Es difícil, para un escritor, hablar de forma explícita y directa de los paisajes de su vida, del papel y la importancia que tienen en su existencia y en su escritura. Le resulta natural hablar de ellos indirectamente, evocarlos como fondo de una historia, describir concretamente, sensualmente, aquel paisaje ante el cual en aquel momento está delante. Afirmar todo esto de forma explícita corre el riesgo de sonar un poco a falso o por lo menos artificioso; una cosa es escribir un poema de amor a una persona que se ama y otra, en cambio, redactar una declaración programática, una definición del amor. Ése es el motivo por el que siento un cierto apuro al hablar del mar, fondo y horizonte fundamental de mi vida y de mis intentos de representar la vida, de mis pasiones, de mi historia y de mi historia compartida con las personas amadas, en primer lugar Marisa, mi mujer, que lo representó con tanta intensidad en su escritos. Además, en el trabajo de quien escribe, a un paisaje le cabe estar presente de forma directa, como objeto de descripción, o bien puede estar presente de modo indirecto, incluso sin que se le llegue a nombrar o representar nunca. Thomas Mann, que tanto amaba el mar, decía que éste, en su prosa, se había convertido en la “música del lenguaje”, en el ritmo y el resuello de su estilo, y que por consiguiente estaba presente muy a menudo en su obra, si bien raramente descrito.

Oggi al mare si stava bene por Francesco Zaia. Imagen vía.

            El agua, para mí, es sobre todo y en primer lugar, el mar. El mar está unido a mis primeros recuerdos de infancia. Es el mar de Bárcola, un barrio de Trieste, donde mi madre (a la que le gustaba también muchísimo) me llevaba cada día, desde mayo a octubre. Todavía hoy, cuando me encuentro en Trieste, no hay día, entre la primavera ya entrada y el comienzo del otoño, en que yo no vaya a esa orilla, aunque no sea más que media hora, y me dé un buen chapuzón. Me he impregnado de esa familiaridad con el mar desde la infancia, del sentimiento de su necesidad; el sentido de los largos veranos y de su apertura, de los colores, de los olores del verano, de su abandono y de su aventura, son para mí inseparables del mar. Creo que, para mí, ha sido fundamental la extraordinaria apertura del golfo de Trieste, un mar en sí mismo modesto pero que proporciona el sentido de lo abierto, del horizonte ilimitado que parece preludiar a los otros mares más grandes y a los océanos.

            El agua disuelve, libera de las obsesiones, corroe y borra fronteras. Su apertura no es solamente física, sino también cultural, humana: el golfo de Trieste se extiende desde Italia hacia Eslovenia y Croacia y aunque esas costas ahora eslovenas y croatas formaban parte tiempo atrás políticamente hablando de Italia y estaban pobladas por italianos, ese mar sugiere la idea del encuentro y la mezcla de culturas y civilizaciones, es el Adriático italiano (sobre todo véneto) y eslavo. Ese mar, mi mar, no es un mar de playas de arena sino un mar de peñascos y de rocas blancas, de aguas en seguida profundas e intensamente azules; es el extremo brazo del mar griego y dálmata que llega hasta Duino. Es el mar del golfo de Trieste que, cuando se llega desde occidente, a la altura de Sistiana, se abre de repente a la vida. Grande, como una stendhaliana promesse de bonheur, una promesa de felicidad que por un instante se identifica con Trieste y que Trieste se las arregla en seguida para desmentir, como ha sucedido tantas veces en la Historia. Ese mar triestino de Bárcola fue uno de mis primeros lugares infantiles de juegos y aventuras, y más tarde de los primeros encantamientos amorosos. Tal vez el primer recuerdo que tengo del mar es el de una playa istriana, la de Strugnano/Strunjan. Yo era muy pequeño, hasta el punto de que en verdad no sé si soy yo el que recuerda ese episodio o si en cambio lo que en realidad recuerdo es el relato que oí de él. La playa es un horizonte que, incluso desde la perspectiva infantil, me parece inmenso; yo juego con un patito de goma, que las olas se van llevando mar adentro. Al oír mis lloros, mi padre se echa al agua para ir a por mi patito, pero las olas se lo llevan lejos, hacia un horizonte que a mí me parece lejanísimo, y me parece ver que hasta mi padre desaparece en ese horizonte, perdido en la inmensidad del mar, si bien me lo vuelvo a encontrar al poco en la playa, junto a mí, mientras me entrega el patito.

El mar es el horizonte fundamental de mi vida y de mis intentos de representar la vida

            El mar de Trieste, de Istria, de Querso, el mar de Salvore, de Roviño, de Miholaščica, han sido y por consiguiente son el paisaje de mi vida, de mi existencia compartida con Marisa, un paisaje inescindible del amor. En Salvore, que cierra el golfo de Trieste, transcurrí una de las temporadas fundamentales de mi vida y en Salvore se desarrolla en buena parte mi novela Un altro mare (Otro mar); el mar de Querso está presente en mis Microcosmi (Microcosmos) y en otras páginas más, pero lo que más cuenta no es enumerar las ocasiones en las que he intentado representarlo, sino subrayar su continua presencia, su resuello, el mar como bajo continuo de la vida y de la escritura. Todo esto se ha visto favorecido también por el hecho de que Trieste, aun sin tener ciertamente un mar más hermoso que otras ciudades marítimas, sí que, debido asimismo a sus pequeñas dimensiones, permite, a diferencia de otras, una familiaridad directa con el mar, una cercanía y un contacto físico, una posibilidad de asistencia diaria. Entre los primeros días de mayo, a veces ya en abril, y los últimos días de octubre, basta tener media hora o tres cuartos de hora de tiempo, en la vida afanosa y condenada que nos vemos obligados a vivir, para llegarnos por ejemplo a Bárcola, tumbarnos un momento al sol en esa posición horizontal que es la más digna del hombre, zambullirnos en el agua y volvernos a casa. Y este contacto concreto, físico, cotidiano, te llena el día, pone la vida de alguna manera en la estela del mar, de su apertura, de su ventosa libertad.

            Algunas veces, en esa costa, soy uno de los pocos que nadan, cuando el agua está todavía o bien ya bastante fría. El año pasado, por ejemplo, durante un día de abril, mientras salía del agua después de un breve chapuzón, en la orilla desierta había solamente una pareja, un jovenzuelo y una muchacha en una actitud afectuosa, que tenían puesto el traje de baño pero que no se habían metido en el agua. El jovenzuelo, tal vez envalentonado por mi ejemplo, se levantó y, a decir verdad con un paso más bien vacilante, se dirigió hacia las olas, a lo que yo le señalé con el dedo y le conminé: “!No vaya a cometer una imprudencia! ¡Espere a tener setenta y cinco años!” En otra ocasión, mientras, tras cinco minutos de abandono, tendido, con los ojos cerrados al sol, me estaba levantando, una mujer que había venido a sentarse a pocos metros de mí y se preparaba para bajar también ella al agua, creyendo que me había despertado, se disculpó, y luego, como me hubiera reconocido, añadió, en dialecto triestino: “Usted, que es persona que piensa, necesita dormir”. Naturalmente no me atreví a hablarle de mis muchos insomnios… El mar es asimismo ese abandono, es también ese sueño dulce, ese sueño que, junto a una larga vida, era la fórmula de la buena fortuna para los indígenas de Samoa, como recuerda Stevenson; ese sueño que, como decía Chesterton, indica un confiado abandono al mundo, y por consiguiente una fe en Dios, ese sueño como signo de armonía con el resuello de la vida que tanto envidiaba Kafka, ese sueño después del amor del que habla Singer en una bellísima página.

La apertura del mar no es solamente física, sino también cultural

            La dimensión marina constituye una de las dos almas de Trieste. Trieste, como sostiene uno de esos repetidos estereotipos que sin embargo encierran su verdad aunque la banalicen, es una encrucijada. No sólo una encrucijada entre el Este y el Oeste, como se ha subrayado en numerosas ocasiones, sino también entre el Norte y el Sur, entre una solaridad meridional y una melancolía nórdica. Por una parte está el mar, con la apertura cosmopolita característica de las civilizaciones marítimas, con su familiaridad con la amplitud del mundo, más a sus anchas con la vida; una civilización libre, desabrigada incluso desde el punto de vista físico. Por otra parte está el alma mitteleuropea, la gran cultura triestina continental, gran laboratorio del malestar y del análisis del malestar de la civilización, el mundo que ha elaborado extraordinarias defensas y extraordinarios, obsesivos y peligrosos mecanismos de defensa; la civilización y la cultura de quien atraviesa la vida bien arrebujado en su loden, cerrado y protegido. Tal vez las dos profesiones que mejor han encarnado simbólicamente estas dos dimensiones de Trieste son, respectivamente, la de quien ha trabajado toda su vida en el mar (no hay casi familia en la que alguien no haya pasado su vida en el mar, incluida la mía) y la del empleado en las Assicurazioni Generali, destino, pese a su breve duración, que afectó hasta a Kafka (y también, una vez más, a mi familia).

            La mejor literatura ha sentido preferencia por esta última dimensión mitteleuropea y continental, la cultura de quien se atrinchera contra la vida, que ha sentido con fuerza inusitada la carencia de la vida verdadera y ha intentado defenderse de ella burlándose irónicamente, como pone de manifiesto el extraordinario arte de Svevo. Pero también el alma acuática, marina de Trieste, con su sentido épico de apertura al mundo, ha conseguido encontrar sus escritores y sus poetas, desde algunas extraordinarias poesías de Saba y Marin hasta Stuparich, pasando por Quarantotti Gambini, por Mattioni, por Bettiza y otros más. Podemos encontrar asimismo un eco de esta dimensión marina en una literatura menor, en ocasiones escrita en dialecto, impregnada por un deleitable y sabroso sentido épico, por una familiaridad con la vida y con la muerte. Pero este mar mío ha hallado también en sus orillas orientales, dálmatas, a sus intensos e inolvidables poetas, autores croatas, como Marinkovič por poner un ejemplo entre otros. Mi Danubio es un viaje que atraviesa la Mitteleuropa continental, toda esa cultura atrincherada y arrebujada, amándola y viviéndola profundamente, pero también acuciado por una inmensa nostalgia del mar. El viaje danubiano concluye de hecho “in tel mar grando”, en el mar e, idealmente, en la poesía de Marin, extraordinario cantor acuático, que lleva la batuta en la última línea de mi libro.

El libro más extraordinario jamás escrito, la Odisea, el relato del viaje a través de la vida, es impensable sin el mar, pero también el mar es impensable sin la Odisea

            El mar, para mí, es por consiguiente antes que nada el mar concreto, físico. Pero es también un mar de papel, el mar recreado y reinventado por la mejor literatura; los dos mares se compenetran y se integran el uno al otro, uno no podría existir sin el otro y este último no estaría tan lleno de sentido y de significado si no existieran las palabras que han nacido de él y que al mismo tiempo lo hacen nacer. El libro más extraordinario jamás escrito, la Odisea, el relato del viaje a través de la vida, es impensable sin el mar, pero también el mar es impensable sin la Odisea. De esta forma puedo decir que he encontrado el mar no sólo en Bárcola, sino también en las aguas del Corsario Negro y de los Piratas de la Malasia de Salgari, que poco después se abrirían a las mucho más inmensas de Stevenson, de Conrad, de Melville y de tantos otros autores, incluidos los italianos, desde Verga a Comisso, pasando por Brignetti y La Capria y D’Arrigo. También Italia ha dado lo suyo a la literatura del mar.

            El mar tiene un doble valor simbólico. Antes que nada representa la lucha, el desafío, la prueba, la confrontación con la vida, como emerge por ejemplo en muchos de los grandes relatos y novelas de Conrad. En la Odisea el mar es el horizonte, el paisaje imprescindible de la búsqueda de uno mismo y del significado de la vida. Por mi parte, yo tal vez sienta todavía más el mar como abandono, el mar vivido no en la posición erecta de la lucha y del desafío, sino en la tumbada del abandono; el mar como símbolo de la unidad de la vida a pesar de las laceraciones, de los naufragios y las tragedias; un mar misteriosamente sereno, enigmático símbolo de la nostalgia pero también de la satisfacción. El mar es ciertamente muchas cosas; es el Leviatán, el elemento hostil y poco de fiar; es el gran sudario que se extiende al final de Moby Dick y del canto de Ulises en Dante; es una gran escuela de humildad, es el mar que desgasta, ese mar que nos derrota, como dice N’toni en los Malavoglia.

            El mar también es el símbolo de la unidad de la vida porque es nuestro antepasado imaginario, una especie de abuelo que nos ha tenido sobre las rodillas. Por mucho que a menudo lo olvidemos, provenimos del mar como individuos y como especie; aprendemos a nadar antes que a caminar, en las primeras semanas de vida en las entrañas de la madre. Nuestro cuerpo está hecho en buena parte de agua. El mar es lo más antiguo y poderoso, como dice Hesíodo, y yo no me cansaría nunca de mirarlo, de escucharlo; es una infancia individual y coral, que a menudo muchos olvidan, igual que se olvida la infancia, entregándose de ese modo a la muerte.

El mar es símbolo de la persuasión, que significa posesión presente de la vida de uno; capacidad de vivir el instante, y no solamente los momentos privilegiados y excepcionales

            Precisamente porque siento con tanta hondura la sombra, la oscuridad, la nada, la laceración irremediable que hace dudar de la unidad de la vida, el mar me ha ayudado a encontrar esta última también en los momentos más oscuros. En los últimos meses, antes de morir, Marisa me decía que fuese cada día al mar, aunque no fuera más que durante media hora, que lo hiciera también por ella, y pocas semanas antes de su muerte, con el tono de desafío con el que se habla de algo que nadie podrá jamás quitarnos, dijo: “Hemos tenido nuestro verano”, porque un poco antes, a primeros de junio, habíamos pasado unos días incorruptibles en el mar de Miholaščica en Querso.

            El mar es también el símbolo de lo que Michelstaedter llamaba persuasión, tal y como traté de contar en mi novela Un altro mare (Otro mar). Persuasión significa posesión presente de la vida de uno; capacidad de vivir el instante, y no solamente los momentos privilegiados y excepcionales, sin sacrificarlo al futuro, sin aniquilarlo en proyectos y programas, sin considerarlo simplemente como un momento que hay que hacer que pase lo antes posible, para alcanzar otra cosa distinta.

            Casi siempre, en nuestra existencia cotidiana, nos sobran razones para esperar que ésta pase lo más rápidamente posible, que el presente se convierta pronto en futuro, que el mañana llegue cuanto antes, porque esperamos con ansia una respuesta del médico, el resultado de las elecciones, el comienzo de las vacaciones, y de este modo vivimos no para vivir, sino para haber vivido ya, para estar ya muertos. El mar es por el contrario el símbolo de la vida que se basta a sí misma, del puro presente, como es la vida para los niños; cuando se mira el mar, cuando se le escucha, cuando se oye el murmullo de su resaca, no se desea que el tiempo pase pronto, no se desea nada que no sea ese mismo presente, ese resplandor y ese murmullo de las olas.

El mar es asimismo una promesa de vida verdadera

            Tal vez por eso decía Thomas Mann que el amor al mar es también amor a la muerte, es decir, a aquello que trasciende la individualidad. El mar es asimismo –y así lo siento yo muy a menudo– una promesa de vida verdadera, de aquello que la vida podría y debería ser; una promesa que se hace insoportable, porque hace sentir todavía con mayor crueldad todo aquello de lo que carece la vida, todo aquello que nos falta, y por consiguiente nos empuja a huir de él, de la misma forma que en ocasiones se puede huir de un gran amor que, precisamente porque es tal, resulta insoportable. Del espejo del mar, como he intentado decir en mi Microcosmi (Microcosmos), emerge y nos sale al encuentro nuestro rostro más verdadero, una promesa de felicidad siempre desmentida y nunca renegada, custodiada en lo más hondo y convertida en la verdad más profunda de cada uno de nosotros; el rostro de la infancia no surcado todavía por todo aquello que la vida nos arranca y se lleva, el recuerdo, como afirma un personaje de Kipling, de haber sido alguna vez dioses.

            El mar tiene naturalmente sus horas, sus estaciones; está el mar todavía pardo de la mañana, el mar plano y en calma y el mar movido, el inmenso mar inmóvil del mediodía y el mar de la tarde, mar de Calipso. El mar azul, azul turquesa, añil, gris, plomizo, negro. Como es natural cada uno tiene sus predilecciones y sus amores. Yo amo sobre todo el mar de la tarde y sobre todo amo el mar inmóvil, plano, mucho más misterioso que el pintoresco mar tempestuoso, precisamente porque el misterio estriba en la seducción de su serenidad, que sin embargo cubre tantas lacerantes tragedias. Esa planicie del mar es épica, es decir, da el sentido del resuello de la vida, unitario a pesar de todas las escisiones. Es el elemento homérico de la vida y de la narración; ese balanceo del mar que Thomas Mann percibía en la prosa de una novela no precisamente marítima por lo que a los paisajes y contenidos se refiere como Guerra y paz, pero al mismo tiempo marítima en cuanto homérica como pocas otras en la literatura moderna.

Traducción del italiano de J. A. González Sainz

***

Si te gustó este texto, también te puede interesar «Dos tiempos» de Guillermo Cabrera Infante.