En todo caso Gúguel fue un adelantado. No me explico cómo llegó esta historia al foro: parece uno de sus textos, con códigos y referencias que sólo él habría conocido, pero sabemos que era un lurker, demasiado tímido para hablar de su vida. O por lo menos para hacerlo de forma evidente, como se especula. Hace apenas un mes alguien descubrió —e hizo público— que su padre fue un abogado de poca monta de Pasadena que coleccionaba números telefónicos; la hipótesis de que fue él quien lo inició en este mundo se ha vuelto la más aceptada, aunque, como en todo lo que implica a Gúguel, ninguna información es concluyente. Se dice que su padre fue dueño del 255-6666, el 353-3333, o el fácil y codiciado 1234-5678. Su marca personal, el 333-6666, era el teléfono de su despacho. Le gustaba tanto que hasta le inventó un jingle: Three times three and four times six, that’s who you call when you face the police.
Su obsesión había sido el 8888-8888. Era algo así como el teléfono prohibido de Adán, línea directa con el árbol del conocimiento. Gúguel nunca habló de números telefónicos en su obra, pero en su manifiesto escribió sobre la cábala de esos dígitos: “[…] es un código redondo y octogonal, perfecto, anagrama y palíndromo, que se dicta por pares o como trabalenguas. Imposible de olvidar, está impreso en las ojeras del búho, en las alas de la mariposa. Simetría, zen y Vitruvio; signa las horas de sueño, trabajo y ocio del hombre”.
88888888.com. La primera página web de la colección de Gúguel fue, para quienes nunca la visitaron o no puedan acceder ahora al Archivo, un sitio sin enlaces, estático, donde sobre un fondo turquesa pálido reposaba, en el centro y enmarcada por un recuadro de bordes negros, de cómic, la foto de un hombre tras una vieja HP Pavilion a367c, color azul metálico. Miraba la cámara por encima del monitor, los ojos distraídos, algo molestos, como si le hubieran interrumpido mientras trabajaba. Tardamos tiempo en descubrir el botón que reproducía el jingle.
Si alguna vez existió una ética en internet, fue la suya
El método es lo que más diferencia a otros coleccionistas (¿aunque podemos llamarlo tan solo eso?) de Gúguel: nunca aceptó hackear un portal para robarlo. Ofrecía comprar, intercambiar o, en últimas, aumentar la oferta cuando una web le interesaba lo suficiente. Si alguna vez existió una ética en internet fue la suya, y cualquier foro que hable de él y se respete ha especulado sobre cuánto —o qué, pues el dinero no le sobraba en esa época— le ofreció a Mack Ja, el matemático chino entonces dueño de 88888888.com. Me limito a reiterar los hechos indiscutibles: la negociación fue difícil; la solución, elegante por su sutileza. Optaron por eliminar un número, y que el chino se quedara con siete ochos.
Toda colección es arbitraria. Al comienzo la de Gúguel no era nada excepcional, más bien tenía el desorden propio de un acumulador primerizo: nuts.com, nuts.xxx, mobydick.com, pikac.hu, pasadena.us, x.com, etc. Enlazo, de esos portales con los que se hizo en sus primeros meses, aquellos que todavía pueden visitarse. De esos solo ganó dinero con nuts.com y nuts.xxx. El primero lo vendió al mayor distribuidor de nueces y frutos secos de Estados Unidos; el segundo, a una pareja de ingenieras españolas que lo convirtieron en la principal página web de pornografía gay del planeta.
Un año después había comprado cincuenta páginas web más. Creó home.com, su sitio personal, donde guardó imágenes, videos, noticias, mapas, videojuegos, música, documentos y enlaces. Sabemos que Gúguel vivía en el segundo piso de un local de reparación de electrónicos que le dejó un tío. Computadores defectuosos, celulares de pantallas rotas, laptops dobladas al revés apiladas en mesas, en estantes, en el suelo, en torres que llegaban hasta el techo. El dinero le alcanzaba para malvivir y le daba tiempo para trabajar en sus proyectos. Los únicos libros que tenía en casa (si es que a eso podemos llamarle libro, casa, hogar) eran las guías de televisión: Gúguel escaneaba y subía a home.com todo lo que tuviera a su alcance.
Navegar más de diez minutos sin perderse era imposible: una búsqueda que comenzara en Balzac terminaba en las recetas de cocteles de Bukowski
El Archivo nació como un capricho. Se convirtió en necesidad, y pasó a ser en lo que invertía casi todo su tiempo. La página web simulaba una estantería de madera inmensa que ocupaba la totalidad de la pantalla. Los libros eran idénticos y estaban organizados por filas, el mismo lomo azul oscuro dibujado en píxeles se repetía hasta la náusea mientras la biblioteca descendía con el scroll del ratón. El apellido del autor, en letras doradas, aparecía de forma vertical. Los tomos estaban ordenados de manera alfabética menos los comenzados por la B, ubicados, quién sabe por qué, antes de las demás letras. Balzac, Bamontesque, Baudelaire. Beckett, Benedetti, Bonnett. Bohren, Borges, Bukowski. Con el clic se abría una página que mostraba una foto del autor, bajo la imagen aparecía una lista de obras para descargar, cada una en un .pdf que Gúguel mismo había preparado. Opuestos a la foto, una serie de enlaces llevaban a entrevistas, videos, álbumes de imágenes y otras páginas web. La presentación no era la mejor pero la clasificación era impecable. Los documentos estaban relacionados con rigor, una cosa llevaba a la otra y a otra y a otra, podía saltarse de autor en autor, de tema en tema, de referencia en referencia. Navegar más de diez minutos sin perderse era imposible: una búsqueda que comenzara en Balzac terminaba en las recetas de cocteles de Bukowski. En el Archivo todo tenía que ver con todo, un hombre no era isla sino red, trama, enjambre. Era el opuesto de Gúguel, que solo accedió a que nos conociéramos después de años de intercambiar mensajes.
Descubrimos el primero en x.com. Sus dominios habían sido lugares vacíos, nombres en una lista guardada en algún documento de texto. Pero algo hizo clic dentro de él. Mejor dicho, doble clic, porque notamos que Gúguel, como si los méritos de su incontable colección no fueran suficientes, estaba editando sus páginas web, les hacía cambios. En x.com dejó una simple “x” en la esquina superior izquierda, Times New Roman, minúscula; en lotsofmany.com, un cáliz inagotable de círculos rojos; en deepsadness.com, mejor experimentada a pantalla completa, una sucesión de geometrías imperfectas rosa, fucsia, verde, cian, azul, magenta, amarilla, naranja, más, sobre fondos igual de variados y cambiantes, que al clic se transformaban mientras un sonido púrpura, como de theremín, llenaba el ambiente. Algunos defienden que por esa época enfermó su padre. Otros pensamos que en ese momento Gúguel comprendió que lo que hacía no era código, sino arte.
¿Cuál proyecto suyo destacar, y que entiendan lo que acabo de escribir? Ya dije que fue un adelantado, pero es que en verdad vivía en el futuro. Prueba de ello es libraryofbabel.info, donde están todas las páginas. Así, a secas: están todas las páginas que la humanidad escribió, cualquier combinación posible de 23 letras, espacio, coma y punto que existe y existirá. Inténtenlo. No exagero. Es claro que libraryofbabel.info replica (o crea, porque cómo replicar algo que no existe) la biblioteca imaginada por Borges en La biblioteca de Babel. Pero el lenguaje de la literatura son las ideas; el de la programación, los hechos, y Gúguel creó un sitio web con más páginas de texto (104677) que la cantidad de átomos (1080) en el universo. Sus líneas de código están a la altura, si no es que superan, la ficción en la que están inspiradas: en la de Borges, los bibliotecarios se suicidan por la angustia de no encontrar fragmentos legibles entre los volúmenes de incoherencias; con la de Gúguel, lo hacemos al constatar que todo ya está escrito.
Pero el lenguaje de la literatura son las ideas; el de la programación, los hechos
A esta altura ya entenderán. Por lo menos tendrán una idea vaga de sus logros. Gúguel se volvió un mito, una celebridad digital, el neuromancer. Sé de un desarrollador surcoreano que ofreció cambiarle home.com por una colección de más de 5000 páginas web. Incluía dos auténticas joyas: petracortright.com, el sitio personal de la artista, y boschtheelder.com, donde podían recorrerse escenarios superpuestos de las pinturas de Brueghel y El Bosco, como si hubieran ocurrido en el mismo plano. Tan solo boschtheelder.com, que había sido expuesto en la TATE, valía una fortuna. Pero Gúguel rechazó esa oferta, las subsiguientes, y cualquier otra que implicara deshacerse de alguna de las páginas de su colección. Sus detractores dicen que se convertía en un acaparador, que planeaba construir un monopolio. Entonces, como quien saca debajo de la manga un as, lo deja en la mesa y a la vez se retira de la partida, Gúguel publicó su manifiesto.
No reproduzco el texto completo para no alargarme (todavía pueden encontrarlo en el Archivo), pero el siguiente era el último párrafo: “Vivo entre dos mundos. Uno que muere y otro que nace, uno que contiene al otro, que es más grande que él. He pasado mi vida en el mundo, donde he conocido personas y casas y árboles y música y perros y dolor angustia muerte violencia miedo. Y en Internet. Internet es donde tengo control sobre las cosas. Donde todo mi pequeño mundo no está en migajas.” Cerraba con una cita de Henry Miller: «El arte consiste en llegar hasta las últimas consecuencias». Fue una de las pocas veces que lo vimos dirigirse al público, a sus seguidores. Algún inteligente decidió imprimir el manifiesto y pronto adquirió el estatus de libro de culto. La teoría de Gúguel de que todo estaba inevitablemente hiperconectado se popularizó, convirtiéndose en el objeto de debate preferido entre académicos de todas las áreas.
Médicos, astrónomos, mecánicos generales y cocineros presentaron sus versiones del “teorema de Gúguel”, con el que llegaban, no sin antes hacer algo de gimnasia mental, a cualquier tema. “¿Qué tiene que ver Superman con las matemáticas?”, proponían, y esta era la demostración: Superman es un superhéroe, los superhéroes son un arquetipo de la ficción narrativa, la ficción es un género, los géneros son una clasificación, una clasificación implica hacer categorías, las categorías son una relación binaria, las relaciones binarias son objeto de estudio de las matemáticas. Así, para todo. Algunos defienden que el cerebro de Gúguel funcionaba de esa forma. Y, dado el caso, también el de todos nosotros. Por momentos he sentido que pienso como él cuando subo la persiana o salgo de casa y me enfrento al primer contacto del día con el mundo de afuera y la luz, el ruido, los sonidos, los olores, todo llega inmediato y junto, sobrecarga sensorial, y mi cerebro toma una foto de la realidad y mientras todavía está procesándola toma otra y otra y otra… Bajo la persiana, me encierro en el baño de un café, me tapo los ojos con las palmas.
Internet no tiene memoria, aunque todo su legado esté en línea
Ya conocen el resto de la historia. También pueden imaginarla. Su nombre superó el submundo de los foros de desarrolladores, coleccionistas y curiosos. A la vez, se convirtió en una leyenda tan grande que no soportaba su propio peso. Sin cara, Gúguel no era real. O por lo menos no era una persona. A fin de cuentas, ¿qué era Gúguel? ¿un software? ¿una comunidad de hackers? ¿el gobierno de los Estados Unidos? Internet no tiene memoria, aunque todo su legado esté en línea. Se debatió con rabia sobre la autoría de sus obras: decían que le compró appearingtogothrough.com a un artista holandés, que le había robado libraryofbabel.info a un compañero universitario. Quienes sabemos que Gúguel era de carne y hueso —podría llamársenos sus discípulos— pasamos horas publicando respuestas para defenderlo. Pero somos pocos. En ese punto aparecieron los hackers. Primero le robaron algunos de sus sitios más nuevos, luego mobydick.com y x.com, que eran inútiles pero queridas. Hubo un episodio de swatting y, como habrán visto, 88888888.com volvió a las manos de Mack Ja. Gúguel desarrolló crisis nerviosas y ataques de pánico. Si antes salía poco de casa, ahora dejó de hacerlo por completo. Su colección se estancó. Unos pocos compartíamos una contraseña para el Archivo, que dejó de ser público. Cuando se quedó sin dinero nos ofrecimos a ayudarle con sus portales: yo me encargué de administrar el Archivo, donde guardamos versiones backup de home.com, y de pagar el alojamiento de thisemptyroom.com, el último sitio web que hizo Gúguel. A falta de palabras para describirlo, dejo acá su enlace.
Lo encontró el repartidor de pizzas, extrañado porque hubiera dejado de llamarlo por dos semanas. Lo enterraron en el cementerio de Mountain View, junto a la tumba de su padre. Fue un funeral escueto, sin sacerdotes. De pocas palabras. Otro coleccionista, el repartidor y yo; entre los tres no sumábamos más de setenta años. El aire frío de la mañana entraba por las mangas de mi traje, anchas de sobra. Los zapatos, también alquilados, tampoco eran de mi talla. Algo en el mundo ese día me hizo lamentar haber salido de casa. Semanas después, mientras revisaba home.com, encontré el resto de la cita de Miller: “El arte consiste en llegar hasta las últimas consecuencias. Si comienzas con los tambores, tienes que acabar con dinamita o TNT”. Gúguel, siempre un paso por delante de nosotros. Trabajé durante meses para añadirle una opción de búsqueda a su biblioteca, para seguir alimentándola. Era la única forma de honrar su memoria, de recordar su forma explosiva y universal de ver las cosas. A veces pienso que su nombre nunca debió hacerse público. Y que tampoco habría tenido por qué detenerse con la literatura: científicos, filósofos, deportistas; los objetos del cinturón de asteroides, las mil composiciones de Schubert, las vidas de Aníbal, Elon Musk y Mary Wollstonecraft; todas las versiones de esta historia; Gúguel podría haber construido una biblioteca con cualquier cosa, crear un sitio que los contuviera a todos, una puerta al Internet de la que él tuviera las llaves, un Archivo universal y accesible. Infinito.
[*]Publicado por Anónimo en el foro web del Posgrado en Ciencias de la computación, Universidad de Stanford.
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