Traté de evitar su invitación muchas veces porque me daba miedo ir a navegar con él. –Me salió sangre de narices cuando volví de la playa– le decía sin mirarlo a los ojos.

–Seguro es por el exceso de sol– respondía mi papá con un tono lánguido.

Yo me aliviaba por un rato. Pero sabía que el próximo fin de semana tendría que volver a inventar una excusa.

Imagen vía.

Cuando andaba inspirada se me ocurrían cosas rebuscadas: “hoy día me comprometí con mis amigos del club de yates a participar en un torneo de ping pong”. Él ponía cara triste pero no preguntaba nada. Aceptaba todo lo que le decía, sin insistir.

Lo cierto es que ya no iba al club de yates, prefería pasar la tarde en la playa, conversando con mis amigas nuevas. Ellas me encontraban muy madura para mi edad, gracias a que ese verano di mi primer beso.

Con Damián nos habíamos visto varias veces, pero nunca me saludaba. Por eso me sorprendió tanto que al encontrarnos en los videojuegos sonriera debajo de su jockey negro y me regalara una ficha de Street Fighters. Después me dijo su nombre y me encantó. Justo estaba leyendo ese libro de Herman Hesse que se llama casi igual. Aunque me puse nerviosa igual logré ganarle el duelo. Después estuvimos codo a codo en las carreras de autos. Damián dijo que estaba impresionado de mi suerte. Yo sabía que en verdad más que buena suerte era cosa de práctica. Cuando todavía veía a mis primos, había pasado fines de semanas completos jugando Nintendo con ellos. Pero eso no se lo conté a Damián. Sabía que lo iba a encontrar raro. Él vivía todo el año en la playa, y ahí casi nadie tenía consola.

Aprovechando mi buena estrella compramos un cartón de lotería. El señor fue  cantando los números de las bolitas y todos coincidían con los nuestros. Nos sacamos el premio mayor a la primera.

Todo el rato pensaba que si algún hombre o un perro me atacaban, no iba a poder defenderme

Damián se puso a gritar como loco. Yo también aullé de la felicidad. Nos dieron a elegir entre chocolates, galletas y osos de peluche. El pidió un licor de menta con tono ganador. La señora que entregaba los premios se negó diciendo que éramos menores de edad. Pero él tenía mucho poder de convencimiento. Le dijo que era para su abuelita que estaba de cumpleaños al día siguiente.

Para que nadie nos viera tomando fuimos a la gruta donde se hacen mandas. No había nadie más, estaba muy oscuro y a la virgen le brillaban los ojos. Sentía que nos miraba fijo. Damián se dio cuenta de que estaba nerviosa. Con su encendedor prendió un par de velas y un cigarro.

Al principio no quise fumar, pero probé el licor de menta, que me pareció muy rico. Ya más relajada le pregunté si había leído el libro de Herman Hesse. Movió la cabeza dándome a entender que no. Le conté que el protagonista se llamaba parecido a él y creía en un dios que era bueno y malo al mismo tiempo. Se quedó pensativo y le ofrecí prestárselo apenas me lo terminara. Él contestó que no le gustaba leer. Después estuvimos un rato en silencio, fumando y tomando. Veía los carteles que decían gracias virgencita por favor concedido cada vez más borrosos.

Cuando las velas se consumieron del todo, se acercó y me dijo: te voy a dar el beso de la muerte. Luego metió su lengua adentro de mi boca y pude sentir el sabor fuerte de su saliva. Su aliento me pareció extraño, pero me gustó que se mezclara con el mío. No supe bien qué hacer con mi lengua en ese momento, sólo atiné a moverla para saborear a Damián. Después ya no pude, porque la suya estaba cada vez más adentro. Estuvimos harto rato así y pensé que tal vez morirse era eso: recibir el beso de lo desconocido.

Al terminar me propuso que fuéramos a bañarnos al mar sin ropa. Yo le dije que lo encontraba peligroso. Él insistió diciendo que no teníamos para qué meternos hasta la rompiente, que bastaba con que nos mojáramos en la orilla. Estuve a punto de decirle que sí, pero al final inventé que le tenía miedo a las medusas. Era tarde y tenía que volver a mi casa. Damián levantó los hombros resignado. Después me tomó de la mano y bajamos los escalones abrazados, tropezándonos y riendo. Imaginé que íbamos a pasar varias noches dándonos besos, hasta que iba a llegar un momento en que, como decían mis amigas, ya no seríamos torpes con la lengua.

Cuando llegamos abajo, me dijo que tenía que irse a la discoteque porque sus amigos lo estaban esperando. Fue difícil volver caminando sola tan mareada. Todo el rato pensaba que si algún hombre o un perro me atacaba, no iba a poder defenderme. También me dio susto que mi mamá  me pillara el aliento a licor. Por suerte dormía profundo por las pastillas.

Al día siguiente les conté a mis amigas lo del beso de la muerte. Me dijeron que era una historia emocionante, que ahora no había ninguna diferencia entre nosotras. Pero yo me daba cuenta de que eso no era cierto. Sus cuerpos eran muy distintos al mío. Yo todavía tenía la anatomía de una niña. Y lo más importante; ellas “se enfermaban”. Lo sabía porque algunas veces no podían bañarse en el mar, entonces se quedaban en la orilla, debajo de un quitasol, tomando helados. Yo sentía que esos días ellas olían distinto, su voz era más suave, su mirada misteriosa. Más que enfermas me parecían lindas y llenas de vida. Las envidiaba porque a mí no me pasaba nada de eso.

Lo único que podía hacer para parecerme a ellas era rasurarme las piernas. Cuando le comenté a mi mamá la idea me dijo que era una estupidez, porque casi no tenía pelos, sino que apenas una pelusa dorada, que brillaba al sol. Me advirtió que si empezaba a hacerlo no había vuelta atrás. Con ese último argumento hizo que me dieran más ganas. Intuía que convertirse en una mujer se trataba justamente de hacer cosas que te transformaran para siempre.

Estuve indecisa, pensándolo un par de días, hasta que un viernes después de almuerzo me escondí en un baño que estaba en el garaje, donde se guardaban los muebles viejos, las herramientas de mi abuelo, el velero de la familia, las tablas de bodyboard y las reposeras de playa.

La navaja todavía tenía restos de espuma de afeitar. Y la espuma el olor de la cara de mi papá en las mañanas. Nunca antes había tenido una Gillette en mis manos, pero sabía cómo se usaba porque lo había observado varias veces afeitarse antes de ir al trabajo. Me puse jabón de las rodillas hacia abajo, tomé la navaja y empecé a deslizarla suavemente por mis pantorrillas. Cuando me acercaba al hueso, el cuchillo se hundía en mi carne. Yo no sentía dolor, sino todo lo contrario. Hasta que de repente la espuma empezó a teñirse de rojo. Pensé en las estrellas de rock que se suicidan cortándose las venas. Sentí miedo de desangrarme, pero no pedí ayuda, prefería que me encontraran cuando hubiera perdido el conocimiento a tener que dar explicaciones.

Yo a esas alturas ya me había enterado de que Flipper no era uno, sino varios delfines que iban muriendo por el estrés que les causaba ser estrellas de televisión

Por suerte se me ocurrió meterme a la ducha. El agua fría me despertó de golpe. Cuando me limpié descubrí los cortes: eran marcas finas y rojas que recorrían mis pantorrillas como las líneas de un tren. Al cabo de un rato en que dejé correr el agua, mis piernas dejaron de sangrar. Me sequé con una toalla vieja y salí del garaje sintiendo que ya no era la misma.

Decidí usar pantalones hasta que las heridas se cicatrizaran. Cuando mis amigas me preguntaron por qué no me bañaba si hacía tanto calor, yo solo imité el tono que usaban ellas y dije: estos días no puedo. Ellas asintieron con complicidad. Era difícil aguantarme las ganas de meterme al mar, entonces lo hacía al atardecer, cuando la playa estaba casi vacía.

A veces me parecía ver a Damián sacándose la ropa en la orilla y casi se me salía el corazón de la felicidad. Soñaba con que nadábamos juntos a la luz de la luna. Pero nunca era él. Tampoco me lo encontré más en los juegos. Parecía que se lo hubiera llevado un platillo volador. A veces no podía parar de pensar en sus besos y me daba una tristeza desconocida hasta entonces.

El agua salada ayudó a que se cerraran rápido los cortes. Me quedaron unas cicatrices largas y blancas. Y tal como me advirtió mi mamá, me salieron unos pelos gruesos y negros. Entonces seguí usando pantalones, a pesar del calor. No me atrevía a volver a depilarme, aunque tenía la navaja de mi papá guardada entre la ropa. Al parecer no se había dado cuenta de que se la había sacado. En realidad, parecía no darse cuenta de nada. Cuando volvía de la ciudad yo le preguntaba cómo había sido su semana de trabajo y me respondía con monosílabos.

Un sábado que llegó especialmente silencioso, mi mamá me rogó que lo acompañara a navegar. Según ella era lo único que iba a devolverle el ánimo. Cuando me vio dudándolo, me lanzó un argumento implacable: es peligroso que vaya solo y yo me mareo como pollo arriba del bote. No pude seguir negándome. Tuve incluso que ayudarlo a sacar el velero del garaje. A pesar de que estaba cubierto de polvo, las velas desteñidas y llenas de hongos, todavía se podía ver el delfín que mi mamá le había bordado en la punta.

“Le puse Flipper porque sé que te encanta esa serie”, me dijo emocionado cuando por fin estábamos en el mar. Yo a esas alturas ya me había enterado de que Flipper no era uno, sino varios delfines que iban muriendo por el estrés que les causaba ser estrellas de televisión. Pero no dije nada. Sabía que para él era importante que disfrutara de esa tarde ventosa. Por eso traté de disimular mi miedo. Sentía que en cualquier momento las velas iban a rajarse. Estábamos cada vez más lejos. Ya no era fácil volver a tierra firme. Los bañistas en la orilla parecían hormigas. Los quitasoles dulces de todos colores.

En general no hablaba mucho, pero arriba del bote pareció aflorarle una personalidad nueva. Se reía solo anudando y desanudando cuerdas, mientras me preguntaba por mis vacaciones.

Le respondí que extrañaba a mis primos porque a mis amigas no les gustaba capear olas, ni bucear caracoles. Él dijo que tenía que hacerme nomás la idea de que así iban a ser mis veranos de ahora en adelante, porque mis tíos eran unos fascistas y mis primos unos pendejos consentidos. Yo escuchaba apenas su voz por el viento. Además, tenía los oídos tapados. Cuando volví a mirar hacia la playa ya no se veía la orilla. Las nubes cubrían todo el cielo y mi papá resoplaba intentando dominar el timón. Se veía lindo con su salvavidas naranja y el pelo revuelto, pero tenía cara de preocupado. Me di cuenta de que le estaba costando mucho mantener a flote la embarcación. Traté de pensar en que todo iba a salir bien. Hasta que me pareció ver entre las algas brazos y manos de personas que pedían auxilio. También me pareció escuchar el canto de los delfines. Quería verlos saltar junto al velero, pero sabía que ellos eran de aguas cálidas. En cambio, este mar era oscuro y tenía un olor penetrante, como la saliva del Damián.

Para romper un poco la tensión, le pregunté a papá a cuantos metros de profundidad estaba el fondo marino. No alcanzó a responderme, porque una ola enorme impactó al velero por la proa y lo dio vuelta. Caímos los dos al agua y, a pesar de que llevaba salvavidas, me hundí por completo cuando una segunda ola muy grande nos revolcó. La boca y las narices se me llenaron de agua. Me acordé de cómo era tener la lengua de Damián en mi boca. Sentí el vértigo de ser arrastrada por la marea. No podía hacer nada contra la fuerza del océano. Me imaginé que estaba dentro de una lavadora inmensa y que en algún momento iba a parar y yo podría respirar. Mi cuerpo era una tela vieja, livianísima. Yo era ropa sucia. Sucia. Sucia. Muy sucia.

Empecé a llorar y fue como llorar para adentro, porque todo estaba salado y húmedo

Cuando salí por fin a flote, vi que papá estaba muy cerca. Le dije a los gritos que me estaba ahogando. El me gritó que estuviera tranquila y se alejó nadando para levantar el velero.

Yo sentí a mis pies un gran vacío y una corriente helada que amenazaba con llevarme. Sabía que la Virgen seguía enojada con lo del beso de la muerte, entonces le recé a Abraxas para que parara las olas gigantes. Empecé a llorar y fue como llorar para adentro, porque todo estaba salado y húmedo.

Mi papá se dio cuenta de que tenía miedo y volvió a nadar hacia mí. Me repitió que tenía que mantener la calma, que pronto nos iban a ir a socorrer. Después me abrazó y pensé que estaba a salvo. Pero luego volví a desesperarme porque me hundía con su peso. El velero cada vez era arrastrado más lejos. Parecía que nunca íbamos a poder subirnos de nuevo.

-¡Mierda!- gritó mi papá al ver que Flipper era arrastrado por el mar cada vez más adentro.

Cuando dejé de sentir los dedos de mis pies, imaginé que a mi cadáver se lo iban a comer los peces y me despedí de mis cosas favoritas; los helados, las papas fritas, la biblioteca del barrio. Entonces justo llegaron los guardacostas y nos subieron a su lancha. Con la ayuda de ellos mi papá logró amarrar el bote a una boya. Las velas en cambio no se salvaron. Quedaron flotando despedazadas.

Llegamos a la casa cuando oscurecía. No paré de tiritar hasta que mi madre me desvistió y me trajo una sopa de pescado. Entonces me preguntó por las cicatrices de mis piernas. Yo le dije que me había rasmillado en las rocas. Sé que no me creyó, pero no dijo nada más. Cuando apagó la luz, vi flotando sobre mi cabeza medusas verdes y una sombra brillante, como un ángel sin cara, con las alas llenas de escamas y una aureola de fuego. Desperté gritando y me pusieron paños fríos en la cabeza. Aluciné todo el resto de la noche que navegaba mar adentro hacia un abismo enorme que era el horizonte.

Mi papá se fue al amanecer a Santiago para alcanzar a llegar a la oficina. No quiso despertarme para despedirse. El sábado siguiente llegó, como siempre, a vernos a la casa de veraneo. Pero no volvió a invitarme a navegar.

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