En el sur (y con eso me refiero a cualquier parte de la Tierra con árboles que crezcan hacia arriba y no ladeados) cuesta ver cómo cambia el clima. Un huracán por aquí, un invierno cálido o una sequía o una inundación por allá, pero ¿no ha habido huracanes e inviernos cálidos y sequías e inundaciones otras veces? Las plantas vuelven a crecer, se regeneran después de la extinción, cubren las cicatrices. Las especies van avanzando sigilosamente hacia el norte, pero al menos hay especies. Las cosas no pueden ir tan mal, dices mientras riegas el jardín: ¡solo hay que ver lo estupendos que están los dientes de león!

En el Ártico es distinto. Todo es muy visible. Todo (menos las piedras) es muy frágil. Hay árboles, pero no convierten en madera la escasa energía solar que tienen a su alcance. Se despliegan como arañas por el suelo, con doscientos años solo alcanzan treinta centímetros de ancho. Si matas uno, no aparecerá otro enseguida. Pasa lo mismo con el hielo.

El hielo del Ártico da la vida. En la parte inferior de los discos de hielo flotantes y de los icebergs crecen pequeños organismos, los peces se comen esos organismos, las ballenas y las focas se comen los peces, los osos polares se comen las focas. El hielo llega al mar de dos maneras: o bien va desprendiéndose de los glaciares o bien se forma durante el invierno. Ambos fenómenos son espectaculares y también fundamentales. Pero el hielo del Ártico se está muriendo. Se aprecia a ojos vistas. No puede encubrirse.

Mi compañero y yo vamos hasta allí arriba desde hace ya cuatro años, y cuando hablo de «allí arriba» me refiero al Ártico oriental, en la parte de Groenlandia y también en la canadiense, en altitudes bajas, altitudes medias y altitudes medias-altas. Vamos porque nos encanta, y como nos encanta también nos preocupa. Es lo mismo por todas partes. El casquete glaciar de Groenlandia sigue soltando hielo al Atlántico Norte, los icebergs siguen yendo hacia el norte hasta el extremo de la bahía de Baffin y luego giran hacia el sur y pasan por delante de Terranova. Sin embargo, en el verano del año 2004 casi no hubo casquetes glaciares flotantes. Otros glaciares están en regresión: vimos los valles de piedra que cubrían antes, vimos la marca que habían alcanzado hacía apenas pocos años. La reducción ha sido rápida.

Los inuits nos contaban historias sobre lo difícil que resulta ya para los osos polares y los cazadores llegar hasta el hielo, el único lugar donde de verdad se pueden atrapar focas. Todos los otoños el hielo tarda más en formarse y todas las primaveras, menos en derretirse. Cuando uno no puede fiarse del hielo, ¿de qué puede fiarse? Sería como sí, en el sur, se derritieran las autopistas. ¿Qué pasaría entonces?

Antes, el canario de la mina era nuestra señal de advertencia: cuando se desplomaba, los hombres sabían que corrían peligro. Ahora son los osos polares los que se mueren de hambre en la orilla.

El Ártico es una región increíble de la Tierra, de una belleza apabullante si te gustan los cielos gigantescos, los accidentes geográficos enormes, las flores diminutas, los colores asombrosos, los efectos de luz extraños. Es también una región que permite márgenes de error muy reducidos. Si te caes al mar y esperas unos minutos, te mueres. Si cometes un error con una morsa o un oso, el resultado es el mismo. Si eliges mal la ropa que te pones, también. El hielo del Ártico se derrite ¿y qué pasará entonces? No habrá una segunda oportunidad durante un tiempo considerable.

Podría escribirse una novela de ciencia ficción sobre este asunto, pero no sería ciencia ficción. Podría titularse El hielo se derrite. De repente ya no quedarán pequeños organismos, así que no habrá peces por la zona, y por lo tanto tampoco focas. Eso no afectará demasiado al urbanita medio que vive en un piso. La elevación del nivel del mar debida a, pongamos, el derretimiento de los casquetes glaciares de Groenlandia y el Antártico llamaría la atención (desaparecerían Long Island o Florida, desaparecían Bangladesh y bastantes islas), pero la gente sencillamente podría emigrar, ¿no? Seguiría sin ser un motivo de alarma exagerado más que para los propietarios de grandes terrenos en primera línea de mar.

Pero, un momento: también hay hielo debajo de la tierra, no solo encima del mar. Es el permafrost, debajo de la tundra. Hay mucho, también mucha tundra. Una vez empiece a derretirse el permafrost, la turba de la tundra (materia orgánica acumulada a lo largo de miles de años) empezará a descomponerse y emitirá enormes cantidades de gas metano. Subirá la temperatura del aire y bajará la proporción de oxígeno. ¿Cuánto tardaremos todos en morir asfixiados y cocidos?

No resulta fácil escribir ficción ante ese panorama. La ficción siempre habla de la gente y hasta cierto punto la forma determina el desenlace de la trama. Siempre nos imaginamos (puede que estemos programados para imaginar) a un superviviente tras cualquier catástrofe posible, alguien que vive para contarlo y alguien a quien contarle ese cuento. ¿Qué historia sería esa si a toda la raza humana se le cortara la respiración y muriera como un pez varado en la arena?

Sí, ¿qué clase de historia?¿Y quién quiere oírla?