El vestido que llevo en esta foto en blanco y negro, de cuando tenía dos años, era de popelín de algodón (una tela de textura algo rugosa fabricada por vez primera en la ciudad francesa de Aviñón y llevada a Inglaterra por los hugonotes, pero yo no podía saberlo entonces) y me lo había hecho mi madre. El tono del amarillo, el color del vestido que llevaba cuando tenía dos años, era del mismo amarillo de la harina de maíz hervida, una comida que mi madre siempre se empeñaba en darme de una manera (en la forma espesa del porridge) o de otra (en la más sólida del fongie, la porción rica en almidón de mi dieta de mediodía) porque era barata y fácil de conseguir (pero yo no podía saberlo entonces) y porque, según ella, los alimentos de color amarillo, verde o naranja contenían muchas vitaminas y la harina de maíz hervida, por lo tanto, me alimentaría mucho. Pero en aquella época (no tanto ahora) yo era muy melindrosa con la comida, sin saber entonces (pero sí ahora) que en el mundo existía la escasez y la abundancia, ni tener conciencia de que había ricos y pobres (ahora sé que éramos pobres) y comía solo carne hervida (primero hacía que mi madre la masticara hasta ablandarla, se la sacara de la boca y la metiera en la mía), algunos tipos de pescado hervidos (cirujano rayado u isabelita), huevos hervidos (de gallina, no de pato), hígado de ternera pochado y leche de vaca, y no me dignaba ni a mirar la harina de maíz hervida (en forma de porridge o de fongie). No había nada en la harina de maíz hervida (en forma de porridge o de fongie) que yo pudiera separar del resto y decir que aquello no me gustaba ya que entonces (aunque sí ahora, y lo hago) no podía separar las cosas por partes, pero cada vez que me ponían delante un bol con aquella masa amarillenta y temblorosa, me quedaba quieta y callada, no lloraba, porque tampoco era para llorar. Mi madre me contó por aquel entonces (no me lo cuenta ahora, no lo recuerda) que conocía a un hombre que había comido harina de maíz hervida al menos una vez al día desde la edad que yo tenía entonces, dos años, y que había vivido muchísimo tiempo, y que había muerto con casi cien, y que al morir su piel era suave y sonrosada, con las arrugas tiernas y elásticas de los recién nacidos y no los pliegues flácidos de los ancianos; y que mientras yacía muerto le abrieron el estómago y vieron que por dentro tenía un precioso tono de amarillo, el mismo de la harina de maíz hervida. Yo no tenía la capacidad de decidir (por aquel entonces) si me gustaba o no aquella historia (aunque sí la tengo ahora); estaba fuera de mi alcance (aunque no ahora) entender qué significaba tener dos años, y también lo estaba (aunque no ahora) entender qué era durar casi cien años en la vida.

Mi piel no era del color de la nata a punto de cortarse, mi pelo no tenía la textura de la seda ni el color del lino

En aquella época no sabía (aunque sí lo sé ahora) que todos tenemos algo que se llama el interior de una persona y que al parecer este tiene un color y que, si ese interior tiene la misma tonalidad de amarillo que el amarillo de la harina de maíz hervida, mi madre querría que yo lo supiera.

Un día que no llovía (algo raro, fuera de lo normal, que rompía el molde fijo de los días), mi madre fue andando hasta una de las tiendas de los Harney (había muchos Harney que tenían tiendas y que vendían todos los mismos productos, pero yo no lo sabía entonces, como tampoco sé ahora si todos eran los mismos Harneys) y compró un metro y medio de popelín de algodón amarillo para hacerme un vestido, el vestido que me pondría para sacarme una foto el día de mi segundo cumpleaños. Por dentro, la tienda estaba fresca y sombría, y me agradaba que así fuera porque el calor y la luz de la calle eran demasiado intensos. Quien atendió a mi madre no se llamaba Harney, sino Verna, y era todavía muy simpática, tanto que me hizo cosquillas en la mejilla mientras hablaba con mi madre y yo me incliné como si fuera a darle un beso, pero cuando su rostro tocó mis labios abrí la boca y la mordí con mis dientecillos de niña. Su grito de sorpresa no fue de esos que atraviesan el aire, pero me miró con dureza, como si me conociera muy, pero muy bien; años más tarde, muchos años después, cuando yo tenía unos doce años, y ella no hacía más que entrar y salir del manicomio, le lanzaba piedras al cruzarme con ella por las calles, y ella se volvía y me miraba con dureza, pero no sabía quién era yo, no sabía quién era nadie, nadie de nadie. Miss Verna le mostró a mi madre cinco rollos de tela gruesos y planos: blanco, azul (marino), azul (celeste), amarillo y rosa, y mi madre se decidió por el amarillo después se contrastarlo con el intenso color cobrizo de mi pelo de entonces (aunque no del de ahora); pagó la tela con un billete de una libra que tenía la efigie del rey Jorge V de Inglaterra (un señor feo con una nariz cruel, afilada y huesuda, no el tipo de narices agradables, suaves y carnosas a las que estaba acostumbrada entonces) y le dieron el cambio en coronas, chelines, florines y cuartos de peniques.

Mi madre salió de la tienda de Mr. Harney conmigo en brazos y con la pieza de popelín amarillo recién comprada envuelta en un basto papel marrón, avanzó por la calle unos pasos y entró en una tienda llamada Murdoch’s (porque la familia a la que pertenecía eran los Murdoch) y allí compró dos madejas de hilo amarillo, del tipo que se usa para bordar, de un tono casi idéntico al amarillo del popelín. Mi madre no solo me llevaba consigo a todas partes, sino que me cargaba, a veces en brazos, a veces en la espalda; para este encargo en particular me llevó en brazos; sin quejarse, nunca se quejaba (aunque más tarde se negó a llevarme así sin darme explicaciones, al menos una que yo recuerde ahora); como de costumbre, me habló y cantó en patois francés (pero yo no entendía el patois francés antes y tampoco lo entiendo ahora, por lo que nunca sabré qué me decía entonces). Regresó a nuestra casa a pie, en la calle Dickinson Bay, deteniéndose a menudo para conversar con gente (hombres y mujeres) que conocía, hablándoles a veces en inglés, a veces en francés; y si alguno comentaba lo bonita que yo era (ya que a menudo la gente decía eso de mí antes, pero no ahora) mi madre reía y les respondía que no me gustaba que me dieran besos (no sé si era cierto entonces, pero no lo es ahora). Esa misma noche, después de terminar de cenar (pescado hervido en salsa de mantequilla y limón) y de que su marido (que no era mi padre, pero yo no lo sabía entonces, aunque sí lo sé ahora) saliera a dar una vuelta (por el muelle), mi madre sacó el popelín amarillo de la bolsa de papel marrón y comenzó a doblarlo y a plisarlo y, con unas tijeras, hizo unos boquetes (para el cuello y los brazos), unos cortes (para la abertura de la espalda y los hombros); luego colocó lo que había recortado junto con un hilo común y corriente (amarillo), las madejas de tejer, unas tijeras y una aguja, en una cesta que había traído consigo al marcharse de su casa de la isla de Dominica con dieciséis años.

Mi segundo cumpleaños no fue un gran acontecimiento en la vida de nadie, y mucho menos en la mía

A partir de ese día, una vez que había terminado sus quehaceres (lavar la ropa, fregar los platos, el suelo, bañarme a mí, su única hija, darme una cucharadita de aceite de hígado de bacalao) mi madre se sentaba en el umbral de la puerta, medio cuerpo al sol y medio escondido del sol, y se ponía a coser las varias piezas que conformaban mi vestido de popelín amarillo; hacía pliegues, bastillas y dobladillos; ella sola, desde hacía poco tiempo, estaba aprendiendo a bordar el punto de nido de abeja, lo que la obligaba a ceñirse a los puntos lineales (punto de trenzas hacia arriba, punto de trenzas hacia abajo, punto de contorno, punto de cordoncillo, punto de cadeneta); el corpiño del vestido parecía sencillo, sin adornos, y el bordado y los frunces solo podían verse al acercar la vista y en la vida real, no de lejos ni en una foto; más tarde, cuando había adquirido más confianza en la costura, los corpiños de mis demás vestidos se sobrecargaron de puntos de espiga, de rombos, de diamantes, de cadeneta en zigzag, y de especies de pájaros que ella nunca había visto (cisnes) y de especies de flores que nunca había visto (tulipanes) y de especies de animales que nunca había visto (osos) en la vida real, solo en las imágenes de algún libro.

Mi piel no era del color de la nata a punto de cortarse, mi pelo no tenía la textura de la seda ni el color del lino, mis ojos no irradiaban el azul de los zafiros de una corona, ni las tardes en las que me sentaba a observar a mi madre coser el vestido eran frescas, ni tampoco se perdían verdes prados y pastos y colinas y valles ante mi vista en el horizonte. Sin embargo, esa era la foto de una niña de dos años —una de piel del color de la nata a punto de cortarse, de pelo de la textura de la seda y el color de lino, una niña cuyos ojos irradiaban el azul de los zafiros de una corona, que vivía en un lugar donde las tardes (y las mañanas y las noches) eran frescas y ante cuya vista se extendían verdes prados y pastos y colinas y valles— que mi madre había visto en algún almanaque que anunciaba un jabón muy fino y oloroso (un jabón que ella no se podía permitir entonces, pero que yo sí puedo comprar ahora), y esa foto de esa niña que llevaba un vestido amarillo con un bordado de punto nido de abeja en el corpiño fue lo que quizá desencadenó en mi madre el deseo de tener una hija que luciera así, o lo que desencadenó en ella el deseo de intentar que la hija que ya tenía se pareciera a la de aquella foto. Pero eso no lo sé ahora y tampoco lo supe entonces. ¿Y quién era esa niña de la foto? (No lo pregunté antes ya que no podía preguntar nada, pero sí me lo pregunto ahora) ¿Y quién le había hecho el vestido? ¿Tendría acaso una madre, y esa madre tendría acaso amigas, otras mujeres, que se sentaban debajo de un árbol (o en cualquier otro sitio) para comparar la eficacia de las pociones para abortar un feto o evaluar la satisfacción que producen el caos de la venganza o el suave concierto del perdón? Y esa niña de piel del color de la nata a punto de cortarse y de pelo del color del lino, ¿de qué color eran sus entrañas?, ¿qué comía? (No lo pregunté entonces ya que no podía preguntar nada, pero pregunto ahora y nadie sabe contestarme, contestarme de verdad).

Ahora no recuerdo (y tampoco podía saberlo entonces) si el dolor que sentí se parecía al dolor que sintió mi madre al parirme

Mi segundo cumpleaños no fue un gran acontecimiento en la vida de nadie, y mucho menos en la mía (no era ni el primero ni el último; ahora tengo cuarenta y tres años), pero mi madre, quizás debido a las circunstancias (no podía saberlo entonces y saberlo ahora no me ayuda para nada) o tan solo debido a una vieja costumbre familiar (pero solo de su familia, no de la de los demás) me llevó a agujerearme las orejas para conmemorar la fecha. Un día, a la hora del crepúsculo (no habría llamado así ese momento del día por aquel entonces), me llevó a la casa de alguien (una mujer de la isla de Dominica, una mujer tan oscura de piel como mi madre lo era de clara, aunque tan parecidas las dos que estoy segura ahora, al igual que lo estaba entonces, de que incluso compartían la misma lengua) y con dos púas que habían calentado en el fuego me agujerearon el lóbulo de las orejas. Ahora no recuerdo (y tampoco podía saberlo entonces) si el dolor que sentí se parecía al dolor que sintió mi madre al parirme, o si mi madre, al llevarme a que me agujerearan las orejas de tal modo, habría querido, por aquel entonces, mostrarme algún tipo de hostilidad o resentimiento (pero sin querer y sin sospechar siquiera que era algo que se podía querer). Los días siguientes llevé los lóbulos inflamados y cubiertos con dos costras doradas (que bien pudieran haber centellado bajo la cruel luz del sol, pero eso solo lo puedo imaginar ahora), y el dolor que sentía en las orejas debió de haber saturado todo mi ser de entonces, y ese dolor en los lóbulos tiene que haber sido intolerable porque fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, separé mi cuerpo de mi ser y fui dos personas (dos niñas pequeñas de dos años): una que sentía en carne propia lo que le pasaba y otra que la observaba. Y la que observaba, quizá por ser un acto que nacía de mi propia voluntad (fuerte por aquel entonces, pero más fuerte aun ahora), mi primer y único acto de autoinvención, es en quien más confío de las dos, la que posee, según creo, la voz verdadera; pero está claro que no se puede confiar en la niña que observa para conocer la verdad absoluta ya que esta ha tejido entre mi ser y la niña que padece una membrana protectora que me permite ver lo sucedido, pero que me deja sentir solo el nivel de dolor que puedo tolerar en un momento dado. Y fue así…

…que el día que cumplí dos años, el 25 de mayo de 1951, me colgaron unos pendientes, dos aritos de oro de la Guyana Británica (así la llamaban entonces, pero no ahora) en los agujeros que me habían hecho en los lóbulos de las orejas (que ya se habían curado para entonces); me pusieron en las muñecas un par de pulseras de plata de otro lugar que no era la Guyana Británica (ese lugar también se llamaba de una manera antes y de otra ahora) y me calzaron con unos zapatos comprados en una tienda llamada Bata’s. Esa tarde me bañó y echó talco antes de ponerme el vestido de popelín amarillo, ya terminado, con todas las costuras hechas con un rigor solo imaginable en el mundo natural (me doy cuenta de ello ahora), y me la imagino deslizándomelo por el cuello con la solemnidad con que se envuelve un cuerpo en un sudario. Cargándome en brazos (como de costumbre), mi madre me llevó al estudio de un fotógrafo llamado Mr. Walker para sacarme una foto. Mientras caminaba conmigo en brazos (sin quejarse), bajo un sol tan intenso que parecía que era su ardor, no la gravedad, la fuerza que nos mantenía clavadas a la superficie de la tierra, pegué los labios contra el costado de su cabeza (la sien) y sentí el pulso de su sangre latir por su cuerpo; pegué los labios contra su garganta y sentí como tragaba la saliva acumulada en la boca; pegué la cara contra su cuello e inhalé profundamente un aroma que no podía definir entonces (era imposible hacerlo porque no tenía con qué compararlo) ni tampoco ahora porque no era de animal ni lugar ni cosa; era un aroma (y lo sigue siendo) tan peculiar suyo, y dejó una huella tan profunda en mí, que se volvió indisociable de mis demás sentidos, y hasta hoy en día (sí, hoy en día), ese aroma es también sabor, tacto, vista y sonido.

Todas las vidas, lo sé ahora, son caóticas

Y Mr. Walker vivía en la calle Church, en una casa que me parecía misteriosa (antes, no ahora) con un soportal (a diferencia de mi casa) y muchas estancias (a diferencia de mi casa), aunque en realidad la casa de Mr. Walker solo tenía cuatro estancias (la mía solo una) y las ventanas estaban siempre cerradas (las de la mía siempre abiertas). Habló con mi mamá, pero no entendí lo que se dijeron, no compartían la misma lengua. Sabía que Mr. Walker era un hombre, pero cómo lo sabía no lo puedo asegurar (ni ahora, ni entonces, ni en ningún momento venidero). Quizá porque se tocaba el cabello a menudo, amansando, acariciando sus mechas alisadas a la fuerza; y porque admiraba y decía cuánto admiraba mi vestido de popelín amarillo con su sencillo bordado de nido de abeja (que me daba un falso aire de delicadeza); y porque admiraba y decía cuánto admiraba la cinta de tafetán plisado que llevaba en el pelo. Pensé, con todo, que a lo mejor no era un hombre, nunca había visto a un hombre hacer o decir ninguna de esas cosas, solo había visto hacerlas o decirlas a las mujeres. Él (Mr. Walker) se colocó junto a una caja negra que tenía una cortinilla en la parte trasera (era su cámara, pero no lo sabía por aquel entonces, solo lo sé ahora) y le pidió a mi madre que me pusiera de pie encima de una mesilla, una mesa que me haría más alta, porque el paisaje que serviría de telón de fondo de mi retrato era tan vasto que empequeñecía mi cuerpecito de dos años, haciéndome parecer una mera figurilla, no una niña de verdad; y cuando mi madre me levantó, cogiéndome con las manos por las axilas, su dedo pulgar, de manera accidental (puede haber sido deliberada, pero ¿cómo una persona que me quería tanto pudo causarme tanto dolor con un gesto tan sencillo?) se hincó en mi hombro y yo pegué un grito, y entonces (como también hoy en día) la miré sin lograr vislumbrar en su rostro ningún motivo, ninguna malicia, pero sí advertí algo en su mirada, un sentimiento que me pareció entonces (y del que estoy convencida ahora) que nada tenía que ver conmigo; es posible que se diera cuenta, en aquel instante preciso, de lo extenuada que estaba, no físicamente, sino extenuada de todo el ajetreo de celebrar mi segundo cumpleaños, de conmemorar el suceso, mi nacimiento, hecho que, para empezar, quizá ni habría deseado que sucediera, y que habría intentado varias veces interrumpir, y que, al fin y al cabo, esforzándose por descubrir algo de belleza en el suceso, había terminado con un metro y medio de popelín amarillo al que daría la forma de vestido, aprendiendo a bordar sola el punto de nido de abeja y comprando arillos de oro provenientes de lugares cuyos nombres nunca son los mismos y pulseras de plata provenientes de otros lugares cuyos nombres nunca son los mismos. Y Mr. Walker, a quien no le interesaban para nada los altibajos de mi madre, y ni en sueños se le hubiera ocurrido acoger el caos que era su vida (aunque no era nada raro que así fuera su vida, todas las vidas, lo sé ahora, son caóticas), nos observó fijamente por un instante mientras mi madre, contradiciendo lo que expresaban sus ojos, me calmó con palabras dulces y amorosas dichas en un tono dulce y amoroso; y Mr. Walker luego se dirigió a un espejo que había colgado en una de las paredes de su casa y apretó con la punta de sus dedos un bultillo del tamaño de una pizca de arena que tenía en la mejilla; la superficie del bultillo era blanca y brillosa, y al romperse produjo un ¡chof! seco que descargó una larga cinta de pus amarillento y espeso que se enroscó en la mejilla de Mr. Walker y que imitaba, muy de cerca, la decoración del pastel de cumpleaños que me esperaba en casa; y mi pastel estaba decorado con un conjunto de flora y fauna que mi madre nunca había visto (y que no ha visto hasta el día de hoy, y ya tiene setenta y tres años).

Después de ese día nunca volví a ponerme el vestido de popelín amarillo con el bordado de punto de nido de abeja que mi madre había aprendido a confeccionar ella sola. Lo guardó con esmero para ponérmelo en otra ocasión especial; cuando se presentó otra ocasión especial (sabía muy bien entonces cuál era tal ocasión y también lo sé ahora, pero no quiero decirlo), el vestido ya no me servía, yo había crecido demasiado y me quedaba muy pequeño.

 

Traducción de Adrián Izquierdo

Portada: amona por andoni beristain. Imagen vía.

***

Si te gustó este texto, también te puede interesar «Madre» de Ian McEwan.