanto, más devoto, mi Señor.

            Entonces vi que me sonreía. Una sonrisa extraña, mezcla de serenidad y severidad. A lo mejor es así como sonríe Dios.

            Regresé al Nordeste en una camioneta Datsun de dos puertas. Pegué unos cuantos bocinazos y supervisé la descarga de mis recientes adquisiciones (el potabilizador de agua, la nevera de baterías), impresionando a mis mujeres como es debido.

¿El UU: VV CC/G,C? Muy simple. Vamos a recorrer todas las cárceles y manicomios del país en busca de todos los violadores compulsivos y luego los vamos a soltar en Greeley, Colorado.

Ah, mis mujeres. Como siempre les digo a todas mis mujeres eventuales, <<mis mujeres no me entienden>>.

Y es que es verdad. Por ejemplo, yo soy de esos hombres que piensan que un marido debería practicar sexo con sus mujeres todas las noches. O poniéndonos un poco más realistas, cada veinticuatro horas sin falta, exceptuando las habituales exenciones que dicta el calendario. Mis mujeres nunca se han negado, faltaría más, pero a veces muestran una cierta reticencia (más de actitud que de palabra u obra) a mi expeditivo estilo amatorio. A estas alturas ya tengo bastante claro que lo que les molesta es que me empeñe en usar el <<RodeoMaMa>>.

El <<RodeoMaMa>> es una fruslería occidental que adquirí por catálogo durante mi estancia en los Estados Unidos y que no fui capaz de dejar allí. Consiste en un cinturón de halterofilia cosido al arzón delantero de una silla de montar. Se lo atas a la cintura a una de tus mujeres de tal modo que la silla le caiga justo en la zona lumbar. El único defecto que tiene el <<RodeoMaMa>> es que es muy aparatoso e incómodo de transportar. Mis mujeres siempre saben cuando voy a visitar a una de mis mujeres eventuales porque me ven salir con el <<RodeoMaMa>> dentro de su vieja funda deshilachada.

            Tenía catorce años cuando mi padre, un cultivador de opio de gran talento, me llevó a los Estados Unidos. De un día para otro pasé de ser un colegial satisfecho, encantado de la vida con mis tareas de recitado y memorización, a verme arrojado a ese poblacho de mala muerte que es Greeley, Colorado. Llegué en pleno invierno, lo cual amortiguó el impacto, sobre todo por el relleno de los abrigos. Una madre que parecía un zeppelín embutida en su parka acolchado; su hija pequeña, más rígida que una hache mayúscula, embutida en el suyo; y la nieve, primero vista desde arriba, como una inundación de leche, y luego en el suelo, como una capa de azúcar que también exhalaba silencio. El impacto quedó amortiguado, pero se produjo. Sin apenas poder dar crédito a mis sentidos, empecé a percatarme de que había mujeres motoristas, mujeres policías, hasta mujeres soldados; aquello me parecía una ignominia múltiple, un oprobio combinado. Así y todo, nada podía haberme preparado para la primavera y el verano.

Me lo susurraba a mí mismo mil veces al día, <<pero ¿y su padre?… ¿sus hermanos?…>>, cada vez que veía un busto bronceado y reluciente, la marca de unas bragas en un trasero ceñido y prieto, una falda vaporosa que los últimos rayos del sol volvían transparente, un par de pezones sobresaliendo insolentes a través de un jersey, un sostén blanco en pugna con una áxila oscura, el final de una media quebrando la arquitectura de un muslo, o el mismísimo quid de una mujer partido en dos por la cuña de unos vaqueros o un pantalón de peto. Cruzaban la pasarela con sus ondulantes vestidos estampados, indiferentes ante el hecho de que cualquiera que se apostase debajo, entre las matas de ortigas y la hiedra venenosa, podía atisbar todo el tijereteo de sus piernas y aquella ropa interior vergonzosamente exigua. Y cuando todas las noches sin falta, lloviera o tronara, me daba un paseo por los jardines traseros, cualquier contrafuerte o canalón me bastaba para obtener la visión de una mujer desnudándose con bastante descaro antes de acostarse.

La llegada imprevista de un jumbo abarrotado de sociópatas sarnosos habría provocado un cierto estupor entre los funcionarios de aduanas estadounidenses

Lo peor era la plaza Drake a primeros de julio: los estudiantes, en la última semana de colegio antes de las vacaciones. Un maremagno infecto de refrescos dulzones, chicles, cigarrillos y carne desnuda; las niñas tumbadas en toallas y mantas, con las piernas y las barrigas al sol, esperando que cualquier hombre con ojos en la cara las fichase (así de bárbara era la jerga). Mientras tanto yo, sentado en un banco, trataba de concentrarme en un libro pero sacaba la desconsolada conclusión de que, en la guerra universal que libran espíritu y carne, el primero, aplastados sus ejércitos y rotas sus alas, estaba degustando el sabor de la derrota. Pese a todo, los pájaros cantaban y las ardillas grises correteaban por la hierba. Todas las mañanas, en el trayecto desde la parada de autobús hasta la plaza Drake, me cruzaba con un recordatorio inanimado de cuál debía ser la recta apariencia de una mujer: respetada, recluida, elevada. Me refiero al buzón de color negro mate y con las esquinas redondeadas (a ver quién ficha algo así) que había en la avenida City, justo delante de la Aseguradora Thurgood, y al que yo solía echar un vistazo cuando pasaba corriendo por delante.

Fue también por esa época cuando mi autoestima recibió un duro golpe. En mi tierra natal, todo niño, a la edad de cinco o seis años, experimenta una grata oleada de orgullo al caer en la cuenta de que sus hermanas, en un importante aspecto, son igualitas que su madre: ellas tampoco saben leer ni escribir. Pues bien, en Greeley, Colorado, me vi dolorosamente privado de ese orgullo. Y hubo otros acontecimientos familiares que nos causaron un enorme sufrimiento a mí, a mis hermanos… y a mi pobre padre. ¿Qué se puede hacer cuando tus hijas empiezan a tener trato con kafires, con infieles? No puedes seguir viviendo con ellas pero tampoco puedes matarlas (no en Estados Unidos); así que las mujeres se quedaron y los varones nos volvimos a casa.

Me pregunto si un día habrá un libro llamado Informe de la Comisión del 29-J que también tenga 567 páginas, 118 de las cuales sean sólo de notas. Sigo convencido de que sí. Y cuán tortuoso será su contenido.

El Tuerto, el del ojo único, me remitió a otro que también era tuerto, su ministro de justicia, que a su vez me remitió a su ministro de justicia (que también era tuerto). La búsqueda por todas las cárceles y manicomios del país nos proporcionó 423 VV CC. En vista de que les esperaba un viaje arriesgado (habría muchas bajas), autoricé una segunda batida dirigida a otro tipo de recluso: los pedófilos compulsivos. Obtuvimos 62. Encerramos a los 485 compulsivos en un barracón cerca de la capital y los preparamos para el viaje con heroína y camisas de fuerza. Como ingrediente extra, infectamos con sífilis D a los que todavía no la tenían.

            Cuando viajé a los Estados Unidos lo hice en avión, pero huelga decir que la llegada imprevista de un jumbo abarrotado de sociópatas sarnosos habría provocado un cierto estupor entre los funcionarios de aduanas estadounidenses. Así pues, la primera etapa del viaje de los compulsivos fue un periplo de mil quinientos kilómetros en los maleteros de una flotilla de taxis desvencijados. Cuando hicimos un test de prueba con una docena de criminales y lunáticos varios, la tasa de mortalidad resultó ser del cien por cien, de manera que esta vez tuvimos la precaución de abrir unos cuantos agujeros más en la carrocería y, muy a nuestro pesar, reducir cada cargamento de cuatro a dos individuos por maletero. Esto supuso que los taxistas tuvieron que volver a por una segunda tanda de compulsivos mientras los primeros descansaban en el puerto encerrados en casetas de perro. Aunque yo estaba total y absolutamente decidido a dirigir el UU: VV CC/G,C en persona, una indisposición repentina me obligó a retirarme de la operación, con lo cual toda la autoridad ejecutiva pasó a la feroz figura del Coronel Gul, comandante del Primer Batallón Mecanizado. El 3 de agosto de 2001, mis compulsivos, encadenados en la bodega de un carguero abandonado, partieron audaces hacia Somalia.

***

NOTA: Llegado a este punto, y por los motivos que explico más abajo, abandoné este escueto manuscrito de El conocimiento desconocido. En otra versión mucho más completa acompañaba a los compulsivos en su sanguinario viaje hasta Greeley, Colorado (al final y al cabo, Greeley es la cuna del Islamismo; fue allí donde Sayyid Qutb dio forma a sus Hitos, el Mein Kampf de los islamistas): unos piratas filipinos secuestran el carguero abandonado; los supervivientes pasan dos años en un centro de castigo de Mogadiscio; después son obligados a cruzar Etiopía a pie hasta llegar a Sudán, donde se topan con un ejército de unos 30.000 janjaweed que, a título de <<advertencia>>, matan a todos los compulsivos menores de treinta años; los demás (que a estas alturas ya son sólo los pedófilos y el implacable Coronel Gul) continúan hacia el oeste en autobús y a pie; en el Congo quedan gravemente heridos tras el encuentro con una milicia de niños armados con machetes… Etcétera, etcétera. Al final, un VC consigue llegar a Greeley y se lo encuentran llorando y medio muerto de sífilis en el aparcamiento de un cine. A todo esto, los matrimonios de Ayed se han deteriorado hasta tal punto que decide modificar el RodeoMaMa en el barracón de Cosas que sabemos que sabemos y llevar a cabo un cambio de paradigma que no puede fallar: un atentado suicida en su propia casa. El conocimiento desconocido al que se refiere el título es, naturalmente, Dios.

Abandoné el relato por muchos motivos, todos ellos completamente ajenos. Como ya he dicho, el Islamismo es un sistema total y por eso se presta con pasmosa facilidad a la sátira. Pero al final me estaba dando la impresión de que la historia era prematura y, en consecuencia, iba a quedar demasiado supeditada a la fortuna: ciertos acontecimientos futuros podrían tornarla indefendible. Puede que un día, cuando sea muy viejo (si es que llego), la saque del cajón… al final de la Larga Guerra.

TRADUCCIÓN DE VÍCTOR V. ÚBEDA