Era todavía noviembre, pero las decoraciones navideñas empezaban ya a colarse en los escaparates de las tiendas: siluetas de Papá Noel con gafas de sol, cristales sarpullidos de nieve falsa, como si el frío no fuese más que otra broma. Ni siquiera había llovido desde que Alice vivía allí, el buen tiempo aguantaba. En su ciudad natal, ya estaba todo sombrío y nevado; el sol se ponía tras la casa de su madre a las cinco de la tarde. Esta ciudad nueva parecía una magnífica alternativa; el cielo siempre azul y los brazos siempre al aire, los días se sucedían preciosos y sin fricción alguna. Por descontado, dentro de unos años, cuando los embalses se quedasen vacíos y los céspedes se pusieran parduzcos, comprendería que no puede hacer sol eternamente.

La entrada de empleados estaba en la parte trasera de la tienda, en un callejón. Eso fue antes de las demandas, cuando la marca todavía era popular y seguían abriendo tiendas. Vendían ropa cutre y putona de colores básicos, ropa con un aire gimnástico de baja intensidad —calcetines de tenis, pantalones cortos de atletismo—, como si el sexo fuese un deporte más. Alice trabajaba en una tienda insignia, más grande y más concurrida, situada en una esquina de alta visibilidad cerca del mar. La gente arrastraba arena al entrar, y a veces alquitrán de la playa que los limpiadores tenían que restregar del suelo al final de la noche.

Las empleadas solo podían llevar prendas de la marca, por lo que a Alice le dieron algo de ropa gratis cuando empezó. Al vaciar la bolsa sobre la cama, le excitó la mera abundancia, pero descubrió una terrible salvedad: la había escogido su encargado, y todo era un poco demasiado ceñido, una talla demasiado justo. Los pantalones se le clavaban en la entrepierna y le dejaban en la tripa unas marcas rojas con el relieve exacto de la cremallera; las arrugas de la camisa le oprimían las axilas. Se dejaba siempre los pantalones sin abrochar mientras conducía camino del trabajo, y esperaba hasta el último momento para meter barriga y abotonárselos.

En el interior, la tienda era brillante y de un blanco reluciente; se oía un tenue zumbido de fondo procedente de los letreros de neón. Era como estar dentro de un ordenador. Ella entraba a las diez de la mañana, pero las luces y la música conjuraban ya a esa hora un mediodía perpetuo. Las paredes estaban cubiertas de fotografías ampliadas en granuloso blanco y negro en las que salían mujeres con sus famosas bragas, chicas de rodillas huesudas mirando a la cámara y cubriéndose sus pechos pequeños con las manos. Todas las modelos tenían el pelo un poco grasiento, las caras con un poco de brillo. Alice suponía que era para que acostarse con ellas pareciese más factible.

Dentro de unos años, cuando los embalses se quedasen vacíos y los céspedes se pusieran parduzcos, comprendería que no puede hacer sol eternamente

En planta solo trabajaban chicas jóvenes; los hombres se quedaban en la trastienda, desembalando y etiquetando los envíos del almacén, gestionando el stock. No tenían nada que ofrecer más allá de la pura mano de obra. Eran las chicas las que la dirección quería en primera línea, las chicas las que ejercían como un emblema de la marca entera. Rondaban por la planta en cuadrantes, metiendo los dedos entre las perchas para asegurarse de que las prendas estuviesen colgadas a una distancia equivalente, sacando con el pie las camisas que se caían debajo de los colgadores, escondiendo un leotardo manchado de pintalabios.

Antes de colocar la ropa en los percheros, tenían que darle una pasada de plancha, para tratar de reanimar su pátina de valor. La primera vez que Alice abrió una caja de camisetas llegadas del almacén y vio la ropa allí, toda apretujada y aplastada en forma de cubo, sin etiquetas ni precios, su valor real se le hizo de pronto evidente: era basura, todo basura.

A la entrevista, Alice había llevado un currículum, que había hecho el esfuerzo de imprimir en una copistería. También había comprado una carpeta para transportarlo intacto, pero en ningún momento se lo pidió nadie. John, el encargado, apenas le preguntó sobre su experiencia laboral. Al terminar sus cinco minutos de conversación, le dijo que se pusiera frente a una pared despejada y le hizo una foto con la cámara digital.

—Si pudieras sonreír un poco —le dijo, y ella sonrió.

Enviaron las fotos a la central para su aprobación, descubrió Alice después. Si pasabas el filtro, quien te hubiese hecho la entrevista se llevaba una prima de doscientos dólares.

Alice se instaló en un cómodo ritmo en su puesto. Colgar una percha tras otra en los colgadores. Coger ropa de las manos de desconocidos, guiarlos a un probador que tenía que abrir con una llave cogida con cinta a la muñeca, una mínima responsabilidad. Su mente se fue vidriando, de un modo nada desagradable; sus pensamientos borrosos y susurrantes. Cobraría al día siguiente, lo cual estaba bien: tenía que pagar el alquiler al cabo de una semana, aparte de un plazo de sus deudas. La habitación era barata, al menos, aunque el apartamento, que compartía con cuatro compañeros, daba asco. El cuarto de Alice no estaba del todo mal solo porque no había nada dentro: el colchón seguía en el suelo, pese a que llevaba tres meses viviendo allí.

La tienda se quedó un rato vacía, uno de esos extraños momentos de calma que no seguían ningún patrón lógico, hasta que entró un padre con su hija adolescente tirando de él. Estuvo rondando a una cauta distancia mientras su hija agarraba prenda tras prenda. Le pasó a su padre un suéter, y el hombre leyó el precio en voz alta, mirando a Alice como si fuese culpa suya.

—Es una sudadera normal y corriente —dijo.

La hija estaba avergonzada, se dio cuenta Alice que sonrió al padre; una sonrisa anodina pero comprensiva que pretendía transmitir la idea de que en este mundo algunas cosas no tenían remedio. Era cierto que la ropa tenía un precio desorbitado. La propia Alice no se la podría haber comprado nunca. Y reconocía la expresión de la hija por los recuerdos de su propia adolescencia, por los comentarios constantes de su madre sobre el precio de cada cosa. Como aquella vez que fueron a un restaurante por la graduación de octavo de su hermano, un restaurante con el menú iluminado por alguna clase de luces LED, y su madre no pudo evitar murmurar los precios, intentando calcular cuánto subiría la cuenta. No podía pasar nada sin que fuese analizado y comentado.

Cuando el padre cedió y le compró unos leggings, el suéter y un vestido metálico, Alice comprendió que solo había estado fingiendo que aquellos precios lo tiraran para atrás. La hija no había considerado en ningún momento la posibilidad de no conseguir lo que quería, y cualquier solidaridad que Alice pudiese haber sentido con el padre se disipó al ver cómo las cifras se sumaban en la caja registradora y el hombre le tendía la tarjeta de crédito sin esperar siquiera a oír el total.

*

Oona trabajaba los sábados también. Tenía diecisiete años, solo un poco más joven que el hermano de Alice, aunque Henry parecía de otra especie. Tenía las mejillas coloradas, y la barba recortada dejando una fina línea que le recorría la barbilla. Una extraña mezcla de perversidad —el fondo de pantalla de su teléfono era una estrella porno tetona— y verdadero candor. Hacía palomitas de maíz casi todas las noches, y adoraba y ponía una y otra vez una canción cuyas letras cantaba alegremente, «Build Me Up Buttercup», su cara joven y dulce.

Oona se lo comería vivo; Oona, con sus chokers negros y sus padres abogados, el colegio privado en el que jugaba lacrosse y había hecho un curso de Arte islámico. Era tranquila y confiada, versada ya en su propia belleza. Llamaba la atención lo guapas que eran las adolescentes hoy en día, mucho más atractivas que las adolescentes que habían sido Alice y sus amigas. Por algún motivo, todas estas nuevas adolescentes sabían cómo darle forma a sus cejas. A los salidos les encantaba Oona: a los hombres que entraban solos, atraídos por los anuncios, por esas chicas jóvenes que recorrían la tienda vestidas con las faldas y los leotardos prometidos. Estos hombres se demoraban demasiado, y se ponían a dar voces por el teléfono mientras representaban la teatral contemplación de una camiseta blanca. Querían hacerse notar.

La energía generada por miles de horas corriendo en la cinta del gimnasio y en la playa, energía que se disolvía en la nada

La primera vez que creyó que uno de esos hombres había arrinconado a Oona, Alice la mandó a hacer una tarea imaginaria a la trastienda. Pero Oona se rio de ella: los hombres le daban igual, y a menudo se iban cargados de ropa, con Oona conduciéndolos hasta la caja como una alegre girl scout. Les daban comisión por todo.

A Oona los de la central le habían pedido que grabara unos anuncios, por los que no recibiría nada de dinero, solo más ropa gratis. Ella quería, le contó a Alice, pero su madre no le firmaba la autorización. Oona quería ser actriz. Lo triste de esta ciudad: las miles de actrices con sus miles de miniapartamentos y sus tiras de blanqueamiento dental, la energía generada por miles de horas corriendo en la cinta del gimnasio y en la playa, energía que se disolvía en la nada. Puede que Oona quisiera ser actriz por el mismo motivo que Alice: porque otros les decían que deberían serlo. Era una de las posibilidades tradicionales para una chica guapa, todo el mundo la instaba a no desperdiciar su guapura, a sacarle un buen provecho. Como si la guapura fuese un recurso natural, una responsabilidad que había que llevar hasta el final.

Las clases de interpretación eran lo único que la madre de Alice había accedido a ayudarle a pagar. Quizás para su madre era importante sentir que Alice estaba logrando algo, avanzando, y completar cursos tenía la misma pátina que apilar bloques de construcción, que recoger todas las fichas, aunque no tuviesen ninguna utilidad aparente. Su madre le enviaba un cheque cada mes, y a veces había también alguna tira cómica que había arrancado del periódico del domingo, pero nunca una nota.

El profesor de Alice era un antiguo actor ahora con unos cincuenta muy bien llevados. Era rubio, de piel bronceada, y exigía un tipo de devoción personal que a Alice le resultaba agresiva. Las clases eran en una sala grande con suelo de parqué, las sillas plegables apiladas contra la pared. Los alumnos iban por ahí en calcetines; sus pies desprendían un olor húmedo y particular. Tony colocaba diferentes tipos de té, y los alumnos estudiaban las cajas y escogían uno con gran ceremonia. «Calma», «Buenas noches», «Inyección de energía»: tés cuyos nombres denotaban esfuerzo y virtud. Sostenían las tazas con ambas manos, inhalando de manera ostensible; todos querían disfrutar de su té más de lo que disfrutara el suyo cualquiera de los demás. Mientras ellos hacían turnos para representar escenas diversas y participar en ejercicios diversos, repitiéndose tonterías unos a otros, Tony los observaba tomándose el almuerzo en una silla plegable: pinchando hojas húmedas de lechuga de un bol de plástico, persiguiendo el edamame con el tenedor.

Todas las mañanas, en el correo electrónico de Alice, aparecía una cita inspiradora de parte de Tony:

HAZLO O NO LO HAGAS. INTENTARLO NO ES UNA OPCIÓN.

LOS AMIGOS SON REGALOS QUE NOS HACEMOS A NOSOTROS MISMOS.

Alice había intentado, muchas veces, darse de baja de la lista de correo. Había escrito al encargado del estudio y por último al propio Tony, pero las citas seguían llegando igualmente. La de esa mañana:

APUNTA A LA LUNA. ¡SI TE QUEDAS POR EL CAMINO PUEDE QUE ATERRICES EN UNA ESTRELLA!

*

A Alice la avergonzaba ser capaz de reconocer a los famosos pero los reconocía. Un titubeo en la mirada, un segundo vistazo; podía saber casi al instante que eran famosos, aun cuando no supiera sus nombres. Había una cierta familiaridad en la forma en que estaban dispuestos sus rasgos, una fuerza gravitatoria. Alice era capaz de identificar incluso a los actores de tercera fila; sus caras ocupaban espacio en su cerebro sin esfuerzo alguno por su parte.

Esa tarde entró en la tienda una mujer que no era actriz pero que estaba casada con un actor: un actor muy famoso, un actor al que adoraban pese a que tenía una cara lechosa y no era muy atractivo. Su mujer era del montón también. Diseñadora de joyas. El dato le vino a la cabeza tan sin saber de dónde como el nombre de la mujer. Llevaba anillos en casi todos los dedos, y una cadena de plata con una tira de metal colgando entre los pechos. Alice supuso que la joya era diseño suyo, y se imaginó a la mujer, a esa diseñadora de joyas, conduciendo bajo el sol del mediodía y decidiendo entrar en la tienda; el día, otro de tantos bienes a su disposición.

Había algo agradable en la forma en que el estómago se ceñía en torno a su propio vacío. En cómo hacía que el día estuviese algo más enfocado

Alice se acercó a la mujer, pese a que estaba técnicamente en el cuadrante de Oona.

—Dígamelo si la puedo ayudar en algo —ofreció Alice.

La mujer levantó la vista, su cara normalucha buscó la de Alice. Pareció comprender que Alice la había reconocido, y que el ofrecimiento de ayuda de Alice, ya de por sí falso, lo era por partida doble. No dijo nada. Se limitó a seguir ojeando distraídamente los bikinis combinables. Y Alice, todavía sonriendo, elaboró un cruel y rápido catálogo de todo lo que había de antiestético en ella: la piel seca en torno a la nariz, la barbilla hundida, las piernas robustas metidas en sus vaqueros caros.

*

Alice se comió una manzana para el almuerzo, con la cara vuelta al cielo para sentir aquel débil sol en la frente y las mejillas. No alcanzaba a ver el mar, pero sí el punto en el que los edificios empezaban a disiparse a lo largo de la costa, las copas larguiruchas de las palmeras que bordeaban el paseo marítimo. La manzana estaba bien, reluciente y con la pulpa perfecta, algo ácida. Tiró el corazón a los arbustos de hortensia que había al pie de la tarima. Era toda su comida: había algo agradable en la forma en que el estómago se ceñía en torno a su propio vacío después, en cómo hacía que el día estuviese algo más enfocado.

Oona salió al porche trasero para el descanso, fumando uno de los cigarrillos de John. Había gorreado uno para Alice también. Alice sabía que era un poco mayor para estar tan a gusto con Oona, pero le traía sin cuidado. Tenían una conexión cómoda y cordial, un sentimiento de resignada camaradería; los límites compartidos del trabajo mitigaban cualquier preocupación mayor sobre el rumbo que llevaba la vida de Alice. La última vez que había fumado con regularidad debía de haber sido en el instituto. Ya nunca hablaba con ninguna de esa gente, más allá de rastrear las fotos de compromiso que emergían online, fotos hechas en las vías de tren en la hora mágica. O peor: hechas a orillas de un lago frente a una puesta de sol; fotos en las que el mundo natural, la belleza sencilla e insípida de la orilla, eran pura pose. Los niños llegaban poco después, bebés enroscados como gambas en alfombras de pelo.

—Era ese tío —le estaba diciendo Oona—. El del pelo negro.

Alice trató de recordar si se había fijado en algún hombre en particular. No destacaba ninguno.

Había entrado en la tienda esa tarde, le dijo Oona. Había intentado comprarle su ropa interior. Oona se echó a reír cuando vio la cara de Alice.

—Es para partirse —dijo Oona, peinando su largo flequillo con los dedos y apartándolo distraída de los ojos—. Tendrías que mirar en internet, es toda una movida.

—¿Te ha dicho que le envíes un email o algo?

—Eh, no —respondió Oona—. Más en plan: te doy cincuenta pavos si entras en el lavabo ahora mismo, te quitas la ropa interior y me la das.

El enfado que Alice esperaba encontrar en el rostro de Oona no estaba ahí, ni el más mínimo rastro. Si acaso tenía un aire atolondrado, y entonces fue cuando Alice comprendió.

—¿No lo habrás hecho?

Oona sonrió y le lanzó una mirada a Alice, y a Alice el estómago le dio un vuelco con una extraña mezcla de preocupación y celos, la incertidumbre de no saber de quién se habían aprovechado exactamente. Alice comenzó a decir algo y luego se detuvo. Hizo girar un anillo de oro en torno al dedo mientras dejaba que el cigarrillo se consumiese.

—¿Por qué?—le preguntó Alice.

Oona se echó a reír.

—Venga, tú has hecho estas cosas. Ya lo sabes.

Alice se apoyó contra la baranda.

—¿No te da miedo que haga algo raro? ¿Qué te siga a casa o algo?

Oona parecía decepcionada.

—Ah, por favor —dijo, y empezó a hacer un ejercicio de piernas, a ponerse enérgicamente de puntillas—. Ojalá alguien me siguiera.

*

La madre de Alice no quería seguir pagando las clases.

—Pero estoy mejorando… —le dijo Alice a su madre por teléfono.

¿Era verdad? No lo sabía. Tony les hacía lanzarse una pelota unos a otros mientras decían su papel. Los hacía dar vueltas por la clase sacando el esternón, y luego sacando la pelvis. Alice había terminado el Nivel Uno, y el Nivel Dos era más caro, pero incluía dos clases por semana más una sesión mensual privada con Tony.

—No veo qué diferencia hay entre ese curso y el que acabas de hacer.

—Es un nivel más avanzado —le explicó Alice—. Más intensivo.

—A lo mejor estaría bien que lo dejases un tiempo —dijo su madre—. Para ver cuánto deseas esto en realidad.

Cada casa era como un manual introductorio sobre el hecho de ser humano, sobre las elecciones que uno podía hacer. Como si la vida pudiera seguir el curso de nuestros deseos

Cómo explicarle… Si no iba a clase, si no estaba metida en ninguna otra cosa, eso supondría que ese terrible trabajo, ese terrible apartamento, tendrían de pronto más peso, que tal vez comenzaran a importar. La idea era demasiado intensa para contemplarla directamente.

—Estoy saliendo del garaje —le dijo su madre—. Te echo de menos.

—Yo también.

Hubo solo un momento en el que todo ese amor confundido, frustrado, le hizo un nudo en la garganta. Y luego pasó, y Alice se quedó de nuevo sola en la cama. Mejor salir disparada, ocupar ya su cerebro en otra cosa. Fue a la cocina, abrió una bolsa de frutas del bosque congeladas y estuvo comiendo con esfuerzo sostenido hasta que los dedos se le quedaron dormidos, hasta que el frío hubo penetrado en lo profundo de su estómago y tuvo que levantarse y ponerse el abrigo de invierno. Se cambió al lado caliente de la silla de la cocina para pillar los rayos de sol que caían ahí.

*

Había infinidad de anuncios en internet, Oona tenía razón, y esa noche Alice perdió una hora clicando de uno a otro, pensando lo ridícula que era la gente. Apenas presionabas el mundo y este mostraba enseguida sus rincones extraños, revelaba sus deseos oscuros e irreprimibles. Al principio le pareció enfermizo. Y luego, como con otras bromas, se fue haciendo curiosamente factible a medida que se refería a ello para sus adentros, las aristas incómodas difuminándose en algo inocuo.

La ropa interior era de algodón, negra y mal hecha. Alice la cogió del trabajo: era muy fácil esconderse una pila del envío del almacén antes de que la introdujeran en el inventario o le pusieran alguna etiqueta. Se suponía que John tenía que revisar los bolsos de todo el mundo al salir, toda la fila de empleadas desfilaba ante él arrastrando los pies y con los bolsos abiertos, pero por lo general él las despachaba con un gesto de la mano. Como la mayoría de cosas, era aterrador la primera vez y luego se volvía repetitivo.

No pasaba tan a menudo, puede que un par de veces por semana. Los encuentros eran siempre en lugares públicos: un local de una cadena de cafeterías, el aparcamiento de un gimnasio. Hubo un tipo que alardeaba de tener acceso a alguna clase de información clasificada y que le escribía desde un montón de cuentas de correo distintas. Un hippie gordo con gafas tintadas que le llevó un ejemplar de su novela autoeditada. Un sesentón que le timó diez pavos. No tenía con ellos ninguna interacción más allá de entregarles la ropa interior, cerrada en una bolsa hermética y luego metida en una bolsa de papel, como el almuerzo olvidado de alguien. Algunos hombres lo alargaban, pero ninguno insistió jamás. No estaba tan mal. Era esa época de la vida en la que siempre que pasaba algo malo o raro o sórdido podía consolarse a sí misma con una promesa indulgente: es esa época de la vida. Cuando lo miraba de esa manera, cualquier lío en el que estuviese metida parecía de ya legitimado.

*

Oona la invitó a la playa el domingo libre. Un amigo suyo tenía una casa junto al mar y montaba una barbacoa. Cuando Alice abrió la puerta, la fiesta ya estaba en marcha: música en los altavoces y botellas de alcohol sobre la mesa, una chica metiendo una naranja tras otra en un exprimidor runruneante. La casa era grande y soleada; el mar, allí abajo, segmentado por las ventanas en rectángulos de mudo resplandor.

Se sintió incómoda hasta que vio a Oona, con bañador de cuerpo entero y vaqueros cortados. Oona la cogió de la mano.

—Ven, te presento a todos —le dijo, y Alice sintió una ola de bondad hacia Oona, la chica dulce.

Porter vivía en la casa, hijo de un productor, y era mayor que todos los demás, puede que mayor incluso que Alice. Daba la impresión de que Oona y él estaban juntos; tenía el brazo colgando en torno a ella, y Oona se acurrucaba felizmente contra él. Porter tenía el pelo lacio y un pitbull con un collar rosa. Se arrodilló para que el perro le lamiera en la boca; Alice vio como sus lenguas se rozaban fugazmente.

Cuando Oona levantó el móvil para hacer una foto, la chica al frente del exprimidor se levantó la camiseta para dejar ver uno de sus pequeños senos. Alice se quedó blanca, y Oona se echó a reír.

—Le estás haciendo pasar vergüenza a Alice —le dijo a la chica—. No seas tan putón.

—No pasa nada —aseguró Alice, y quiso que así fuera.

Cuando Oona le pasó un vaso de bebida de zumo de naranja, se la bebió de golpe, y el ácido iluminó su boca y su garganta.

El mar estaba demasiado frío para bañarse, pero el sol era agradable. Alice se había comido una hamburguesa grasienta a la barbacoa, con una especie de queso caro encima que rascó con las uñas y tiró a una sábila. Se tumbó sobre una de las toallas de la casa. La de Oona estaba vacía; había bajado a la orilla y estaba dando patadas a las gélidas olas. Llegaba música desde el patio. Alice no vio a Porter hasta que este se dejó caer en la toalla de Oona. Llevaba un paquete de tabaco en equilibrio sobre un envase de plástico con aceitunas verdes y una cerveza en la otra mano.

La experiencia fue soportable porque se iba a convertir en una historia, algo condensado y comunicable

—¿Me das un cigarrillo?—dijo ella.

El paquete que le tendió llevaba un personaje de dibujos animados, y algo escrito en español.

—¿Pero es legal que los paquetes de tabaco lleven personajes de dibujos? —le dijo, pero Porter ya se había tumbado boca abajo, con la cara pegada a la toalla. Se pasó el paquete de una palma de la mano a la otra mientras observaba la espalda pálida de Porter. No era ni siquiera un poco guapo.

Alice se ajustó las tiras del bikini. Se le estaban clavando en los hombros y dejándole marcas. Examinó el grupo de indiferentes atrás en el patio, el cuerpo boca abajo de Porter, y decidió sacarse la parte de arriba. Dobló los codos como una gallina para llevar las manos a la espalda y se desabrochó el bikini, y luego se encorvó para que cayera de los pechos a su regazo. Se lo estaba pasando bien, ¿verdad? Plegó el top en su bolso con toda la calma que pudo y se dejó caer de nuevo en la toalla. El aire y el calor en sus senos era regular y constante, y Alice se abandonó al placer y la languidez, satisfecha con la escena que componía.

Nada más despertar vio a Porter sonriéndole.

—Al estilo europeo, ¿eh?

¿Cuánto rato llevaba mirándola?

Porter le ofreció su cerveza.

—Ya casi no queda, si es que quieres. Te puedo traer otra.

Alice negó con la cabeza.

Él se encogió de hombros y dio un trago largo. Oona estaba paseando por la orilla; el mar rodeaba sus tobillos de una fina capa de espuma.

—Odio esos bañadores de cuerpo entero que se pone —dijo Porter.

—Le queda genial.

—Le dan vergüenza sus tetas —respondió Porter.

Alice lo miró con una sonrisa forzada, se colocó bien las gafas sobre la nariz y cruzó los brazos sobre el pecho con el gesto menos evidente del que fue capaz. Los dos se volvieron al oír alboroto más allá: un desconocido se había colado en la playa privada. El hombre parecía un poco loco, tenía el pelo gris, llevaba una americana de vestir. Debía de ser un sintecho. Alice aguzó la vista: llevaba una iguana en el hombro.

—¿Qué cojones? —soltó Porter, entre risas.

El hombre se paró junto a una de las amigas de Oona y luego pasó a la siguiente.

Porter se sacudió la arena de las palmas de las manos.

—Me voy adentro.

El hombre ahora se estaba acercando a Oona.

Alice miró a Porter, pero este ya iba de camino, indiferente.

El hombre le estaba diciendo algo a Oona detalladamente. Alice no sabía si debía hacer algo. Pero en seguida el hombre se apartó de Oona y se dirigió hacia ella. Alice corrió a ponerse la parte de arriba del bikini.

—¿Quieres hacer una foto? —le preguntó el hombre—. Un dólar.

La iguana tenía cresta y parecía antiquísima, y cuando su dueño sacudió el hombro de una manera ensayada, la iguana se balanceó arriba y abajo con la papada latiendo como un corazón.

*

La última vez que lo hizo, el hombre quiso quedar a las cuatro de la tarde en el aparcamiento del gran supermercado que había en el barrio de Alice. Era un momento muy peculiar, esa hora triste en la que la oscuridad parece alzarse desde el suelo pero el cielo sigue claro y azul. Las sombras que proyectaban los arbustos sobre las casas se iban haciendo más intensas y comenzaban a fundirse con las sombras de los árboles. Alice llevaba unos pantalones cortos de algodón y una camiseta lisa del trabajo, no se había molestado siquiera en arreglarse. Tenía los ojos un poco rojos de las lentes de contacto; un matiz rosado en el blanco de los ojos que hacía que pareciera que había estado llorando.

Recorrió las diez manzanas hasta el aparcamiento, con la luz revoloteando por la maraña de zarzamoras que escalaban por los callejones. Hasta los edificios de apartamentos baratos eran preciosos a esa hora, sus colores difuminados sutiles y europeos. Dejó atrás las casas más bonitas, atisbando rendijas de sus exuberantes patios por entre los listones de las vallas altas; los estanques koi susurrantes de peces. Algunas noches se paseaba por el vecindario, cerca del borde húmedo del embalse. Era un placer ver el interior de aquellas casas nocturnas. Cada una era como un manual introductorio sobre el hecho de ser humano, sobre las elecciones que uno podía hacer. Como si la vida pudiera seguir el curso de nuestros deseos. Una lección de piano que había visto una vez, las escalas repetidas, una niña con una enjundiosa trenza que le bajaba por la espalda. Las casas en las que las teles eran como apariciones en las ventanas.

De pronto le pareció bonito llenar el lavavajillas y desear cosas sencillas

Alice echó un vistazo al teléfono, llegaba unos minutos pronto. Otros compradores devolvían los carritos tintineando a su lugar, las puertas automáticas se abrían y se abrían. Se quedó en una isla del aparcamiento, contemplando los coches. Echó otro vistazo al móvil. Su hermano pequeño le había enviado un mensaje: una carita sonriente. Él no había salido nunca de su estado natal, lo cual la ponía indirectamente triste.

Cuando un sedán beige entró en el aparcamiento, supo por la forma en que el coche reducía la velocidad y evitaba un espacio abierto que era el hombre buscándola.

*

Alice lo saludó con la mano con gesto tonto y el hombre frenó junto a ella. La ventanilla del pasajero estaba bajada y le veía la cara, aunque tuvo que encorvarse para mirarlo a los ojos. El hombre tenía una pinta anodina, y llevaba un forro polar con media cremallera y unos caquis. Parecía el marido de alguien, aunque Alice no vio ningún anillo. Firmaba los emails como «Mark», pero no tenía presente o puede que le trajera sin cuidado que su dirección de correo lo identificaba como Brian.

El coche le pareció impoluto hasta que vio ropa en el asiento trasero y una caja de cartón y unas cuantas botellas de refresco volcadas al lado. Se le ocurrió que tal vez el hombre vivía en el coche. Parecía impaciente, pese a que ambos habían llegado pronto. Suspiró, escenificando su propia contrariedad. Alice llevaba una bolsa de plástico con la ropa interior metida en una bolsa hermética.

—¿Te dejo…? —empezó a tenderle la bolsa.

—Sube —la interrumpió él, inclinándose para abrir la puerta del pasajero—. Solo un segundo.

Alice dudó, pero no tanto como habría debido. Se agachó para meterse en el coche y cerró la portezuela tras de sí. ¿Quién iba a secuestrar a nadie a las cuatro de la tarde? ¿En un aparcamiento lleno de gente? ¿Bajo esa luz inexorable?

—Ahí —dijo el hombre cuando Alice estuvo sentada a su lado, como si ahora sí estuviese satisfecho.

Sus manos aterrizaron fugazmente en el volante y luego las llevó junto al pecho. Parecía asustado de mirarla.

Ella intentó imaginar cómo le contaría la historia a Oona el sábado. Era fácil predecirlo: le describiría al hombre mayor y más feo de lo que era, y adoptaría un tono de incrédulo desprecio. Oona y ella estaban acostumbradas a contarse historias así, a teatralizar los incidentes de modo que todo adquiriera un tono irónico, cómico; sus vidas una serie de encuentros que les sucedían pero que no les afectaban nunca verdaderamente, al menos en la adaptación: sus personajes eran imperturbables y omniscientes. Cuando se acostó con John aquella vez después del trabajo, oía a su futuro yo contándoselo todo a Oona: que tenía el pene delgado e inquieto y que como no conseguía correrse al final se salió y manoseó su propia polla con eficaz y solitaria costumbre. Fue soportable porque se iba a convertir en una historia, algo condensado y comunicable. Hasta divertido.

Alice dejó la bolsa en el apoyabrazos que había entre el hombre y ella. Él miró la bolsa de reojo, una mirada que tal vez era contenida adrede, como si quisiera demostrar que no le importaba en exceso su contenido. Como si no estuviese allí en un aparcamiento bajo la claridad implacable de la media tarde para comprarle a otra persona su ropa interior.

El hombre cogió la bolsa pero no la abrió delante de ella, como se temía Alice. Se la metió en el bolsillo del lado de la puerta. Cuando se volvió de nuevo, Alice percibió su asco: no hacia sí mismo, sino hacia ella. Ya no le servía a ningún propósito, y cada momento que permanecía en el coche era otro momento que le recordaba su propia debilidad. A Alice se le ocurrió que tal vez podría hacerle algún daño. Incluso ahí. Miró por el parabrisas a los coches que había más allá, los árboles. Ya sería la hora de cenar en casa de su madre. Su madre haciendo arroz al vapor en una bolsa y colocando mantelillos que se limpiaban de una pasada. Preguntándole a Henry si tenía pensada alguna película buena para después de la cena. A Henry le encantaban los documentales sobre Hitler o sobre animales especialmente exóticos. De pronto le pareció bonito llenar el lavavajillas y desear cosas sencillas.

—¿Me das el dinero? —dijo, en voz demasiado chillona.

Una expresión de dolor cruzó la cara del hombre. Se sacó la cartera con gran esfuerzo.

—¿Dijimos sesenta?

—Setenta y cinco —respondió ella—, eso dijiste en el email. Setenta y cinco.

Su indecisión le permitió a Alice odiarlo, por completo, verlo con ojos objetivos mientras contaba los billetes. ¿Por qué no los había contado antes? Debía de querer que ella lo presenciara, Mark o Brian o quienquiera que fuese, debía de creer que la avergonzaba o la castigaba prolongando el encuentro, asegurándose de que experimentaba plenamente la transacción, billete a billete. Cuando tuvo los setenta y cinco dólares, sostuvo el dinero hacia ella, pero fuera de su alcance, para que Alice tuviese que hacer el esfuerzo de cogerlo. El hombre sonrió, como si Alice hubiese confirmado algo.

Cuando le contara la historia a Oona el sábado, dejaría fuera esta parte: que cuando intentó abrir la puerta del coche, la puerta estaba cerrada.

Que el hombre le dijo: «Ups —con la voz dando un agudo quiebro—, mechachis la mar». Fue a darle al botón de apertura, pero Alice tenía todavía agarrado el mango de la puerta, frenética, con el corazón retumbándole en el pecho.

—Relájate —le dijo el hombre—. Deja de tirar o no se abre.

Alice supo de pronto que estaba atrapada, que una violencia enorme iba a caer sobre ella. ¿Quién lo lamentaría? Se lo había buscado ella sola.

—Para —dijo el hombre—. Así va a ser peor.

Traducción de Inga Pellisa

***

Portada: Truck, Los Angeles de Du João. Fotografía vía.

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