Son los años setenta. Vivimos en Suiza. En un lugar remoto. La ciudad más fría de Suiza, la ciudad más fría de Europa. En el Jura, a casi dos mil metros, a la sombra de los Alpes. En esos años soy un niño, un niño pequeño, de tres, de cuatro, de cinco años…Vivimos allí porque mi padre trabaja en el Instituto. Es psiquiatra pero el Instituto no es un hospital, ni tampoco una universidad, es un centro de investigación. Es todo lo que sé.
El invierno es muy duro. Ni siquiera se le puede llamar invierno porque empieza a comienzos de septiembre y no acaba hasta finales de mayo o comienzos de junio. Hay años en que los primeros copos de nieve caen en agosto. En octubre ya nieva casi a diario. Nieva tanto que pronto se forma una capa imposible de limpiar. Cada mañana los quitanieves abren las calles, pero enseguida nieva otra vez. El asfalto no se ve durante meses y así se conduce y se camina sobre pistas de nieve dura, compactada por las ruedas. La nieve que se despeja de la calzada se acumula a los lados, donde va formando un muro. En lo más crudo del invierno ese muro alcanza un metro y medio, a veces dos metros, o hasta dos y medio. Es más alto que el habitante más alto de la ciudad. Debajo hay capas y capas de nieve aplastadas. Las mismas que convertirán las calles en un barrizal cuando llegue el deshielo.
Muchos días hace tanto frío que no se puede salir a la calle. Como mucho recorrer unos pocos metros, embutidos hasta arriba en el mono, los guantes, las botas. La ropa es de colores vivos y brillantes para que sea fácil distinguir a alguien si se pierde en la nieve. Vivimos a las afueras de la ciudad, en lo alto de una colina, en unas torres construidas para alojar al personal del Instituto. Paso una buena parte del tiempo mirando por la ventana. A veces se ve la nieve caer, otras la ventisca lo oculta todo y es fácil imaginar que se está en un barco en medio de la tempestad. Los raros días de sol es posible ver muy lejos. Los bosques, los montes en la distancia, abajo en el valle, la ciudad con su trazado en damero.
Uno de esos días de sol mi padre decide construir un iglú. Ha tenido la idea leyendo un número de una revista que le envían regularmente sus hermanas desde España, “Selecciones del Reader’s Digest”. Es un artículo largo sobre la vida de los esquimales en el Polo Norte. Al final del artículo hay una doble página ilustrada con dibujos en blanco y negro. El título dice expresamente: “Cómo construyen los esquimales sus iglús” y los dibujos describen paso a paso todo el proceso. A mi padre le aburren los detalles. Cuando tiene una idea tiene que ponerla en práctica enseguida, sin esperar a planificar las cosas. Además, aunque para entonces ya lleva años en ese lugar sigue sin acostumbrarse a la nieve. Se viste de forma inadecuada, con abrigos ingleses de espiga, pantalones de pana y mocasines. Mi madre se lo reprocha cada mañana pero el dice que no soporta los tejidos sintéticos de la ropa de nieve. Por eso, ese día también está listo el primero, mientras mi madre y yo luchamos todavía con las camisetas térmicas y las medias y las botas y el mono y los guantes y las caperuzas. Cuando la nieve está tan fresca cada paso es un verdadero esfuerzo, las piernas se hunden sin querer hasta la rodilla y hay que luchar para extraerlas y seguir adelante. Lo bueno es que hay tanta acumulada que no tenemos que ir muy lejos.
Mi padre ha tenido la previsión de arrancar las hojas de la revista con las instrucciones. Así puede consultarlas para cerciorarse de los pasos a dar. Lo primero que hay que hacer es trazar un círculo en el suelo, marcando el diámetro del iglú que se pretende construir. Es la parte más sencilla. Después hay que ir desgajando uno por uno los bloques de nieve, compactarlos e irlos colocando en hileras sucesivas siguiendo la planta del iglú. Los bloques de cada hilera deben ser ligeramente más cortos que los de la anterior y deben ir retranqueados un par de centímetros con respecto a la inferior. Es como construir una escalera, solo que curva, de tal manera que con cada nueva hilera el iglú vaya adoptando su forma de cúpula. Luego se alisan tanto el interior como el exterior, y se cubren las junturas con polvo de nieve. Parece sencillo pero nada más empezar mi padre se da cuenta de que solo ha traído como herramienta el cuchillo del pan, con su hoja dentada y su mango de plástico naranja. Lo normal sería volver inmediatamente a casa y conseguir un instrumento más adecuado, por ejemplo una buena pala de nieve, ancha, metálica, como las que se guardan en la portería para limpiar los escalones de la entrada.
Pero eso sería no conocer a mi padre, ha dicho que iba a construir un iglú y ya está ahí, sobre la nieve, bajo un cielo gélido pero azul, es ahora o nunca. No es cuestión de determinación si no de pereza. De modo que lo hacemos así, de mala manera, resoplando para meter el cuchillo y serrar la nieve dura hasta extraer uno tras otro los bloques que necesitamos. Los guantes de lana de mi padre tampoco son los apropiados y muy pronto tiene las manos empapadas, recubiertas de escarcha. Da lo mismo porque ahí seguimos los tres el tiempo que haga falta.
Ni siquiera se le puede llamar invierno porque empieza a comienzos de septiembre y no acaba hasta finales de mayo o comienzos de junio
Mis padres delimitan los bloques, los separan y los colocan en posición, yo los aliso, les doy forma como si fueran castillos de arena. El frío es espantoso y al mismo tiempo el sol quema, o tal vez es el mismo aire helado que corta el rostro y el más mínimo centímetro de piel descubierta. Lentamente, hilera a hilera, el iglú se levanta, hasta que por fin mi padre dispone los últimos bloques. En la cúspide se deja una abertura redonda, “para que pueda salir el humo del fuego” explica la revista. Donde antes solo había nieve hay ahora una casa. No es muy grande, claro, un iglú en miniatura para un niño. Pero para mí es enorme, más alto que yo. “Venga entra, es tu iglú”, me anima mi padre y me cuelo a gatas por el túnel de la entrada.
Dentro, lo primero que choca es el silencio, ya no se oye el viento de afuera. Hay luz pero es una luz tamizada, azul. Se está bien rodeado por esas paredes suaves, por esa nieve casi viva, cálida. Ni siquiera hace frío. Me apretujo y cierro los ojos, podría quedarme dormido. Mis padres tienen que llamarme varias veces hasta conseguir que salga. “Vamos Tomás, sal ya, que nos helamos. Ahora sí que hace frío, regresamos a la torre lo más rápido posible.” Mi padre está aterido pero contento, dijo que iba a construir un iglú y lo ha hecho. Luego en casa, mi madre prepara una sopa caliente y una tabla con quesos. De repente se da cuenta, “¿Dónde está el cuchillo del pan?, no me puedo creer que nos lo hayamos dejado.” Más tarde, en la cama, me imagino el cuchillo, olvidado ahí afuera, con el mango naranja sobresaliendo entre la nieve. Si nieva toda la noche será imposible encontrarlo nunca más.
*
Pasa un año, quizás dos, tengo seis, siete años. Empiezo a ir a la escuela. Es un lugar acogedor, forrado de madera de pino. Tenemos sillas y mesitas de plástico de colores y dos profesoras jóvenes con melena que tocan la guitarra y cantan a dúo canciones hippies. Son los años setenta después de todo. Por las tardes tengo libertad para quedarme jugando delante de la torre y para corretear por la escaleras. Me hago amigo de Stefan Makoujian. Stefan es el hijo de la portera. Ella es armenia, hace unos años se casó con un suizo, un especialista en tuberías de gas. Después se quedó embarazada de Stefan y el suizo la abandonó. Ni siquiera reconoció al niño. Por eso Stefan se apellida Makoujian como su madre. La madre es una mujer guapa, muy guapa, incluso con el pelo mal teñido y su uniforme de flores. Viven en un pisito en la planta baja. Dos habitaciones minúsculas y un salón-cocina. Cuando voy a ver a Stefan me quedo mirando a su madre mientras fuma en la mesilla, tiene unos ojos enormes, una nariz perfecta y labios bien dibujados que dejan escapar el humo poco a poco.
Stefan solo tiene un año más que yo pero parece mucho mayor. Su madre no tiene ánimo para perseguirle, así que básicamente hace lo que quiere. Con él me escapo hasta el bosquecillo, más allá de los campos de futbol y de la explanada de la escuela. Construimos una cabaña en un árbol, nos contamos historias. Los dos vemos Miguel Strogoff en la televisión y jugamos a ser correos del zar atravesando Siberia.
Un día alguien nos dice que van a desenraizar el bosquecillo para construir nuevos chalets. Al poco aparecen unos obreros e instalan dos casetas prefabricadas. En unos días empezará el desbroce. Stefan está furioso. Coge del cajón de su madre la llave del sótano y me convence para bajar con él. El sótano es un mundo aparte. Las tuberías del agua caliente, tan gruesas como mi pecho, vibran y gorjean sobre las paredes, mientras las calderas bufan. Pero lo más fascinante es que allí abajo está el refugio atómico. En Suiza en esa época es obligatorio que cada edificio tenga su propio refugio. Además hay que mantenerlo siempre en perfecto estado. Si hay una guerra mundial, solo sobrevivirán las ratas, las cucarachas y todos los suizos. El refugio tiene una puerta redonda, descomunal, más gruesa que mi mano abierta, como si protegiera el tesoro nacional. Siempre está abierta, por si hay una alerta y tenemos que precipitarnos todos adentro. En su interior hay literas de hormigón para cien personas, y una cocina industrial y duchas. Y también alimentos en conserva para tres años, una estación purificadora de agua y dos enormes generadores eléctricos. Para alimentarlos se guardan en el almacén, docenas y docenas de bidones repletos de gasóleo.
El plan de Stefan es sencillo, robaremos un bidón, lo llevaremos hasta la caseta de los obreros y le prenderemos fuego con una mecha, así arderá todo y tendrán que parar la obra. Quedamos en hacerlo la noche siguiente, le diré a mi madre que bajo a cenar con Stefan y ya está. Al final, sin embargo, las cosas no ocurren así. Paso el día con una sensación rara en el estomago y en el ultimo momento acabo por confesarle todo a mi madre. Ella llama enseguida a la Sra. Makoujian y le cuenta lo que está planeando su hijo. Cuando mi padre vuelve se encierra conmigo en mi habitación, me felicita por haber hecho lo correcto pero me advierte sobre lo importante que es escoger bien a los amigos. “Stefan no ha tenido una vida fácil”, me dice, “está bien que quieras ayudarle, pero tienes que saber que a veces las personas que han sufrido mucho, ya nunca podrán tener una vida normal.”
Stefan no me habla durante una semana. Coincidimos en la escuela y hace como si no me ve. Luego, una tarde, terminamos jugando al futbol en el mismo equipo y todo vuelve a ser como antes.
Ese año el frío llega incluso con más fuerza de lo normal. Empieza a nevar de pronto y nieva y nieva y sigue nevando hasta que el mundo desaparece y solo queda una tundra blanca y lisa. Hasta los obreros tienen que parar. Una mañana ya no vienen y solo se queda ahí, inmóvil frente al bosquecillo, la enorme excavadora amarilla con su pala dentada en el aire, incapaz ya de morder a nadie.
Si hay una guerra mundial, solo sobrevivirán las ratas, las cucarachas y todos los suizos
Stefan conoce a todos los chicos mayores. Un día me mete prisa para ir a verlos. Llega con el mono empapado, como si se hubiera rebozado en la nieve: “Ven, ven a ver lo que han hecho, es alucinante”. Le sigo por la senda que ha abierto el quitanieves. A los lados se alzan dos paredes altísimas de nieve. El aire está tan frío que duele respirar. Corremos. Todo es blanco, la tierra recubierta de nieve endurecida, las paredes a los lados e incluso el cielo, que amenaza aún más nieve. El camino va curvándose, primero hacia un lado y luego hacia el otro, como si él tampoco supiera adónde va. Me acuerdo del cuento, y pienso que estamos metiéndonos en un laberinto del que no podremos salir. Pero justo entonces la pista se ensancha hasta abrirse en un gran círculo. Se ve que es ahí donde la maquina quitanieves ha dado la vuelta para regresar por donde ha venido.
A primera vista tampoco hay nada, solo ese claro en medio del campo, rodeado por toda esa nieve acumulada. “Es aquí”, dice Stefan, señalando una hendidura en la pared helada. Está a más o menos a la altura de mi pecho y alguien parece haber querido marcarla clavando una ramita. No comprendo, pero Stefan insiste. “No seas miedica, hay que meterse. Vas a ver, es increíble.”
Desde lejos solo parece una grieta, pero cuando me acercó descubro que es más ancha y redonda de lo que parece. La boca de un túnel horadado en la nieve. “¿Hasta dónde llega?”, pregunto. “Métete, dale, no tengas miedo.”
Stefan me ayuda a introducirme en el agujero. Primero meto las manos y los brazos, luego la cabeza, los hombros, la barriga, y para terminar las piernas y los pies. Me cuesta un momento ver algo, pero me acostumbro pronto, las paredes de nieve brillan con una suave luz lechosa que parece venir de adentro. El túnel es demasiado estrecho para andar a gatas o para darme la vuelta. Me asusto e intento salir marcha atrás, pero Stefan ya viene detrás de mí, “Sigue, no pares.”
Solo puedo reptar apoyándome sobre los codos y las rodillas, buscando la claridad que se adivina al fondo. Por suerte es muy corto. Enseguida oigo un rumor, voces, me esfuerzo y antes de que me dé cuenta he llegado al final. Stefan tenía razón, no puedo creer lo que veo. El túnel desemboca en una habitación, una sala esférica excavada dentro de la montaña de nieve, como si hubieran vaciado desde dentro un huevo descomunal. Apretujados ahí están varios de los chicos mayores, Robert, Gege, y otros dos que conozco de vista pero no sé cómo se llaman. Igual que en el iglú que levantó mi padre, han abierto un agujero en el techo por el que se derrama la luz del día y por donde escapa el humo de sus cigarrillos.
“Vaya Stefan ha traído al bebé, ¿te gusta nuestra cueva, bebé?”, dice uno de ellos.
“Igualita a la casa de los Barbapapa, ¿a que sí?”, dice otro.
“Pues esto todavía no es nada. El año pasado hicimos un túnel desde el campo de futbol hasta la explanada,” dice Gege.
*
Es de noche, unos pocos días más tarde. Estamos cenando los tres en la mesa redonda de la cocina, sentados bajo la luz rojiza de la lámpara de plástico. Estoy seguro de que estamos tomando sopa porque en esa época siempre tomamos sopa. Primero se oye una sirena a lo lejos, después otra y enseguida varias más. Por la ventana se deslizan luces rojas y azules. “¿Qué estará pasando?”, pregunta mi padre mientras sale al balcón.
“Tápate Tomás, que hace frío,” dice mi madre mientras salimos nosotros también. No se ven los coches de la policía, solo sus luces giratorias reflejadas en la nieve. Lejos, allá por la explanada. “Mira,” dice mi madre apuntando con el dedo.
Justo debajo de nuestra torre, envuelta en su abrigo de piel, camina tambaleándose sobre la nieve la Sra. Makoujian. “Stefan!”, grita haciendo bocina con las manos, “¡Stefan!, ¡Stefan!…”