El juez iba callado, a paso largo, metódico, sin concesiones, de agrimensor que cuenta los metros, y en apariencia ajeno al efecto del calor. El cuerpo lo seguía en esa convicción recta del andar. Lo mismo sucedía cuando nadaba, recuerda Gabriel. Lo hacía a braza y seguía un rumbo inalterable entre dos marcas. Observando desde la playa, a veces perdía en el agua a Chelo. Seguía con zozobra la inmersión de la madre. El padre, en cambio, estaba siempre en algún punto de la línea imaginaria. Gabriel admiraba en el padre ese sentido geométrico de los movimientos. En las ceremonias oficiales le llamaban mucho la atención los guardias con traje de gala y su precisión en los alardes, de tal manera que al principio, en su mirada infantil, ellos eran las autoridades, hasta que se dio cuenta de que no, de que ellos, los subalternos, actuaban como prolongación anatómica de las verdaderas autoridades. Su padre era autoridad con un cuerpo de guardia de honor. Llevaba consigo una anatomía disciplinada, obediente, incondicional.

¿No hace demasiado calor para ir con traje?, le había preguntado Chelo en la habitación del hotel, en la plaza de España. Ella no iba a acompañarlos en esta ocasión.

La elegancia, la mejor defensa contra el calor, dijo él medio en broma,  ajustando el nudo de la corbata.

Eres un exagerado. No se trata de una visita oficial.

Casi.

Quizá tenía razón el juez. Al bajar por la calle de Alcalá hacia la Cibeles, el calor era de una consistencia neumática. Gabriel miró hacia atrás porque le parecía que sus pasos pegajosos dejaban huellas humeantes en el pavimento. O tal vez no. Tal vez se volvió porque fue el primero en oír el crujir de la rama. Se tronzó sin que nadie ni nada la tocase y cayó con un peso braceador sobre la acera, padre e hijo paralizados. Era una de las ramas de más envergadura y en su caída provocó un desgarro del tronco, como si partiese en dos. Postrada, parecía un extraño ser moribundo, muy tupido de hojas, y yacía rodeado de gente que lo observaba aturdida como un peligro todavía latente. ¿Por qué se había caído así, con qué intención?

Fue el exceso de agua, dijo el juez, en voz suficientemente alta para que escuchase no sólo Gabriel sino también el resto de los viandantes.

¿El agua?

Para defenderse de este calor, los árboles suben a la copa toda el agua que pueden.

La elegancia es la mejor defensa contra el calor

Nadie hizo ningún comentario. La explicación era rara, pero el tono muy convincente, el sol hacía arder las vigas del cielo, y el señor iba muy bien vestido.

Podríamos decir, añadió, que se les sube el agua a la cabeza.

Fue aquel día, camino de la casa del abuelo, cuando le habló de París. De su estancia en París. De un verano en el que tronzaban las ramas porque, de tanto calor, los árboles habían decidido subirse todo el agua a la cabeza. Caían los pájaros muertos como molduras de un quebrado falso techo de escayola. No, Chelo no había ido. Eran novios, todavía tardarían años en casarse. Había sido un viaje de trabajo. Él iba a un encuentro de juristas. Sí, mucho, mucho calor. El mejor sitio para estar era el cementerio. El cementerio de Père Lachaise. ¿Cuándo fue? Eso, eso fue hace mucho tiempo. Mucho. Por los años cuarenta.

Podría ser más exacto. Decirle: Fue en el verano de 1940.

Era un buen sitio para pasear y conversar, el cementerio de Père Lachaise, pero no era solo el huir del bochorno lo que los había llevado allí, sino también la atracción que el señor Schmitt sentía por el arte funerario, por los sepulcros. Una ciudad, le dijo entonces, alcanza su categoría histórica por las tumbas. Iban en grupo, pero el profesor Schmitt había tenido la deferencia de dirigirse a él en esa ocasión. Cuando fueron presentados, él le había comentado que estudiaba Derecho en Santiago de Compostela. Para Ricardo Samos, todo aquello significaba la realización de un sueño. En una carta enviada desde París a Chelo le habló de esa “experiencia de elevación histórica”, la de conocer a Schmitt, y del “inolvidable paseo peripatético” entre las tumbas. El del cementerio había sido, para él, el momento más interesante (“un momento inmortal”, escribió, quizá con involuntaria ironía) de ese viaje a un París rendido al ejército alemán, un ejército de “de destino invencible”. Formaba parte de una delegación de intelectuales de la nueva España franquista, que seguiría camino a Milán y Berlín, en misión de intercambio e información. Lástima no tener una foto de aquel paseo por el Père Lachaise. “¡Qué hermosos sepulcros! Me reafirman en la idea de que el origen del arte está en la conciencia trascendental de la muerte”, le escribió a Chelo. Y añadía: “Tenías razón en lo de Dégas”. Ella ya había estado allí en 1936. Estaba seguro de que le gustaría ese detalle.

¿Qué le pasa a este chaval? ¿Por qué no habla?

Sí que habla, le dijo el juez en un tono sombrío. En esas circunstancias no podía impedir una mezcla de reproche y de culpa.

Pedro Samos observó al nieto desde lo alto, con los brazos cruzados, en mangas de camisa corta. Como casi siempre, parecía subido al puente de su propio barco, irritado por tener que asomar a la fuerza al mundo exterior. Por lo que él sabía, el abuelo Samos ocupaba un puesto en el cuerpo jurídico de la Armada en Madrid, pero lo que de verdad le interesaba era la historia de las navegaciones. Para ser precisos. Una historia. Una navegación.

¿Cuál fue el acontecimiento más importante en la historia, Gabriel?

Allí estaba el globo terráqueo con los signos del zodiaco y la leyenda en latín: Primus circumdedisti me. Esa esfera, imitación de la auténtica, la que el rey entregó a Sebastián Elcano, siempre lo acompañó, por lo que Gabriel recordaba. Estaba también en el escritorio de la casa de Coruña. Fue allí donde le llevó el dedo a Ceilán y se lo apretó para que impulsara el giro del globo: Navegando hacia el Oeste llegamos al Este, ¿te das cuenta? Incluso entonces, cuando vivía en Coruña, pocas veces fue a visitarlo. A Pedro Samos le atraía más la historia marítima que los asuntos de despacho. Lo curioso es que casi no había navegado. Eso era algo que sorprendía mucho a Gabriel. Él mismo, el marino, proclamaba sin reparo que se mareaba en una lancha de feria. Ricardo, el hijo, el juez, sostenía que eso era una mentira, uno de sus golpes de audacia en presencia de los más altos mandos, como lo de proclamar su admiración por los constructores de naves británicos. Pero eso pudo hacerlo, contaba con orgullo, después de estudiar a fondo la historia marítima y acabar con los lugares comunes que ocultaban la verdad histórica de la española Armada Invencible:

De la misma forma que el veloz Revenge de Drake hacía añicos los pesados catafalcos de la flota española, así despellejé yo la segunda frase más tonta de la historia marítima mundial, esa de Felipe II: “No envié mis barcos a luchar contra los elementos”. Lo cierto es que cada marinero inglés era un soldado, pero cada soldado español no era marinero. Esa era una diferencia. Con todo, el gran secreto estaba en los astilleros John Hawkins. De allí salieron, ligeros y letales, los galeones ingleses. De allí salió el veloz Revenge, el narval de Drake.

Pero ahora la cuestión era otra. El acontecimiento que lo apasionaba. El episodio en el que se fue sumergiendo hasta diluir los perfiles del presente. El viaje que cambió la geografía de la mirada en la que hasta entonces estaba prisionero el ser humano. La hazaña que agotaba los adjetivos.

¿Recuerdas la ruta, Gabriel?

La esfera giraba despacio, tranquilizadora. Nunca tartamudeaba al decir los nombres de la esfera.

Una ciudad alcanza su categoría histórica por las tumbas

Oía hablar en voz baja al padre y al abuelo. Sabía que hablaban de él, entre otras cosas. Y que estaban discutiendo. Eran Samos. Por muy bajo que hablasen, siempre se les oiría.

Va perfecto. ¿Qué problema tiene?

Por temporadas. De cuando en vez, todavía tartajea.

A Gabriel le disgustaba el verbo tartajear. No por él, sino en general. En cambio, le gustaba la palabra silencio. De ser protagonista, mejor que el padre dijera que era demasiado callado. Que pasaba temporadas sin hablar. Que era amigo del silencio. En una ocasión en la que Curtis le había hablado de la hija del muchacho de Panaderas 12, porque el muchacho se había hecho hombre y tuvo dos hijas, pues bien, Curtis decía de esa niña que él conoció que sabía el nombre de todas las capitales de los países del mundo y todos los huesos del esqueleto, y que tenía mucho carácter. Un día el padre le riñó por levantarse sin permiso de la mesa a la hora de comer y ella se volvió a sentar, se cubrió la cabeza con la servilleta y no habló en tres días.

¿Tres días?

Tres días sin soltar una palabra.

En una ocasión había coincidido con Curtis, el fotógrafo ambulante, precisamente por la cuesta de Panaderas. El fotógrafo del minuto iba tirando de su caballo Carirí por la cuesta arriba y le dijo: En esa casa vivía María, la de la orquesta de los periquitos. Estaban a la altura de Panaderas 12. Le entró una espina en el cuerpo. Ahí dirigía sus postales desde el sanatorio francés el joven tuberculoso. Su amigo secreto, el que estaba escondido en los libros de cantos quemados. El que le aprendió a usar la báscula y a controlar el peso. Santiago Casares Quiroga. Casaritos. Así que, por las cuentas de los años, esa María tenía que ser su hija. Se acercó al portal. Intentó ver a través de los cristales, pero había una oscuridad hosca. Fue Curtis quien dijo: ¡Pobre casa!

¿Tartajea? A ver, Gabriel. Amárrate bien a la rueda del timón.

Sabía lo que le iba pedir. Ese era el preludio. De pequeño, cuando el abuelo Pedro Samos todavía vivía en Coruña, en la Ciudad Vieja, le hacía repetir la frase de Temístocles como una consigna. Y de premio le ponía la gorra con la hilera de palmas de oro en la visera y señalaba en la bocamanga los tres galones de oro horizontales sobre fondo morado: Algún día llevarás el distintivo del hacha con el haz de lictores. Le llamaba mucho la atención la importancia que adultos como su abuelo daban a aquellos símbolos, tan semejante al que él sentía por sus posesiones del Gabinete de Curiosidades.

¿Amarrado al timón, grumete?

Amarrado.

Lo que dijo Temístocles.

¡Quien domina el mar, domina todas las cosas!

En esta ocasión, en el despacho de Madrid, no le colocó la gorra con la hilera de palmas de oro, pero le puso la mano en la cabeza, en un gesto de triunfo compartido.

No tartajea. No se traba. No dice Zalalalaladino, ¿verdad? A ver. ¡Di Saladino!

Saladino.

¿Ves, Ricardo? Hay que darle confianza, seguridad. Dejarle el timón.

No todo es tan fácil como te lo parece, dijo el juez. No se soluciona con bromas.

¿Bromas?

Había un rencor contenido en la expresión del padre hacia el juez. Algo que trataba de disimular, pero que le podía, que se le manifestaba no como un acaloramiento, sino como una palidez fría, sobre todo cuando Pedro Samos se refería a su mujer, Pilar, con jocoso desinterés. Eso también formaría parte durante mucho tiempo de la memoria de Gabriel. La memoria guarda, sabe lo que sucede, pero no te lo cuenta. Ya se verá si más adelante decide contarlo o no.

En Madrid, Pedro Samos vivía con una mujer. No con su mujer, sino con otra mujer que no tenía existencia por sí misma. Era La Mujer que Lo Cuida. Todos la nombraban así. En la versión oficial de la familia, él vivía solo, aunque en compañía de La Mujer que Lo Cuida. No, no estaba separado de la abuela Pilar. Él estaba en Madrid por su destino en el ministerio y ella permanecía en Coruña por motivos de salud. Lo que Dios había unido no lo podría separar ni siquiera un golpe de audacia del teniente coronel jurídico de la Armada. Aunque Pedro Samos, el de los chistes belgas, también tenía alguno dedicado a su mujer. Era una pregunta: ¿Cómo se llama la calle donde vive tu abuela?

Amargura, contestaba Gabriel.

Todo fue muy diferente tres años después. La Mujer que Lo Cuida estaba  allí. Existía. Había oído una nueva forma de nombrarla, no oficial, y nunca en presencia de Pilar: La Amiga. Pedro Santos estaba sentado ante la ventana, en una silla de ruedas. Su mirada permanecía al acecho, brillante, a punto de dar un salto fuera del cuerpo. Lo que tenía ante sus ojos era una vista del Retiro. Y era una suerte que fuese así, como insistía La Mujer que Lo Cuidaba: No sé si lo confunde de verdad con el mar o si está inventando un cuento.

El viaje que cambió la geografía de la mirada en la que hasta entonces estaba prisionero el ser humano

Cuando lleguemos, lo saludas y aunque él no te pregunte nada, dile lo de Temístocles. Está perdiendo la memoria, ¿sabes? ¡Ah! Saluda también a La Mujer que Lo Cuida. Le das la mano. Le dices Hola, señora. Y ya está.

Hola, abuelo. Quien domine el mar, domina todas las cosas. Hola, señora.

Ya está.

También él miró hacia los árboles. Era el comienzo del otoño. Cada uno de ellos se agitaba de forma distinta.

Hola, abuelo. Quien domine el mar, domina todas las cosas.

Sonrió como cuando contaba uno de sus chistes sobre belgas. Era una de sus aficiones, los chistes sobre belgas. Gabriel nunca supo el porqué de esa manía. Había gentes y países a los que les tocaba ser más abastecedores de chistes que los demás. Una geografía de países tartamudos, cojos, chistosos. Países que se caían de culo.

Pero luego frunció el entrecejo y dijo con una voz ronca y resentida: Revenge.

Temístocles, abuelo. Temístocles.

¡Revenge! ¡Revenge!

No, ya no sonreía. Estaba enojado. Lo miro de reojo, con mucha extrañeza. Y luego hacia La Amiga como preguntándole quién era aquel mocoso que lo contradecía. ¿Acaso era él Temístocles?

El juez tuvo una idea que realizó de forma animosa. Estaba seguro de encontrar algo que iba a producir un efecto, un despertar en la mente de Pedro Samos. Levantó la esfera de la mesa y la llevó delante del padre, a la altura de los ojos: Primus cicumdedisti me.

Dime, ¿qué ocurrió? El acontecimiento más importante de la historia del mar.

Pedro Samos miró con sorpresa y disgusto ese obstáculo que de repente se interponía entre él y la ventana. Hizo girar un poco la silla a su derecha, empujó las ruedas e inclinó la cabeza para seguir viendo el océano. Nadie lo podría saber, pero estaba intentando desentrañar ese misterio de que cada ola tuviese un viento. El juez, insistente, movió la esfera en la dirección de la mirada del padre.

Dios nos dio la victoria, ¿recuerdas esa frase? Llegaron a Sevilla con especias de Ceilán. Los nombres, padre. ¿Recuerdas los nombres? ¡Tienes que recordarlos! Te voy a ayudar. El primero era Magallanes. Y el otro, el que llegó, el héroe, ¿quién era el otro, padre?

Revenge, dijo él al fin con una expresión dolorida.

No. Revenge era la nave de Drake.

Impaciente. Más pistas. De eso no se podía olvidar. Estaba seguro que la llave para recuperar una parte del territorio perdido en la mente. Tenía que haber una manera de frenar esa corrosión acelerada.

Al fin, Pedro Samos miró hacia el hijo con enfado y le dijo: ¡Habla con Pigafetta!

¿Con quién?

Con Antonio Pigafetta.

Recuerda, padre. Las campanas de la Giralda, en Sevilla, cuando llegó el Victoria. Las campanas y los cañonazos. Los dieciocho supervivientes, vestidos de harapos, descalzos, caminan hacia la iglesia de Santa María de la Victoria. Dieron la vuelta al mundo. Para ti era lo más importante, ¿recuerdas? Tú estudiaste como nadie esa hazaña. Tú lo sabes todo de ese viaje. Sabes cosas que nadie sabe.

Pedro Samos se volvió hacia la esfera. Pestañeó. Estaba reconociendo el mundo. La tierra. La tocó con la mano y la hizo girar con calma. El dedo seguía la ruta.

Todo. Sí, yo estuve allí, lo sé todo. Yo fui uno de los dieciocho. Después de los 35º, comenzó lo desconocido.

¿Qué paso, padre? ¿Qué pasó después de los 35º?

Lo miró de arriba abajo, con desconfianza: ¿Por qué quieres saberlo? ¿Para quién trabajas?

Para el rey de España, padre.

Pedro Samos masculló unas palabras. Con la lengua exploraba cráteres en la boca.

Pasaron muchas cosas, dijo al fin. Si lo conseguimos, fue gracias a él. Ni Magallanes, ni Elcano. Nada. Fue por él. Después de la masacre de Cebú, marchó a casa en juncos siameses. Lo dejamos ir. Bien que se lo merecía.

Lo que Dios había unido no lo podría separar ni siquiera un golpe de audacia del teniente coronel jurídico de la Armada

El juez estaba desconcertado. Después del éxito inicial, de conseguir que el abuelo Samos reaccionara delante del globo terráqueo, parecía dudar ante el abismo del delirio.

¿Gracias a quién?

¿A quién iba a ser? ¿No te lo contó Pigafetta?

No.

¡Ese vanidoso!

¿A quién hay que darle las gracias?

¿A quién va a ser? A Henrique. El esclavo de Magallanes.

¿El esclavo?

Si. Lo había comprado de joven, sin saber bien dónde lo habían cazado. Y al llegar a las islas de las especias reconoció la lengua de la infancia. En realidad, él fue el primero en dar la vuelta al mundo. Y el que nos salvó. Nos hubieran exterminado, de no ser por aquellas palabras que Henrique guardaba entre los dientes.

                                           

(N. del A.- Este relato está protagonizado por algunos de los personajes de la novela Los libros arden mal).

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Portada: Detalle de un mapa (1590) de Abraham Ortelius que muestra la nave Victoria. Imagen vía.