Winfield, Virginia Occidental, 1965

La lluvia que cae sobre el callejón y los jardines traseros parecen verdes como la hierba sobre la maleza húmeda y los árboles empapados. Miras a través de ella como si fuera a llover siempre, y olvidas lo mucho que llueve hasta que sales fuera y te metes en medio. Nonie dijo que se pasó toda la noche oyendo el tamborileo del agua, y se fue a trabajar temprano por si le toca ponerse a recoger agua en el restaurante. El jardín de atrás se ha puesto tupido y esponjoso. Mirando por la puerta mosquitera veo los surcos del callejón llenos de agua veteada y respiro el airecillo que se levanta al llover. A Termite le gusta el ruido de la lluvia y también le gusta que yo cierre la puerta de atrás, la abra y la vuelva a cerrar, como si estuviera cambiando el clima de la habitación. Este año cumple nueve, y puede que no ande ni hable, pero la lluvia le encanta. La escucha como si fuera música. Cierro la puerta y pienso en el nivel del agua subiendo y en cómo subirá por la parte inclinada del suelo del sótano. Unto la tostada de mantequilla, y cuando me vuelvo para abrir la puerta otra vez, me encuentro a Solly, muy cerca con un impermeable negro mate, y el agua le chorrea por la cara bajo la capucha picuda.

—Lark, ¿estás bien? —dice casi a gritos tras la cortina de agua—. Mi padre me ha dicho que traiga estas botellas. Dice que las llene ahora, aprovechando que el agua del grifo aún se puede beber.

Me aparto para dejarle entrar y la capucha se le baja, dejando ver su pelo mojado. Me doy cuenta de que la última vez que le vi de cerca fue en el colegio, cuando me cruzaba con él por los pasillos y me miraba, con alguna que otra chica siempre pegada a los talones. Se corrió la voz de que éramos primos, para explicar las miradas que nos echábamos y el hecho de que nos criáramos juntos, en dos casas como los brazos desgarbados del mismo edificio, aunque la de Solly es más grande. Lo de primos es porque la gente cree que Nonie y Nick Tucci tienen un extraño parentesco, con eso de criar a sus hijos solos y vivir cerca del callejón, como si fuésemos todos miembros de una tribu, no unos vagabundos de las afueras, pero casi. Nick Tucci tiene tres hijos, todos chicos, Joey, Solly y Zeke, y un buen trabajo en una fábrica. Nonie ayuda a Charlie en su restaurante, y nos tiene a Termite y a mí. Es nuestra tía y nunca nos habla de nuestra madre. La madre de Solly se largó hace mucho tiempo. Los dos tenemos una persona desaparecida en nuestra vida, como un viejo misterio sin resolver.

—¿Quieres una tostada? —pregunto a Solly.

Echa un vistazo al pan caliente que tengo en la mano y se acerca a la pila con las botellas de plástico.

—No, gracias —dice.

Los dos tenemos una persona desaparecida en nuestra vida, como un viejo misterio sin resolver

Saca los pies de las botas y le veo unos pelos muy rubios en la mandíbula, y las mejillas más huecas que antes. Solly tiene los huesos muy largos, la verdad, y la boca como un moratón, con esos labios medio magullados que tiene. Pero la gente no le considera guapo porque tiene una cara demasiado irregular: barbilla cuadrada, nariz con caballete, ojos hundidos. Se planta junto a los estantes llenos de latas y frascos, empapando el linóleo del suelo mientras llena los botes de agua y los va tapando, medio envuelto en vapor. La lluvia está fría y caliente a la vez.

—Se hace raro lo de recoger agua, con la que está cayendo —le digo.

—Ya, pues si acabas en el tejado, podrás beberla con las manos. Puede que no lleguemos a eso, pero el río está subiendo muy deprisa. Dicen que el tope de la crecida será esta noche. La calle Lumber se va a inundar seguro y por eso han cerrado el puente. ¿Nonie ha ido a trabajar hoy?

—Pues claro. ¿Nonie y Charlie? Ya sabes cómo son. Mientras no se pare la ciudad entera, van a trabajar.

—Puede que se pare, Lark. Han abierto la Armería, con comida, camas y un generador. Por si acaso, os podría llevar a Termite y a ti. Ahora que aún no hay que ir en barco.

—A él le gustaría lo del barco —digo sonriendo.

Pero Solly no me devuelve la sonrisa. Doblo la tostada de Termite en un cuadrado, para que pueda comérsela él solo, y se la pongo en la mano.

—Solly, sabes que la Armería le daría miedo, con tanta gente y tanto ruido. Mejor quedarnos aquí, hasta que no nos quede más remedio. Aunque Nonie no pueda volver a casa esta noche, ya me las arreglaré.

—¿Cómo te las vas a arreglar?

—Tenemos una cama en el desván, donde hay sitio para comida, mantas y agua. He quitado una parte de los muebles que tenemos aquí abajo. Puede que no te importe ayudarme a subir algunas de las cosas. Lo que queda, que aguante como buenamente pueda.

Desde donde estoy, tras la silla de Termite, miro a Solly. Me cuesta, pero recorro varios cuadrados del suelo de linóleo y me acerco a él. Nos quedamos ante la ventana de la cocina, a pocos centímetros uno del otro, ante la tromba de agua.

—Si la cosa se pone fea, ven a buscarnos.

—Sí —dice—. Vendré.

No piensa discutir. Me mira con esa mirada entre dura y blanda, y no aparta los ojos. Abro la nevera y meto la mano dentro como si necesitara algo.

—No nos va a pasar nada —le digo.

Solly deja pasar un segundo de silencio, como si me estuviera esperando.

—Vale, Lark.

Termite está muy quieto. Sé que está pendiente de nosotros, que se fija en los silencios que dejamos entre frase y frase, y zarandeo el estante metálico de la nevera y cambio de sitio unos frascos y botellas de leche, antes de cerrar la enorme puerta. Solly sigue con las botellas de agua, que va poniendo junto a la pared.

—Pues ya tenéis agua de sobra, eso sí —dice—. Para no arriesgaros, no bebáis agua del grifo a partir del mediodía —añade, y pasando a mi lado se agacha ante la silla de Termite—. Oye, Termite —le dice—. ¿Te gusta la lluvia? Está lloviendo. Nada de carrito hoy —murmura, poniéndole una mano en el hombro—. El carrito se inundaría, pero flotaría —dice con voz cariñosa, y luego alza los ojos y me mira—. Antes me hablaba. Ya no me contesta. Si sé que me conoce…

—Pues claro que sí. Es que te tiene menos visto que antes.

—Ya… El carrito ese… Te estoy viendo tirando de él, con Termite dentro, subiendo por el callejón. Y le sigue gustando. Pero en un par de años más, no va a caber dentro. Bueno, pero te traigo una cosa, Termite. Una música que puede que te guste. Es mejor que la radio, Termite. La puedes oír poniéndote esto.

Del bolsillo de su abrigo grandullón Solly saca un reproductor de casetes portátil y unos cascos. Se acerca a Termite para ponérselos en la cabeza, pero Termite se aparta. Sé que no va a querer comer nada. Estando Solly aquí, todo se le hace raro. Tendré que cocinarle algo después.

La luz ilumina las palabras que escribimos a navaja en la madera

—Ya lo oirá en otro momento —le digo a Solly—. No está muy acostumbrado a usar cascos y puede que le recuerden al colegio. Ahora está escuchando la lluvia. Está pendiente del sonido, para notar cuando vaya a cambiar.

—¿Cambiar? ¿Así que ahora es el hombre del tiempo? Pues a ver si consigue que deje de llover… Un buen día parará. Todo se acaba —dice Solly—. ¿Quieres que te traiga algo de la tienda? ¿Te hace falta algo?

—Nonie siempre trae la leche y esas cosas del restaurante. Pero se nos está inundando el sótano. No sé si te importará ayudarme a mover unas cajas. No quiero decírselo a Nonie, pero pesan mucho para moverlas yo sola.

—¿Hay luz abajo?

—Junto al banco donde están las herramientas, sí. Pero voy por una linterna —digo, y mientras la estoy buscando en el cajón oigo a Termite bambolearse en su silla, agitando la cabeza como si notara una nueva corriente de energía, algo perceptible.

—Sí, Termite, soy yo —le dice Solly, tocándole la espalda.

Al notar el tacto tranquilo y silencioso de un hombre, Termite para de moverse.

Les doy la espalda y empiezo a bajar las escaleras del sótano.

—No te preocupes por él —digo, alzando la voz—. Si se aburre, me lo dirá a su manera.

Oigo a Solly bajar las escaleras tras de mí, con sus botas, y noto un escalofrío por dentro, como si hubiera vuelto cuando éramos los dos mucho más pequeños y nos pasábamos el día juntos. Tiro de la cadenilla que hay encima del banco de las herramientas y la luz ilumina las palabras que escribimos a navaja en la madera, nuestros nombres, una pequeña familia de personas tiesas como palos, y las consabidas palabrotas, la que empieza por m y la que empieza por j. Y también palabras religiosas, como Jesús. Esquinada, pequeña, casi como una flor, se ve la tenue silueta que dibujó Joey de una polla.

Solly pasa los dedos sobre la madera hendida, sobre el pequeño jeroglífico de Joey.

—Joey —dice—. Qué personaje tan paternal, ¿verdad?

Enfoco la linterna hacia el rincón más oscuro y oigo gotear el agua. Veo que el nivel está más alto que hace dos horas.

—Hay ocho cajas —digo a Solly—. Son grandes y están apiladas.

—Antes, Nonie las tenía tapadas con una colcha —dice Solly.

—¿Cómo lo sabes?

—Recuerdo un bulto grande en la esquina, y la tela de la colcha era de cuadros rojos. ¿No te acuerdas? Le tirábamos pelotas. Nos subíamos encima —dice, mirándome sin sonreír—. ¿Qué te pasa? ¿Tienes un agujero en la cabeza o qué?

—Será que nunca me había fijado mucho. Pero ahora no hay ninguna tela encima y como he tenido que quedarme metida en casa con Termite, he visto las cajas, con el remite de Florida. Acabé abriendo una de ellas y creo que eran de mi madre. Si no, no entiendo por qué Nonie las iba a haber guardado.

—¿Se lo has preguntado?

—Todavía no. Antes quiero ver qué hay dentro.

—Para buscar pistas.

—Puede.

Ahora Solly sonríe.

—¿Nunca te has imaginado a nuestras madres juntas en una piscina, tumbadas en una de esas colchonetas de goma, tomándose una bebida refrescante bajo unas palmeras?

—Pero no se conocían, ¿verdad?

—No, pero ¿a que parece que sí? Mi padre sí las conoció a las dos, y las dos se fueron y abandonaron a sus hijos. Tenlo en cuenta la próxima vez que Nick te eche una miradita.

—¿Crees que Nick tuvo algo que ver en la historia? —digo, sonriendo para que vea que es una broma.

—No. Es sólo otro punto más en común. Pero ¿no parece a veces como si fuesen hermanas secretas, o incluso la misma persona? —dice, quitándose el impermeable y bajándose la cremallera de la chaqueta—. Cuando mi madre se fue, al cabo de un tiempo me inventé eso. Así me parecía más a ti.

Me mira tan fijamente que doy un paso atrás. Pero ya me ha agarrado, sin siquiera moverse de donde está. Es por los recuerdos que le trae la habitación. De pronto yo también veo aquella tela a cuadros rojos, con las sillas de jardín apoyadas a un lado y un par de colchones viejos tirados encima. En verano Nonie dejaba abiertas las trampillas del sótano, que en realidad es un refugio para las tormentas, y siempre entrábamos y salíamos por ahí, bajo las tupidas ramas del lilo que colgaba a ambos lados. Ahora ya no están.

—¿Quieres que te ayude con esas cajas? —le pregunto—. Pesan bastante.

—Creo que puedo con ellas, Lark —dice, algo enfadado—. ¿Quieres ponerlas en el desván?

Pienso en vivir aquí para siempre y sé que él no querrá

—Es el único segundo piso que hay.

—No te preocupes. El agua no va a llegar tan alto a no ser que se inunde media ciudad. Y puede que no estuviera tan mal. Podíamos irnos todos flotando —dice mientras oigo sonar la campanilla de la silla de Termite, que la toca una sola vez—. Querrá algo. Voy a subir.

—Sí, anda, sube con él.

Solly se quita el impermeable y lleva una camisa de franela con las mangas cortadas. Tiene los brazos duros. Aunque me saca un año, se pasó muchos años siendo del mismo tamaño que yo. Siempre me sorprende lo alto que es, musculoso y flaco, como si al darme la vuelta hubiera cambiado de golpe. Ahora hace todos esos deportes que hacen los deportistas tontos en el instituto y por eso tiene lo mismo que ellos: esas rubias con el pelo peinado hacia fuera y un trabajo en la gasolinera en verano, al acabar el curso. Supongo que ahora jugará a ser como esas chicas que llevan conjuntos de punto y tienen la carrera pagada, y seguro que vive en ese descapotable que Joey compró de segunda mano y que siempre tiene impecable, para poder llevar chicas de aquí allá. Seguro que es un buen plan. Aunque los papis y las mamis de las chicas digan que es “lo típico del instituto”. Acabarán mandando a sus niñas a estudiar lejos, para apartarlas de Saul Tucci. Solly no es lo que andan buscando.

—¿Vas a irte a la universidad, Solly? —le pregunto, sin poder evitarlo.

—¿Cómo el resto de los corderillos? ¿Irme a jugar al fútbol americano a ochenta kilómetros de aquí? Qué va, no creo. Sólo he contestado a una carta, de la universidad de Fort Lauderdale. Por lo del mar. Eso de tener una palmera sólo para mí…

Se pasa los dedos por el pelo mojado y le veo las raíces oscuras del pelo. Una de las chicas esas le habrá puesto mechas como las suyas, para jugar a las parejitas. Ni que fuera mi hermana gemela. Solly me mira a los ojos directamente.

—Palos de ciego. Si sólo somos un equipo local. Tampoco es que haya tenido un montón de ofertas.

Solly en Florida, pienso. Solly en Florida.

—La verdad es que aún no lo tengo claro —dice—. No se lo he dicho a Nick, ni a nadie.

—Bueno, pues dímelo, cuando lo sepas.

—¿Sí?

Quiero alejarme de él.

—Perdona que esté el ambiente tan cargado aquí abajo. Hace calor, con las ventanas cerradas para que no entre la lluvia.

Volviéndome, empiezo a subir las escaleras y él se queda mirándome como si yo fuera un personaje que se marcha de un cuento. Durante un extraño momento me parece oír cómo le late el corazón, pero es la sangre acumulada en mi cabeza, un martilleo que noto al acabar de subir las escaleras y volver a la cocina. Todo se acaba, según Solly. Pienso en vivir aquí para siempre y sé que él no querrá. Luego pienso en marcharme yo, en llevar una vida totalmente distinta, como si pudiera existir en un planeta diferente y esta vida no supiera nada de mí, ni yo de ella. Me siento en una silla de la cocina, junto a Termite, y veo su tostada encima de la mesa, donde la ha dejado caer.

—¿Aún no tienes hambre? —le pregunto, pero mi voz suena muerta, automática, y Termite me apoya los brazos en las rodillas.

Huele al talco para bebés que Nonie y yo le seguimos poniendo en los hombros después de bañarle. Me doy cuenta de que jamás lo voy a abandonar, en la vida. Está muy callado, escuchando. Sus manos, lacias en mi regazo, se mueven apenas, ligerísimamente, como si sus largos dedos palparan una corriente de aire que mi espesura y tosquedad me impidieran notar. Tiene el dorso de los dedos blanco como el alabastro, sin arrugas bajo los nudillos, como un eterno recién nacido. Bajo la piel le trasluce un leve rubor rosado. Cuando le da fiebre, la piel se le llena de manchas. Oímos a Solly subiendo por las escaleras con las cajas. Noto cómo se nos queda mirando. En el pequeño rellano, gira, entra en el cuarto de Termite y sigue subiendo hacia el desván, por la escalera plegable que se baja del techo. Termite oye a Solly y sabe que está en su habitación. Le gustan esas escaleras que suben al desván, cómo crujen al bajarlas, cómo suenan al soportar el peso de alguien. Es como si el aire del desván bajase por las escaleras, desgranado a rachas desde la ventana abuhardillada de arriba. Termite lo huele y lo nota, aunque ahora no se mueva.

—Quiero que desayunes de verdad —le digo—. Os voy a cocinar algo a ti y a Solly.

Termite me deja hablar sin inmutarse. Pelo unos melocotones y vuelvo a poner pan a tostar. Mientras preparo los huevos, Termite tiene entre las manos el aparato de música que le ha dado Solly, como si fuese una radio, pero se aparta cuando me acerco para encendérselo. Pongo la comida en los platos y oigo a Solly subir y bajar las escaleras del sótano. Luego aparece en la cocina.

—He puesto las cajas junto a la pared del desván donde está la ventana —me dice—. Ahí tienes bastante luz para poder revisar el material. Más vale dejarlas ahí arriba. Es más seguro. En el sótano de Nonie siempre entra agua, cuando llueve mucho.

Seguro que eso no lo sabes. Seguro que ya no te acuerdas

—Gracias, Solly. Te he preparado algo de comer.

Mientras estoy lavo la sartén de hierro en la pila, Solly se me acerca y me toca con las manos, bajo el pelo, en el cuello, sólo durante un instante, como para apartarme un poco. Se ha quitado la camisa, que lleva atada a la cintura, y se agacha junto al chorro de agua para remojarse la cara.

—Las cajas esas están sucias —dice—. Al principio, no entendía por qué. Es como si les hubiese caído barro encima. Pero he descubierto que tenían restos de nidos de avispas pegados atrás. Nidos viejos. Pura tierra húmeda.

Desatándose la camisa, se seca la cara con ella. Después se sienta junto a Termite, le pone la cuchara en la mano y le ayuda. El agua sigue corriendo, pero oigo lo que dice Solly.

—Antes bajábamos Lark, tú y yo a las vías del tren, o nos metíamos debajo del puente del río, y nos llevábamos unas botellas de Fresca y esas latas de ravioli que se abrían sin abrelatas y que Joey nos daba de cenar a los hermanos Tucci cuando el viejo no estaba en casa. Yo te daba de comer y esperábamos a ver pasar los trenes. Seguro que eso no lo sabes. Seguro que ya no te acuerdas.

Cuando acabo de recogerlo todo, Termite se ha comido lo suyo y el plato de Solly está sin tocar.

—¿Qué música hay en el aparato? —le pregunto.

—Una cinta que me ha mandado Joey. Es jazz, con un piano y unas voces improvisadas. Son sonidos, no palabras de verdad. Puede que a Termite le guste, sobre todo con los cascos, si se pone a escucharlo.

Solly me habla a mí, pero mira a Termite. Luego le limpia la boca con los dedos, acariciándole la cara. Entonces veo a Termite inclinarse hacia delante casi sin que se note, y apoyar la mandíbula en la palma de la mano de Solly. Después se queda quieto. Como si leyera algo que le suena. Algo perdido y recuperado. O alguien.

En todo este tiempo, no me había parado a pensarlo. Yo había perdido a Solly, pero Termite también.

Veo que Solly también ha caído en la cuenta. Le cambia la cara y planta la mano encima de la mesa, como si alguien le hubiera dado un puñetazo y necesitara un momento para recuperarse. Es otra cosa que nos toca compartir, todo lo que hemos hecho y todo lo que no sabíamos. Solly me mira, pero mantiene la voz serena.

—Joey está en el campamento Lejeune, estudiando. Se fue el mes pasado. Eso lo sabías, ¿no, Lark?

Le digo sí con la cabeza. Termite vuelve la cabeza para escucharnos, para oír nuestras voces, pero no decimos nada. Me acerco para recoger los cascos y Solly me lo impide.

—Espera, déjame. Escucha estas voces, Termite. Cantan igual que hablas tú.

Levantándose, le pone los cascos y enciende el aparato. Termite se incorpora y echándose hacia atrás se pega las muñecas a los lados de la cabeza, como si quisiera acercarse la música.

—Le gusta —digo, mirando a Solly.

Es como si nos hubiéramos quedado los dos solos.

—Como a todos. Os lo voy a dejar. Deberías oírlo.

—Mejor que te vayas, Solly.

—Ya me iba. Quería dejar arreglado lo de las cajas. Pero no hago más que pensar en lo que habrá dentro. Nunca he visto una foto de tu madre, quitando ésta que tenéis en la cocina donde sale de pequeña con Nonie. Se parece a ti. Me cuesta distinguiros —dice, dando un rodeo a la mesa y parándose a acariciar la mano a Termite—. Y cuando no consigo imaginarme a tu madre, me cuesta imaginarme a la mía.

No le contesto.

—Nos metíamos todos en su cama —me dice.

—Ya, me lo has contado. Pero no consigo acordarme de ella.

—Tú tenías tres años. Yo, cuatro. Debía ser al poco de que llegarais aquí. Con todas esas cajas, probablemente.

—No sé cuándo llegaron las cajas. Puede que las mandaran con Termite —digo.

Aparto los ojos de Solly y miro la lluvia que se ve por la ventana de la cocina. Pero él sigue hablando.

—Mi madre ponía a dormir a Zeke dormido en la cuna y tú y yo nos metíamos en su cama con ella y nos dejaba mamar lo que le quedara. Tu boca en una y mi boca en la otra. Así nos estábamos quietos, y a ella le relajaba. Al final nos quedábamos dormidos, y ella también.

—¿Cómo puedes acordarte de eso?

—Porque sé que gateaba por encima de ella para acercarme a ti. Ahí era donde me dormía, a tu lado.

Le miro. Y ya no consigo apartar la mirada.

—Hazme algo —me dice Solly.

Es otra cosa que nos toca compartir, todo lo que hemos hecho y todo lo que no sabíamos

—Si tienes muchas chicas que te lo hacen.

—Quiero que me lo hagas tú. Lo que me hacías entonces.

—Ya no. Eso era hace mucho tiempo.

—Soy como tu hermano, aunque no lo sea. Soy como Termite, pero yo te hablo. Y te toco, como tú a mí. Y me acuerdo de las cosas.

Sale tras la silla de Termite y se me acerca. Veo a Termite relajar los hombros, inclinando la cabeza para escuchar la música, y de los altavoces sale algo parecido a unos chasquidos y unos rozamientos. Solly se lo ha puesto muy alto, que es como le gusta. Miro a Solly. Le conozco tanto que es como si fuera yo. Es mío, como si fuera mi hijo, pero es un desconocido, y cuando se le pone ese gesto frío y caliente a la vez, es como cualquier otro hombre. Si le dejo hacer lo que quiere, me mirará con ese gesto que lo anula todo. Es como un foso en el que podría dejarme caer. Tengo que mantenerme alejada.

—Déjame hacerlo —me dice.

Solly podía convencerme, porque en mi cabeza le seguía viendo con la cara de antes, por debajo de otra cara con más años. Me olvidaba de todo y me parecía que hacer cosas con él era como hacérmelas a mí misma. A mí me vino el período pronto y entonces se sintió atraído por mí. Yo tenía once años y me lavaba mucho para disimularlo, pero era como si él lo supiera. Venía y me tomaba el pelo y me hablaba. No eran sólo miradas. Para despertarme el deseo de que me tocaran, me enseñaba cosas. A mí me gustaba, me gustaba pensar en ello, verle mover el cuerpo, lo deprisa que entraba en faena, lo bien que se le daba, lo que sabía hacerme, y cómo no dejarle hacer lo que él quería lo prolongaba todo, y cómo se las arreglaba para acabar haciendo lo que yo no le dejaba hacer. Me agarraba por las muñecas y me pasaba la boca por el dorso de las piernas, en la piel suave y azulada tras las rodillas. Me engatusaba, hablándome sin palabras, con sonidos. Como yo tenía en la tripa esos típicos calambres tan molestos, me decía que sabía lo que duele, y haciéndome echarme encima de él, me acariciaba los huesos de las caderas, esas articulaciones entre las que se hunde la tripa, hasta que el dolor se iba almibarando. Me quedaba ahí tumbada, notando cómo se ponía duro debajo de mí, y pensaba en sus manos, en sangrar sobre ellas hasta llenarlas. A él le gustaría eso, me decía. Y otras cosas. Muchas cosas más.

Me está mirando con esos ojos dorados como los de un león, moteados de verde. Parece que tiene las pestañas húmedas.

—Lark —me dice.

—Solly, no es verdad —contesto, sacudiendo la cabeza.

—¿El qué no es verdad?

—No tenemos la misma madre. Sabes que no. Pero tienes razón en lo que has dicho: Nick las conocía a las dos. Y Nick va contando cosas por ahí, de mi madre —digo, mirando a Solly como si fuera a aclarármelo—. Supón que es Nick. Que Nick es mi padre y que por su culpa se marchó tu madre, y la mía también.

—No —dice Solly, dando un paso hacia mí con los hombros y el pecho rígidos, las manos hechas un puño—. Si eso fuera verdad, y te mirara como te mira a veces, querría matarle.

—Si tenemos la misma sangre…

—No es verdad, Lark —dice, cerrando los ojos y abriéndolos—. Pero si lo fuera, daría igual. Lo que hayan hecho, todos ellos, da igual.

—Importa lo que hicimos nosotros, Solly. Y por qué quisimos hacerlo.

Calculo que paramos cuando él tenía catorce o así, cuando ya no era cosa de niños. Hubo esa vez, esa última vez. Se lo avisé. A partir de entonces, no volví a acercarme a él. Entonces se enfadó y no volvió a acercarse a mí. No es que huyéramos uno del otro, pero ya no nos quedábamos solos, ni lo intentábamos. Como yo le había abandonado, él me abandonó a mí. Andaba por ahí con ésta y aquélla. Estoy segura de que se ligó a muchas. No tenía edad para esas cosas, pero era su forma de ser y supongo que la mía también, aunque yo sólo con él. Fue como si nos hubiéramos aniquilado uno al otro. Cuando le veía apartaba la mirada, pero sabía de sobra si estaba en la misma habitación que yo, o si estaba al otro lado de la calle, o en un pasillo del colegio, o en un entrenamiento de fútbol haciendo prácticas con sacos de arena, al fondo de la ventana de un aula. Notaba sus empujones y sus golpes cuando se abalanzaba sobre los cuerpos anónimos manchados de barro y ocultos bajo las hombreras y los cascos.

—Lark —me dice con un susurro.

Alarga el brazo y me pone el dedo en el centro del pecho como un palo duro y lo baja como si me estuviera dibujando una raya. Es la tormenta, pienso. La tormenta nos ha dejado aquí aislados y la lluvia lo ha anegado todo. Oigo la lluvia, cayendo sin parar.

—No me pongas las manos encima, ni la boca —le digo.

Este juego ya se lo sabe. Es muy antiguo. Con esos labios casi magullados, abre la boca ligeramente y respira, como abrumado por un gran alivio. Yo noto como si algo nos hubiera atrapado, engullido.

Tu boca en una y mi boca en la otra

—Bueno —dice, pronunciando la palabra como si no pudiera hablar, ni susurrar.

Es sólo la forma de un sonido dibujada en sus labios, mientras aprieta los dientes. Como ahora sabe que lo voy a hacer, veo toda la fuerza del sentimiento que emerge en sus ojos, su aliento y el rubor dorado de su rostro.

—No me toques con las manos —le digo, pero no hace falta.

Su ímpetu basta para guiarnos hacia el pasillo, yo de espaldas, y luego hacia mi cuarto, contra la pared. Veo las motas de tierra que le cubren el pecho. Un fulgor de pelos rubios y sudor llena el espacio que abarcan mis ojos y sus pezones son duros y diminutos. Hace mucho tiempo que no tenía tan cerca su olor y el tacto de su piel. Planta las manos en la pared, a ambos lados de mi cabeza, y no las mueve, cumpliendo su promesa. Acerco mi boca a su piel y el bulto pardo de su pezón me encaja entre los dientes como una piedrecilla. Tiro del otro pezón y lo toco y lo aprieto con los dedos, y sus gemidos parecen venir de mi interior. Tenemos poco tiempo antes de que deje de oírme y escucharme. Se agacha para acercarme el cesto de la ropa, que está lleno hasta arriba, y su rostro desciende sobre mi pecho y mi tripa y el hueso de mi cadera, y me hace apoyarme sobre la cesta. Luego se arquea sobre mí y yo me quito la camisa y con la frente pegada a sus vaqueros endurecidos, deslizo la mano tras el botón, busco a tientas la cremallera, le bajo los pantalones y cierro los ojos. Noto ese bulto de piel sedosa en la boca, y en las manos y la cara y el pelo. Él empuja y empuja, pegándose a mí, no con fuerza, pero sin parar. Le acerco a la curva de mi cuello mientras deslizo los brazos por el contorno de su torso. Su caperuza blanda me deja un rastro lloroso en las costillas y los senos, hasta ir a parar al hueco de mi axila, y ahí es donde se viene, sobre mi cuello y mi pecho, mientras le agarro y noto las pulsaciones que le recorren el cuerpo.

—Hazme eso —me dice—. Lark, hazme eso.

Cae de rodillas y se echa sobre mí y acabamos tumbados sobre las toallas y camisetas y sábanas medio caídas de la cesta. Qué fácil resulta ahora, como si nunca hubiéramos dejado de hacerlo, y le meto la mano en la hendidura de las nalgas para tocarle ese  matojo secreto, y le meto la punta del dedo, como si su cuerpo fuese mío, como mi cuerpo sería suyo si alguna vez se metiera dentro de mí. Si le dejara meterse, jamás podría escapar.

TRADUCCIÓN DE GABRIELA BUSTELO

Portada: La bonne nouvelle por LoLo. Imagen vía.

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