El Trump Sky Alpha, el dirigible rígido que aterrizaba en el tejado de la Casa Blanca y en el de la Torre Trump, una aeronave que volaba a más trescientos metros de altura desde cuya cabina Trump emitía en directo su discurso por YouTube todos los miércoles de Washington DC a Nueva York y viceversa, los domingos, el fastuoso zepelín –el «Palacio de Cristal volador»– con 224 plazas (suntuosas butacas reclinables dispuestas en gradas) a un precio de salida de 450.000, cifra que se disparaba al añadir diversos extras y servicios de lo más lujoso como el «Diamante» y la «Troika Diamante Selecta», cuatro dígitos para el «Marisco Doble Platino Diez Estrellas», bogavante «de calidad certificada de tres kilos y medio» con TRUMP grabado en la pinza derecha y en la aleta caudal, maridaje de vinos presentado en una pantalla táctil por una animación de uno de los «padres fundadores de la buena cocina» de Estados Unidos, Ben Franklin, en la que aparecía ajustándose los anteojos y catando los vinos Trump («la exquisita selección Taste of Trump»), el Feu de Cheminée y el Blanc de Blanc de la plus Blanc; el total de la cuenta al final del vuelo ascendía con frecuencia a una factura de más de veinte páginas entre comisiones ocultas y recargos, las tasas de equipaje, de las inclemencias del tiempo y del uso de los mandos ergonómicos de los asientos –el sistema registraba el número de veces que se habían ajustado y cobraba por cada una de ellas a los pasajeros– que, colocados formando una espiral más larga que ancha, se desplazaban en un movimiento rotatorio hasta dar seis vueltas sobre el suelo transparente, fabricado, como todo el fuselaje de la aeronave, con un material revolucionario que consistía en una membrana diáfana extendida sobre una estructura de aluminio blanco de un brillo cautivador; los 224 asientos estaban orientados de la misma manera que en un anfiteatro, hacia el centro, donde se encontraba la cabina de mando de base circular con cristal a prueba de balas, y desde todos ellos las vistas panorámicas del National Mall o del Central Park y de Midtown eran vertiginosas cuando el avión despegaba, ofreciendo una «visión global e impoluta de nuestra Gran Nación»; mientras unos asientos se deslizaban hacia atrás sobre rieles móviles, un sistema de ganchos y poleas enormes levantaba los otros para acercarlos a Trump, pudiendo avanzar de una a diez filas, lo cerca que uno llegara dependía de la tarifa contratada, la «Troika» o la «Troika Esmeralda Tres Estrellas», o bien, la «Troika Diez Diamantes Extrema» que, por un módico precio que alcanzaba alrededor de las siete cifras, colocaba al pasajero en primera posición, de la que podría disfrutar entre un minuto y una hora, hasta que alguien más la solicitara y todo el mundo retrocediera una fila; las palabras de Trump eran amortiguadas por el traqueteo que producía el constante desplazamiento hacia atrás de las butacas sobre los raíles, el repiqueteo al chocar las unas contra las otras, como si mucha gente estuviera jugando a los bolos, y por los gritos ahogados de los pasajeros cuando, de improviso, los enormes ganchos agarraban al siguiente que hubiera actualizado su tarifa y las butacas zumbaban sobre sus cabezas, en cualquier momento dado, ocho, diez o doce asientos pasaban volando por encima de ellos, mientras Trump hablaba, cada vez que se alteraba la distribución de las gradas (todo reajuste quedaba registrado), el suelo transparente perturbaba en cierto modo a los pasajeros, mientras, un par de veces a la semana, Trump daba su discurso al mando del zepelín, les llegaba el turno de desplazarse al frente a los ricachones financiados tanto por empresas como por el Gobierno, o bien a los dobles que hubieran contratado para que se hicieran pasar por ellos, actores de muy buen ver que, tras sufrir alguna clase de accidente, agresión o amenaza, reemplazaban a los ejecutivos, entre los que Monsanto, McKesson o Chevron, elegantemente vestidos, ocupaban un lugar destacado en el que no desentonaban; Trump gesticulaba todo el rato durante su discurso en directo, agarraba y soltaba el timón, parecía flotar en el centro de la nave, dando rienda suelta a todos esos ademanes suyos tan peculiares, señalaba con el dedo, juntaba el índice con el pulgar formando una «O», levantaba las palmas en señal de «stop», acercaba y separaba las manos abiertas apuntando la una a la otra como si empujara una resistencia imaginaria, daba un brinco hacia un lado, Trump hacía mohines por el esfuerzo, apretaba los codos contra la cintura, hacía un ridículo espantoso cuando se retorcía entero tratando de describir a alguno de sus enemigos, Trump exhibía su cara de goma –alternaba, por un lado, los labios de rana con esos otros que parecen almorranas y, por otro, o abría los ojos como platos o bien los achinaba–, un despliegue irrisorio de gestos de desaprobación, de cuando en cuando descansaba las manos sobre el enorme timón de oro que parecía manejar pero que, en ocasiones, daba la impresión de moverse por sí solo, se podría decir que Trump flotaba en el aire, sin cobrar remuneración alguna, cesado de sus funciones en relación a los negocios de The Trump Organization y del Trump Sky Alpha mientras durase su mandato como presidente –pero sí que podía seguir volando en él, ¿no? No irán a decir que eso es ilegal–, Trump daba vuelta tras vuelta un par de veces a la semana tras la cristalera redonda, la cabina entera rotaba 360º cada cuatro minutos, a medida que el Trump Sky Alpha avanzaba majestuoso, deformando las nubes y corrompiendo el aire a su paso, por encima de este ondeaba una gigantesca bandera estadounidense con la cara de Trump superpuesta, los ojos entrecerrados y una amplia sonrisa, la bandera estaba hecha con un tejido luminoso basado en tecnología led que reproducía las expresiones de Trump mediante capturas de vídeo a tiempo real, por debajo se extendían las carreteras y ciudades portuarias de la costa, Trump giraba con el puño levantado, su discurso improvisado sobre los sucesos de la semana anterior inundaba la nave, tan sólo interrumpido para señalar o hacer un guiño al pasajero que acabara de desplazarse al frente («¡Aquí tenemos al señor Walmart y, si no me equivoco, es el señor Ford el que está justo detrás, prueben el mar y tierra, es magnífico!»), mientras varios copilotos, toda una plantilla de auxiliares de vuelo, el personal de seguridad y efectivos del ejército realizaban sus funciones en una cabina oculta a los pasajeros en la cola de la nave, una cabina blanca y opaca en la que, de manera insólita, esa noche no había nadie, ni copilotos, ni auxiliares, ni pasajeros, esa noche los amarres del Trump Sky Alpha al tejado de la Casa Blanca se habían roto, dejando en tierra, perplejos y desconcertados a funcionarios, militares y agentes del Servicio Secreto (hasta al contingente de seguridad privada de Trump los había pillado desprevenidos); funcionarios de la Casa Blanca, militares y miembros del Gobierno en la sombra que se habían pasado el día diciéndole al presidente que, dadas las extraordinarias circunstancias que atravesaba la situación política a nivel mundial, los ataques nucleares, los centenares o miles de conflictos en curso, los millones o decenas de millones de muertos, no le sería permitido de ninguna manera volar en el Trump Sky Alpha: Señor Presidente, lo trasladaremos a un búnker equipado con un completo sistema de comunicación desde donde podrá dar sus discursos, es que simplemente no puede hacerlo desde una mierda de dirigible de plástico al inicio de la Tercera Guerra Mundial.

Trump exhibía su cara de goma, hacía un ridículo espantoso cuando se retorcía entero tratando de describir a alguno de sus enemigos

Aquella tarde, Trump se había cansado de discutir con ellos, se quedó callado justo después de que Ivanka apareciera en la televisión diciendo que había sido un error lanzar el primer ataque nuclear, después de eso, Trump no quiso hablar más, ese fue el presagio, se darían cuenta más tarde, de lo que estaba por llegar… Ahí estaba Trump, llevaba horas sentado en estado catatónico en el sillón presidencial de la sala donde se reunía el gabinete de crisis de la Casa Blanca, frente a una pila de papeles, la tarde anterior había autorizado una operación, un ataque nuclear a baja escala, que había sido llevada a cabo, luego Ivanka había salido por la televisión, llorando, diciendo que había sido un error y, desde entonces, él seguía ahí sentado en su sillón, donde había pasado toda la noche y donde llevaba parte del día, reunido con el Estado Mayor en la sala de crisis, todas las opciones puestas por escrito sobre la mesa, en carpetas negras, opciones que eran hojeadas, descartadas y reemplazadas por otras; el único movimiento de Trump sucedió cuando Pence mencionó la posibilidad de una transferencia de poderes, sólo por un día, sólo durante una hora, sólo para poder tomar unas cuantas decisiones clave, y entonces Trump se incorporó, se volvió hacia él y, con un movimiento lento, hosco e implacable, le atizó tal guantazo a Pence que lo tiró al suelo, acallando la docena de conversaciones que estaban teniendo lugar en voz baja por toda la sala, se produjo un momento de tensión entre los agentes del Servicio Secreto y los escoltas personales de Trump, hasta que Pence se volvió a sentar, se frotó la cabeza y dijo No pasa nada, estoy bien e inmediatamente todos comenzaron a hablar a la vez, Señor Presidente, barajamos varias opciones, esta es la más drástica, estas son más moderadas, la inestabilidad de la situación en curso exige una respuesta inmediata, le recomendamos que tome una decisión que no sea excesiva pero que, a su vez, sea determinante, si me permite, le explico detalladamente…; Trump seguía guardando silencio, repantingado en su sillón, con la mirada perdida y los ojos entornados durante largos ratos, tanto que no se le veían los ojos, probablemente los tendría cerrados, era su día preferido, el día que volaba en el Trump Sky Alpha y daba su discurso en directo, dos veces a la semana era su día preferido, pero algo había ocurrido, ese día algo le había ocurrido a su día preferido, y ahí estaba otra vez Pence, de acá para allá como un maître, de Trump al otro extremo de la sala donde, poquito a poco, los iba embargando cierta sensación, el pánico al percatarse de que ellos, los generales del ejército, estaban ahí, de brazos cruzados, presenciando el fin del mundo, pero sí que tenían varios planes en mente, planes que llevaban fraguando hacía tiempo, incluso antes de la inauguración, la vigesimoquinta enmienda, su enfermedad mental, su… demencia –habían resuelto–; el murmullo de los allí presentes tratando de ponerse de acuerdo recorría la sala, estaba claro, todo apuntaba a una demencia senil, los cambios de humor, la confusión, la dificultad para seguir las conversaciones, sí, había llegado el momento de implementarla, la vigesimoquinta enmienda, su estado había empeorado tras el golpe emocional sufrido por lo que le había pasado a su familia, menos a Ivanka, a casi todos los que vivían en la Gran Manzana, la oleada de atentados en Nueva York había sido uno de los detonantes de la crisis, aunque a raíz del contraataque nuclear «a pequeña escala» de Estados Unidos, las calles se habían llenado de gente que se manifestaba exigiendo paz, exigiéndoles que pararan; se trataba de demencia por cuerpos de Lewy, en eso coincidían la mayoría, de alguna manera habían llegado a la conclusión de que era demencia por cuerpos de Lewy, eso sonaba mejor que una mera demencia, pero no podían quedarse de brazos cruzados presenciando el fin del mundo, no cuando aún hubiera algo que pudieran hacer para evitarlo; en el otro extremo de la sala, los escoltas personales de Trump sintieron que la amenaza se materializaba y, como quien no quiere la cosa, fueron tomando posiciones alrededor del presidente; los generales, consejeros y el Gobierno en la sombra tenían que hacer algo, finalmente, Pence asintió con la cabeza, el presidente del Estado Mayor Conjunto se aclaró la garganta y, casi a cámara lenta, se produjo un cuantioso intercambio de miradas y un movimiento de manos, manos que por toda la sala se llevaban a las fundas de las pistolas ocultas en los elegantes trajes hechos a medida, la situación estaba a punto de resolverse, de una manera u otra cuando, de repente, Trump salió atropelladamente, recorrió las dependencias de la Casa Blanca y subió las escaleras, en todos los pasillos y rellanos, agentes del Servicio Secreto armados hasta los dientes se apartaban de su camino, el camino que llevaba hasta el tejado, agentes del Servicio Secreto y del ejército se preguntaban, al principio en broma, luego ya no tanto, si deberían detenerlo –había llegado la hora, la hora prevista para el despegue del Trump Sky Alpha, pese a haberle dicho que ese día no habría despegue, no al inicio de la Tercera Guerra Mundial, ¿es que no se había enterado?– Trump avanzaba dando zapatazos, dos agentes del Servicio Secreto trataron de agarrarlo por el brazo (ya estaba subido a la escalerilla de la nave… es muy peligroso hacer eso en una escalera, todo el mundo lo sabe, sobre todo en una de esas escalerillas endebles que nunca se acaban, ¡eso es lo peor!) pero, con una fuerza sorprendente para un hombre de su edad con sobrepeso, Trump derribó a ambos agentes lanzándolos fuera de la escalerilla y activó el mecanismo que la cerraba, otros tres agentes trataron entonces de detener el zepelín asiendo con todas sus fuerzas los cables de amarre mientras este despegaba, cada uno sostuvo su cable durante unos segundos hasta que se precipitaron a una muerte en balde como unos fracasados –eso es lo que eran, unos auténticos fracasados–; desde su cabina acristalada que comenzaba a rotar, Trump publicó unos rápidos tuits («¡Qué alegría volar de vuelta a Nueva York! Hace una noche preciosa. Los medios de comunicación siguen mintiendo, ¡¡¡las noticias son FALSAS!!!»), el Trump Sky Alpha sobrevolaba el National Mall, que había pasado a manos del ejército para operaciones militares, por lo que los jardines estaban atestados de tanques, helicópteros y vehículos blindados («¡El ejército está haciendo una excelente labor! ¡Los generales se alegran de que el presidente sea yo, no Hillary! No hagan caso a los medios. Con nosotros, ¡América está a SALVO!»), Trump encendió el despliegue de cámaras automáticas situadas entre este y los asientos de diseño de auténtico cuero dispuestos a modo de anfiteatro que estaban vacíos, en el que había sido un vuelo de un par de veces a la semana hasta entonces siempre completo; el Trump Sky Alpha se dirigía rumbo al norte, Trump comenzó su discurso, el último de una sucesión de dos monólogos por semana, dejando tras él, al otro lado del Potomac, el Pentágono que aún humeaba y echaba unas gigantescas nubes de humo negro visibles desde varios de los ángulos que grababan las cámaras, la combinación de ese negro con los tonos lavanda y naranja de la puesta de sol le daba reflejos pictóricos al peinado de Trump, quien manejaba el timón entre dorado y plateado y accionaba palancas y botones para controlar los estabilizadores y la velocidad del rotor, entonces, por todo el mundo, se soltaron de sus amarras los otros zepelines que componían la flota, todos conectados, todos y cada uno de los zepelines «Pilotado por TrumpTM», no se trataba, pues, de una sola aeronave, sino de varias docenas de zepelines Trump que volaban al unísono por todo el planeta, una especie de organismo interconectado a nivel mundial, de modo que cuando el Trump Sky Alpha giraba a la derecha, todos los zepelines giraban a la derecha, cuando giraba a la izquierda, giraban a la izquierda, cuando aceleraba, lo hacían todos también, el holograma que veía Trump se proyectaba a tiempo real en el cristal de las cabinas de mando de varias docenas de zepelines, todos conectados al suyo como si se tratara de un pantógrafo de dibujo cuyos lápices reproducen una sola imagen a distintas escalas («basado en el invento del “pantógrafo” de Benjamin Franklin, lo último en viajes de lujo»); en Taiwán, los Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, los Países Bajos, Corea del Sur, Rusia, Malasia, Filipinas y otras muchas localizaciones, los zepelines Trump Sky despegaban y recorrían la misma trayectoria, o así lo habían hecho hasta entonces, pues por todo el mundo la devastación ya había dejado inoperativa la mitad de la flota, sin embargo, a pesar del escenario de apagones e incendios inmensos, las aeronaves que quedaban habían despegado con la de Trump; en Kazajistán, las trazadoras rebanaron la cabina de un Trump Sky y rebanaron las personas que iban en la cabina, de tal forma que, durante el despegue, se desprendió el suelo y todo lo que había en su interior se precipitó al vacío, excepto aquellos cuyos asientos estaban sujetos por los ganchos y que, en lugar de caer, morían calcinados mientras en la pantalla Trump seguía cotorreando y gesticulando («No se enterarán por la prensa de lo bien que están saliendo las cosas, los medios están haciendo una pésima labor, sobre todo un par de ellos –que no pienso nombrar– un par de ellos a los que tengo muy aborrecidos, la CNN y el vergonzoso The New York Times»), y al pasar el río Patapsco, pulsó la tecla que desactivaba la desagradable o, mejor dicho, repugnante retransmisión del zepelín kazajo, en el que los pasajeros sujetos por los ganchos no paraban de chillar mientras eran consumidos por las llamas, pero resulta que la tecla que había pulsado era en realidad la del cambio de sentido del rotor de cola y que el morro de la nave se levantó con brusquedad –lo mismo ocurrió al resto de la flota–, lo que provocó que los acuarios con ruedas que contenían los bogavantes, de cuatro litros de capacidad, se estrellaran contra las esculturas al estilo del monte Rushmore que separaban la cocina de la cabina e, igualmente, alrededor del mundo, acuarios de vidrio de cuatro litros se estrellaron contra las esculturas de Trump, Eric, Trump Jr. e Ivanka, y los enormes crustáceos volaron por los aires mientras pasajeros de todas partes del mundo chillaban al unísono.

Entonces Trump se incorporó, se volvió hacia él y, con un movimiento lento, hosco e implacable, le atizó tal guantazo a Pence que lo tiró al suelo

El plan inicial consistía en repetir la trayectoria exacta del Trump Sky Alpha a escala 1:1, siguiendo el mismo rumbo, sin embargo, a la larga, habían convencido a Trump de que se podía dirigir los zepelines en distintas direcciones dependiendo de las necesidades locales, pero dado que en muchos de los casos, esas necesidades locales eran nulas y que algunos aún acababan aterrizando en mitad del desierto o perdidos en algún páramo de la provincia de Hebei donde las montañas y el gran tamaño de las antiguas pagodas, entre otros obstáculos, dificultaban el vuelo; habían llegado, en última instancia, a un arreglo de mayor alcance que consistió en aumentar o reducir la escala de los 355 kilómetros y medio que separaban la Casa Blanca de la Torre Trump; asimismo, el zepelín de Yemen, por motivos de seguridad, después de que las dos primeras naves fueran derribadas en mitad del vuelo por lanzamisiles portátiles, se alzaba en el aire manteniendo todo el rato la «misma posición», en cambio el trayecto entre Bruselas y Fráncfort casi coincidía, y en cuanto al recorrido más largo de toda la flota, el de Moscú a Minsk, de 718,9 kilómetros, requería que el zepelín viajara casi el doble de rápido que el Trump Sky Alpha, lo que había causado el desastre de agosto y, pese a que enseguida reemplazaron la nave y volvieron a validar la ruta, después de tanto ataque y tanto accidente, los pasajeros, cuando menos, ya no se fiaban; sin embargo, Trump, que vigilaba las naves por las pantallas de la cabina de mando del Trump Sky Alpha, había ordenado claramente que los vuelos fueran completos, todos ellos, completos, pues no había comprado la flota entera para que volaran vacíos, así que, aunque no hubiera suficientes pasajeros para llenarlos (de hecho, las rutas y las horas de los vuelos no eran muy prácticas, por ejemplo, el de Bruselas partía a las tres de la mañana), las plazas casi siempre se agotaban, todos los asientos eran comprados y reservados con bastante antelación con los fondos soberanos de Kuwait, Arabia Saudí, China y Hong Kong, o bien, por las empresas asociadas, a las que, de primeras, les costaba trabajo, al principio, se mostraban reticentes –tenían que responder ante sus accionistas, no podían gastarse tantísimo dinero en viajes de lujo–; sin embargo, pronto fue evidente que a cambio se dispensaban ciertos favores, otorgaban concesiones, suavizaban o derogaban leyes, moderaban el despliegue de fuerzas militares, de modo que, de diferentes maneras, que los beneficiados podían negar de forma más o menos verosímil, a aquellos que viajaban en los zepelines se les estaba concediendo ciertos privilegios: los fondos que antes eran destinados al estudio de los incendios de turberas ocurridos en Indonesia, que algunos afirmaban que producían las mayores emisiones de carbón y de contaminación a nivel mundial, se habían agotado; el Gobierno había rectificado su oposición a algunas de las penas por el delito de lesa majestad en Tailandia, diciendo que el pueblo tailandés tenía sus propias costumbres y tradiciones y que quiénes eran ellos para intervenir; y hasta el mismísimo Trump, en una entrevista para Fox News, había dado el visto bueno a Azerbaiyán para que invadiera Nagorno Karabaj como parte de un conjunto de iniciativas políticas dirigidas a combatir el terrorismo en la zona; y en Zimbabue, donde tras la muerte de Robert Mugabe supuestamente se había producido una mejora en cuestión de derechos humanos y las minas de diamantes estaban en pleno apogeo, durante los primeros meses de la presidencia de su sucesor, más de doscientos estudiantes fueron asesinados por la policía; y a Taiwán le habían retirado temporalmente su apoyo para los sistemas de distribución de información táctica que ellos mismos le habían vendido; y habían levantado las sanciones a Yemen, Burundi y Bielorrusia; y la Ley Magnitsky fue rápida y discretamente abolida; así que, a sabiendas, aquellos que no habían adquirido una plaza en la flota y se habían quedado al margen, acababan haciéndolo también, ese era el nuevo orden mundial y cada vez parecía más difícil evitarlo, sin embargo el dinero invertido para obtener privilegios al cabo de un mes ya no era suficiente, siempre hacía falta más, y empresas de diversos tamaños, incluidas las multinacionales más potentes, tenían que hacer un esfuerzo extraordinario, cada una de acuerdo a sus posibilidades, ya fuera para comprar todo un vuelo o, por ejemplo, el Día Internacional de la British Petroleum Trump Sky, reservar todas y cada una de las naves de la flota, cuya imagen había sido renovada temporalmente, añadiendo el logotipo de la BP a los estabilizadores traseros e incluso a la bandera de Estados Unidos, en la que había sido grabado con elegancia en el cantón, mientras Trump ponía caretos, hacía muecas y miraba boquiabierto (en cuestión de tres meses, se le había concedido a la BP el derecho a perforar la costa de California de arriba abajo); aunque por muy atractivos que pudieran parecer algunos de esos privilegios, quienes seguían comprando asientos pero no contrataban ninguno de los extras más lujosos cuyos precios aumentaban sin parar, encontraban sus intereses gravemente comprometidos y, si una semana, alguna de las aeronaves producía menos beneficios, al país de procedencia lo recorría una extraña energía, una racha de mala suerte e influencias desestabilizadoras, enseguida, dicho país se afanaba en comprar y gastar más, pero hasta dónde íbamos a llegar, se preguntaban muchos, ¿hasta dónde iba a llegar todo eso? Fue entonces cuando el primer zepelín europeo fue derribado por terroristas, hubo quienes suspiraron de alivio, para más tarde ver cómo The Trump Organization demandaba a la Unión Europea, amenazando con sanciones si esta no asumía responsabilidades y reconstruía el zepelín, indemnizaba a los familiares de las víctimas e incluso compensaba con una cantidad inmensa los daños y perjuicios causados a la empresa; se construyeron dos aeronaves en su lugar, las demandas interpuestas por The Trump Organization se duplicaron y los vuelos debían ir siempre llenos, además, los pasajeros tenían que actuar como partidarios entusiastas, sonreír mientras escuchaban y aplaudir o vitorear con frecuencia, tenían que ser guapos, atentos e ir muy acicalados; poco después de la presentación de la flota, se introdujo la costumbre de mezclar pasajeros que llevaran «indumentaria moderna» con «trajes tradicionales», a raíz de que, en un vuelo por Oriente Medio, Trump halagara jovialmente la combinación de indumentaria moderna y trajes tradicionales y, una semana más tarde, se preguntara en voz alta por qué no hacían lo mismo los otros países, indumentaria moderna y, al mismo tiempo, trajes tradicionales; eso le hacía disfrutar de lo lindo, asimismo, en el siguiente vuelo de India, las mujeres ataviadas con saris recibieron cumplidos semejantes, por lo que, una semana después, el rumor se había extendido como la pólvora y por todos los zepelines que volaban por el mundo se veían kimonos, dashikis africanos, faldas escocesas, disfraces de carnaval brasileños, los abalorios de cuentas de los masáis, la vestimenta ceremonial balinesa y el barong tagalo filipino; los pasajeros ponían cara de mucho interés y de aprobación mientras veían el discurso de Trump en la pantalla; esa noche Trump levantaba el pulgar más a menudo que de costumbre, pese a que la anterior se habían llevado a cabo las primeras detonaciones nucleares, los zepelines que formaban la flota volaban medio vacíos, más bien, la mitad de la mitad de los que todavía no habían sido aniquilados volaban medio vacíos y, en aquellos en los que los pasajeros aún seguían con vida, se notaba una especie de pánico disociativo en el ambiente, caras de terror, de llanto, algún que otro grito, tocados torcidos o apretados nerviosamente contra el regazo; en el zepelín italiano, a dos mujeres que parecían haber salido de La dolce vita les entró un ataque de pánico cuando los enormes bogavantes que se habían quedado atrapados entre los engranajes reventaron sobre ellas y las salpicaron de vísceras, los agentes de seguridad italianos, exaltados, de inmediato las abatieron a tiros, la sangre salpicaba las gradas blancas cuando sobrevolaban con sigilo la torre de Pisa; por todos lados los bogavantes estaban causando graves problemas por cuando el sistema de poleas y ganchos las despedazaba, el mecanismo se atascaba, los asientos no se soltaban en el sitio que les correspondía y se rompían contra el suelo, de tal manera que en Río, el suelo transparente de la nave se hizo añicos y los pasajeros cayeron en las aguas de la bahía de Guanabara y, con ellos, los enormes bogavantes con TRUMP marcado en las pinzas y colas que se dejaban arrastrar felizmente al fondo del mar; mientras tanto Trump seguía hablando, seguía manteniendo la calma («Me ha llamado gente que entre lágrimas me daba las gracias por haber salvado a sus familias, muchísima gente, queríamos que se mantuviera en privado porque no creo que a nadie le incumba que haya gente diciéndome entre lágrimas Gracias, gracias, señor presidente, pero si os paráis a pensar a toda la gente y familias que he salvado, estamos hablando de tropecientos millones de personas»), pese a que acababa de desconectar a italianos y brasileños.

El presidente continuaba con su incesante parloteo, gesticulando cada vez con más vehemencia

En ese momento empezaron a atacar al Trump Sky Alpha, al parecer, lo habían estado siguiendo gracias a la retransmisión, se oía el zumbido estridente de los cazas de combate extranjeros que sepa Dios de dónde procedían, a Trump no le dio tiempo a elevar el morro de la nave y esta dio de lleno en unos cables de alta tensión que, con un aluvión de chispas, la hicieron rebotar enviándola en dirección contraria y, a escasos metros, la nave volvió a rebotar contra otros cables hacia el eje central; parecía como si las magnitudes de la velocidad del zepelín, la distancia entre las dos torres y la elasticidad y resistencia a la tensión de los cables se hubieran ajustado con tal precisión que, a pesar de que veinte o treinta cables colgaban del morro del Trump Sky Alpha, este se mantenía en vuelo dando bandazos, lo que, de hecho, ayudaba a Trump a esquivar al enemigo que la escuadrilla estadounidense aprovechaba para derribar; el presidente continuaba con su incesante parloteo, gesticulando cada vez con más vehemencia, transmitía, en conjunto, calma y seguridad, no paraba de hablar («Reconstruiremos mucho mejor que antes todo lo que hayamos perdido por culpa de esos animales, pérdidas que se han exagerado muchísimo, todo va bien, lo estamos haciendo muy bien, yo sé de construcción, además de que, esas pérdidas, en verdad no son tales sino la oportunidad para perfeccionar lo que ya teníamos, como saben, en mis comienzos en Queens, mi padre me prestó un poco de dinero con el que después amasé una gran fortuna, una grandísima fortuna»), mientras por todas partes del mundo el resto de zepelines conectados imitaban sus movimientos pero sin cables de alta tensión que los hicieran rebotar, el de Abuya se estrelló, el de Abu Dabi, también, aquello era una masacre; según iba perdiendo Trump el control, según se aproximaban los aviones enemigos y una escuadrilla de cazas y helicópteros nacionales se arremolinaba alrededor del Trump Sky Alpha para protegerlo y estrellarse, si era necesario, contra los cables de alta tensión o contra las naves enemigas, en las capitales, campamentos militares, suburbios y chabolas de todo el mundo comenzaron a echar cuentas sobre cuáles serían las consecuencias futuras, sobre cómo reaccionaría Trump tras el fracaso de su flota y cómo afectaría eso al futuro de la humanidad, hasta que, finalmente, el Trump Sky Alpha se enderezó y elevó por encima de los cables a una distancia de seguridad; se encontraba a la altura de Nueva Jersey, no muy lejos de su destino, sin embargo, aunque una gran cantidad de aviones enemigos ya habían sido derribados o los estadounidenses se habían estrellado contra ellos en misión suicida, de repente apareció haciendo un ruido ensordecedor un caza enemigo que se había acercado a ras del suelo y que, tras levantar bruscamente el vuelo, se había puesto a la zaga de Trump, pisándole los talones, se produjo el estruendo de la artillería y el zumbido de los misiles que dieron de lleno en el Trump Sky Alpha, haciéndolo volar por los aires, el zepelín de Trump, con él a bordo, estalló en mil pedazos, llevándose consigo media docena de los helicópteros que lo estaban custodiando, el fuego y el estruendo fue entonces lo único que aparecía en las pantallas y millones de personas de todas partes del mundo contuvieron la respiración, todos vivieron ese instante en el que el tiempo parecía haberse detenido, el mundo entero se había quedado suspendido en ese momento, hasta que el fuego se disipó, y ahí estaba Trump, vivito y coleando, en lo que ya no se podía decir que fuera un zepelín, la estructura de metal y la cubierta habían ardido o desprendido, sólo quedaba el anfiteatro de cristal y la cabina de mando a prueba de balas, todos los asientos estaban vacíos, sobre lo que había pasado a ser una espiral mucho más pequeña en cuyo centro estaba Trump, se habían desplegado los rotores de emergencia, una docena de diferentes tamaños, de color blanco con un brillo cautivador, gracias a los cuales la nave se mantenían en el aire; la bandera, de la que no quedaban más que hilachos retorcidos como serpientes en una cuba, seguía ondeando y, donde antes estuviera la cara de Trump estampada, ahora había una calavera con la boca abierta; el resto de la flota se había desconectado y se estaba estrellando, Trump parecía flotar, tenía el timón agarrado con las manos, continuaba hablando, continuaba sonriendo, «Ya estamos en Nueva York, vamos por Midtown, ahí está la Torre Trump, el Central Park, las mejores vistas, los mejores apartamentos. He estado hablando con los generales quienes están de nuestro lado y me han proporcionado unos códigos magníficos para proceder, unos códigos excelentes», anunció, ya está, lo acababa de hacer, a bordo del Trump Sky Alpha, transmitiendo en directo por YouTube, acababa de autorizar el mayor contraataque posible, el definitivo; en las Bermudas, Turquía y París, los bogavantes alzaron en silencio las pinzas herradas a modo de despedida antes de ser consumidas por las llamas, las pocas cámaras que quedaban se apagaron, los cazas y helicópteros de combate volaban de un lado a otro alrededor de la enorme cápsula transparente rodeada de rotores que giraban a toda velocidad, en cuyo centro seguía en pie el presidente de Estados Unidos, Donald J. Trump, quien puso en marcha el descenso automático, y la transmisión se cortó dando paso a la publicidad final con anuncios de tiendas de moda (en el vídeo aparecía Ivanka vendiendo pulseras y pañuelos de la firma Donald J. Trump y ofertas exclusivas de vacaciones en régimen de multipropiedad) tras los cuales, volvió a aparecer en la pantalla la imagen de cuadro completo de Trump, al mando del Trump Sky Alpha, otra vez con el pulgar levantado para la audiencia de YouTube, para todas las personas que estuvieran viéndole, las que aún no se hubieran quedado sin internet, las que aún siguieran vivas y, mientras tanto, en la sala del gabinete de crisis, a todos y cada uno de los generales, de los miembros del Gobierno en la sombra y hasta a los escoltas personales de Trump, les fue embargando cierta sensación, el pánico al saber que se habían quedado ahí, de brazos cruzados, presenciando el fin del mundo y ya no había nada que pudieran hacer para evitarlo, con tantas como había, tantas estrategias diferentes, se habían quedado paralizados en el desempeño de su cometido, y Trump ya lo había anunciado, la operación definitiva, ahí mismo, en directo, al mundo entero, a todos sus enemigos y aliados; por todo el mundo, ya estaban llevando a cabo el protocolo y las medidas de emergencia, pero ya no había escapatoria, no quedaba tiempo, para pedir perdón, decir basta, decir que la habían cagado, no podían hacer nada más o, mejor dicho, sólo podían hacer dos cosas, recurrir a la operación definitiva o sentarse ahí, de brazos cruzados, aferrándose a la vida y a todas las alternativas que habían concebido pero que no habían logrado llevar a la práctica y, entonces, comprendieron que cuando uno se la juega, a veces se pierde, pero que no jugársela trae peores consecuencias, de modo que el «balón de fútbol» nuclear y sus contraseñas, los llamados «códigos de oro», habían sido activados; pronto, en tan sólo cuestión de minutos, comenzaría el gran acontecimiento, el que habíamos estado esperando durante buena parte de este último siglo, se había pulsado el botón, había sido fácil, sí, la verdad es que lo era, ya estaba hecho, los misiles atravesaban el Medio Oeste y demás lugares mientras el presidente Trump aterrizaba suavemente en el tejado de la torre que lleva su nombre, cerrando oídos al clamor que, como su propio pulso, suave y a la vez ineludible, llegaba desde algún lugar distante allá abajo, procedente de la inmensa ola de gente que había inundado las calles de Manhattan para manifestarse.

Traducción de Rosa María Corrales

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