En agosto de 2001, después de un par de días en Delhi, viajé a Pondicherry, la ex colonia francesa de la costa sur oriental de la India. La ciudad está enclavada en (y rodeada por) el estado de Tamil Nadu; su estación ferroviaria es pequeña y presta un servicio mediocre, de manera que lo más fácil es llegar en tren a Madrás y luego hacer cuatro horas por una carretera que bordea el mar durante buena parte del recorrido. Y eso hice: el trayecto entre Delhi y Madrás tardó treinta y seis horas, cruzó tres paralelos y el Trópico de Cáncer, y acabó enfrentándome a un cambio de paisajes tan brusco como si se cambiara de hemisferio. Los vagones de segunda clase estaban divididos en apartados de seis literas; esos vagones, con sus ventanas sin cristales y sus altas temperaturas, eran curiosamente mucho más salubres que los de primera, donde el aire acondicionado y las alfombras creaban un ambiente que fascinaba a las cucarachas. Durante dos noches y un día entero, acabé recorriendo el tren para no desesperarme, hablando íntimamente con desconocidos, haciendo preguntas y, por supuesto, contestándolas. Entre otros vecinos de litera o de vagón hubo un grupo de soldados que iba a Sri Lanka para combatir a la guerrilla de los Tamil Tigers; un informático de Madrás que dejó de ser amable cuando entendió que yo venía de Colombia, un país de Latinoamérica, y no de Columbia, la universidad de sus sueños; y una mujer de sari blanco, viuda reciente, que se entusiasmó al saber que yo no iba a Madrás, sino a Pondicherry. En la mañana del tercer día, con el calor ya azotándonos a pesar de que todavía no eran las ocho, la joven viuda –tenía un bindi de plástico pegado en la frente, pero no llevaba joyas de ningún tipo– me preguntó si yo iba, como ella, para unirme al ashram de Sri Aurobindo. Un ashram es una comunidad de aprendizaje montada alrededor de un líder místico; el de Sri Aurobindo es uno de los más conocidos, y es la razón de que Pondicherry no se haya aislado del mundo. Pondicherry recibe más extranjeros que casi cualquier otro lugar de la India; una buena parte ha ido a parar, tradicionalmente, al famoso ashram, pero hoy existe otro destino.

Auroville es una comunidad de unos dos mil habitantes, pero que está planeada para cincuenta mil. Fue fundada en 1968; sus dominios comienzan a pocos kilómetros de Pondicherry, cubren un área de veinte kilómetros cuadrados y se van extendiendo a medida que la financiación proveniente del Primer Mundo (desde la Alianza Francesa hasta la Municipalidad de Pamplona han sido colaboradores) hace posible la adquisición de nuevos terrenos. Éstos son datos banales; más importante es el que sus miembros –provenientes, en un setenta por ciento, del Primer Mundo– crean que en Auroville habrá de crecer la Nueva Especie Humana. En un taxi fletado, mientras viajaba entre Madrás y Pondicherry por la carretera desigual y bordeada de margosas, mientras cruzaba la frontera resguardada por policías de vestido caqui, leí uno de los documentos que rigen la vida en la ciudad: “Para ser un verdadero auroviliano”. En su quinto punto, leí: “La tierra entera debe prepararse para el advenimiento de la nueva especie.” Y quise saber quiénes harían parte de ese advenimiento.

La India ha sido desde hace varias décadas una especie de banco espiritual para occidentales. A la India acuden los europeos, los americanos para acumular espiritualidad, para aprovisionarse de buenas energías

Lo primero que hice al llegar a Pondicherry fue visitar la tumba en la que yacen Sri Aurobindo y la Madre, los inventores ya legendarios del ashram y de Auroville. El Samadhi quedaba en la Ciudad Blanca –la zona francesa y lujosa de la ciudad, donde a cualquier hora del día uno puede encontrar un croissant y un café con leche–, en el viejo edificio principal del ashram, última morada de Aurobindo. Es una casona colonial: un patio interior enmarcado por habitaciones bien ventiladas por las cuales puede pasear el visitante y comprar en los almacenes adyacentes toda la parafernalia auroviliana que pueda desear. Entre los libros que había a la venta, llegué a contar decenas de biografías distintas de Aurobindo y la Madre, y noté cómo las vidas redactadas de esa pareja mezclaban de manera curiosa los datos fácticos con los milagros, las cifras con el mito. Aurobindo Ghose, el filósofo místico que recibió de la Conciencia Divina el encargo de ponernos en contacto con el Poder Supramental y conducirnos así al siguiente paso en la evolución de la especie, había nacido en Calcuta en 1872, había estudiado latín y griego en Cambridge, y a los 21 años había regresado a la India. Aprendió las técnicas del yoga y decidió liberar a su país del yugo inglés; en 1908 fue encarcelado, y durante su encierro recibió la visita de Vivekananda, un filósofo que había muerto seis años antes y decía haber visto a Dios. Ese mismo año, Aurobindo llegó al Nirvana y permaneció allí varios meses; su maestro yogui, Vishnu Baskar Lele, lo consideró desde entonces su alumno más aventajado. Pocos años después, en 1913, Sri Aurobindo conoció a la que sería su compañera espiritual, la mujer que todo el mundo llegaría a conocer como la Madre –o Mother, o la Mère–, una mujer cuyos retratos tienen un lugar privilegiado en los hogares y los almacenes de Pondicherry. ¿Privilegiada? No: sus retratos son ubicuos, y la Madre, para el visitante profano, se convierte rápidamente en una especie de Gran Hermano con moño y ojeras.

Mirra Alfassa –así se llamaba realmente– había nacido en París. Desde muy joven sintió que su destino estaba unido a un hombre desconocido que vivía muy lejos y, tras estudiar las doctrinas del ocultismo con el maestro polaco Max Theon, viajó a Pondicherry, y supo que Sri Aurobindo era aquel desconocido. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, la Madre debió regresar a Francia, pero siete años después viajó de nuevo a Pondicherry y recibió el encargo que cambió su vida: ocuparse de los discípulos de Aurobindo, que había decidido apartarse de la vida material y necesitaba que alguien de confianza se encargara de dar techo y comida a sus seguidores. Fue así como se fundó el ashram, concebido por la Madre como un lugar donde la gente con inquietudes espirituales pudiera vivir sin preocuparse por las necesidades mundanas. Tras la muerte de Aurobindo, en 1950, la Madre dio un paso más: consciente de que el mundo se hallaba en medio de un proceso de intensa transformación –en 1956 la Luz Supramental había penetrado la atmósfera terrestre por primera vez–, decidió que la evolución de la Nueva Especie necesitaba un escenario propicio. El proceso duró varios años durante los cuales la Madre tuvo varias experiencias supramentales: percibió que todos los objetos de su cuarto de baño estaban inundados de gozo, visitó la morada de Aurobindo y habló con él, estuvo en un barco supramental lleno de gente con cuerpos supramentales. En febrero de 1968, por fin, un grupo de jóvenes de más de cien países se reunió en los terrenos recién adquiridos, y cada uno de ellos depositó un puñado de tierra en una urna de mármol con forma de loto. Auroville, la capital universal del altruismo, quedó fundada; en 1973, la Madre murió.

Los documentos que contaban esta historia se conseguían por unas pocas rupias a pocos pasos de las tumbas. Desde las paredes del almacén, Aurobindo nos miraba, sentado en un sillón de tonos verdosos, casi hundido tras su túnica amplia y su larga barba blanca. Salí; en el centro del patio, bajo un toldo azul que proyectaba una sombra delicada y pacífica, había un gran cofre de mármol adornado con una figura parecida –pero no idéntica– a la estrella de David. La tumba estaba cubierta de flores azules; las flores, de moscas gruesas; la gente se arrodillaba y tocaba las flores con ambas manos (las moscas levantaban el vuelo y luego volvían a posarse), rezaba y se llevaba las manos a la frente, como bañándose con un líquido invisible, como contagiándose de algo. Aquello ocurría debajo de un árbol inmenso cuyas ramas, me informó alguien, tocaban la habitación donde había vivido Aurobindo. Había una repisa para la barra de incienso y un bote de basura de aluminio manchado; más allá, a un lado de la tumba, un plato con agua que los fieles usaban para mojarse los dedos, la frente, el bigote. Diciembre 9, 1950, se leía sobre el mármol. Un hombre sin brazo llegó a mi lado y puso el muñón sobre las flores; lo vi cerrar los ojos y rezar en silencio, de rodillas sobre el suelo de piedra dura y rugosa, y luego levantarse, caminar hacia la salida por el sendero del jardín y hablar con una mujer que lo esperaba afuera, bajo la sombra de un árbol de la calle. La mujer le entregó un sobre; el hombre volvió a entrar, caminó despacio hasta el porche de la casa y metió el sobre en una caja de madera. Esperé a que se fuera y me acerqué a la caja. Leí:

Cartas a la Madre

Había cinco o seis adentro. Algunas no tenían sobre; pero estaban escritas en lengua tamil, y no pude saber si pedían algo, ni cómo lo pedían. Tampoco supe si la Madre, veinticinco años después de su muerte, era todavía capaz de leer en tamil. El tamil es una lengua difícil.

Mirra Alfassa, La Madre. Imagen vía.

Pero yo no había venido para ocuparme de los muertos. Mi objetivo eran los vivos, y había decidido que intentaría hablar con ellos fuera de la ciudad, lejos de los demás. Quería aislar a mis interlocutores, entrevistarlos cuando no hubiera nadie más presente, para evitar las presiones que suelen ser habituales en las comunidades de cualquier tipo. Primero, por supuesto, tenía que encontrarlos.

¿Quiénes eran los herederos de Aurobindo, quiénes eran los hijos de la Madre? La India ha sido desde hace varias décadas una especie de banco espiritual para occidentales. A la India acuden los europeos, los americanos –hippies o músicos de éxito, actores en busca de sí mismos o simples descontentos– para acumular espiritualidad, para aprovisionarse de buenas energías. Saben, o creen saber, que la riqueza económica de su civilización ha traído consigo la pobreza espiritual; les parece evidente que la pobreza india es un síntoma externo de la Renuncia a lo Material y, por lo tanto, de un Alma en Buena Salud. La atención de Occidente –y del dinero de Occidente– halaga a los indios, cuyas doctrinas metafísicas se han convertido, a finales del siglo XX, en su primer producto de exportación. ¿Dónde estaba la línea (si la había) entre la convicción inocente y la estafa intelectual, entre la fe y la mentira? ¿Qué se creía y qué se fingía creer? ¿Era posible esta distinción? Y sobre todo: ¿A quién hacerle estas preguntas?

Poco después de mi llegada conocí a Anju. Desde la pared principal de su salón, la imagen amable pero autoritaria de la Gran Abuela Francesa presidía sobre su vida. Anju, una mujer de buena posición en Pondicherry –es decir: casta alta, casa en conjunto cerrado, dos motos–, había aceptado hablarme de su relación con el ashram de Sri Aurobindo. Anju era una mujer de unos cuarenta y cinco años, de manos delgadas y modos elegantes, que llevaba siempre el pelo recogido en una moña y tenía el tic curioso de pasarse un dedo por la papada. Me recibió en su casa de Solai Nagar, un suburbio de Pondicherry; me ofreció un jugo de fruta de color violeta oscuro. “Este jugo se llama Radha’s consciousness, la Conciencia de Radha”, me informó. “La Madre dio nombres espirituales a todas las frutas. Le preguntaron cómo escogía los nombres y ella dijo: Cuando miro una flor, la escucho, y la Conciencia me comunica el significado. Simplemente lo sé en ese momento.” Después de un rato de declaraciones semejantes, decidió que otras personas podían hablarme con más propiedad; yo no la contradije. Según entendí, cierto pariente de Anju conocía personalmente al señor Arya, una figura de importancia dentro de la jerarquía espiritual del ashram (cuando menos, una figura de la cual se hablaba con respeto) y autor de varios libros de filosofía, y no era imposible que me consiguiera una cita con él.

“Es un gran hombre –me dijo Anju–. Hablando con él, todas tus dudas quedarán entonces disipadas.” No supe si la grandilocuencia era deliberada o irónica, pero en el fondo Anju tenía razón: Auroville era un producto (espiritual, moral, económico) del ashram. “Pero primero nos encontramos para desayunar. Luego vamos a las oficinas”.

Y eso hicimos. Al día siguiente, un rickshaw me dejó, muy temprano, en el Covered Canal, la frontera entre la Ciudad Blanca y el resto de Pondicherry. En épocas coloniales ese canal no estaba cubierto, y guardaba la función expresa de distinguir los barrios europeos de los indios. Ahora era un separador de tierra suelta, adornado por margosas esporádicas y atravesado por calles que seguían describiendo la delicada parábola de un puente. Se había transformado en una zona perfecta para que los vecinos del lugar aparcaran sus vehículos: bicicletas, viejos Ambassadors ingleses y camiones Tata se disputaban el espacio bajo la sombra de los árboles. Junto a un tronco, un adolescente recostó su bicicleta en el parachoques de un auto estacionado, buscó un lugar idóneo, se acurrucó en una posición diestra y precisa, se levantó el dhoti, con evidente cuidado de no ensuciarlo, y comenzó a cagar. Del otro lado de la calzada, una anciana azotaba una prenda informe que debía ser un sari húmedo, recién lavado, contra la pared de cemento. No supe si el contraste de las dos imágenes era debido al hecho adicional de que el canal las separaba. La mujer exprimió la prenda con ambas manos y entró en su casa sin cerrar la puerta y sin percatarse del hombre que ya continuaba su recorrido, después de cubrir sus deshechos rojizos pateando tierra sobre ellos.

La atención de Occidente –y del dinero de Occidente– halaga a los indios, cuyas doctrinas metafísicas se han convertido, a finales del siglo XX, en su primer producto de exportación

Sobre un mapa, la ville blanche ocupa una tercera parte del casco urbano de Pondicherry. Constatar el tremendo contraste no tiene ningún valor: todo viajero, incluso todo turista, lo ha observado y lo observará sin esfuerzo. Entrar en la Ciudad Blanca es dejar atrás la intoxicación de los escapes y el olor de las cocinas y también el barullo de la vida en las calles, invadidas de cornetas y bocinas que van desde la campanilla de una bicicleta hasta el estruendo hidráulico de los buses. Por la calle Romain Rolland me interné en un ámbito de silencio, irreal a tal punto que, en la esquina de una cuadra residencial, alcancé a escuchar las lecciones de piano clásico que alguien recibía (cuatro veces sonaron los primeros acordes del Rondó alla Turca antes de que me alejara lo suficiente para dejar de oírlos). Y allí, en la Ciudad Blanca, en la irrealidad de esos barrios, quedaban las instalaciones del ashram. Antes de las ocho de la mañana, Anju y yo habíamos llegado al comedor del ashram y formábamos en la fila de los comensales más perezosos, los que se levantan más tarde.

El día anterior se había celebrado el cumpleaños de Aurobindo. La excitación de la fecha todavía estaba entre los comensales de Government Square, pero el silencio era respetado sin excepciones. El comedor del ashram era una construcción colonial de techos altos y paredes claras y escrupulosamente limpias. La fila iba pasando frente a una mesa de servicio (una mesa que parecía recién limpiada, en la que nada parecía haberse derramado) y la comida caía sobre los platos: del otro lado, una persona servía el pan y el plátano, otra la leche, otra daba la cuchara, otra el azúcar: allí se respetaba la costumbre india del sobreempleo, según la cual se contratan tres personas para hacer el trabajo de una sola. Alguien se detuvo, preguntó algo. Se interrumpió el curso normal de la fila; hubo protestas calladas de parte de los comensales, miradas recriminatorias, y enseguida se reanudó el movimiento. Miré hacia delante: el culpable del atasco era un joven blanco de pelo largo y piercing en la nariz. Nos miraba como disculpándose, pero nadie parecía hacerle demasiado caso.

Anju y yo recibimos nuestra ración, nos sentamos solos a una mesa de madera que parecía sacada del comedor de una escuela, y comimos en silencio. Ella miraba al frente, se pasaba un dedo por la papada, pero no me veía. Yo, en cambio, la evitaba: miraba a las mujeres que limpiaban, miraba la fila que ya desaparecía (el plazo para desayunar llegaba a su fin), y miraba las paredes. Come para vivir, no vivas para comer, se leía en uno de los carteles que servían de único decorado. Y en otro: La comida del ashram es para ti. No la des a los mendigos. En otro más, Aurobindo hablaba del cuerpo como templo y la comida como ofrecimiento. El mensaje era sencillo: no comer para saciar las necesidades, ni para satisfacer los sentidos, sino como rito espiritual. En otras palabras: comer es mucho más que simplemente comer. En el curso de esos días encontraría esa retórica del nada-es-tan-simple, del todo-es-más-de-lo-que-parece, en varios momentos de la vida cotidiana.

Al salir vimos a un mendigo cagando bajo uno de los árboles gigantes de la plaza. Anju, visiblemente incómoda, intentó dar explicaciones, llevarme por otro de los senderos. “Qué gente”, dijo en tono indignado. “Si Madre los viera”. Y seguimos caminando.

“Construimos las oficinas porque Madre tuvo una visión”, me explicó el oficinista. Pero no explicó de qué visión se trataba.

El edificio quedaba sobre Beach Road, apenas separado de la playa rocosa por la cinta de cemento de la avenida y el paseo peatonal que la bordeaba, pero la entrada no estaba sobre la avenida, sino sobre la calle trasera. El hombre –gafas gruesas, algunas canas; creo que tenía labio leporino, pero el bigote me impedía estar seguro– había bajado las tres plantas del edificio para recibirnos en la puerta y subir de nuevo con nosotros. “Usted es escritor”, fue lo primero que me dijo. “Puede cambiar vidas, transformar a la gente”. Nunca me quedó muy claro cuál era su trabajo, pero a él eso no parecía importarle: sus monólogos eran complejos inventarios de eslóganes y obsequiosidades, y en ellos surgía de vez en cuando un elogio del ashram o de sus miembros, y, sobre todo, de los hombres como él, cuyo trabajo en aquel edificio y con aquella gente financiaba en buena medida las actividades de la comunidad. La industria es parte integral de la vida en el ashram –se hacen fotos y postales, se publican libros de Aurobindo y la Madre, se organizan cursos y conferencias: la industria incluye la explotación del mensaje–, pero sobre todo en Auroville. También esto fue decisión de la Madre, que intuyó la importancia del comercio y designó una de las cuatro zonas en que se divide el territorio de Auroville como zona industrial. La zona se llama (supe después) Auroshilpam. En ese vocablo sánscrito están las nociones de producción a pequeña escala y de producción ecológica.

¿Dónde estaba la línea (si la había) entre la convicción inocente y la estafa intelectual, entre la fe y la mentira? ¿Qué se creía y qué se fingía creer? ¿Era posible esta distinción?

–Todo comenzó con trabajos manuales –me dijo el hombre–. Antes, los occidentales iban a sus países, trabajaban seis meses y volvían para vivir los otros seis en Auroville. A alguno se le ocurrió trabajar aquí. Producir aquí. No tener que viajar.

–Pero son productos indios –le dije–. De artesanía india.

–No. En la zona de Auroville no había artesanía nativa. Los occidentales lo inventaron todo. Ellos inventaron los productos que querían vender.

–¿Y se venden?

–Sí, sí. Se venden muy bien. En el ashram y en Auroville está la gente más acomodada de Pondicherry. Compran todo. –Y luego aclaró–: Es cuestión de poder adquisitivo.

La última planta era un espacio abierto, sin divisiones de ningún tipo, atravesado por varias hileras de escritorios vacíos que miraban hacia el mar: un salón de clases en tiempo de recreo. Luego me di cuenta de que los empleados estaban allí, pero no era fácil notar su presencia, porque entraban y salían sin ruido o conversaban en voz baja junto a las paredes. De repente todos interrumpieron sus ocupaciones: las conversaciones cesaron, los transeúntes se detuvieron en medio de los corredores. Sonó una voz por un altoparlante y empezó una música pacífica y sosegada, y sólo en ese momento me di cuenta de que el ruido de la calle no llegaba hasta nosotros. Una mujer cantaba. Eran las nueve en punto: los oficinistas cerraron los ojos, pusieron las manos sobre el escritorio y comenzaron a meditar. A las 9:04 exactamente se saltó la cinta (era una grabación imperfecta, llena de ruidos de fondo) y comenzó otra distinta. Fue la primera vez que escuché la voz de la Madre.

Mientras hablaba, tocaba en el órgano melodías monótonas y más bien lúgubres. Al fondo cantaba un coro; la voz de la Madre se ahogaba entre los cantos y la música, y no logré entender una sola de sus palabras (hablaba en pésimo inglés, me pareció adivinar, y su voz ya era la voz de una anciana). En realidad, pensé que ninguno de los presentes entendía, pero comprendí que lo importante era la voz, la presencia de la voz, no el significado de lo que la voz decía. Luego, tan abruptamente como había comenzado, la grabación se detuvo. Los empleados regresaron a sus ocupaciones; el que nos había recibido no estaba, así que me senté a esperar su regreso debajo de un cartel en el cual la Madre recomendaba que subir las escaleras no fuera sólo subir las escaleras, ni bajar las escaleras fuera simplemente bajarlas.

Subir unas escaleras: no pueden ustedes imaginarse lo útil que eso puede ser desde el punto de vista de la cultura física, si uno sabe cómo usar esos momentos. En vez de subir porque uno está subiendo, y bajar porque se está bajando, como un ser humano ordinario, uno debe subir con la conciencia de todos los músculos que trabajan, haciéndolos trabajar de manera armoniosa. Ya lo verán. Sólo inténtenlo, ¡ya lo verán! Esto significa que pueden usar cada momento de su vida para lograr un desarrollo armonioso del cuerpo.

En ese momento llegó nuestro contacto, el pariente de Anju. No entendí cuál era su parentesco, pero su parecido físico era evidente. Lo primero que me dijo el hombre fue que no tendría demasiado tiempo para atenderme; enseguida, sin embargo, me acompañó a la sala de meditación, donde están las sandalias de la Madre expuestas en una caja de cristal. Había, a un lado de la caja, un sillón cubierto con una tela fina de rayas blancas y amarillas; en los jarrones que enmarcaban el lugar había lirios, claveles, rosas, gladiolos; la alfombra era azul y decorada con esvásticas hindúes. Acerca de la estatua de Ganesh, el dios con cuerpo de hombre y cabeza de elefante, no hice ninguna pregunta; pero el hombre me dijo:

–Ganesh se apareció a Madre en sueños. Por eso está aquí.

Sri Aurobindo. Imagen vía.

La cita con el señor Arya quedó programada para la tarde siguiente, después de las cuatro, cuando ya hubiera pasado el momento de más calor. ¿A qué hora exactamente?, pregunté. Después de las cuatro, insistieron. En cualquier momento después de las cuatro.

Su apartamento de la calle Sri Aurobindo, a pocos metros del Covered Canal, era también su lugar de trabajo. Yo había pasado por esa calle unas noches atrás, y el espectáculo había sido muy distinto. En las aceras, los hombres dormían uno contra otro, espalda contra espalda. Algunos utilizaban su propia estera de fique; otros soportaban la dureza del concreto. Eran tantos que caminar entre ellos habría sido imposible: sus cuerpos –torsos desnudos y dhotis brillantes en la noche– cubrían el área por completo. En ese momento de la tarde, en cambio, la calle estaba desierta, pero imaginé la procesión de hombres que ocuparían poco a poco las aceras durante las próximas horas. Subí los tres pisos, me abrió un asistente (esto no me sorprendió: la utilización de un intermediario era una de las formas con que el señor Arya quería demostrar su status, dar a conocer su posición, poner las reglas previas al juego). Se entraba directamente a la habitación principal: había un armario con libros, dos mesas cubiertas de papeles y folletos, varios retratos de la Madre y Aurobindo. Había dos puertas más, ambas cerradas. El asistente era menos joven de lo que un asistente suele ser, y su porte en general, del bigote a las sandalias, era el de alguien que se ha quedado rezagado en la vida. Me indicó una de las puertas y dijo algo que no entendí. Me pidió que me sentara, me ofreció un plato de galletas y un vaso de agua, y me miró comer. Al cabo de un rato apareció el señor Arya, y de inmediato su asistente acomodó una silla frente a mí, a unos tres metros, aunque entre la silla y yo no hubiera más que espacio vacío.

–Recuerde –me dijo mi anfitrión aun antes de saludarme–, que la India está en el sabor, no en las palabras.

El señor Arya –esto era visible en su piel clara, en su apellido casi reivindicativo– venía del norte de la India. Era un hombre corpulento: después me enteraría de que en su juventud había sido levantador de pesas de peso mediano, porque el Yoga de Sri Aurobindo predicaba la salud del cuerpo tanto como la de la mente. Había llegado a Pondicherry en 1947, había visto lo que allí se hacía; y lo que vio lo satisfizo, porque regresó en 1949.

–Después de la independencia –comenté.

–Ah, no –me dijo él–, a mí la política no me interesa.

Iba a decirle que a la independencia le importaba poco su desinterés por la política, pero él se adelantó:

–No leo periódicos, no veo televisión. El Todopoderoso tiene el poder de corregir cualquier mal en el mundo, así que no me preocupo, yo cumplo con mi deber.

–¿Cuál es su deber?

–Despertar y ayudar a los otros.

A sus padres, por supuesto, no les había hecho ninguna gracia que abandonara el hogar (y los planes que tenían para él) por venir a despertar en el ashram. Él, en cambio, había sentido desde siempre que no tenía otra opción: a los siete años había decidido no casarse, vivir una vida monacal y consagrarse al estudio de los Vedas, “el primer libro de la raza humana”. Por supuesto que hubiera podido quedarse en el norte, con los gurús del norte, pero prefirió a Aurobindo. “Shankarachya y Buda tuvieron más influencia sobre el norte”, dijo. “Ambos dicen que el mundo es una ilusión, Maya. Yo creo que debemos tratar de salir de la ilusión lo antes posible. En Sri Aurobindo, el mundo es uno con los Vedas. El mundo es la manifestación del Señor (de Dios, puede decirse). ¿Cómo puede ser falsa una idea tan hermosa? Yo encontré una luz, no, una luminosidad en la posición de Sri Aurobindo. Todos viviremos en la unidad del espíritu, dice Sri Aurobindo. Esta idea me llamó. Yo tenía siete años y esta idea me llamó.” Me sorprendió que subrayara tanto esa precocidad: el señor Arya repetía lo de los siete años como un mantra. “A los siete años ya sabía salir del cuerpo”, dijo. “De los siete a los diecinueve no tuve más experiencias. Cuando llegué al ashram, por la gracia de Madre, el poder regresó a mí. Eso prueba que tenía razón, que mi destino estaba con ella”.

El Superhombre ha descendido, pero no podemos probarlo. El tiempo lo dirá, y hasta los ciegos verán entonces. El Superhombre es verdad y su descenso se ha hecho posible en la tierra. Una nueva especie va a manifestarse en la humanidad

Había trabajado cuatro años en la panadería del ashram, luego en el departamento de publicaciones, y luego, finalmente, en el Samadhi. A un miembro del ashram se le puede enviar a cualquier parte de la organización, se le puede encargar cualquier tarea, en función de las necesidades internas; a él, sin duda por sus méritos pero también por su karma, le había correspondido el Samadhi, y era una fortuna inmensa estar cerca de la Madre. “Todo lo que sé de la vida cotidiana lo aprendí de Madre. ¿Quiere usted conocer mi rutina? ¿La rutina de un hombre del espíritu? Me levanto a las cuatro de la mañana, me lavo la boca, pero no me baño, tomo un vaso de agua y me siento a meditar. ¿Sabe cómo recibí estas costumbres? Viviendo con Madre. A las seis de la mañana, Madre solía darnos la bendición. Así que a esa hora yo estaba ya listo.”

Y esto me sorprendió: la nostalgia. El señor Arya hablaba de sus años de formación –allí, con la Madre, tras la muerte de Aurobindo– como si los echara de menos. ¿Estaba contemplado el sentimiento nostálgico en el Yoga Supramental, o se trataba de un accidente? El señor Arya me hablaba de las reuniones en el patio de recreo, en las cuales los alumnos formaban frente a la Madre y llevaban a cabo grandes espectáculos de cultura francesa; o de cuando hacían el saludo militar frente a un gran mapa de la Madre India, y luego la Madre se ponía de pie, a pesar de su edad, y también saludaba; o de las sesiones de meditación colectiva donde la palabra de Aurobindo se discutía durante quince minutos y luego había otros quince de silencio absoluto para que los alumnos pudieran reflexionar sobre lo recién aprendido. Y en cada anécdota había un cierto tono de niño extraviado, y al contarlas el señor Arya me pareció disminuirse. Era como si no se hubiera acostumbrado a la ausencia de la Madre, y entonces comprendí por primera vez lo que esa mujer –una occidental– había llegado a significar para los indios del ashram. Imaginé a un adolescente que sale de su casa y atraviesa el mundo (entre el norte y el sur de la India puede haber dos o tres días de viaje, y ese tránsito implica cambiar de comida, de clima, de costumbres) para unirse a una comunidad de desconocidos. El adolescente llega y se aferra a sus gurús, a la palabra y las disciplinas que sus gurús le enseñan.

–Lo recuerdo muy bien. Madre me tocó y me dio la revelación de Dios, y vi mi cuerpo separado de mi mente. Estaba arriba, flotando, iluminado, y veía mi cuerpo abajo, en el Samadhi. Madre lo sabía todo: me dijo que también Ramakrishna me había tocado.

El líder espiritual Sri Ramakrishna murió en 1886.

–¿Cómo sabe que lo tocó? –pregunté.

–En ese momento pude hablar bengalí –dijo él–. Es una lengua que desconozco.

Le pregunté si la Madre era un ser superior:

–Un gurú siempre es superior. Es alguien que ha encontrado la divinidad, que ha llegado a la Conciencia Universal, que se ha identificado con el Señor. Los hombres comunes no lo hacen. No se trata simplemente de una superioridad del ego. Usted quiere saber si la escogió alguien. ¿Cómo puedo garantizar una respuesta? Las acciones, el papel que jugó en nuestro mundo, prueban que fue escogida.

–¿Por quién?

–Por la Conciencia Divina.

–¿Y usted?

–¿Yo qué?

–¿No ha sido escogido?

–No.

–¿No le gustaría que alguien heredara su sabiduría?

–No.

-¿Por qué?

–Porque ser un gurú, ser un profesor, no es un ideal en el ashram. Para nosotros, sus seguidores, Madre y Aurobindo no se han ido. Las vibraciones de su conciencia están con nosotros.

–Las vibraciones –dije.

Shankarachya y Buda renunciaron a la vida; la nueva espiritualidad no lo hace. “Si debemos abandonar el mundo, ¿cómo lo corregiremos, cómo lo levantaremos?”

–Sí. Madre dijo: “No puedes engendrar aquí sin engendrar mi conciencia. Todos ustedes viven en mi conciencia.” Dijo: “El crecimiento espiritual de aquél a quien haya visto una vez en la vida queda bajo mi responsabilidad para siempre.” Son palabras bellísimas. Yo no podría decir algo así. La Madre era una gran líder, y yo tengo plena fe en todos sus hijos. Pero el objetivo toma tiempo. El Superhombre ha descendido, pero no podemos probarlo. El tiempo lo dirá, y hasta los ciegos verán entonces. El Superhombre es verdad y su descenso se ha hecho posible en la tierra. Una nueva especie va a manifestarse en la humanidad. El Superhombre de Nietzsche está con el Mal y el Bien; éste, en cambio, es Divino. Es un Asura: un hombre inconquistable. Este Superhombre es el representante directo de Dios sobre la tierra. Viene para ayudar a los hombres, guiarlos, protegerlos. ¿Puedo preguntarle una cosa?

–Sí.

–¿Va a escribir todo esto que le digo? Porque si es así, lo puedo ayudar.

–¿Ayudar a qué?

–Yo tengo language people, gente que sabe de esto. Si me da su texto, ellos lo pondrán bonito.

Su asistente se acercó y me entregó un librito pequeño, de tapas color salmón: Towards the Divine Life. El señor Arya lo había publicado en el año 2000, y ahora le interesaba enseñármelo, tal vez como propaganda personal, tal vez como ejemplo de lo bonito. Le pregunté si seguía escribiendo:

–Sólo escribí seis años –dijo–. Escribía de las 6 de la noche a las 6 de la mañana. Madre solía tener papel y lápiz listos para mí, con té y café.

En el prefacio se presentaba el libro: era la primera compilación de las experiencias de su autor durante el descubrimiento de su Ser, durante su Sadhana. La palabra vida aparecía en el título y tres veces en el primer párrafo; pero cuando me referí a esa vida y hablé de la forma en que había renunciado a ella, el señor Arya me corrigió severamente. La espiritualidad no es renuncia, me explicó. Al principio de su vida en el ashram, él había sufrido pasiones sexuales, tentaciones económicas. Éstos eran los dos enemigos del alma: impedían que el alma avanzara:

–Tuve que luchar. Madre me ayudó. Recé, le ofrecí mis debilidades a ella, y recibí su ayuda. Un día me dijo: estas cosas no forman parte de la verdadera individualidad, son elementos extraños en tu naturaleza. Estas debilidades vienen de la naturaleza universal, del ser emocional. Ofrécelas al señor, me dijo. Permanece vigilante, atento, alerta, y entrégate al señor. Y lo logré.

–¿Cuánto tardó en lograrlo?

–Del 49 al 69. Treinta años.

El asistente lo corrigió:

–Son veinte –dijo.

El señor Arya no se dio por aludido. Esta renuncia a las debilidades, siguió explicando, no implicaba renunciar al mundo. Shankarachya y Buda renunciaron a la vida; la nueva espiritualidad no lo hace. “Si debemos abandonar el mundo, ¿cómo lo corregiremos, cómo lo levantaremos?” Y esta declaración de intenciones me pareció por lo menos curiosa, porque una de las pocas evidencias que permitía el señor Arya, en medio del clima abstracto que su conversación pretendía crear, era su falta de contacto con la realidad. En algún momento le conté de un dalit con el que había hablado en esos días, y no supo a qué me refería. “Un dalit –le dije–, un intocable.” Y entonces comprendió. Pero tuve que explicarle yo que los intocables habían adoptado ese nombre (un vocablo en lengua pali que significa “los oprimidos”) como parte de cierto activismo político muy reciente. El señor Arya los seguía llamando harijans, “hijos de Dios”, el apelativo con que los bautizó Gandhi como parte de su intento por redimirlos. Los intocables –los dalits– habían rechazado el apelativo gandhiano, por considerarlo paternalista y condescendiente. Aquello había ocurrido décadas antes. Y el señor Arya no se había enterado.

–Las enseñanzas del hinduismo no creen en rituales ni en castas –dijo–. Pero los harijans son tan impuros que no podemos comer con ellos. Tal vez es culpa de ellos. Somos distintos.

–¿En qué se diferencian?

–Ellos comen vaca. Nosotros no.

Su respuesta era una caricatura, deliberada o no: al señor Arya no le interesaba el tema, y me veía sin duda como uno más de tantos occidentales inocentemente preocupados por los problemas del sistema de castas. Esto lo impacientaba; me di cuenta de que todo conflicto lo impacientaba, y, en parte para provocarlo, le pregunté por las pruebas atómicas que la India había llevado a cabo por esos días, con grandes celebraciones del BJP –el partido hindú y ultranacionalista que ocupaba el poder en ese momento– y gran preocupación de la comunidad internacional.

“Buscábamos un estado contemplativo, eso es todo. Entonces, alguien nos dijo que en la India se conseguían los efectos de las drogas, pero sin drogas. Y nos pusimos en marcha.”

–Madre India necesita la bomba para defenderse –me dijo–. Si el mundo comienza una guerra nuclear, Madre India también destruirá. Pero los líderes sólo son líderes, no representantes de la cultura india. La India es un país espiritual. La primera cualidad del hombre espiritual es desear el bien a todo el mundo: la paz, la armonía, la felicidad, hasta donde sea posible.

Yo no estaba preparado para la simpleza de esas opiniones, para semejante proliferación de la ingenuidad. El señor Arya seguía prodigándolas:

–Decir que el mundo está mal es ignorancia. Es poca gente la que está mal. El conocimiento verdadero trae como consecuencia automática la felicidad. En el conocimiento de uno mismo, el sufrimiento no existe. El mundo no es malo por naturaleza, se lo aseguro. Entre tormentas de sufrimiento, el conocimiento puede mantener la paz.

Pregunté cómo había reaccionado Auroville ante las pruebas atómicas, si es que hubo reacción alguna.

–Auroville es una creación de Madre –dijo el señor Arya–. Allí hay más libertad. No hay tanta disciplina.

 Sentí que con esta respuesta –con esta evasiva– quedaba cerrada toda discusión posible. Al momento de despedirnos, me dijo:

–Cuando escriba, tenga en mente una cosa. Usted no es dueño de sí mismo. Usted no ha venido aquí. Usted ha sido enviado.

Poco después, dos o tres días más tarde, supe de la existencia de Bruno. Alguien me habló de él e hizo el contacto (Bruno no tenía teléfono, venía a Pondicherry una vez por semana para hacer llamadas desde una cabina). Y fui a visitarlo.

Varunaar era el nombre tamil más próximo al suyo, y así lo llamaban los indios. Bruno, italiano de nacimiento, era uno de los fundadores de Auroville, uno de los jóvenes que se reunieron en febrero de 1968 para dar por inaugurado el proyecto de la Madre. “Febrero, date cuenta –me dijo, en francés y no sin cierto orgullo–. Somos anteriores a lo de mayo en París. A Bruno ya no le interesaba el “discurso 68” de los occidentales que venían a la India. Le interesaban los indios, y fue por eso que no se unió a los primeros éxodos, cuando los occidentales, desencantados por no haber encontrado lo que buscaban en la India, decidieron regresar a sus países. Su primer hijo había nacido antes y muerto en un accidente; el segundo fue el primogénito de Auroville. En más de un sentido, Bruno era un pionero. Pero ahora le había llegado también a él la enfermedad del desencanto. “Gran parte de este asunto tiene que ver con cosas de la época –dijo–. Eran los sesenta. Por todas partes los jóvenes buscaban un nuevo mundo. También yo. Pero eso ya nadie lo acepta.”

Había hecho parte de movimientos anarquistas; buscar sectas, grupos, facciones, se había vuelto para él un movimiento natural, una forma de estar en el mundo. En 1967, tras la anexión de la zona este de Jerusalén, decidió alejarse de Occidente de una manera más o menos definitiva. “Todas las neurosis europeas se daban cita en Israel. Yo no quería ser parte de eso. Puedes llamarlo evasión, pero sería simplificarlo.” La evasión, o como se le llamara, adoptaba formas disímiles, y las drogas –la experimentación con drogas– eran una de ellas. “Buscábamos un estado contemplativo, eso es todo. Entonces, alguien nos dijo que en la India se conseguían los efectos de las drogas, pero sin drogas. Y nos pusimos en marcha.” ¿El viaje como proceso iniciático? “Sí, sin duda. El viaje también era un fin en sí mismo. Eso ahora es imposible: pasas de un país al otro y ves las mismas cosas, comes la misma comida, oyes las mismas opiniones.”

Bruno aparentaba más edad de la que tenía. Sin duda producían el efecto el pelo largo y la coleta, la barba descuidada, la delgadez extrema que su dhoti blanco y suelto no llegaba a disimular. Vivía a una media hora (en moto: una moto vieja, lenta, inestable) de Pondicherry, en territorios colindantes con Auroville, pero que no pertenecían a la comunidad. Su casa era un rectángulo de ladrillo de arquitectura que parecía moderna, con un patio en medio y las habitaciones a los lados, y mucha agua corriente, agua bordeando los corredores en estrechas acequias y refrescando la construcción entera. De hecho, el calor parecía una obsesión allí, y en esa casa todas las persianas estaban cerradas, todas las puertas abiertas: el aire debía circular, nunca estancarse. La madre de Bruno estaba pasando unos días con él: era una mujer pequeña –calculé que tendría más de ochenta años– cuya conversación desvariaba un poco. Salió de su cuarto sombrío, nos saludó, habló un rato de los enfrentamientos con los eslavos en Istria, volvió a esconderse. “En realidad, esta casa es suya –dijo Bruno–. Yo todavía tengo una habitación en el ashram. Ella me pidió que le construyera esta casa, para pasar aquí temporadas más o menos largas, y yo me he venido poco a poco a vivir con ella.” A unos metros de la casa había una construcción más primitiva, de cemento y suelo de tierra y techos de paja. En ella vivía Jeanette, una mujer tamil con quien Bruno había tenido un hijo. No vivían juntos, no dormían juntos. Pero eran, visiblemente, una pareja. En casa de ella había fotografías del pasado europeo de Bruno: de niño, en el colegio; de recién casado y con su esposa blanca.

Las lenguas indias llevan nuestros órganos al extremo El yoga cuestiona lo personal: todo lo personal es producto del ego, de influencias familiares, y hay que estudiar para encontrar lo que no viene dado

La cabeza de Bruno funcionaba de maneras compartimentadas y eclécticas, y podía acoger la lógica más estricta y permitirse, a la vez, rezagos de superstición que no dejaban de tomarme por sorpresa. Era capaz de hablarme de la historia del tamil (una lengua que había aprendido fácilmente, lo cual no era fácil porque el tamil, al contrario del sánscrito, había evolucionado sin fracturas, mira tú, y el que quiera aprender tamil deberá evolucionar dos mil años, como lo hizo la lengua, porque de lo contrario no la aprenderá nunca, ya lo ves, esto es lo que tienen las lenguas indias, ningún pueblo ha estudiado el lenguaje como el pueblo indio, y la prueba es el sánscrito, un verdadero estudio fisiológico de los órganos del habla, de las posibilidades de esos órganos, las lenguas indias llevan nuestros órganos al extremo, y después da vergüenza enseñarle a un niño los alfabetos occidentales, me parece a mí), era capaz de esa lección, digo, pero también de responder, cuando le pregunté cómo había conocido a la Madre, con un breve esoterismo.

“Algo nos comunicaba –dijo–. Yo la sentí desde Israel, y seguí su llamado.”

Siguió su llamado. Y poco después, estando en algún lugar de la ruta entre Turquía e Irán (su acompañante y él habían tenido que esperar a la primavera para seguir el viaje desde Jerusalén), en medio de una caravana que avanzaba a unos quince kilómetros por hora, alguien pasó y les dio algunas direcciones que les serían de ayuda en India. Una de ellas era la de una comunidad de investigadores dirigida por una dama francesa. Pondicherry era colonial, una especie de introducción a la vida en el país; era, además, un lugar ya célebre entre los hippies occidentales. Un amigo le enseñó a Bruno una fotografía de Aurobindo. “Yo me había apartado ya del Cristianismo, pero ese hombre se me pareció a Jesús. Y quise saber más.” Y esto fue lo que supo: que Aurobindo y la Madre eran la misma persona. Que Aurobindo y la Madre eran una síntesis de materia y espíritu.

–¿Cuál de los dos es la materia? –pregunté.

Bruno no me contestó. Creyó que no me tomaba en serio sus palabras. Siguió hablando.

Fue la Madre quien le aconsejó instalarse en Pondicherry; fue ella quien lo vinculó al ashram, donde Bruno trabajó como investigador durante un tiempo breve, y donde más tarde comenzó a practicar el Yoga Supramental de Aurobindo. “Puede que me equivoque, pero en el proyecto de esos días había la intuición del mundo de hoy. Estaban los africanos, los refugiados políticos, los islamistas. Y ése es el problema: la incomprensión mutua, cómo te enfrentas al otro si ni siquiera sabes quién eres tú mismo. De hecho, lo fundamental es el cuestionamiento de la propia identidad cultural. El yoga cuestiona lo personal: todo lo personal es producto del ego, de influencias familiares, y hay que estudiar para encontrar lo que no viene dado.” Sus frases, de vez en cuando, asumían este hermetismo; pero había algo detrás de ellas, como si hubiera querido confesar algo y no se atreviera a hacerlo. “Eso creíamos. Pusimos a gente de civilizaciones muy distintas a vivir en el mismo sitio, y creíamos que la buena voluntad era suficiente. Creíamos que el pasado se eliminaba y eso era todo. Pero no: muy pronto nos dimos cuenta de que la tolerancia no bastaba, y para muchos fue una gran desilusión. Había que estudiar, trabajar. Había que saber lenguas, entre ellas el sánscrito, y eso tomaba tiempo. Creíamos haber llegado al final, cuando no habíamos hecho más que empezar.”

El trabajo: muy pocos estaban dispuestos a hacerlo. Al venir a la India, la intención de muchos era exactamente la contraria: dejar de trabajar, vivir del estatus privilegiado de las monedas duras. Habían perseguido una vida de ocio, pero sin llamarlo de ese modo: se usaban palabras como contemplación o meditación o paz, y se olvidaba que era el dinero occidental lo que permitía esa paz, esa contemplación. “Algunos venían a tomar el aire durante un año seguido, sin aportar nada. Fue necesario obligarlos a producir algo, aunque fuera una artesanía simple que pudiera venderse por diez veces su precio en Europa”. Pero Bruno aceptaba esa situación casi a regañadientes, como un mal (no tan) necesario. “Hay un lado empresarial de toda esta historia que me resulta muy molesto –dice–. Demasiados gerentes, ¿me entiendes? Demasiada gente convencida de que Auroville es una empresa. Y son ellos los que se han impuesto con los años.”

Pusimos a gente de civilizaciones muy distintas a vivir en el mismo sitio, y creíamos que la buena voluntad era suficiente. Creíamos que el pasado se eliminaba y eso era todo. Pero no: muy pronto nos dimos cuenta de que la tolerancia no bastaba, y para muchos fue una gran desilusión

En los últimos años, Auroville había crecido como una entidad en conflicto con el ashram y en conflicto consigo misma. En algún momento se había creído que los alumnos indios del ashram serían inmediatamente aceptados en Auroville; al descubrir que no era así, que los requisitos económicos los excluían de plano, los ashramitas se sintieron ofendidos. El espíritu de secta o de cofradía, que en principio había sido extraño a Auroville, ahora se manifestaba poco a poco: al interior de la comunidad había enfrentamientos radicales. Los nacionalismos europeos se exacerbaban: en Italia, decía Bruno, todo italiano respetable despreciaba a Berlusconi; al llegar acá, todos comenzaban a defenderlo. “El arquitecto que diseñó el interior del Matrimandir es un italiano, Cicionesi. Y los italianos andaban por ahí diciéndolo con orgullo, como si les cupiera algún mérito. Sabes lo que es el Matrimandir, me imagino.”

Sí, lo sabía. El Matrimandir es el centro de meditación de Auroville. Es una construcción casi sobrehumana: una esfera hueca de cemento de más de veinte metros de altura, levantada sobre un cráter de cincuenta metros de diámetro y diez de profundidad, y recubierta de setecientos cincuenta mil láminas de oro que vibran cuando pasa el viento. En el centro físico de la esfera hay una Cámara Interna; en el centro de la Cámara un globo de cristal que costó en su momento más de cien mil dólares, fabricado por Zeiss, Alemania, para los aurovilianos. Un rayo de sol, controlado por un heliostato computarizado, baja desde el techo y golpea en el cristal, y la refracción ilumina la sala entera con un tono levemente azulado que les sirve a los aurovilianos para meditar.

“El Matrimandir entero es absurdo –dijo Bruno, consciente de que sus palabras eran un acto de herejía–.Su mantenimiento cuesta más que los salarios de todos los trabajadores de Auroville. Pero ya es tarde para convencer a la gente de eso. Uno se cansa de repetir lo mismo: ‘en un país donde la gente se muere de hambre’, etcétera, etcétera. No da resultado.” El Matrimandir había contribuido a los choques culturales, por supuesto, porque fuera de Auroville no se comprendía que semejante cantidad de dinero –mármol de Lasa y de Rajastán– se gastara en ese edificio megalómano.

Pero luego estaban también los choques pequeños, las europeas que iban desnudas a la playa y esperaban que a los indios les pareciera normal. “Es casi una provocación –dijo Bruno–. ¿Por qué no van a la playa privada de Auroville? Así podrán desnudarse si quieren, y no molestar a nadie.” No era imposible, decía, que en cierto tiempo asistiéramos a un enfrentamiento más en la larga historia de enfrentamientos entre Oriente y Occidente. Y eso sería para la Madre la tristeza más grande del mundo.

–Pero ella está muerta –dije.

Bruno no me oyó.

–Es que la cosa no es fácil, si te pones a pensarlo. ¿Cómo gerenciar un proyecto del espíritu? ¿Cómo es la economía que nos llevará a lo Supramental?

Pensé que respondería a sus preguntas. No lo hizo.

En algún momento, siguió explicando, se había intentado que el ashram tuviera el papel de consejero de Auroville, pero esto –que implicaría de seguro un cierto control económico– les pareció absurdo a los aurovilianos: entre ellos había gente que entendía de dinero, que veía el potencial mercantil de la empresa. Hoy en día, dijo Bruno, los nuevos aurovilianos deben comprar sus terrenos por un precio cinco veces superior al que pagaron los primeros gestores de Auroville treinta años atrás. ¿Quién puede renunciar a ese tipo de ganancias? “A alguien se le ocurrió entonces crear la Society, una organización que dirigiría Auroville desde Pondicherry. The Sri Aurobindo Society. Ah, sí. Una vez soñé que la Society se incendiaba. Fue un sueño feliz.”

¿Era resentimiento lo que había en su voz?

–Sí, resentimiento, ya lo creo. Esto no es lo que se había pensado. Esto no es lo que nosotros planeamos hace treinta años.

–¿Qué planearon?

–Un lugar de paz. Y lo que hay ahora es un lugar histérico. Todos se pegan con todos, son cuatro gatos que se molestan entre ellos. Ése es el lado sectario de Auroville: los unos contra los otros.

El trabajo: muy pocos estaban dispuestos a hacerlo. Al venir a la India, la intención de muchos era exactamente la contraria: dejar de trabajar, vivir del estatus privilegiado de las monedas duras

Bruno me aconsejó marcharme antes de que oscureciera –a su casa se llegaba después de superar un laberinto de caminos de laterita, todos iguales entre sí–, y le hice caso. Me acompañó al árbol donde había dejado mi moto, y me explicó que bajo un árbol similar se había sentado el dios Krishna. Les había robado los vestidos a unas pastoras que se bañaban en el lago; luego, había escogido el árbol y se había sentado a tocar la flauta en la sombra. “Era un dios bromista”, dijo Bruno. Enseguida me dijo que muy cerca de allí, pero del otro lado de la carretera que llevaba a Pondicherry, había un templo dedicado al bromista, un pequeño templo, casi una casa de muñecas, que valía la pena visitar. Me explicó cómo llegar: entre los puntos de referencia que me dio estaban el Café Orly y el anuncio de Napoleón VSOP. “Conozca el carácter francés –recitó Bruno–. Eso dice en ese anuncio.

Entonces le pareció necesario contarme otra historia.

Una de sus vecinas indias había encontrado, al volver del baño, una serpiente negra que descansaba sobre la estera donde estaba su niño. No hizo nada al respecto: esperó a que la serpiente saliera, sin espantarla, sin tratarla con violencia. Y varias semanas después, su niño enfermó gravemente. La mujer estaba desesperada. Rogaba a Kali, su diosa, que la ayudara; y Kali no respondía. Perdió la paciencia. Un día enfureció y empezó a gritarle a Kali, a insultarla: “¡Aquí no hay médicos, tú lo sabes y no haces nada por nosotros!”, me decía Bruno que decía la mujer. Al cabo de unas horas entró una cobra. Uno de los hombres levantó un palo y se acercó al animal, pero la mujer lo detuvo. “Saldrá por donde entró”, dijo la mujer. Y así fue; pero cuando eso ocurrió, cuando la cobra se empezó a arrastrar hacia la puerta, el niño enfermo la alcanzó a ver, la señaló y dijo algo. A partir de ese momento comenzó a mejorar.

“A partir de ese momento –repitió Bruno–, comenzó a mejorar”.

Jan, el holandés, me citó en casa de un conocido común, director de una ONG dedicada al asunto de los intocables. Era un departamento de segunda planta; la calle, siempre calmada pero casi muerta a la hora de más calor, quedaba en uno de los barrios indios del este de la ciudad, cerca de Mission Street. En un armario de puertas cristaleras había traducciones francesas de Alejo Carpentier, libros sobre el problema de las castas y folletos que denunciaban las atrocidades del fundamentalismo hindú. Jan estuvo hojeando uno de ellos mientras una mujer nos traía un té con leche recién hecho. Luego, en el salón fresco y bien ventilado, se sentó frente a mí sobre una silla de cuero, se sirvió una taza de té y empezó a hablar de manera automática.

Había llegado a Auroville en 1976, pero hubiera podido escoger cualquier otra parte como destino: no le interesaba llegar, le interesaba alejarse de Europa. Su abuelo había quebrado; el pastor de la comunidad le prohibió a su esposa, la abuela de Jan, que prestara dinero a su marido; y éste, desesperado, se había suicidado ahorcándose. Jan entró al ejército y más tarde viajó a Israel –dos de las panaceas de la Europa de esos años–, y, fracasados aquellos intentos por imponer una mínima estructura sobre su vida, buscó donde veía que muchos buscaban. Descubrió a Vivekananda y a Aurobindo. “Pero, al contrario de lo que les sucede a muchos, nunca olvidé que tengo los pies en la mierda. Aurobindo dice: Un paso hacia arriba, un paso hacia abajo. La gente lo olvida.”

            Los primeros días fueron difíciles. Jan no sabía adónde había llegado; los indios le parecían cerrados y distantes. Dormía por 5 rupias la noche en el Guest House, la casa de huéspedes. Y luego llegó a Auroville: comenzó dedicándose, como muchos de los recién llegados, a la agricultura; como muchos de los recién llegados, enfermó casi de inmediato. “En tres años tuvimos 64 infecciones de Hepatitis A –me contó casi con orgullo–. Yo mismo me jodí los riñones antes de que me diera cuenta.” Lo llevaron al ashram para curarlo, pero él se negó: había oído hablar de la terapia de una mujer de Kerala que llevaba veinte años comiendo únicamente ajo. “Pesaba cuarenta y ocho kilos cuando cogí el tren para Kerala. Desde entonces, nunca he vuelto a enfermarme.”

Entonces, ¿practicaba la terapia? ¿Se alimentaba tan sólo de ajo?

–De ajo y de vino –dijo Jan–. Pero claro, la cosa no es igual para todo el mundo. Si uno está al nivel mental de Aurobindo, no necesita ajo.

Habían perseguido una vida de ocio, pero sin llamarlo de ese modo: se usaban palabras como contemplación o meditación o paz, y se olvidaba que era el dinero occidental lo que permitía esa paz, esa contemplación

Pero él no era Aurobindo, me aclaró, y además su trabajo era mucho más agotador (y en este comentario percibí una ironía leve, apreciable por lo escasa en mis conversaciones de esos días): en cierto momento notó, después de tres días de agricultura, que el dinero se le había acabado, que todo había ido a parar a la comunidad. Pero no habló del tema con nadie. “Auroville es una de las comunidades más adineradas del mundo, pero aquí nadie habla de dar plata. Uno se entrega a la Divinidad, confía en lo que va a pasar, y no se cuestiona renunciar a todo”. Después de su recuperación supo que seis meses atrás había recibido dinero desde Holanda, y que el banco se lo había guardado sin dar aviso de ningún tipo. “Así se hacen ricos”, dijo.

            Por esos días decidió montar su escuela, una escuela nocturna.

“En Auroville está el dinero. Para que un indio pueda ganarlo debe hablar inglés. De lo contrario, nunca conseguirá trabajo en Auroville. Inventé un lema, a los indios hay que darles un lema. ¿Quiere que se lo diga? I don’t want to be a fool, that is why I go to school. Es muy sencillo. Pero no fue tan sencillo que vinieran a clase. No les interesaba.” ¿Ha cambiado en algo esa situación? “Ahora, cuando se habla de Auroville, se habla de poder. Poder económico, poder político. Quién lo hubiera dicho hace treinta años.” Me contó que en cierta oportunidad las autoridades de Pondicherry habían tenido la intención de pavimentar el territorio, e incluso llegaron a hacer arrestos contra quienes se les oponían, pero el asunto fue a juicio y Auroville ganó esa batalla. “Aquí no hay jefes, pero sí hay líderes. Íbamos a reuniones organizadas, curiosamente, por un francés. El espíritu de esas reuniones era como un avance de lo que pasa ahora.”

El enfrentamiento entre Auroville y las autoridades tenía varias caras, y el asunto del pavimento era una de las menos importantes. En esas reuniones se discutía ese enfrentamiento; se hacían listas negras, y el que no estaba con los reunidos no era un verdadero auroviliano. El francés echó a todos los indios que hubieran estado relacionados con el gobierno, y llegó a quemar todos los libros que no estuvieran relacionados con Aurobindo. No fue el único desmán cometido: todavía se recuerda en Auroville el día en que el francés y sus seguidores bañaron con cemento fresco a un grupo de ashramitas que venían a visitar el Matrimandir. “Las relaciones de Auroville con los indios no son las que uno quisiera”, dijo Jan.

            A él, sin embargo, eso le había convenido. En 1982, después de que un auroviliano alemán tuviera un fuerte enfrentamiento con las autoridades de Madrás (de las razones Jan prefería no hablar) y se viera obligado a dejarlo todo y regresar a Europa, Jan se quedó con su casa. El alemán, dueño de una empresa aseguradora, era uno de los hombres más ricos de Auroville.

–Tenía una casa inmensa, con piscina y todo –dijo Jan–. Yo acababa de montar un grupo de danza, y veintitrés niños indios vinieron a vivir a casa. El hombre, este alemán, me pidió que le permitiera tomar parte en la escuela nocturna, ya sabe, para verse mejor, para mejorar su imagen. Y a cambio me dio una participación en su aseguradora. Cuando se fue, tomé mi parte de esa compañía y se la regalé a Auroville. Al alemán no le gustó. En el contrato decía algo que yo no había leído. Así que tuve que ir a Alemania y trabajar gratis para pagarle. Auroville es así.

–¿Cómo?

–El dinero va todo para los europeos, nada queda para los indios. Fíjese en el Matrimandir. Madre decía que el Matrimandir era muy importante, pero que los tamiles eran importantes también. ¿Importantes cómo?, me pregunto yo. ¿Como limpiadores de mierda? Todo este dinero va al Matrimandir, no a los tamiles. ¿Dónde está la comunidad de pioneros que se quería al principio? Déjeme que se lo diga, yo estoy muy desilusionado, hay mucha gente desilusionada. Hasta estuve a punto de no volver a la India después de mi último viaje.

            –¿Cuándo fue eso?

–En el 92. Llevaba varios años en Europa, mi padre tenía alzheimer, estaba muy enfermo. Iba a morir en cualquier momento, y yo quería estar presente. Fui un vagabundo en Europa. Viví con una mujer ciega. Viví en la Gare du Nord de París. Viví en el sur de Francia, cambiando trabajo por comida. Nunca viví en Holanda. Holanda no sirve para eso. Es una época curiosa de mi vida: es curioso buscar formas de perder el tiempo mientras esperas a que muera tu padre. Estuve en Inglaterra por azares que no vienen al caso. Estuve aquí y allá, siempre listo para recibir la llamada e ir al entierro. Pero el entierro nunca llegó. Después de unos días en Finhorn, decidí que tenía que volver a Auroville.

–Esto no es lo que nosotros planeamos hace treinta años.

–¿Qué planearon?

–Un lugar de paz. Y lo que hay ahora es un lugar histérico.

(Finhorn es una comunidad de meditación con sede en Escocia. Según sus postulados, su trabajo “se basa en los valores del servicio planetario”. Creen que “la humanidad se encuentra en medio de una expansión evolucionaria de la conciencia”. Buscan “la sintonía con la divinidad de todos los seres vivos”.)

–Y entonces volvió –le dije.

–Sí, volví. Volví en octubre del 92. Mi padre murió en enero del año siguiente.

Tal vez había contado antes la historia, porque en este momento hizo una pausa de gran efectividad dramática.

–En esos años entró mucha gente rica a Auroville. Se volvió demasiado fácil tener una casa grande, tu propia moto, todo eso… Pero volver a entrar, en cambio, no fue fácil. Quiero decir, no fue automático. Como habían pasado más cinco años, yo había perdido todos mis derechos en la comunidad. Tuve que aplicar de nuevo. Pero no tuve que pasar por el año de aprobación, en eso tuve suerte. Y sin embargo… Toda mi vida dedicada a Auroville, y luego te eliminan como si fuera un club social. Y es paradójico, porque a mí ya ni siquiera me interesa Auroville. Me interesan los indios, y los indios, a su vez interesan muy poco en Auroville. Hacer el Matrimandir cuesta mucho dinero, pero es fácil. Lo difícil es trabajar en los pueblos de Tamil Nadu. Enseñar a tejer, a pescar mejor. Esas cosas no interesan en Auroville. En Auroville sólo interesa el dinero. Ya hay varios millares de personas. La inmensa mayoría de los indios son empleados. Un indio nunca tendrá en Auroville las mismas posibilidades que un europeo. Es cuestión de dinero.

Bruno me lo había sugerido –o más bien me lo sugirieron involuntariamente sus dudas y sus palabras a destiempo, ciertos gestos reticentes y el bienvenido escepticismo de hombre mayor–, pero yo no estaba preparado para el cuadro que el holandés parecía dispuesto a pintarme. Yo sabía, porque se comentaba con frecuencia entre los aurovilianos –y entre sus críticos–, que Aroma, la fábrica de incienso que se había convertido en una de las empresas más lucrativas de Auroville, había sido trasladada fuera de la comunidad cuando los salarios de los trabajadores aurovilianos se hicieron demasiado elevados: había que buscar mano de obra más barata, y varios indios aurovilianos se vieron obligados a buscarse otro empleo. Y este era apenas uno de los escándalos íntimos que en los últimos meses se habían presentado en la Ciudad Que No es de Nadie. ¿Así que en eso se había convertido el proyecto supramental de la Madre? ¿En una Utopía de la comodidad, un Brave New World para monedas duras? Durante esa semana, el director de una ong (que nunca ha mirado Auroville con buenos ojos y no se esfuerza por ocultarlo) me diría algo tajante: “Es un Club Med esotérico. Poco más.”

Y el holandés parecía, a veces, estar de acuerdo. Auroville, me explicaba, se había vuelto el destino de los más perezosos, del ocio occidental.

–Hubo una vez una limpieza en Goa –me dijo–. Goa es un paraíso extraoficial del Occidente más escapista, un cóctel industrial de prostitución y drogas muy buscado por los hijos menos lúcidos del hippismo. “Y todos vinieron a Auroville. Es que aquí hay comodidades. Al ser aceptado, uno gana comodidades que en Europa son imposibles. Por lo menos por el mismo dinero.” Me contó que en cierta ocasión una mafia había tratado de meter a trescientos rusos de contrabando. “Pero los logramos echar. Sólo quedaron cien.

–¿Y qué les ha pasado?

–Muchos se han ido ya, pero el daño está hecho. Eran algo terrible. Auroville ha ganado muy mala reputación, en parte por su culpa. Yo he oído cosas, cosas que me duele repetir… he oído que en Auroville se hacen negocios raros… eso no es cierto, nada de eso es cierto. Dicen que Auroville comercia con armas, ¿se imagina usted? Eso no es cierto, se lo juro. Hay gente interesada en que Auroville no prospere. Y hay gente que simplemente no entiende una ciudad como ésta.

No dijo “como la nuestra”. No se refería a Auroville en los términos orgullosos de otros aurovilianos: no se sentía parte de una nueva raza. Para mí resultaba evidente con cada nueva frase suya que no se sentía parte de nada, que su estadía en este lugar –su estadía transitoria– era tan sólo un nuevo intento por encontrar un lugar en el mundo.

Le pregunté en qué habían quedado entonces los presupuestos espirituales de la Madre. Se encogió de hombros. ¿Y las religiones?

–Aurobindo es muy claro con el significado de los dioses. No rechaza ninguna religión, y en Auroville pueden coexistir todas. En teoría. Los empleados tamiles de Auroville hacen la puja de Ganesh: por supuesto que hay todo un significado espiritual detrás, pero lo hacen sólo por superstición. Las religiones, si me permite, sólo lo enredan todo. Una cosa es espiritualidad y otra muy distinta es religión, ¿ve usted?

Le dije que sí, que veía.

Es una época curiosa de mi vida: es curioso buscar formas de perder el tiempo mientras esperas a que muera tu padre

–Es que a mí no me gustan, qué puedo hacer. Las detesto. Detesto a estos malditos brahmanes, son tan desagradables. Pero los católicos son peores. El hinduismo, comparado al catolicismo, está mucho más vivo. Los católicos están locos. Fíjese en lo de Ruanda. Todo es culpa de los misioneros. Auroville podría ahorrarse lo de la religión. Y al mismo tiempo, para mí es claro que Auroville no hubiera sido posible en otra parte. En el norte de la India, sin ir más lejos, a mí ya me habrían asesinado varias veces. Pero aquí la gente es más dulce. Auroville es lo que es gracias a Tamil Nadu. ¿Y cree usted que los indios se han beneficiado en algo de todo este espectáculo? No, para nada. Y son gente sorprendente. Son muy materialistas, pero tienen un ingrediente divino.

El holandés se rascó el brazo.

–Aquí te frotas un poco y encuentras lo divino –dijo–. En occidente te frotas y te frotas y no sale nada.

Uno pasa por Auroville, por sus colonias rodeadas de bosques enteros, y ve las casas con piscina y los edificios de estilo a veces europeo y a veces más asiático, y ve las fachadas inevitablemente urbanas de las empresas que alimentan a los habitantes (hasta que comienzan a funcionar tan bien que sus dueños las trasladan a lugares donde el lucro no sea mal visto), y camina por los caminos de tierra –de esa tierra que ahora, tras las reforestaciones, es varios grados centígrados más fresca que hace treinta años–, y atraviesa los pueblos tamiles que han sido devorados por la Sociedad, o, en otras palabras, que tienen la mala fortuna de haber sido construidos en terrenos que Auroville ha ido adquiriendo (¿pero cómo podían prever los indios que algo como Auroville ocurriría?), y, si levanta un poco la cabeza, puede ver las antenas parabólicas que distinguen a los aurovilianos más pudientes de los demás… Yo había alquilado una moto, y una mañana, antes de ir a un pueblo de pescadores de Coromandel para hablar un poco con ellos, recordé que Bruno me había contado de la playa privada de Auroville, y me di cuenta de que no me había sorprendido entonces lo que habría debido sorprenderme. ¿Una playa privada? ¿Auroville tenía una playa privada? Habría debido preguntarle en qué podía consistir el carácter privado de una playa en el caso de una comunidad como Auroville, cuyos estatutos dicen, en su primer punto: “Auroville no pertenece a nadie en particular. Auroville pertenece a la humanidad entera”. Pero en ese momento no lo hice, y ahora llegaba, casi sin buscarlo, al sendero que partía hacia la playa desde la carretera principal. Al final, el sendero estaba cortado por una puerta, y en la puerta un letrero ponía enfáticamente:

Playa privada. Sólo para aurovilianos.

La playa se llama Eternity Beach. Ese día, por lo menos, estaba vacía. Pero es verdad que el cielo se había nublado un poco, y es verdad que tal vez fuese muy temprano.

“Auroville es una creación de Madre”, me recordó el señor Arya la siguiente vez que fui a verlo. “Sigue siéndolo. Madre construye Auroville a través de sus seguidores.” En los últimos días se había celebrado el aniversario de la independencia india, y se hablaba mucho en los medios de la identidad india, del significado de lo indio, de las opiniones de Occidente sobre lo indio. Tradicionalmente, la India ha dado mucha importancia a la imagen que Occidente tenga de ella; los esfuerzos sociopolíticos –desde la inmensa industria del cine hasta la bomba atómica– parecen conducidos a formar esa imagen, pero en realidad contribuyen, y quieren contribuir, a perpetuar la imagen que Occidente ya se había formado por su cuenta. Sobre todo esto, y sobre el hecho de que cientos de indios hubieran aceptado la regencia espiritual de una mujer francesa sobre sus vidas, le pregunté al señor Arya. “India es una gran nación –se limitó a responder–. Sri Aurobindo dijo que el futuro era grandioso.” Pero más tarde, hablando de otra cosa, empezó a contarme de sus viajes astrales. “Yo tengo la habilidad de abandonar mi cuerpo a voluntad”, me explicó. Era algo que había aprendido de la Madre. Me habló de las cosas que ella le había contado: cómo, desde muy niña, ella salía de su cuerpo y volaba sobre París, y podía ver sus anteriores reencarnaciones (en otra vida había sido princesa). “Mi alma seguirá buscando a la Madre cuando el cuerpo haya muerto –dijo el señor Arya, conmovido por el recuerdo–. Y gracias a ella, en mi próxima reencarnación seguiré sirviendo al mundo.”

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Portada: El templo de Matrimandir en Auroville. Imagen vía.

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