Nada en este parque empresarial, esta nueva dirección, sugiere instrumentos antiguos, pero el propietario de la agencia tiene dos casas comerciales bajo el mismo techo. Conque, cuando termina de afinar mi futuro clavicordio, estamos rodeados por catálogos de una fábrica de prendas de trabajo. Anteriormente yo había estado aquí para comprar humificadores, y fue cuando vi el clavicordio que no se me iba de la mente: un sencillo instrumento moderno que construyó John Morley. Cerrado, la caja parece que podría contener, digamos, un par de fusiles para tiro olímpico.

El propietario lo tiene afinado a medias cuando llego. Como trabaja en las quintas, introduce una pequeña cuña de goma para amortiguar las cuerdas más próximas. Da un leve giro a la palanca. Aparecen hombres en mono de trabajo para comprar cajas de gruesos guantes. El edificio parece expandirse y contraerse rítmicamente, como si lo ajustara un imperceptible mecanismo automático. A ritmos regulares, un pitido, como de una alarma para humos defectuosa, molesta un poco, y cuando suena un teléfono móvil, el dueño anuncia:

–Eso ya está casi afinado.

Miro atentamente las fotografías de botas de trabajo.

Estoy escuchando uno de los sonidos más suaves de la música occidental. Se ha dicho a menudo que con el clavicordio, solo, no combina ningún otro instrumento, ni siquiera la voz. Parece que, en la España del siglo XVI, podía imponerse por sí solo, frente al arpa o la vihuela, la antigua guitarra. Pero por lo general se lo apreciaba por sus ligeros solos y su inigualable expresividad. La «espineta boba», como a veces se lo llamaba, no se podía oír a demasiada distancia, «de ahí que llegara a ser usada en especial por las monjas, que aprenden a tocar, y no quieren disturbar el dormitorio».[1]

El clavicordio desapareció porque no se encontró modo de poder subirle el volumen, y hoy, cuando se podría amplificar con facilidad, permanece ausente de las salas de conciertos

Isabel d’Este, al encargar su primer clavicordio en 1496, halaga al fabricante de instrumentos, Lorenzo Gusnasco, pues le da libertad para hacerlo como le guste, insistiendo sólo en un punto: «que lo hagas fácil de tocar pues tenemos un tacto tan ligero que no podemos tocar cuando es necesario forzarlo debido a la rigidez de las teclas».[2] Y Gusnasco halaga a su vez a Isabel cuando le asegura que su clavicordio «es extremadamente delicado de tocar, y las teclas son ligeramente más estrechas de lo habitual, aptas así para vuestras delicadas manos».[3] Aquellos palacios tenían dos clases de músicos a su servicio. Había intérpretes para el camino, para la caza, para el campo de batalla, para los espacios públicos. Hacían gran ruido con trompetas, flautas y tambores. Dormían más allá de las puertas del palacio, con la mayoría de los cortesanos menos importantes. Luego estaban los músicos de la casa. Tocaban instrumentos delicados como laúdes y clavicordios, y cantaban a sotto voce. Siempre a mano, vivían y dormían bajo el techo del palacio, y la música que hacían se interpretaba en salas pequeñas.[4]

Una ilusión óptica de un clavicordio aparece sobre un estante del Studiolo del Palacio de Urbino hasta el día de hoy. Está realizada en intarsia. El artista ha pasado por alto las reglas de la perspectiva con objeto de proporcionar la información más precisa sobre su construcción y cualidades. Tiene tres octavas y un semitono, y está afinado siguiendo el sistema pitagórico. Esta representación resulta tan cuidada que se ha reconstruido un instrumento que funciona a partir de los datos proporcionados por esa imagen grabada en madera.

El clavicordio desapareció porque no se encontró modo de poder subirle el volumen, y hoy, cuando se podría amplificar con facilidad, permanece ausente de las salas de conciertos, pues la amplificación arruinaría su gracia. La cuestión es oír el propio sonido, de modo inmediato, el sonido de la cuerda percutida (en cuanto opuesta a punteada).

Ese suave sonido es más suave que nunca cuando se está afinando el instrumento. Pues la nota percutida no es de un tono constante. Una presión más fuerte aumenta el volumen y también se puede utilizar para crear un vibrato. El afinador debe fijar como norma la percusión de la nota más suave, a partir de la cual el intérprete puede entonces apartarse cuanto quiera, presionando la tecla sujeta para variar el tono. Cuando vino a la vida el pianoforte moderno y murió el clavicordio, nada remplazó la capacidad de este teclado para producir un tono de vibrato.

El piano, que disfrutó de su alcance dinámico nuevo, se recuerda por haber matado al clavicémbalo y a los demás instrumentos punteados. Éstos habían empezado a considerarse inferiores, al carecer de control del volumen para la única nota punteada, y así sin medios para variar la dinámica de la frase. Pero el clavicordio, la víctima olvidada de esa tecnología, había ofrecido al intérprete variaciones, tanto de volumen como de tono. El piano no podía hacer eso, y ninguno de los siguientes instrumentos de teclado –esto es, instrumentos no acústicos— ha suplido esa pérdida. Algo, por otra parte, único. El intérprete de clavicordio en realidad puede notar la tensión de las cuerdas. Aprieta la tecla, que es sencillamente la parte accesible de la palanca. La palanca activa la tangente, la tangente (la pequeña púa de metal) golpea la cuerda y permanece apretada contra ella hasta que la libera el dedo. Mientras dure ese contacto, o hasta que disminuya el sonido de la cuerda percutida, el dedo del que toca puede notar la cuerda, y puede manipular el sonido.

El piano, por el contrario, no ofrece contacto directo con la cuerda. Charles Rosen nos dice: «Con un piano lo único que se puede hacer es tocar más fuerte y más suave, más rápido y más lento. Una sola nota del piano no se puede tocar con mayor o menor belleza, sólo más o menos forte o piano, y más larga o más corta. A pesar de lo que creyeron muchas generaciones de profesores de piano, no hay modo de apretar una tecla con mayor gracia, lo que haría que el sonido resultante se diferencie levemente».

El piano, que disfrutó de su alcance dinámico nuevo, se recuerda por haber matado al clavicémbalo y a los demás instrumentos punteados

Continúa: «Dentro del piano, la complicada disposición de articulaciones y resortes sólo hará que el macillo golpee las cuerdas con mayor o menor fuerza. La elegancia o los movimientos dramáticos de los brazos o las muñecas del intérprete son sencillamente una forma de coreografía que no tiene efecto práctico sobre el mecanismo del instrumento, aunque si su apariencia es más elegante, éste puede sonar de modo más exquisito, y no sólo para el público sino para el pianista, convencido de sus propios gestos».[5]

Y más adelante, en el mismo libro: «La costumbre de Claudio Arrau… de simular un vibrato sobre las notas largas más expresivas no tenía efectos sobre el mecanismo interior del instrumento, pero constituyó una ayuda psicológica para la interpretación que quizás incluso convenciera a los miembros del público de que la nota poseía una resonancia añadida». Esa costumbre, en un pianista, contiene un recuerdo de lo que, en la época del clavicordio, era una hazaña de virtuoso.

Charles Burney describe a C. P. E. Bach, en Hamburgo, en 1772, tocando con su clavicordio Silbermann (su instrumento favorito) tres o cuatro de sus «composiciones preferidas y más difíciles». «En los movimientos patéticos y lentos, todas las veces que tenía que expresar una nota larga, se veía absolutamente obligado a obtener, de su instrumento, un grito de dolor y queja, tal y como sólo se puede conseguir en el clavicordio, y acaso en él mismo.» Ese grito de dolor y queja lo habría producido manipulando la tecla arriba y abajo, para variar la tensión de la cuerda.

La interpretación fue retomada después de la cena. Ahora Bach «se había puesto tan animado y estaba tan poseído, que no sólo tocó, sino que parecía un ser inspirado. Sus ojos estaban fijos, el labio de inferior le colgaba, y gotas de efervescencia se destilaban de su semblante. Dijo que si se iba a poner a trabajar con frecuencia de aquel modo, debería volver a ser joven otra vez». Pero esa animación parece haber quedado limitada a la cara. Nada se decía de grandes movimientos del cuerpo, o de un clavicordista «convencido de sus propios gestos». Sin duda no había nada de ese tipo que se pudiera ver, lo mismo que cuando había tocado su padre, Johann Sebastian Bach, tampoco había habido nada que ver.

Mozart a los cinco años de edad.

«Siempre he sentido gran admiración –dice Rosen– hacia un artista que no parece hacer nada mientras lo consigue todo.»[6] Así era como aparecía el Bach mayor al tocar su instrumento predilecto, el clavicordio. Se ha dicho que lo tocaba «con un movimiento tan flexible y mínimo de los dedos que apenas resultaba perceptible. Sólo estaban en movimiento las primeras falanges de sus dedos; la mano conservaba su forma redondeaba incluso en los pasajes más difíciles; los dedos se alzaban muy poco de las teclas, apenas más que un temblor [vibración], y cuando utilizaba uno, el otro permanecía quieto en su posición. Las demás partes de su cuerpo tomaban parte todavía menos en su interpretación, como ocurre con muchos cuyas manos no son lo bastante ligeras».[7]

«Cuando deseaba expresar emociones intensas», dice Forkel, Bach «no lo hacía, como hacen muchos, golpeando las teclas con gran fuerza, sino mediante figuras melódicas y armónicas, esto es, mediante los recursos artísticos internos. En eso tenía unos sentimientos muy adecuados. ¿Cómo puede ser la expresión de pasiones violentas cuando una persona golpea así su instrumento que, con todo el martilleo y rapidez, no permite que se distinga con claridad cada nota, y mucho menos distinguir una de otra?» Con el hijo, Carl Philipp Emanuel, entramos en la época del primer romanticismo, del Sturm und Drang. Los ojos fijos, el labio inferior colgante, las gotas de efervescencia destiladas del semblante; todos esos síntomas pertenecen al culto de la sensibilidad. El intérprete del clavicordio puede que decida expresar sus sentimientos más profundos, la agitación de su alma, en fantasías e improvisaciones, en soledad o en compañía de un pequeño grupo de amigos. Y éste es el aspecto del pequeño instrumento que se manifiesta del modo más inesperado, al menos para un sentido inglés de las cosas. Y por dos motivos. El clavicordio no fue frecuente de modo especial en Inglaterra. Se importó, pero en general no se fabricó aquí, y sólo sobrevive un dudoso instrumento inglés del siglo XVIII. En segundo lugar, nuestros poetas románticos, por grande que fuera el torbellino de sus almas, no fueron particularmente dados, en su mayor parte, a hacer música. En ocasiones pensaron sobre la música, y cómo podría haber sido la música en otro tiempo. Blake, excepcionalmente, cantó sus propias canciones primitivas, cuya música nunca se recogió en partituras. Byron proporcionó música a todos sus grandes temas, y compuso las letras de las canciones de Melodías hebreas. De los poetas románticos ingleses, el más dotado musicalmente, con mucho, fue John Clare, que tocaba el violín y podía llevar una melodía a la partitura. A nuestros poetas les gustaba la idea de la música, de la música primitiva en concreto. Les gustaba pensar en un arpista, un músico extinguido, exótico. Pero puede que les gustaran las letras más que la cosa en sí misma.

Entonces la reprobación en el ojo de su amada le hace regresar a la idea de Dios

Una damisela con un dulcémele

en una visión un día contemplé:

era una doncella abisinia

Y en el dulcémele tocaba,

cantando sobre el monte de Aboré.

¿Qué específica se supone que ha sido está visión? ¿Imaginó Coleridge a su doncella abisinia como una muchacha negra con un ligero macillo en cada mano, golpeando las cuerdas en rápida sucesión, como se haría con la mayor parte de los dulcémeles?[8] ¿Sentada en el polvo, quizá, con su dulcémele en el suelo? ¿O apoyada sobre una mesa de algún tipo? Pues si no, no podría haber sujetado adecuadamente el dulcémele cuando lo tocaba; aunque sospecho que la visión que tenía Coleridge en mente era ésta: una muchacha morena que tocaba vagamente un aparato poco claro parecido a un arpa. Un instrumento sin más intérprete que el viento, el arpa eólica[9], que se adaptaba muy bien al sentido de la música de un romántico inglés. Y así, Coleridge es tan inconcreto sobre ese tipo de arpa como para llamarla laúd.

Y ese laúd tan sencillo,

colocado a lo largo de la ventana que lo sostiene, ¡escucha!

Cómo por la brisa intermitente acariciado,

tal una doncella tímida entregada a su amante,

derrama tan dulce reproche, cómo tiene necesidad

¡para inducir a repetir el mal! Y ahora, sus cuerdas

rasgadas más osadamente, las largas notas sucesivas

sobre deliciosas olas se hunden y emergen,

como suave hechicería cernida del sonido,

tal hacen los elfos del ocaso, cuando por la noche

viajan en suaves brisas desde la Tierra de las Hadas,

donde las melodías rodean flores rebosantes de miel,

sin pies y salvajes, como aves del Paraíso,

ni se paran ni se posan, ¡aleteando indómita ala!

Oh, la vida una dentro de nosotros y de fuera,

que enlaza con todo movimiento y su alma se convierte,

luz en el sonido, una fuerza como el sonido en la luz,

ritmo en todo pensamiento y júbilo por doquier;

me parece que hubiera sido imposible

no amar todas las cosas en un mundo tan pleno;

donde la brisa gorjea, y el callado aire sereno,

es música dormida sobre su instrumento.

Coleridge saca esta idea de James Thomson, que recurre al arpa eólica en su Castillo de indolencia (1748) como una novedad cuya existencia actual tiene que ser explicada en una nota a pie de página.

¡Ay de mí! ¿Qué mano puede tañer tan bien las cuerdas

que hacen salir del altanero diapasón

tan dulces, tan tristes, tan solemnes aires divinos,

y luego dejarlos sumirse otra vez en el alma?

Ya el amor que acarician, ya el placentero don

que reparten respirando, en tierno desorden, por el corazón;

ya un linaje sagrado más grave que roban

cuando las manos seráficas imparten un himno;

¡salvaje la naturaleza gorjea toda, fuera del alcance del arte!

Eso, puede verse, es música imaginaria, y en la estrofa siguiente Thomson nos lleva a «Bagdat», donde los califas árabes tenían poetas que les cantaban cuando no conseguían dormir.

Nada me deja más exhausto, nada me aplaca más que improvisar en el clavicordio

Uno no puede evitar preguntarse si Coleridge tenía en realidad un arpa eólica, en 1796, en Clevedon, Somersetshire, según nos informa el correspondiente título de su poema, o si, como la de Thomson, fue algo imaginado.[10]

Podría considerarse, y rechazarlo, una metáfora. «La mente –escribió Coleridge– no tiene parecido con un arpa eólica, ni siquiera con un organillo al que hace dar vueltas una corriente de agua, concebido para tener tantos tubos como uno quiera; sino más bien, en lo que a objetos se refiere, con un violín u otro instrumento de pocas cuerdas y, sin embargo inmensos compases, tocado por un músico genial». Juega con esas ideas, y se retira:

¿Y qué si toda la viva naturaleza

no fuera sino arpas orgánicas con cuerpos diversos,

que vibran formando pensamiento, mientras sobre ellas pasa

plástica e inmensa una brisa intelectual,

a la vez el alma de cada uno y el Dios de todos?*

Entonces la reprobación en el ojo de su amada le hace regresar a la idea de Dios.

La metáfora es herética, pero la idea de una música cambiante, que varía de dulce a triste según el viento se levante o caiga –esa idea casi teórica de Thomson y Coleridge, para la que ellos no encontrarían correspondencia dentro de la música inglesa como entonces se componía—, es de hecho la música para clavicordio de los románticos alemanes.

Schiller sabía cómo dedicar los largos atardeceres del otoño para sus reflexiones de un modo que fue fructífero para el segundo [su amigo Andreas Steichter], y agradable para él mismo. Ya se había observado en Stuttgart, que escuchar una música triste o animada lo sacaba de sí mismo, y no se requería gran dominio del clavicordio para estimularle eficazmente por tocar la música adecuada. Dedicado a una nueva obra en aquel tiempo [Kabale und Liebe («Cábala y amor«)] que despertaba sus sentimientos más dolorosos, nada podía haber sido más deseable que haber contado en su propia casa con los medios para mantener la inspiración y aplacar el flujo turbulento de sus pensamientos. Habitualmente él suscitaba la cuestión a una hora tan temprana como la de la comida del mediodía, preguntando a Streicher con una modesta afabilidad: «¿Volverás a tocar hoy el clavicordio?» Y cuando llegaba el crepúsculo se satisfarían sus deseos, mientras recorría paseando arriba y abajo la sala, a menudo iluminado sólo por la luna, y no en raras ocasiones, irrumpía en ininteligibles gritos de entusiasmo.

En la misma fuente, leemos que Jean Paul dedicó «muchas horas a un viejo clavicordio desafinado, cuyo único afinador y maestro de reglaje era el tiempo que hacía». Él mismo escribió: «Cuando quiero expresar un sentimiento particular que se apodera de mí, me esfuerzo, no por hallar palabras, sino sonidos, y anhelo expresarlo en mi clavicordio. Tan pronto como derramo lágrimas sobre mi invención al clavicordio, el proceso creativo ha terminado y el sentimiento toma el mando. Nada me deja más exhausto, nada me aplaca más que improvisar en el clavicordio. Podría improvisar que yo mismo muero».[11]

Pero esto es tomar algo que sólo podría haber sido muy suave, y hacerlo expresivo con una inmensidad que asociaríamos con las grandes orquestas, o con el pianista virtuoso atacando el teclado. Mientras espero que me afinen el clavicordio, el motivo por el que los menores ruidos del almacén hacen que me sienta tan vivo, es que mi atención ha estado centrada por completo en ese sonido diminuto. De vez en cuando me pregunto si, como he perdido un poco de oído, éste se sensibiliza para pensar de todos modos en un clavicordio. Puede que a su debido momento no pueda ni siquiera oírme tocar a mí mismo.

Estoy estudiando piano, y el clavicordio sin duda constituye una distracción de ese esfuerzo. A lo mejor incluso puede considerarse que sea perjudicial. Me viene un antiguo comentario, algo que oí de niño, referente a que para un pianista es malo tocar el órgano, debido a las técnicas distintas que se usan: para el pianista, la presión de los dedos sobre las teclas lo es todo, y para el organista nada, pues para éste la nota suena igual sea cual sea la presión.

El teclista siempre debe aprender a adaptarse

Luego pienso: ese antiguo dicho sobre que tocar el órgano es malo para el pianista, ¿por qué no se me fue de la cabeza hace años? ¿Qué posibilidades tiene de ser cierto? El teclista siempre debe aprender a adaptarse. Mi viejo piano, el piano de mi profesor, el piano de reserva que compré porque el contraste entre el piano de mi profesor y el mío era demasiado grande, el piano de un amigo en el que tocamos a cuatro manos, y luego el piano de la sala del conservatorio en el que me examino; durante los dos últimos años he estado tocando en cinco teclados que discrepan. Y aprender a tocar el piano no puede significar aprender a tocar únicamente un instrumento individual. Debe significar el aprendizaje de la adaptabilidad.

Sin embargo, resulta que esa antigua preocupación, injertada en la infancia, tiene cierta antigüedad, como tantas de las primeras preocupaciones:

Si por casualidad acaece que los intérpretes de piezas de baile tocan un órgano, no son capaces nunca, o al menos muy infrecuentemente, de tocar con musicalidad, teniendo en cuenta que son incapaces de abstenerse de golpear las teclas (no cabe oír nada peor). Del mismo modo, los organistas nunca interpretarán bien piezas de danza en instrumentos de pulsación porque es algo que se lleva a cabo de modo distinto…

Eso advierte al músico del siglo XVI de que no mezcle el clavicémbalo o la espineta con la interpretación al órgano.

…el organista que quiera tocar piezas de baile debe observar estas reglas a no ser la prohibición de dar saltos y golpes con los dedos, que se le permite por dos razones. Primera, porque los instrumentos con teclas que se pulsan necesitan ser golpeados, pues púas y plectros funcionan mejor de ese modo. Segunda, con objeto de proporcionar gracia a las danzas. Así al organista que quiera tocar piezas de baile se le permite golpear con los dedos como cualquier otro intérprete, pero al intérprete de piezas de baile que quiera tocar música al órgano no se le permite golpearlas con los dedos.[12]

Lo censurable es que se crean breves notas en stacatto, en lugar de respetar el legato natural del órgano. (Y también está la censura sobre que se interprete música de baile con el órgano de la iglesia; un exceso no recomendado por el Concilio de Trento.)

Resulta que organistas como Johann Sebastian Bach no siempre tenían la posibilidad de practicar en la iglesia. El edificio normalmente carecía de calefacción, y se necesitaba un ayudante, o puede que más de uno para manejar el suministrador de aire. De modo que la alternativa era practicar, improvisar (como hacen los organistas) y componer con el clavicordio, y con esa finalidad, se construyó un clavicordio con pedales para Bach, que probablemente tendría un conjunto de cuerdas bajas aparte que se tocaban con los pies. Bach prefería –dice Forkel– tocar el clavicordio; el clavicémbalo «no tenía alma suficiente para él», mientras que el piano estaba «todavía en su infancia y todavía era demasiado tosco para satisfacerle».[13] Y Mozart –si es que se necesitara permiso añadido para esta aventura musical–, tocaba el clavicordio, tanto como instrumento para practicar mientras estaba de viaje, como para componer. Una inscripción de un instrumento del lugar de nacimiento de Mozart, escrita a mano por su esposa Constanza, afirma que en cinco meses de 1791, Mozart compuso La flauta mágica, La clemenza di Tito, su Requiem y una cantata masónica con aquel clavicordio. Haydn compuso la mayor parte de La creación en uno que se conserva en el Royal College of Music, de Londres.

*

Durante veinte años me he prometido que haría tres cosas antes de morir:

–escalar al Mattherhorn

–aprender a tocar el clavicémbalo

–estudiar chino

(Susan Sontag: «Proyecto para un viaje a China»)

Bach prefería tocar el clavicordio

La línea siguiente dice: «Quizá no sea demasiado tarde para subir al Matterhorn». Pero el pesimismo implícito en lo de aprender a tocar un instrumento de teclado –incluso uno tan escasamente rebuscado como el clavicémbalo–, precisa una pequeña explicación. Sontag estaba en la cuarentena cuando escribió esas líneas. No era de ningún modo demasiado tarde para recibir clases de música. Llevaba pensando hacer eso la mayor parte de su vida adulta.

Pero una mezcolanza de horrores nos refrena. Algunos –una cantidad sorprendente– asocian la música con castigos de la infancia. Vemos, no a un querido instructor, sino la cara vociferante de un profesor, y notamos la regla encima de los nudillos. Una mayor cantidad quizá se inhiba porque los oigan en una situación poco adecuada. La monja podría horrorizarse en su boba espineta, no tanto ante la idea de despertar al dormitorio, como el que fuera oída comportándose como una niña. Nuestros seres queridos nos inhiben, si no por la anticipación de su impaciencia, entonces por la idea de su imprescindible indulgencia. ¿Cómo podríamos hacerles soportar todo ese follón de escalas, arpegios y melodías repetidas interminablemente? Ese aprendizaje del teclado va a ser una pequeña humillación, no hay duda de ello; ¿y quién sabe si seremos capaces de obstinarnos para, cuando menos, abrirnos paso hasta un punto en el que sentarse a practicar o interpretar parezca algo más que un acto de regresión infantil? ¿O un intento de expiar los defectos de nuestra infancia?

Probamos un teclado eléctrico con un ataque razonablemente intenso, imitando la resistencia de la tecla de un piano. El que hace la demostración es un músico exhibicionista, un ruidoso dominador del departamento de los arpegios, que sonríe afectadamente entre las octavas. Por la noche se pone sin duda un smoking blanco y actúa en salones de hotel. Demuestra las suspensiones del clavicémbalo y los dos sonidos contrastantes del piano, basado en muestras pregrabadas de los mejores modelos Steinway. Estamos impresionados por la tecnología, pero molestos por el comportamiento del músico. ¿Que decepción tener que tocar para nosotros en unos grandes almacenes, en lugar de emocionarnos desde el estrado? ¿En qué demonios le habrá ido mal en la vida?

En cualquier caso, hay algo en ese plan para que nos decidamos por un teclado electrónico que parece totalmente equivocado. Las teclas perfectamente atacadas, el sonido pregrabado, los auriculares para no molestar a nuestros vecinos: aquél era el mundo del que queríamos escapar. Y de hecho sólo estamos aplazando ese momento en que nos oigan tocar, si nos limitamos al camino electrónico, como un amigo mío que toca con auriculares porque no puede soportar la idea de una desaprobación por parte de sus hijas. Algún día tendremos que enfrentarnos a esas hijas.

La vanidad también interviene. Cuando el embajador de Escocia, sir James Melville, fue enviado por María Estuardo a la corte de Isabel I, la Reina Virgen le interrogó sobre el tipo de ejercicios que realizaba su rival. Melville se refirió a que su Reina cazaba en las Highlands, y que, cuando se lo permitían asuntos más serios, se dedicaba a leer historias, que a veces tocaba el laúd y el virginal. Isabel preguntó si María tocaba bien. El diplomático respondió: «Razonablemente para una reina».

Aquel mismo día después de la cena –continúa Melville–: mi lord de Hunsdean me llevó a una tranquila galería, en la que podría oír algo de música (pero dijo que él no osaría admitir eso), donde podría oír tocar el virginal a la Reina. Después de haber escuchado un rato, agarré el tapiz que colgaba delante de la puerta, entré a la cámara, y me quedé bastante espacio de tiempo escuchándola; tocaba excelentemente bien. Pero ella lo dejó de inmediato, en cuanto se dio la vuelta y me vio. Pareció sorprendida de verme y se adelantó, aparentemente para golpearme con la mano; supuestamente porque no solía tocar delante de hombres, sino cuando estaba en soledad, para aplacar la melancolía. Preguntó como había llegado allí. Yo contesté: Cuando estaba paseando con mi lord de Hunsdean, mientras pasábamos por delante de la puerta de la cámara, oí una melodía tal que me arrebató, por lo que entré antes de darme cuenta de cómo… Ella quiso saber quién tocaba mejor, mi Reina o ella. Ante eso, me encontré obligado a alabarla.»[14]

Difícilmente se la dejaría de alabar, al haber irrumpido con tanta precipitación ante ella.

Bloody Mary* tocaba el clavicordio, y sorprendía a sus mejores intérpretes por la rapidez de su mano y su estilo al tocar.[15]

¿Que decepción tener que tocar para nosotros en unos grandes almacenes, en lugar de emocionarnos desde el estrado? ¿En qué demonios le habrá ido mal en la vida?

Subir al Matterhorn no me interesa en absoluto, y he vivido lo bastante en Oriente, y adquirido las nociones suficientes de sus idiomas para saber que el chino queda bastante allá de mi ámbito de estudios útiles. Aprender a tocar el clavicémbalo, el órgano, o cualquiera de los instrumentos de teclado, bien para alejar la melancolía o bien para mantener la inspiración y aplazar el flujo turbulento de los propios pensamientos… eso sí parece un proyecto posible. «Empieza con el clavicémbalo –dice Christian Friedrich Daniel Schubart–. Corona tu carrera con el clavicordio.» El músico poeta Bernard Brauchli lo llama: «uno de los defensores más ardientes y románticos del clavicordio». Enemigo de absolutismo, Schubart sufrió prisión debido a sus convicciones, y durante su confinamiento escribió sobre la estética de la música.

No es posible, lo reconozco, tocar conciertos con él en compañía de grandes conjuntos, pues no produce truenos y rugidos como el fortepiano, ni se puede, rodeado por un público numeroso, sonar por encima de sus gritos de bravo y hacer que sus vivas parezcan el murmullo de un arroyo. No obstante, con un clavicordio de Stein, Fritz, Silbermann o Späth –suave y sensible a cada aliento del alma–, encontrarás la armonía de tu corazón. Aquél que sentado al clavicordio, languidece por el clavicémbalo no tiene corazón, es un chapucero, se detiene ante el Rin y anhela un arroyo con cangrejos.

Y añade:

No lamentes cuando solo bajo la luz de luna improvisas o cuando te refrescas una noche de estío, o cuando disfrutas de un atardecer primaveral. ¡Ay! No llores por el tronar del clavicémbalo. Fíjate, tu clavicordio respira con tanto dulzor como tu corazón.»[16] 

***

*  Como Bloody Mary [«María la sanguinaria»] se conoce popularmente en Inglaterra a la reina María I (1516-1558), por su dura represión sobre los protestantes al intentar la restauración del catolicismo. (N. del T.)

TRADUCCIÓN DE MARIANO ANTOLÍN RATO

[1] En The New Bach Reader, ed. de Hans T. David y Arthur Mendel, revisada por Christoph Wolff. W.W. Norton, 1998, p. 436, citando el Musical Dictionary, de James Grassineau (1740).

[2] The Clavichord, de Bernard Brauchli, Cambridge University Press, 1998, p. 48.

[3] Ibid.

[4] Véase «Ordine et Officij de Casa de lo Illustrisimo Signor Duca de Urbino» (ed. Sabine Eiche, Urbino, 1999), donde los laudistas, el organista y los cantantes que cantan a sotto voce y con preferencia al estilo castellano, aparecen juntos en una lista como músicos domésticos, mientras que otros cantantes, y la mayoría de los cortesanos, se supone que viven fuera del palacio.

[5] Piano Notes, de Charles Rosen. Free Press. Nueva York, 2002, p. 24.

[6] Piano Notes, p. 197.

[7] Forkel, en The New Bach Reader, p. 433.

[8] El dulcémele [dulcimer] de los Apalaches es una excepción.

[9] La nota dice: «No es imaginación del autor; habiendo de hecho como hay un instrumento así, llamado arpa eólica, el cual, cuando se coloca en una corriente de aire, produce el efecto aquí descrito.»

[10] La respuesta es que la tenía, sin duda, seis años después, cuando Charles Lamb le vio en el Greta Hall., de acuerdo con Geoffrey Grigson, The Harp of Aeolus, 1948. De qué marca era el instrumento, cuándo o dónde lo había adquirido, no parece que se sepa.

* Las versiones de «El arpa eólica», de Coleridge, pertenecen a J. M. Martín Triana, en Balada del viejo marinero y otros poemas. Visor. Madrid, 1982. (N. del T.)

[11] . The Clavicord, p. 51.

[12]  Brauchli, p. 258, citando Il Transilvano, de Girolamo Diruta, 1593.

[13] Forkel, p. 436.

[14] The Harpsicord and Clavichord, de Raymond Russell, 2ª edición. Faber & Faber, 1973, p. 67

*  Como Bloody Mary [«María la sanguinaria»] se conoce popularmente en Inglaterra a la reina María I (1516-1558), por su dura represión sobre los protestantes al intentar la restauración del catolicismo. (N. del T.)

[15]  Véase el informe del embajador veneciano, Giovanni Michiel, 1557. Calendar of State Papers, vol. 6, II parte, p. 1043.

[16] Brauchli, p. 174, citando Musikalische Rapsodien, Stuttgart, 1786, vol. 3.