Recuerdo una montaña recortada en lenguas de tierra compacta, ver a Aribah disfrutando, refrescándose en las cascadas con las bragas mojadas en la jauría jovial de sus cinco años. Recuerdo que supe su nombre cuando la llamó la madre y le dijo que ya era hora de empezar el trayecto hasta la cima y a Aribah resistiéndose, entregada a la tarea del chapoteo con la dedicación exclusiva de los niños. Recuerdo mi cálculo rápido cuando imaginé las mejillas calientes de su madre bajo la hijab, cuarenta y dos grados y cuántos años le restaban a Aribah para que le fuese prohibido bailar bajo el agua con el algodón blanco empapado pegándosele a las nalgas.

—No tantos probablemente.

Recuerdo el silbido de nuestro guía pero no recuerdo su nombre; sí su boca grande salpicada de dientes en todas direcciones. El comienzo de la ascensión; la sensación de que el sol se te detiene para siempre en los hombros cuando abrasan. Recuerdo que miré la pendiente; la ruta era un sendero hecho de huecos de montaña, obstruido por un perenne hormiguero humano que subía y bajaba, —motas de acrílico en azul, magenta, blanco y beige— moviéndose en todas direcciones, no pude contar cuántas había recorriendo el lienzo de aquella montaña escarpada, tan hecha de enormes escaleras cinceladas en mármol ocre. Recuerdo el regusto pegajoso de mi lengua sin saliva, ajustarme las sandalias, los gritos de los desconocidos que lanzaban a sus hijos confiando en que alguien, más abajo, los recogiese a tiempo. El guía animaba al grupo desde arriba, desde mucho más arriba. Se reía de los occidentales rezagados, inútiles. O quizás no. Puede que no fuese risa aquella expresión; la boca abierta de camello respirando entre dientes. Nunca supe determinar si la mueca de todos era una risa o un dolor y es que, al fin y al cabo, supongo, no son una y otro tan distintos.

—Muy cierto.

Y sin embargo avanzábamos. Recuerdo una marea de brazos que me asían, iban apareciendo con cada dificultad salidos de no sé dónde, intuitivos, mientras yo hacía lo propio con quienes bajaban a mi lado. Y entonces, en aquel trasiego de motas magenta-azul-beige-y-blanco nos vi desde lo alto ascendiendo y desciendo la montaña como un solo cuerpo acalorado, con el remedio único de confiar los unos en los otros, como el cerebro que le envía órdenes al tórax y respira. Allí no tenían lugar nuestras objeciones de guiris, no había cabida para modernos rescates de helicóptero. Nos agitamos y fue una gran lección.

—Todo cuanto allí sucedió.

Recuerdo que resbalé una y dos y tres veces cuando pisé las piedras alisadas por el paso, interpreté las palabras en otro idioma como un cariño, una forma de ánimo. Vi a Aribah a lo lejos, de la mano de su madre. Hicimos un alto para tomar agua y desde una llanura distinguimos las casas de lo que era, dijo el guía, el pueblo de Setti Fatma. Allí la luz era tan intensa que sólo podía nacer. Desde lo alto se distinguían círculos de tierra y en el centro coches rojos aparcados en diagonal, tráfico de ganado en las estrechas carreteras, casas que parecían de barro con ventanas que eran los ojos huecos de la ladera, de pronto iluminada. Siempre amé de Marruecos las texturas. Todos me decían los olores y sí. ¡Pero las texturas! Tan recién hechas; tener allí, al tacto de la mano, lana, musgo, barro caliente, aceite, vidrio como un panal dulce, paredes desconchadas en faldas de colores, excrementos, ratones rápidos, mimbre y cerámica en añicos. Sin duda Setti Fatma podría haber sido el primer pueblo del mundo.

Nunca supe determinar si la mueca de todos era una risa o un dolor y es que, al fin y al cabo, supongo, no son una y otro tan distintos

—No nos desviemos ahora, ya casi lo tienes, continúa.

Recuerdo que reanudamos la marcha dejando a un lado a un grupo de chicos que se tiraban en bomba desde una cascada de cinco metros. Nadie podría adivinar si estar allí era la opción para divertirse una tarde bochornosa de domingo o la penitencia obligada con la que saldar deudas morales. Todo se me antojaba tan salvaje a cada paso que pensé que no iba a recordarlo nunca; como si aquello no pudiese ser más que presente. Se nos hizo de noche. Y entonces sucedió.

—Dilo.

Un alarido de madre, un olivo arqueado delatando la dirección de un viento asesino. Recuerdo que cuando subía la montaña delante de mí con sus pequeños piececitos, una ráfaga se llevó a Aribah hacia el abismo. No hubo sonido allá abajo. Nadie paró. Esa madre fue después muchas madres y esa hija fue después muchas otras, pero allí, en ese instante, la actividad no se detuvo, pasó y no pasó nada, como si la montaña fuese una espiral, un organismo vivo que avanzaba mordiéndose la cola y aquella atrocidad formase parte de un mismo y gigantesco movimiento. Y los gritos de una madre se sumaron entonces a los chapuzones de los adolescentes zambulléndose en las pozas; a la yuxtaposición de las conversaciones cruzadas norte-sur en la travesía primigenia de todos los humanos de las rocas. De todos los humanos. Era como si todo sucediese por primera vez.

—Todo está sucediendo por primera vez.

Lo que vi después me aterrorizó. No fui capaz de recordarlo nunca, hasta hoy.

—Un último esfuerzo.

Supongo que prefería pensar que aquello había sido un accidente.

—Un terrible accidente.

Una mala casualidad. Pero no lo fue.

—No te puedes negar lo que viste.

Lo vi, no hay duda.

—Eso es, ya lo tienes. Qué viste. Vamos, dilo.

La montaña ciega. Recuerdo que en ese momento todas las casas apagaron las luces.

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Imagen de cubierta vía.