Lo más sagrado para mí es el cuerpo humano

Antón Chejov, mayo de 1888

La carnalidad se sitúa en la raíz del precepto «muéstralo, no lo cuentes» que todo profesor de escritura creativa repite machaconamente, pues funciona. Por carnal me refiero a lo que se puede aprehender a través de los cinco sentidos. Cuando se escribe una escena hay que ayudar al lector a emplear el gusto y el tacto, así como la imagen y el ruido. Cuanto más carnal sea la naturaleza de un escritor, mejor será a este respecto. Además, existen subcategorías en función de los sentidos. Un comilón voraz puede evocar el mordisco salado de pastrami sobre pan de centeno negro, el adicto al sexo destacará en la carne tersa, el de ojo pictórico en la belleza visual, etc. De cada una de las memorias manarán las experiencias físicas que abundaron en el pasado: el olor a gumbo con sabor a ajo, la mano propia sobre el pelaje de un animal o el fósforo del océano iluminando de un verde ácido todos los cuerpos bajo el agua. De los cinco elementos de las memorias, la carnalidad es el más elemental y necesario, y –por suerte para mí como profesora– el más fácil de dominar.

            Mi papá, que trabajó en la industria petrolera de Texas, me inició de niña en la necesidad del anecdotista por relatar la evidencia física cuando me contó una historia en la que les había vendido la burra a unos chicos de la ciudad. Les dijo que su hermano estaba conduciendo un Ford Modelo T con papá colgado del estribo cuando un conductor que los perseguía se situó paralelamente a ellos y le arrebató los pantalones por la espalda.

            —Maldita sea —dije yo—. Eso lo has visto en Bugs Bunny.

            —¿No me crees? —respondió ante mi incredulidad—. Además, llevaba puesta esta misma camisa.

            Me quedé con la boca abierta y desencajada.

            Resulta triste que me creyera durante tanto tiempo aquellas historias basadas en objetos físicos que mi papá extraía de su pasado para depositarlos en mi presente, como esa camisa. Aquello se convertía en una demostración totémica que elevaba las historias abracadabrantes a la altura de la realidad.

Cuando se escribe una escena hay que ayudar al lector a emplear el gusto y el tacto, así como la imagen y el ruido. Cuanto más carnal sea la naturaleza de un escritor, mejor será a este respecto

            El refinamiento en la escritura carnal significa seleccionar información sensorial –objetos, olores, sonidos– para narrar detalles basados en sus efectos psicológicos sobre el lector. Un gran detalle que se percibe como característico sustenta su veracidad. Así, un lector puede asimilarlo. Los mejores tienen un significado poético excepcional. Por arte de magia, el detalle desde su posición singular en una habitación puede ayudar a evocar el resto de la totalidad de la escena, como el hecho de que Frank Conroy redactase páginas acerca del yoyó servía para evocar cenestésicamente su cuerpo al instante.

            El gran escritor rastrea el mundo en busca de objetos totémicos. Eso es clave para cualquier tipo de género.

            El dramaturgo y genio del relato corto Antón Chejov podía inyectar hipodérmicamente un objeto tan iconográfico y tan resonante en significado que su sola presencia bastaba para retratar un personaje. En su influyente cuento La dama del perrito, un vividor seduce a una señorita casada y santurrona durante varias semanas en un lugar de veraneo. Más adelante, ella solloza en la cama mientras él corta una rodaja de melón. El fruto rebanado no sustituye simbólicamente a la mujer desesperada, pero la frialdad del apetito que el vividor siente por él, a la vez que ella solloza, habla por sí sola. Para describir el ambiente tenso de la mansión aristocrática de su madre, Robert Lowell, uno de los poetas confesionales, asegura que el mobiliario con patas en forma de garra tiene “un aire de estar de puntillas”, y a su vez convierte la fría atmósfera anglosajona, blanca y protestante en una suerte de personaje.

            El primer autor de memorias que me sedujo hacia su universo físico con esa exactitud pudo haber sido Maya Angelou en Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado. En Pascua, de pie frente a los feligreses, la pequeña Angelou se olvida de las frases que ha de decir y se siente enjaulada en aquel vestido de tafetán color lavanda que creía que iba a transformarla en una de «una de esas lindas niñas blancas que eran el ideal de todo el mundo, el sueño de un mundo como Dios manda». Esa ansiada feminidad de niña blanca ­–tan reñida con su propia condición física– socavó toda su confianza (que en parte incluía el enemigo interior del cual volveré a hablar en breve). Mientras se abochorna y resopla, revolviéndose en sus adentros por recordar, el vestido de seda raído hace frufrú a su alrededor y suena como el «papel rizado en la parte de atrás de un coche fúnebre»; de ahí que esta maravillosa metáfora sonora evoque una época y un lugar en que los coches fúnebres arrastrados por caballos estaban cubiertos de un tejido fruncido. Casi todas las frases de Angelou de esa escena inicial poseen un elemento cenestésico, de manera que habitamos el cuerpo de la niña, que muestra con vergüenza.

            Empezando por la luz del sol, Angelou nos sitúa en un tiempo y en un lugar acerca de los cuales solo ella pueda dar cuenta: «Pero el sol de las primeras horas de la Pascua Florida había revelado que ese vestido era un remiendo feísimo de un desecho, en tiempos púrpura, de una mujer blanca. Era largo como el de una señora mayor, pero no ocultaba mis flacas piernas, untadas con vaselina y empolvadas con arcilla roja de Arkansas. Con su tono descolorido, hacía parecer mi piel sucia».

            Los adjetivos del texto original en inglés que están ­unidos por un guión –once-was-purple («en tiempos púrpura»), age-faded («tono descolorido»), old-lady-long («largo como el de una señora mayor»)– captan el peculiar lenguaje de los lamentos sureños. (You no-tits-having [¡estás plana!] era un improperio lanzado por doquier en mi vecindario del este de Texas). El detalle de las piernas cubiertas con vaselina y arcilla –una alternativa sureña de los negros a las medias que descubrí gracias a ella– es característico de su época. Así, una ausencia de detalle sería lo mismo que una marca comercial blanca o un producto genérico.

            Y las descripciones de Angelou nunca decaen mientras finaliza su fantasía retratada con desenfoque artístico, por lo que pasa a transformarse en una chica demasiado grande con una «masa rizada» de pelo y ojos estrábicos  («mi papá debía de haber sido chino»). Es una chica a la que había que forzar para que comiese «rabo y morro de cerdo». Además, tiene los pies anchos y «un hueco entre los dientes por el que habría cabido un lápiz del número 2»; ese espacio entre los dientes está suplicando que un niño lo rellene con un lápiz. Piensen ustedes en todos los otros terribles estereotipos carnales que Angelou podría haber escogido (aparte de nappy, que utiliza en una ocasión), y se percatarán de su talento por situar nuestros cuerpos vivientes en una escena.

            Resulta curioso que los lectores «se crean» lo que se les describe con claridad física. Una vez me dijo un lector: «Sabía que cuando añadiste ese viejo bote de desmaquillador de la marca Bab-o estabas contando una verdad como un templo». Un chico con el que jugué a los besos en secundaria se quedó estupefacto de que, treinta años después, evocara su camisa roja con un diminuto caballito de mar. «Qué clase de bruja eres si te acuerdas de eso», me dijo. De nuevo, en instantes de máxima excitación, el foco se estrecha; los recuerdos sensoriales de esos estados puede que en ocasiones brillen más que otros en la memoria. Cualquiera que esté impregnado de adrenalina y de la hormona del estrés cortisol –al igual que cuando Angelou estaba aterrorizada frente a los feligreses– manifiesta impresiones sensoriales con mayor intensidad que en períodos más habituales de tiempo. Volviendo al susodicho juego de los besos, todavía puedo sentirme perfectamente a mí misma entre los brazos curvos del chico por el cual estuve chiflada hace tanto tiempo. Casi cuarenta años después, aún puedo oler su chicle de la marca Juicy Fruit. Levanto las manos, más o menos para protegerme de permanecer demasiado pegada a él, y en las yemas de los dedos tengo marcado el contorno del caballito de mar.

«Stormtroops Advancing Under Gas» de Otto Dix. Imagen vía

            Por supuesto, los detalles físicos, por muy convincentes que sean, no demuestran realmente nada de nada por lo que a la verdad se refiere. Sin duda, tengo recuerdos erróneos de toda índole. Puede que el chico que besé estuviera masticando chicles Bazooka Joe o Dubble Bubble, por ejemplo. Pero pienso que la memoria específica –aunque resulte incorrecta– es permisible en este caso, porque los lectores entienden los fallos de la memoria y los permiten.

            Los escritores no carnales quizá deban dar lo mejor de sí mismos para convertirse en descriptores dignos de atención. Todos empezamos esbozando someramente a un personaje –el pelo, los ojos y el peso, a semejanza de los datos en un carné de conducir– y un escritor menos considerado puede que no llegue a echar a perder la página si vuelve otra vez a la presencia física de esa persona, como si tal revelación genérica de la memoria produjera una impresión eterna. (De niña, era una persona tan acelerada, ansiosa y extremadamente vigilante que parecía que estudiase a la gente a través de una lupa. Hay estímulos apenas percibidos por otra gente que a mí todavía se me presentan con fuerza.)

            Un sentido persistente del lugar debe emanar de unas buenas memorias en cuanto se ha cerrado su contracubierta, y puede que más tarde abras la portada de nuevo tal y como lo harías con una verja que da a un nuevo paraje. Cualquiera que tenga una memoria precisa puede llegar a ser un descriptor medianamente decente a base de práctica. Hilary Mantel explica que su confianza para rememorar recuerdos reside en que estos pueden florecer de sus intensas cualidades físicas: «Aunque mis recuerdos tempranos sean imprecisos, creo que no lo son, o no son del todo una paramnesia, y pienso así por su apabullante poder sensorial; llegan hasta mí completos, a diferencia de las formulaciones generalizadas y vacilantes de los asuntos trastocados por la fotografía. Si yo digo que “saboreé”, saboreo, y si digo que “oí”, oigo; no estoy hablando de un momento proustiano, sino de una película proustiana».

            Tal  y como le sucede a Mantel, los recuerdos más nítidos a menudo me producen la escalofriante sensación de estar mirando, a través de mirillas del pasado, paisajes que desaparecieron hace décadas. Regresa la que yo fui, mi antiguo rostro. Cuando esa transformación se produce dentro de mí, apenas me cuesta reflejar por escrito lo que veo.

            Comparemos a dos escritores eminentes: uno en un instante no carnal, y otro en uno carnal. Un pasaje de Adiós a todo eso de Robert Graves –aunque sea bueno como prosa– nos narra más su estado psíquico posterior a la Primera Guerra Mundial de lo que nos lo muestra: «Mi mente y mi sistema nervioso seguían en la guerra. Los obuses aún explotaban sobre mi cama a medianoche, aunque Nancy la compartiera conmigo; durante el día, los desconocidos que veía en la calle asumían los rostros de amigos muertos […] No podía hablar por teléfono, me enfermaba cada vez que viajaba en tren, y ver a más de dos personas nuevas en un mismo día me impedía dormir».*

            No malinterpreten mi visión acerca de Graves: es un escritor extremadamente carnal,  y sus escenas de la guerra de trincheras le arrancan las entrañas al lector. Pero aquí las frases poseen la cualidad de un recuerdo semántico más que de uno episódico: antes que un recuerdo vivido, es un recuerdo narrado. No hay una única escena sino varias condensadas en frases. Nos cuenta que está enfermo pero no habita el cuerpo enfermo. La única memoria sensitiva –amplia, pero sobre la que Graves no se explaya más arriba– es la de los obuses que explotan en su cama. Las caras nos son menos gráficas al tratarlas en plural. (Por lo demás, Graves vio numerosos fantasmas en singular, pero aquí solo pretendo ir al grano.)

            Compárenlo con el detalle físico del «mal destello de la memoria» de Michael Herr en Despachos de guerra, que asemeja a un viaje de ácido en el pasado: «Había cierta música de rock-and-roll que te llegaba mezclada con fuego graneado y hombres chillando. Sentado ante un filete en Saigón establecí una vez desagradables conexiones entre carnes, carne podrida y calcinada del invierno anterior en Hue. Peor aún, veías gente, gente andando por allí a la que habías visto morir en puestos sanitarios y en helicópteros. El chaval de la gran nuez y las gafas de montura metálica sentado solo en una mesa, en la terraza del Continental, me había parecido mucho más relajado como marine muerto dos semanas atrás».

            Herr casi se desvanece al principio, y entonces reacciona con efecto retardado al señalar que el chico muerto no es un fantasma. La escena retrospectiva parece activarse por el olor, con «desagradables conexiones entre carnes» y «podrida y calcinada».

            A diferencia de las escenas retrospectivas de «los amigos perdidos» tratadas en plural por Graves, Herr ve a un marine fantasmagórico individualizado que tiene una «gran nuez y las gafas de montura metálica». Herr describe a continuación su propia reacción de estrés de tal manera que nosotros los lectores podamos interiorizarla: «Pero entonces tenía agarrotada la garganta, la cara fría y pálida, temblor temblor temblor». (Ese irónico «temblor temblor temblor» [shake shake shake] forma parte del lenguaje del rock and roll que abastece de combustible al motor de la narración en Despachos de guerra y ahuyenta así el sentimiento de lástima en el lector, sorteado hábilmente con letras de canciones y humor negro.)

Un escritor carnal sobresaliente no diseña un robot, sino algo parecido a un avatar con respiración y con gusto dentro del cual puede introducirse el lector, por lo que revestirá sus manos y se hallará en su pellejo

            Las memorias carnales no han de ser traumáticas, por supuesto. Las simples se perpetúan cuando se repiten. Un amigo neurólogo se llevó a su hija en edad universitaria a un restaurante de una nueva cadena, subsidiaria de la que habían frecuentado todos los sábados para tomar una magdalena de zanahoria cuando ella era una niña pequeña. En el nuevo restaurante, mi amigo le coló un trozo de magdalena de zanahoria sin mencionarle la conexión anterior. A la hija se le activó la memoria. Describió con todo tipo de detalle el viejo restaurante y cómo habían ido después al jardín botánico. «Pero es imposible ­que lo diga sea cierto –afirmó ella­–, este restaurante acaba de abrir».

            ¿Se acuerdan ustedes de cuando en la película Robocop Peter Weller se amoldaba al interior de esa especie de traje metálico con ojos electrónicos y manos robustas y tensadas? Un escritor carnal sobresaliente no diseña un robot, sino algo parecido a un avatar con respiración y con gusto dentro del cual puede introducirse el lector, por lo que revestirá sus manos y se hallará en su pellejo. Así, el lector se enfunda en tu propia piel.

* Graves también señala que las escenas retrospectivas que le perturbaron durante más de una década provienen en su totalidad de los primeros cuatro meses que pasó en Francia. «Según parece, el aparato registrador de emociones debió de averiarse después de Loos», escribió. En cierto modo, su memoria se recargó y dejó de preservar lo que había sucedido ante sus propios ojos.

Traducción de Vicente Montesinos

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