En un libro de fotos antiguas de Bucarest titulado: Bucurestiul interbelic, Calea Victoriei; aparece un cartel donde se anuncia el Hotel Majestic. La foto recoge una instantánea de la calle Victoriei, el corazón de la capital rumana, invadida de gente tranquila paseando con la indumentaria a la moda de los años veinte. La flecha que señala la dirección del Hotel está indicando un callejón. Me asomo ahora desde la terraza de mi dúplex, en el mismo hotel totalmente reformado, y observo una pequeña plaza. En el centro está colocado sobre un pedestal un pequeño busto de Ataturk, el político Turco que modernizó y occidentalizó a su país, así como la entrada principal del pequeño teatro Odeón. La fachada tiene un aspecto de templete neoclásico. Estrecha, con una respetable escalinata para acceder al vestíbulo. La programación que figura en los carteles anunciadores es variada: danza, música popular y comedias. El hotel se sitúa en un lateral frente a otro bloque de viviendas en cuyos bajos hay tiendas de ropa. La plaza tiene salida por dos calles laterales que bordean al Odeón. La del Hotel se llama Academici. Si miro de frente a la calle Victoriei me encuentro con el edificio de las telecomunicaciones. Aunque posteriormente se le dio un aspecto soviético prescindiendo de la decoración modernista y colocándole un pináculo muy de la arquitectura comunista, realmente su construcción, hasta una altura de cincuenta y tres metros, se llevó a cabo en los años treinta. En las fotos de la época el “rascacielos” muestra su belleza de líneas resaltada por unos remates abstractos de hojas de acanto. Es un esbelto cubo del que emerge una torre circular finalizada sin pico, como si hubiera sido desmochada a propósito. La modernidad de este edificio resaltaba frente a los otros decimonónicos muy abundantes de corte parisino de la acera de enfrente y al mismo teatro nacional que, a finales de la Segunda Guerra Mundial, fue bombardeado y destruido. Sesenta años después, la mayor parte de estos inmuebles aún siguen en pie con signos de envejecimiento en sus fachadas, mientras que el solar donde estuvo el teatro sigue vallado y sin edificar. Ahora el edificio de las telecomunicaciones está cubierto de andamios. Da la impresión de que, aparte de afrontar su necesaria rehabilitación, también se le devolverá su primigenia imagen. Numerosos bajos comerciales de este trozo de la calle Victoriei están ocupados por firmas europeas de ropa cara. Si me giro al lado contrario me encuentro con las cúpulas decimonónicas de dos de los edificios que hacen chaflán con la plaza donde se encuentra el majestuoso edificio del Círculo militar. En la intersección entre la Calea Victoriei y el boulevard Elisabeta aún se encuentra en funcionamiento el Grand Hotel du Boulevard. Mirándolo tenemos la sensación de encontrarnos en París. Edificio robusto rematado con cúpulas de cebolla medio bizantinas. Su estado actual es lamentable aunque la antigua belleza resalta frente a esos otros feístas edificios de cemento levantados por el régimen comunista muchos de los cuales están a punto de derrumbarse. Los tejados que contemplo son de zinc, tan grises como el mismo día. Vecino del hotel está el que fue uno de los más famosos cafés, restaurante y hotel, el Capsa. La cúpula que remata los dos pisos con unos grandes búcaros, fue colocada años después de la primitiva construcción, a finales del siglo XIX, quizá para resaltar aún más la belleza de la plaza del Círculo militar. Por el Capsa pasó toda la destacada intelectualidad rumana de entreguerras. Hasta él llegó también Paul Morand casado con la princesa rumana Dimitri Soutzo. El escritor y viajero francés se refirió a la calle Victoriei como un verdadero corso stendhaliano surcado de paseos y tertulias. El hotel, confitería, restaurante y café Capsa lo regentaba, antes y después de la Segunda Guerra Mundial, el griego Papá Kostas. El régimen comunista le quitó la propiedad pero lo mantuvo al frente del negocio. Le cambió el nombre por el de Bucuresti, aunque todo el mundo siguió conociéndolo por el antiguo. Papá Kostas era un magnífico empresario hostelero. Había llegado a ser propietario de otros cuatro restaurantes. Kostas mantuvo la dignidad del local aunque tras su muerte, en pleno régimen de Ceausescu, fue perdiendo todo el encanto que tenía. El Capsa de hoy carece de aquellos salones cubiertos por generosas alfombras. Las grandes lámparas y bellos muebles fueron reemplazados por otros más asépticos y fríos. En el Diario, Sebastian hace varias referencias a este establecimiento. En una de ellas, fechada el mes de septiembre de 1939, relata un almuerzo al que asistieron Rosetti, Ralea, Visoianu, Camil, Lassaigne, Comarnescu, Pastorel, Steriadi, Oprescu y Cantacuzino, “me pareció lúgubre. Se reía, se hacían chistes y yo no comprendía cómo era posible tanta inconsciencia”. Sebastian se sorprende también de la alegría y el bullicio de las calles de su ciudad, ajenas a lo que ya está sucediendo y a lo que se avecina.

Ceausescu odiaba todo cuanto construyó aquella culta burguesía, cosmopolita y refinada

Todo cuanto contemplo desde mi terraza del último piso del Hotel Majestic lo vio Mihail Sebastian pues vivió varios años en la calle Victoriei. El trozo en el que yo ahora habito temporalmente está situado estratégicamente a mitad de camino entre el primer tramo de la calle que se inicia junto al río Dimbovita, más ínfimo incluso que el Manzanares, en la Piata Senatului y llega hasta la plaza del Ateneo, la sala de conciertos que tanto frecuentó el melómano escritor judío-rumano. La Plaza Senatului aún conserva bellos edificios de líneas modernistas y neoclásicas rematados por templetes, junto a horrendos esqueletos de cemento a medio construir desde tiempo inmemorial. Este mismo panorama se divisa en otros muchos puntos de la ciudad. La antigua belleza, alzada fundamentalmente en las primeras décadas del siglo XX, contrasta con las graves y permanentes agresiones sufridas por Bucarest durante los años sesenta y setenta a manos del Ceausescu. El dictador odiaba todo cuanto construyó aquella culta burguesía, cosmopolita y refinada. Cientos de edificios fueron derrumbados por este campesino pobre, llegado muy pronto a las más altas esferas del poder. Hizo desaparecer el barrio judío y otros muchos burgueses, para llevar a cabo la megalomanía de levantar grandes avenidas surcadas por edificios grandilocuentes construidos con malos materiales. Hoy el deterioro es patente. El hombre nuevo, creado por el comunismo, no comprendía ni necesitaba comprender el arte y la literatura burguesa, o mejor aún, debía odiar aquel legado.

En el primer tramo de la calle Victoriei, desde la Plaza Senatului hasta el Hotel Majestic, hay edificios excepcionales como el del antiguo palacio de Correos, ahora convertido en el Museo Nacional de Historia de Rumania, y La Bolsa. Ambos podrían competir con cualquiera de los mejores edificios parisinos de finales del XIX. En una de las calles que se cruza con la Victoriei, la Stavropoleos, se levanta una de las más bellas iglesias bizantinas construida a comienzos del siglo XVIII. Está cubierta de pinturas murales y conserva su claustro. La Victoriei tiene también otros muy relevantes templos ortodoxos: la iglesia Doamnei de finales del XVII, la iglesia Zlatari del XVII frente a los almacenes Victoria, antes La Fallete, o la iglesia Kretulescu de la misma época que la Stavropoleos. Precisamente junto a esta última citada se encuentra uno de los más famosos restaurantes de Bucarest. El Carul cu Bere tiene más de un siglo de existencia, y fue concebido en el estilo neogótico alemán. A mí me recuerda a la decoración de alguno de los palacios muniqueses de Luis II de Baviera.

La portada del libro de fotos antiguas que estoy mirando mientras escribo estas líneas, nos ofrece las fachadas del tramo anterior antes de llegar a la plaza del Círculo militar. Subiendo desde el río son las que están situadas a la derecha. Todos esos edificios aún perduran tal cual. No se sabe muy bien a qué están dedicadas y más bien parece que están abandonados. Por ejemplo, aquí funcionó el Hotel Continental cuyos soportales ahora están repletos de indigentes que se resguardaban del frío con cartones. La línea de enfrente fue derribada para levantar un terrible edificio en donde estaba la Securitate, la policía secreta y represora del régimen comunista. Pasada la plaza del Círculo militar, la siguiente del antiguo y desaparecido Teatro nacional, llegamos a la Plaza del Ateneo. Además de albergar a este edificio, da a una esquina del antiguo Palacio Real, la Biblioteca universitaria, la antigua sede del Partido Comunista y el Hotel Athénée Palace. El Ateneo es una especie de gran templo griego. El vestíbulo, que alberga una impresionante escalera de mármol, fue construido igualmente con este mismo material de Carrara. Mihail Sebastian, en el Diario de 1935 a 1944, no para de referirse a él. Comenta los conciertos y describe a la sociedad cultural que se reunía entorno al mismo incluso durante la guerra. El Hotel Athénée Palace que contemplo en este álbum de fotos, era un edificio modernista de una belleza singular, pues mezclaba las líneas orientales con las occidentales. Balcones decorados con arcos de herradura competían con otros más clásicos sostenidos por columnas dóricas. El chaflán también recogía esa mezcla cultural del propio país a caballo entre oriente y occidente, entre el cristianismo y el Islam, entre el imperio austrohúngaro y el otomano. Durante la primera y segunda guerra mundial el Athénée fue la sede de los espías de todos los bandos y un centro babélico. La guerra cambió completamente su rostro y hoy rebautizado como Hotel Hilton tiene una fachada que en nada se parece a lo que fue. Desaparecieron todos los elementos decorativos para transformar aquel barroquismo en un edificio sobrio y racionalista. La Biblioteca central universitaria fue reconstruida exteriormente tras los desperfectos sufridos durante el levantamiento contra Ceausescu, pero su rica biblioteca se perdió en los incendios y saqueos de que fue objeto. El palacio real de los Hohenzollern-Sygmaringen, es ahora el Museo Nacional de Arte de Rumania. A partir de aquí, la calle Victoriei transcurre estrecha y larga hasta la Plaza Victoriei. El Hotel Bucarest es un edificio tremendo de corte estalinista. Debió de ser un centro de reunión de la nomenclatura comunista. La iglesia de San Basilio es otra pequeña joya ortodoxa levantada en tiempos de George Dimitrie Bibescu frente a un palacete del XIX, el Palacio Cantacuzino hoy museo George Enescu. Una gran concha protege a unos leones que vigilan la entrada.

El Diario de Mihail Sebastian es la mejor guía para recorrer Bucarest

Esta fue la calle de Iosef Hechter, conocido literariamente como Mihail Sebastian (1907-1945). Un magnífico periodista, novelista, autor teatral, traductor y diarista. El Diario, una forma de escritura en la que el autor encontró un refugio, es la mejor guía para recorrer Bucarest, aunque no habla tanto de la ciudad como de sí mismo, pero ambos protagonistas comparten ese mismo espíritu melancólico. La capital rumana, durante el periodo de entreguerras, albergó a las jóvenes e inquietas personalidades de Tzara, Eliade, Cioran o Ionesco. De los tres últimos fue amigo Sebastian, aunque con quien tuvo una más estrecha relación fue con Eliade. Sebastian viajó por Europa, vivió en París y otras capitales. Le presentó a Eliade a la que sería luego su primera esposa, Nina Mares, que moriría durante la estancia de ambos en Lisboa. En el Diario se habla de la actualidad política nacional e internacional, se comentan libros y autores, se proyectan esquemas de sus obras literarias futuras, habla de la sociedad cultural de su tiempo, y hay infinidad de reflexiones y pensamientos referidos al amor, lo judío y a la escritura. El Diario permaneció inédito durante seis décadas. Su hermano lo sacó furtivamente de Rumania. Beno, el hermano del que tanto habla en el Diario, en 1961, emigró a Israel. Tuvo miedo de sacar el manuscrito y se lo confió a unos amigos que también emigraban. Ellos de forma furtiva lograron transportarlo fuera del país. Beno no permitió la publicación hasta después de su muerte acaecida en 1990. ¿Por qué lo hizo? Probablemente por los comentarios que hace Sebastian de algunas personalidades políticas y culturales como el propio Mircea Eliade, durante el período de tiempo en que el país fue gobernado por el régimen prohitleriano del mariscal Antonescu. Sebastian y Eliade fueron íntimos amigos a pesar de la militancia de este último en la fascista Guardia de hierro. Eliade comenzó su carrera literaria como novelista. Maitreyi, Paraíso perdido, Los jóvenes bárbaros o La señorita Cristina son algunas de sus obras narrativas publicadas durante los años treinta. Paraíso perdido provocó escándalo por unos pasajes homoeróticos, mientras que La señorita Cristina fue atacada por mostrar la precocidad sexual de una niña de nueve años. Todo este revuelo fue la causa para su expulsión de la Universidad. Eliade creía en la primacía de lo espiritual, en la rumanidad, en el nacionalismo proveniente de Eminescu y Hasdeu que lo acercó a la extrema derecha de Codreanu, a la Legión del Arcángel Miguel (la Guardia de hierro). Creía en la creación de un hombre nuevo. Por el contrario, el pensamiento de Sebastian es liberal, escéptico. Confía en los sistemas democráticos británico y francés aunque, tras la entrega de este último país a los nazis, sus esperanzas se derrumban. Fuera lo que fuera Eliade durante esos tristes años, jamás ejerció la violencia ni publicó o hizo manifestación alguna de antisemitismo. Codreanu fue asesinado en 1938 junto con otros muchos legionarios. El propio Eliade fue detenido y encarcelado. Pocos meses después se separaba de los antiguos compañeros tras manifestar su repulsa por los asesinatos y la persecución de los judíos. Hay tres épocas en Eliade. Una primera donde escribe en su lengua materna. Abarca desde 1907 a 1945. Otra segunda en que escribe en francés, desde 1945 a 1956. Y la última, en inglés, que abarca los años 1956 a 1986, cuando se produce la muerte. Los últimos cinco años de su primera etapa los pasó en Lisboa. En la capital portuguesa publicó poco: algunos artículos de propaganda cultural sobre la historia de Rumania, una biografía de Salazar y proyectó futuros ensayos, novelas y obras teatrales. Viajó por toda la península ibérica y tuvo la oportunidad de contactar con nuestros intelectuales y escritores más preeminentes del momento. En Portugal conoció a Ortega que estaba exiliado. En Madrid a Asín Palacios, Menéndez Pidal y a D’Ors del que afirmó ser un autor universal, paradójico y desigual, repleto de genialidad y formidable estilo periodístico. D’Ors reseñó, en el año 1949, El mito del eterno retorno. Eliade llegó incluso a publicar algunos artículos sobre la cultura rumana en la revista madrileña El español (1942-43). “De España me gusta todo, incluso el olor a aceite quemado”, comenta en el Diario portugués. En este libro hay nada menos que tres cuadernos de viajes por España (1942-43 y 44). Eliade frecuentó Castilla y Andalucía. En Córdoba asistió a un Congreso Luso-Español. Amaba la pintura de Velázquez, El Greco, Murillo y Goya. Al hablar de los escritores católicos: Maritain, Mauriac, hace amplia referencia a Bergamín. Menciona también a su admirado amigo Corpus Barga y cita versos de Manuel Machado. Su interés por España le venía de lejos. En el año 1926 llevó a cabo, en Rumania, una versión francesa de La agonía del cristianismo de Unamuno, y además en periódicos y revistas escribió sobre el judío catalán del siglo XIV Hasdai Ben Abraham, León Hebreo o Luis Vives. En el Diario portugués califica a Unamuno, Ortega y Eugenio D’Ors como los más grandes ensayistas europeos y los más originales por las fuentes nuevas que utilizan. Pero la devoción por Unamuno es incluso mayor que por los otros. En Lisboa lee, en español, Del sentimiento trágico de la vida y San Manuel Bueno, Mártir. Del primer libro anota que “anticipa toda la filosofía existencialista contemporánea”; mientras que del segundo confiesa que le emocionó hasta las lágrimas. Mircea Eliade descubrió en Unamuno la experiencia visceral del espíritu, de la carne, de la sangre, del cuerpo. Eliade profundizó en la lectura de los místicos castellanos Santa Teresa, Molinos o San Juan de la Cruz. La lectura de la Vida de don Quijote y Sancho le aportó nuevas opiniones sobre los personajes cervantinos. Cuando Unamuno falleció en 1936, Eliade aún se encontraba en Bucarest. Sin embargo, redactó para la radio una encendida necrológica cargada de admiración.

Eliade siempre mantuvo buenas relaciones con todos los representantes de las culturas y las diversas religiones como, por ejemplo, Gershom Scholem (judío); Henry Corbin o Louis Massignon (islamistas); o Henry- Charles Puech (gnóstico). Por lo tanto los reparos y críticas que le hace a menudo Sebastian no son fundados. El distanciamiento amistoso se precipita cuando Eliade regresa de Portugal con la misión de entregar un mensaje de Salazar a Antonescu y no llama a su amigo ni lo va a ver. Sebastian, a quien siempre le admiró la fecundidad de Eliade, se sintió muy dolido y pensó que en esta decisión había pesado su condición de judío. Creo que Sebastian no tenía razón. En el Diario portugués lo explica. Eliade estaba siendo seguido por los servicios de seguridad nazis y rumanos. En estas circunstancias pensó que visitar a su amigo le perjudicaría. Era preferible que siguiera en el anonimato y no se investigara sobre quién era aquella persona. ¿Quizás debió mandarle algún recado? Los acontecimientos eran tan extremos y complicados que quién puede saberlo a ciencia cierta sino únicamente los propios protagonistas. En Bucarest otras personas como Sebastian pensaban que Eliade, Ionesco (terrible el fragmento donde Sebastian cuenta la desesperación del autor teatral por llevar sangre judía en sus venas, a pesar de que su primer apellido y el padre eran incuestionablemente rumanos y además él era cristiano) o Cioran eran unos cobardes pues se habían ido de su país sin intervenir para nada contra la política fascista que se estaba llevando a cabo. Es más, como en el caso de Eliade o Cioran, se habían aprovechado de la misma. El primero aceptando un puesto diplomático, y el segundo disfrutando de una beca del Instituto francés de Bucarest para quedarse en París. Lo cierto es que Sebastian también habría podido emigrar, pero nunca quiso salir de su ciudad para no separarse de su madre y de su hermano.

¿Por qué hemos nacido, Dios mío? ¿Por qué hemos llegado a alcanzar una conciencia rumana del mundo si teníamos que acabar aniquilados?

Portugal no fue un paraíso para Eliade tal cual se lo imaginaba su amigo: “…él está llevando una existencia principesca, en regiones paradisíacas, de vida, de paz, de lujo, de confort y de ensueño, mientras él está viviendo plenamente ‘el orden nuevo’, yo voy arrastrando una existencia miserable de prisionero” (1942). Allí perdió a Nina, su gran amor, y le surgieron los terribles remordimientos por este acontecimiento. Eliade asumió como una culpa propia aquella muerte. La había obligado a abortar y él consideraba que, como resultado de la operación, le había surgido la enfermedad que la llevaría a la tumba, después de causarle grandes y extraordinarios sufrimientos. Eliade se quedó solo en Portugal. La única compañía era la joven hija de Nina. Con ella partiría luego a París. Eliade, en el Diario portugués, hace varias referencias a Sebastian a propósito de las novelas de Rebreanu y Petrescu. Habla de sus amigos hebreos e incluso lleva a cabo amplias reflexiones históricas sobre los judíos portugueses y españoles de siglos anteriores. Compara su diario con el de Miguel Torga, autor que le complace y al que toma como guía para su propia escritura. Eliade reconoce el fracaso de su utopía. Se inquieta por el futuro nada halagüeño que supone le aguardaría: “Me estremece pensar en la nada que veo ante mí, en la civilización latina cristiana sucumbiendo bajo la llamada dictadura del proletariado, en realidad la dictadura de los elementos eslavos más abyectos”. Le produce horror el imaginar a Rumania convertida “en un soviet perdería su burguesía y sus intelectuales, pero la masa, sino la deportan, ganará una educación mejor y una sanidad decente. Y dentro de quinientos años, los rusos se retirarán. ¿Qué aspecto tendrá entonces mi nación?”. Más adelante, en otro comentario, confiesa lo siguiente: “si vienen los rojos, mi pueblo, mi obra y yo desapareceremos, en sentido propio y figurado (…) ¿Por qué hemos nacido, Dios mío? ¿Por qué hemos llegado a alcanzar una conciencia rumana del mundo si teníamos que acabar aniquilados?”. Cuatro años y siete meses pasó Eliade en Portugal donde, a través de Radio Rumania, se enteró de la muerte de Sebastian. “Era una de las dos o tres personas que me habrían hecho soportable Bucarest”, escribe en el Diario. Y añade esta significativa confesión: “incluso durante mi clímax legionario lo sentí cerca de mí”. Se asombra de que hubiera sobrevivido a tantas penurias (matanzas de judíos, revueltas, trabajos forzados, bombardeos) y muriera atropellado por un camión pocos días después de terminar la guerra. “Mihail ha vivido, sin duda, una vida de perros estos últimos cinco años. Escapó de las matanzas de la revuelta de enero de 1941, de los campos de concentración de Antonescu, de los bombardeos americanos y de todo lo que siguió al golpe de estado del 23 de agosto de 1944”. Mihail Sebastian en una temprana anotación, fechada en septiembre de 1936, mostraba con tristeza las diferencias de criterios entre ambos: “¿Perderé a Mircea por ello? ¿Puedo olvidar todo lo que tiene de excepcional, de generoso, su potencia vital? ¿Su hombría de bien, su afecto, todo lo que tiene de juvenil, de niño y de sincero? No lo sé. Noto entre ambos embarazosos silencios que ocultan sólo a medias las explicaciones de que huimos porque seguramente ambos las sentimos y voy acumulando desilusión tras desilusión; entre ellas, su presencia en el antisemita Vremea (cómodo, como si nada hubiese ocurrido) no es la menor. Pero haré todo lo posible por conservarlo”. Al año siguiente, en el mes de febrero, anota: “¿Es posible la amistad con unas personas que tienen en común toda una serie de ideas y sentimientos ajenos a mí, tan ajenos que basta que yo entre por la puerta para que, de pronto, todos se callen avergonzados y cohibidos?”. Y días después añade: “Larga discusión política con Mircea, en su casa (…). Le gusta la Guardia…”. En diciembre de ese mismo año de 1937, Sebastian reproduce unas declaraciones (él habla de artículo), que Eliade siempre negó haber realizado, a la revista Buna Vestire, en donde afirmaba cosas tan graves como las siguientes: “¿Puede la nación rumana terminar su vida minada por la miseria y la sífilis, invadida por los judíos y despedazada por los extranjeros?…”. A partir de ese momento las llamadas de Mircea y Nina a Mihail se espacian en el tiempo. Otra anotación de septiembre del 1939 reproduce otras supuestas opiniones de Eliade sobre la defensa “judaica” de Varsovia.

El Diario de Sebastian es una obra maestra en su género. Está lleno de informaciones y opiniones valiosísimas tanto de carácter político y sociológico como literario. Gran lector, en varios idiomas, pasan por estas páginas Sterne, Shaw, Taine, Ibsen, Jane Austen, Balzac, Shakespeare y un sin fin de nombres y obras. Sus propias reflexiones sobre lo que es un diario y cuáles sus referentes, también son fundamentales para entender su trabajo. “Es menester cierta energía y tozudez para llevar un diario, al menos al principio, hasta que uno se acostumbra, hasta que encuentra el tono adecuado. En definitiva, hay algo artificioso en el mismo hecho de llevar un diario íntimo. En ninguna otra parte, escribir me parece más falso…”. Más adelante añade, “este diario no me sirve de gran cosa. A veces lo repaso y me deja anonadado la falta de una honda resonancia. Cosas anotadas sin emoción, de forma gris e inexpresiva. No se ve por ninguna parte que lo escribe un hombre que, día a día y hora a hora, va con el pensamiento de la muerte a su lado, en su interior. Tengo miedo de mí mismo… Huyo de mí. Me guardo de mí mismo…”. Montaigne, Renard y Gide son sus maestros. Sobre Renard escribe, “cuánto me gusta este hombre y qué absurda me parece su muerte”. La referencia a la muerte le ayuda a subrayar esta frase del escritor francés, “no me asusta la muerte. Descansaré, dormiré. Oh, qué bien acostarme y dormir”. Sebastian, a través de estas páginas, se prepara para afrontar todos los males con dignidad. Este aprendizaje se acelera cuando muestra con horror la caída de Francia y la toma de París por los nazis: “Eugen Ionescu que ha venido de París, cuenta cosas acongojantes”; y más adelante señala, “Hay actos que Francia no puede cometer. Aunque quiera o aunque lo intente. Un país que da a Jules Renard no puede caer tan bajo en el orden moral. ¡Quién sabe! A lo mejor me equivoco”. Si Eliade lo veía todo negro por la victoria soviética, Sebastian se horrorizaba por la caída de Francia, el país defensor de la libertad y la democracia. Ambos, a miles de kilómetros de distancia, muestran la misma desazón y pesimismo. Sus vidas las consideran perdidas, aunque Sebastian insiste en que no se debe perder la voluntad de vivir, “me da vergüenza mi falta de aptitud para la vida”. ¿Qué pasará tras el fin de la guerra? Sebastián teme menos a los soviéticos que Eliade, pero también hace algunas reflexiones en donde muestra su preocupación sobre el futuro, “tal vez nos engañemos al creer que nuestra ansia de libertad es la misma que tienen las grandes muchedumbres. Nosotros necesitamos la libertad de Montaigne: una libertad de intelectual que le proteja su soledad. Los campesinos y los obrero (el vulgo) tienen exigencias más simples y más apremiantes”. Eliade y Sebastian defendían a las élites aunque este último refleja una mayor conciencia social que el primero. Sin embargo, cuando entran los rusos en Bucarest, Sebastian deja constancia de la brutalidad y mal comportamiento de aquellos representantes del proletariado. Habla de “cándido salvajismo” y de cómo los soldados se dedican al saqueo y a robar relojes a los viandantes, “un signo no muy claro de libertad”.

En definitiva, hay algo artificioso en el mismo hecho de llevar un diario íntimo. En ninguna otra parte, escribir me parece más falso

Sebastian hace referencia a las opiniones fascistas (que, por supuesto, las tuvo) de Eliade, y antisemitas (que no aparecen consignadas por ninguna parte). También se refiere a la fecundidad creadora de su amigo, por aquel entonces un duro competidor. ¿Hubo celos entre ambos? Insisto en que Eliade no era antisemita, pero quizás Sebastian lo acusó de serlo por no ayudarle. Sebastian se preocupó por su amigo cuando la Guardia de Hierro fue reprimida por el propio régimen pro nazi y muchos de sus componentes fusilados y encarcelados. A partir de entonces volvieron a reanudarse las relaciones entre ambos. Pero la frialdad y la distancia se fueron ampliando entre ellos a pesar de las buenas opiniones que Eliade hace sobre las novelas recientes de Mihail, entre ellas, Accidente. Sebastian, en otra referencia en el Diario recoge la noticia de la partida de Eliade a Londres como agregado cultural con “una retribución ‘fabulosa’”. Dice lo mismo de Cioran cuando éste se va a París, cosa que no es cierta ya que iba con una beca de estudiante. Eliade tampoco cobró nunca esos honorarios, aunque evidentemente no padeció todo lo que sufrió injustamente Mihail. “El antisemitismo —escribió Sebastián—, tapa muchas desilusiones”. Él es un judío laico, no practicante, pero a medida que la persecución avanza y se va quedando solo, separado de los amigos y encarcelado en su propia ciudad, reconoce que “algunas veces, creo que deberíamos rehacer nuestros lazos con el judaísmo”.

El Diario está lleno de referencias a lugares bucarestinos muchos de ellos desaparecidos por la guerra, el terremoto de los años setenta y la no menos importante labor destructiva de Ceausescu. Otros son difíciles de reconocer pues han cambiado de nombre. La calle María Rosetti, su último piso; la buhardilla de Eliade en la calle Melodici; el lago Floreasca; el Ateneo; Antim donde vivió también y su terraza fue bombardeada; el siempre recordado piso de la calle Victoriei aunque se desconoce el número exacto del inmueble que él describe espacioso, blanco, con mucha luz y una terraza bastante amplia, en el octavo piso, “desde allí abarco en semicírculo medio Bucarest. Como paisaje, recuerda la entrada en la bahía de Nueva York. Floto entre buildings”. En otra anotación posterior mostrará así su nostalgia por el piso de la Calle Victoriei, “pienso en él como en una persona a la que hubiera perdido. Aquí, en Antim, me resigno pero no puedo acostumbrarme…”; el Museo Simu; la calle Pelade 43; el campo de trabajo de Cotroceni; la calle Vacaresti donde compró dos sombreros de dril para Beno y para él mismo; el sector de Negru (Dudesti / Vacaresti) donde allí sólo podían vivir los judíos; el apeadero de Grivita donde limpió los andenes de la nieve recién caída; el Cementerio Bellu; Corcova; el boulevard Elisabeta, desde la calle Brezoianu a la plaza Rosetti, y la calle Victoriei desde correos a la calle Regala, bloqueadas por las tropas rumanas en las últimas horas antes de que entren los soviéticos; Butimanu; o después de la guerra la casa de la calle Mechedinti.

A los judíos bucarestinos los fueron despojando de todo: ropas, dinero, muebles; les prohibieron habitar ciertas zonas, etcétera; pero lo que más le duele y le angustia a Sebastian es perder el aparato de radio a través del cual escuchaba las noticias del mundo libre pero, sobre todo, su tan querida música. Mozart, Bach, Haydn, Beethoven, Berlioz, Schubert, Gluck, Weber, Ravel o los españoles Granados, Albéniz o Falla son algunos de los músicos favoritos. La radio para Cesare Pavese era el poder creador del sueño, “una radio y una mujer, o una mujer desnuda que hacía de radio, o lo que sea; el joven Giachero (un amigo) la llamó Radio-péliga (concubina)”. La dignidad de Mihail Sebastian es inmensa. Jamás pensó en el suicidio y cuando se entera del de Stefan Zweig comenta indignado que el escritor austriaco no tenía derecho a hacerlo. Sobre su carrera de escritor afirma que nunca le obsesionó, “¿seguiré siendo escritor después de la guerra? ¿Podré? ¿Me curaré alguna vez de tanta repugnancia acumulada en estos atroces y bestiales años?”, se pregunta. Pero ya no tuvo tiempo. Como Mihaescu, Blecher, Holban o Pavel Dan, Mihail Sebastian murió a la corta edad de treinta y siete años. ¿Murió accidentalmente o lo mataron? ¿Creía Sebastian en el destino como Leibniz?: “El destino consiste en que todo está mutuamente enlazado como una cadena, y es tan infalible lo que ocurrirá, antes de que ocurra, como es infalible lo que ha ocurrido, cuando ha ocurrido. Cadena áurea que Júpiter deja caer del cielo, sin que pueda romperse, aunque se cuelgue de ella lo que se quiera. Y esta cadena consiste en la sucesión de las causas y los efectos”. Sebastian probablemente fue asesinado pues su figura crítica y de sobreviviente provocaría problemas en el futuro.

Desde lo alto de mi hotel pongo la radio en la habitación y voy buscando, una a una, las emisoras imaginándome el sonido gangoso de los viejos aparatos que escuchó el escritor. Luego me asomo a la ventana y veo a los transeúntes y a los automovilistas de la calle Victoriei discurriendo como si nunca hubiera pasado nada, como si sólo en sus vidas existiera aquel instante. Camino de la casa de Antonio Lázaro recorremos el boulevard Elisabeta. Frente al largo y palaciego edificio de la antigua Universidad, justo a la mitad del mismo, en la Plaza de la Universidad, cogemos la corta calle Toma Caragiu, antes conocida como de la Bolsa, que desemboca en la Iglesia rusa o de los estudiantes. El coche de Antonio está aparcado delante de la puerta principal de la misma. Toma fue un famosísimo actor rumano. Vivía en el mismo lugar de Antonio, pero no en la misma casa, pues ésta se vino abajo con el terremoto del 1977. El actor, presa del pánico, salió de su piso y en la calle se le vino encima el edificio. Fue el único muerto de la zona. Entramos en la iglesia rusa construida a comienzos del siglo XX. Es bellísima tanto por fuera como por dentro. Ponemos unas velas a Santa Paraschiva. Cogemos el coche y yo le sugiero a Antonio que busquemos el lugar en donde atropellaron a Sebastian. Sabemos que fue en la iglesia de San Nicolás, pero no sabemos cuál es. Antonio al poner en movimiento su coche y avanzar por la calle Toma Caragiu, recuerda que se ha olvidado un libro con el que podemos guiarnos mejor. Damos la vuelta a la manzana y milagrosamente el sitio aún está libre. Luego volvemos a realizar la misma operación al olvidársele la máquina de fotos y, de nuevo, al necesitar varios paraguas, pues arrecia la lluvia. Hasta tres veces realizamos la operación de circunvalar la manzana y otras tantas recuperamos el aparcamiento vacío. Nuestra guía señala una iglesia de San Nicolás entre la calle Doamnci y la calle Blanari. Caminamos en su búsqueda desde la Lipscani, otrora la vía principal, la más comercial y hoy en gran abandono y decadencia. Atravesamos un estrecho callejón lleno de mendigos y allí está la iglesia encajonada en medio de una rotonda que da a otra calle principal junto al edificio de la Biblioteca Nacional y la Banca Nacional. Comprobamos que por aquí no pasan coches y que la propia iglesia no tiene la categoría decorativa que nos imaginamos para la muerte de nuestro escritor. ¿Pero es que hace falta un decorado especial para morirse? Nos vamos desilusionados y al llegar a Madrid telefoneo a Garrigós, el traductor de tantos y tan buenos escritores rumanos, entre ellos Mihail Sebastian. Garrigós me dice que la tal iglesia de San Nicolás era la que Antonio conocía como Iglesia rusa. De ahí deduzco las idas y venidas con el coche, como si el propio Mihail, desde el otro mundo, nos lo estuviera señalando.

Nosotros necesitamos la libertad de Montaigne: una libertad de intelectual que le proteja su soledad

En una de las anotaciones del año 1942, Sebastian habla del Baraseum, el teatro judío abierto en el año 1940 tras la prohibición de que los hebreos asistieran a los teatros rumanos. En esas fechas los actores judíos representaban una revista con un inmenso éxito de público. Sebastian acude con su hermano Beno a una representación. Sale deprimido por la vulgaridad del texto y el comportamiento del público. “¿Acaso es posible que judíos que han vivido y están viviendo tantas y tan atroces tragedias, escriban, interpreten, vean y aplaudan semejantes majaderías?”. De manera casual llegamos hasta la calle Sfintu Vinerii (la calle del Viernes Santo) donde está una de las sinagogas judías que aún sobreviven en Bucarest. Junto a la misma el Teatrul de Comedie. La sinagoga es neomudéjar, pequeña, tiene un patio delantero donde hay un monumento conmemorativo del holocausto, así como la caseta de un guardia. En la calle hay dos coches de policía que nos miran con atención. La sinagoga está cerrada y también el teatro y el callejón que daría paso directamente a él. Rodeamos la manzana y nos colocamos frente a la puerta. Es un teatro pequeño. Ocupa los mismos metros cuadrados que el templo. Miro las fachadas y me imagino a Sebastian, en este lugar, apesadumbrado por los sucesos de su tiempo, tratando de sacar su genio creador a flote. “Vamos con la muerte a nuestro lado y nosotros tenemos un teatro judío con chicas escotadas, música de jazz, cuplés, chistes y trompetas. ¿Dónde está la realidad? El espectro de los trenes a Transnistria me perseguía constantemente”.

Caminando recorro Bucarest. Mientras lo hago recuerdo la Praga de Jiri Orten y sus Diarios. ¿Cuál de ambos sufrió más? A Orten también lo atropelló una ambulancia, en el año 1941, y lo mató. Ni siquiera atendieron su cadáver al darse cuenta de que era judío. Tenía veintidós años. “Tú, dolor, eres suave como las palmas de las manos”, escribió en un poema Orten; al final del Diario Sebastian nos confió, “Me da vergüenza de estar triste”.

P.D. En contestación a este texto enviado a la hispanista rumana, Ángela Martín, recibo esta carta suya:

Bucarest, 20 de abril de 2004

Querido César Antonio:

Gracias por el mágnífico texto que escribiste sobre Sebastian y que será un texto de referencia, no tengo ninguna duda. Me sorprendió lo bien que abarcaste el tema, el personaje y la época: me refiero a la exactitud de tu observación, al discernimiento y a la sensibilidad. Te leí con gran curiosidad y con más emoción todavía: primero, porque no esperaba descubrirte en tan gran intimidad con nuestra historia literaria. Luego, porque yo misma me siento vinculada con el tema. Desde 1970 y hasta poco tiempo antes del terremoto de 1977 he vivido junto con mi esposo en inmediata vecindad de la iglesia Rusa, en la calle Ion Ghica 3; fui vecina también de recuerdos trágicos, como la relacionada con el asesinato de Sebastian y con personas muy queridas, como el actor Toma Caragiu. Por eso te agradezco me permitas hacerte algunas aclaraciones. Toma Caragiu no fue el único de su edificio que se murió en el terremoto. En el mismo edificio vivía también la poetisa Ana Blandiana junto con su esposo, el escritor y publicista Romulus Rusan. Recuerdo que Ana Blandiana se salvó por estar hospitalizada en aquella fecha, 4 de marzo. Pero su esposo estuvo atrapado debajo de los escombros, bastantes horas hasta que, finalmente, pudo ser rescatada. Detrás de este edificio, en la calle de la biblioteca (que se veía desde mi balcón) se hallaba la casa donde vivían la poetisa Verónica Porumbacu con su esposo, el crítico Mihail Petroveanu. En la noche del terremoto murieron junto con sus amigos e invitados: el escritor Mihai Gafita, junto con la esposa y el poeta Anatol Baconsky.

En lo que se refiere al trágico fin de Mihail Sebastian, se sabe que fue atropellado, dentro del perímetro que te estoy describiendo, por un camión soviético. Creo que hay que hacer esta mención, aunque, lamentablemente, nada pudiera cambiar el destino de Sebastian, de tan importante significado.

P.D. Meses después de escribir este texto, leo el libro de Norman Manea El regreso del húligan. El escritor judío rumano vuelve a cargar sobre la responsabilidad de Eliade y hace muchas referencias a la amistad de ambos escritores.

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Portada: Lady in Umbrella Street de A.L Miller. Imagen vía.

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