Llevaba un tiempo pensando escribir esta historia de las cenizas de D.H. Lawrence. No había llegado a descubrir lo que le pasó después de su muerte, y ahora que lo sabía —si era verdad lo que afirmaba la biografía que había leído— no podía quitármelo de la cabeza. Aquella noche, en el tren, aunque habían transcurrido un par de meses desde que terminara de leerla, saqué del bolso mi libreta y escribí unas notas sobre ello y sobre algunas cosas más que, según decía la biografía, le habían sucedido.
Por ejemplo, que al pasar en una ocasión junto a un teatro o una sala de cine de Londres en tiempos de la Primera Guerra Mundial una multitud se había burlado de su barba, que le hacía visible y le convertía a ojos de la gente en un haragán, un opositor que había rehusado enrolarse, tal vez incluso un objetor de conciencia. Además, la casa de campo que tuvo alquilada durante parte de la guerra había sido objeto de una redada por parte del Ministerio de Interior o de las autoridades militares, que confiscaron no solo unas cuantas cartas escritas en alemán (su esposa, Frieda, tenía vínculos con el ejército alemán) sino también una canción de las Hébridas que tomaron por un código secreto y algunos dibujos de tallos de plantas que había hecho Lawrence y que, según decía el biógrafo, habían decidido que eran mapas secretos.
Yo creía que sabía mucho de la vida real de Lawrence. Llevaba leyendo cosas sobre él desde los dieciséis años, cuando como premio a un concurso que gané en el colegio elegí un ejemplar con St Mawr y La virgen y el gitano principalmente porque sabía que así incomodaría al rector y a su esposa, que daban los premios anuales. En el Inverness de los setenta Lawrence seguía gozando de una razonable notoriedad. Aún me río cuando miro la etiqueta que hay dentro del libro, donde dice que el premio se me concedía por Francés Oral. Sentí lástima por Lawrence durante toda la lectura de aquella excelente biografía, tan bien planteada. Semanas después de terminarla, en un viaje en tren —yo era seis años mayor que él en el momento de su muerte— aún seguía preocupada por él y por su barbita pelirroja que sobresalía con furia desafiando a todos los clichés del patriotismo. Y semanas después aún me seguía riendo, con auténtica satisfacción, de lo estúpidas que habían sido las autoridades al pensar que el gaélico era una suerte de código secreto.
Pero lo que más me interesaba era el relato de lo que podía haber sucedido con su cuerpo cinco años después de su muerte: en eso no podía dejar de pensar. Y al volver a casa, pedaleando desde la estación de tren, seguía deslumbrada.
Pero cuando llegué a casa y abrí el correo dejé de pensar en todo lo que no fuera aquel extracto de la Barclaycard que me había estado esperando en el buzón con su clamor: había gastado una fortuna.
Es muy raro que yo utilice esa tarjeta de crédito, o cualquier otra tarjeta de crédito. Lo cierto es que soy muy responsable con el asunto del crédito, de verdad lo digo. De hecho, tenía crédito en esa tarjeta: varios cientos de libras. Por eso la había utilizado no hacía mucho para comprar unas camisas para Navidad en un tienda de ropa de Londres que se llama Folk.
Volví a mirar el extracto. 1.597,67 libras. ¿De verdad me había gastado esa cantidad de dinero en cuatro camisas?
Miré el reverso del extracto: Saldo anterior: 100,37 libras. 11 de diciembre, en Folk, Londres: 531,00 libras. 21 de diciembre en Lufthansa, Colonia, 1.167,04 libras. 1,840,70 dólares en EE.UU. (cambio: 0,6340), incl. gastos por transferencia en moneda distinta de la Libra Esterlina, 33,88 libras. Pendiente a 3 de enero: 1.597,67 libras esterlinas.
Lufthansa.
En mi vida había comprado nada en Lufthansa.
Llamé al número de Barclaycard que figuraba en la parte superior del extracto.
¡Hola!
Una voz grabada me informó de que podía responder a sus preguntas pulsando los botones de mi teléfono o hablando en los huecos que me dejaba la grabación al terminar de formularlas. La persona que había grabado aquel texto tenía acento del norte de Inglaterra y una voz agradable, como uno de esos monologuistas que no son excesivamente cargantes. Así que di al amigo autómata mi número de tarjeta y él me ofreció unas cuantas opciones. Como no figuraba la de hablar con un ser humano para reclamar un cargo fraudulento y no respondí con la premura suficiente, ni pulsando el botón ni hablando, el robot me pidió que dijera alto y claro lo que quería.
—Quiero hablar con una persona —respondí.
—Lo siento. No lo he entendido —dijo el robot—. Inténtelo de nuevo.
—Quiero hablar con una persona —volví a decir.
—Lo siento. No lo he entendido —dijo el autómata del norte—. Inténtelo de nuevo. Intente decir por ejemplo: Abonar una factura.
—Hablar con una persona —dije.
—Lo siento. No lo he entendido —dijo el robot.
Me quedé callada.
—Lo siento. No lo he entendido —dijo el robot—. No cuelgue. Voy a pasarle con un miembro de nuestro personal para que le ayude. Le informamos de que todas nuestras llamadas se graban para su uso en programas de formación y por razones legales.
Estuve un momento escuchando la musiquilla de ascensor.
—Hola, le habla indescifrable, ¿en qué puedo ayudarle? —me dijo una persona que hablaba desde algún lugar que sonaba muy, muy lejano.
El caballero me hizo algunas preguntas, por seguridad, para comprobar si realmente se trataba de mí.
—Hay una transacción que yo no he hecho ni he autorizado —dije.
—No se preocupe, señora Smith —respondió—. Gracias, señora Smith. Ya lo veo, señora Smith. Sí, señora Smith, gracias.
Me dejó entonces en espera, con más musiquilla de ascensor. Unos minutos más tarde respondió una mujer. También a ella la oía con cierto retardo, lo que indicaba que, a pesar de tenerla pegada a la oreja, se trataba de alguien de un planeta completamente distinto. Me hizo las mismas preguntas —por seguridad— y luego me dijo que esa tarjeta había sido utilizada ayer mismo, para una transacción por valor de dos libras…
—¡Dos libras! —dije.
Pero lo que pasó por mi cabeza mientras pronunciaba esas palabras fue «Yo jamás utilizo una tarjeta de crédito para una cantidad tan pequeña». Sentía que necesitaba demostrarme que no había utilizado mi tarjeta de crédito, a pesar de que sabía perfectamente que no lo había hecho.
Entretanto, la mujer seguía hablando.
—… retiraron la tarjeta justo antes de que se efectuara la transacción —dijo.
—No fui yo —respondí—. Quiero que esto quede suficientemente claro.
Me dijo que Barclaycard se pondría en contacto conmigo, que tendría noticias suyas durante las próximas tres semanas y que me asegurase de responder dentro del plazo de tiempo que me daban o de lo contrario considerarían que el asunto estaba resuelto y harían el cargo en mi tarjeta.
—¿De una transacción que yo no he hecho? —pregunté.
—No olvide responder dentro del plazo estipulado, señora Smith —dijo.
—Y además… Mire… Está en dólares. Yo no he ido a Estados Unidos desde 2002. Quiero que tome nota de ese dato ahora mismo: yo no he hecho esa transacción, y ese cargo es un fraude. Quiero el dinero: no hay billete de avión, yo no he hecho esa transacción y el dinero se ha evaporado de mi cuenta sin más. Quiero que bloquee esa tarjeta en este mismo momento.
—Sí, eso puedo hacerlo, señora Smith —dijo la mujer—. Bien. Un momento… Ya está, señora Smith. Ya tiene bloqueada la tarjeta. Ahora destrúyala, señora Smith. Barclaycard le enviará una tarjeta nueva dentro de unos cinco días, más o menos.
—No quiero una tarjeta nueva —dije—. Hay alguien por ahí que tiene los datos y volverá a utilizarla. ¿Cómo consiguió Lufthansa mis datos? ¿Por qué creyó Lufthansa que era yo quien estaba comprando un billete, si no era así?
—Todo eso lo vamos a investigar para comprobar los hechos. Gracias, señora Smith —dijo la mujer.
—No fui yo —volví a decir.
Sonaba petulante. Parecía una niña pequeña.
—Gracias por llamar a Barclaycard, señora Smith —dijo la mujer—. Que pase una buena tarde.
Pulsé el botón de colgar el teléfono y en ese momento me di cuenta de que estaba en el salón de mi casa.
Quiero decir que, aunque había estado allí durante todo aquel tiempo, la última media hora la había pasado en algún otro sitio que me había hecho olvidar que estaba en mi propio salón.
Me quedé de pie junto a la chimenea y me sentí como si estuviera cubierta de hormigas. Presa del nerviosismo, comencé a recorrer toda la casa, a ir de una habitación a otra. Estuve así una media hora. Luego me detuve, me quedé parada junto a la ventana oscura y me senté en el borde del sofá. Me dije que no había nada que hacer, salvo reírse. Son cosas que pasan constantemente. A la gente la estafan constantemente. Así es la vida.
Cogí un libro, pero no conseguía concentrarme en la lectura.
Empecé a pensar quién sería aquella persona que, en cualquier otra parte del mundo, había fingido ser yo. ¿Qué aspecto tendría? ¿Era parte de un grupo organizado que se dedicaba a este tipo de cosas? ¿O era un individuo que estaba a solas en una habitación? Donde quiera que estuviese esa persona sabía lo que tenía que saber de los números que figuraban en una tarjeta que estaba dentro de mi cartera, en la oscuridad de mi bolsillo: lo suficiente para engañar a una compañía aérea respetable y hacer que le vendiera un billete bien caro.
Volví a mirar al extracto. No especificaba ni la procedencia ni el destino del billete. 21 de diciembre. Tal vez mi otro yo había vuelto a casa por Navidad. ¿Tenía familia? ¿Pertenecía a una familia de timadores? Me los imaginaba a todos alrededor de la mesa navideña. Yo asistía como un fantasma a su banquete y les veía abrazarse, celebrando el Hogmanay y dando después la bienvenida al Año Nuevo. ¿Cómo podía esa otra persona ser yo? Yo no había estado sentada en la zona de Salidas del aeropuerto con un billete en la mano pagado por mí. Yo no había recorrido el túnel que lleva hasta la puerta del avión, ni subido la escalerilla con el frío aire del invierno.
Ay, Dios. El pasaporte.
Subí corriendo las escaleras. Abrí de un tirón la puerta del armario. Pero mi pasaporte estaba sano y salvo en el cajón de la ropa interior.
Volví a dejarlo en su sitio. Cerré la puerta. Me reí. Muy bien. Bajé. Puse la tetera a calentar y pensé en prepararme algo de comer, pero eran más de las nueve: si comía algo ya no podría dormir.
Así que me senté en el taburete de la cocina mientras se calentaba el agua y recordé que en una ocasión, años atrás, una niña me había robado la cartera en un hotel de la costa italiana. La niña, una criatura de pelo oscuro con un acordeón en miniatura colgado del hombro, estaba en la puerta del restaurante donde yo había decidido comer. Iba de un lado a otro tocando el riff con el que empieza Volare. Supongo que le parecí una presa fácil. Se acercó a mí y me pidió dinero y, como le dije que no, se puso a hablar conmigo un momento, muy tímida, mientras me robaba con una mano de prestidigitador tan diestra que no me percaté hasta una hora después, cuando fui a pagar la cuenta: busqué el rollo de billetes que llevaba en el bolsillo y vi que estaba vacío. La niña había desaparecido con tal arte que casi ni lamenté lo que se había llevado, al contrario: sentí una extraña sensación de bendición, como si yo fuera una elegida.
Entonces, ¿por qué esto era distinto? Pues para mí lo era. Era como si no tuviera nada que ver conmigo. No había habido ningún tipo de intercambio real. Es más, en cierto modo, me convertía a mí en sospechosa. Y por mucho que hablara por teléfono con alguien de una centralita de atención al cliente nada podría restituir mi condición de inocente.
Saqué la Barclaycard de la billetera y la doblé por la mitad. Luego la di la vuelta, y la doblé de nuevo. Lo hice varias veces, a gran velocidad, hasta que el doblez se puso caliente. Hasta que estuvo tan caliente que no podía poner el dedo encima. Entonces partí la tarjeta en dos: en un lado, válida desde, en el otro, hasta finales de.
Cinco días después llegó una tarjeta nueva de Barclaycard con mi nombre y un número nuevo.
Y diez días después de la tarjeta llegó un formulario donde me pedían que marcase con una cruz una casilla para confirmar si estaba de acuerdo o no con aquella transacción de Lufthansa.
Marqué la casilla donde decía que no estaba de acuerdo. Debajo, con letras mayúsculas, escribí: NUNCA, EN MI VIDA, HE REALIZADO TRANSACCIÓN ALGUNA CON LUFTHANSA, CON ESTA TARJETA NI CON NINGUNA OTRA. Y firmé el formulario con mi nombre.
Dos semanas después de eso llegó una carta de Barclaycard que decía que habían ingresado en mi cuenta la cantidad en cuestión, y donde me hacían «otras preguntas».
Y ahora viene el relato de lo que pasó, seguramente, con las cenizas de D.H. Lawrence.
Tras su muerte en 1930, a los cuarenta y cuatro años de edad, su mujer, Frieda, se casó con su amante, Angelo Ravagli y ambos se fueron a vivir a Nuevo Méjico. En 1935 Frieda envió a su marido a Vence, Francia, donde Lawrence había muerto y estaba enterrado, con instrucciones de pedir la exhumación del cadáver y solicitar la incineración para que ella pudiera conservar las cenizas en una hermosa urna.
Ravagli se fue a Vence con la urna y regresó a Nuevo Méjico con ella llena de cenizas. Frieda las guardó en un bello altar sellado dentro de un bloque de hormigón, para evitar su robo. Al morir ella, en 1956, fue enterrada junto a este altar. Hay una foto del altar en Wikipedia. Encima de él se ve un fénix levantándose, grabado en piedra o en hormigón, con las letras DHL rodeadas de girasoles pintados en colores vivos y mucha vegetación en la parte delantera.
Pero en la biografía que yo he leído, escrita por John Worthen, Worthen afirma que al morir Frieda Ravagli dijo: «Yo tiré por ahí las cenizas de D. H.». Le hizo exhumar e incinerar como se le había indicado, dijo, pero luego había tirado las cenizas… tal vez en Marsella, cree Worthen, tal vez en el puerto, al mar. Cuando regresó a Nueva York Ravagli llenó la urna con las cenizas de sabe Dios qué o quién y entregó la urna a Frieda, que la guardó con honores y murió convencida de que a ella la enterrarían junto a lo que quedase de Lawrence.
Wikipedia también parece convencida de que las cenizas que hay en el altar son, en realidad, las de Lawrence.
Y quién sabe… Tal vez lo son.
Pero, lo sean o no, imaginen al esposo fiel que yace ardiente, triunfante, sosteniendo un engaño durante veinte largos años, hasta que ella muere. Imaginen su necesidad, corrosiva, perfectamente comprensible y su satisfacción al cambiar a Lawrence, D. H. por las cenizas de D. H.
Imaginen las cenizas de Lawrence flotando en el aire, disolviéndose en el océano.
«Pez, ¡oh, pez! / ¡Qué poco importa!»
Es del poema titulado «Pez». En otro poema llama «Monsieur» al mosquito que está tratando de atrapar, y luego «Victoria Alada». «¿Acaso que no soy yo lo bastante mosquito como para que tú dejes de serlo?». En otro poema declara que prefiere que le rompan el corazón, que le abran en dos como una granada, dejando que salgan sus semillas rojas. En uno de los más famosos ve a una serpiente bebiendo de un charco y la tira un leño para mostrar quién manda allí. Y en ese momento es consciente de su insignificancia: sabe que se ha engañado a sí mismo.
Por su culpa, en 1963 dieron comienzo las relaciones sexuales. Por su culpa fue a los tribunales el mérito literario. Por su culpa la cuestión de la clase social cambió radicalmente en la novela inglesa. Su madre, pobre, destrozada por el trabajo, la suciedad y la pobreza, habría recibido con gozo un ramo de flores de dos peniques. Al menos eso es lo que cuenta Frieda en un artículo que escribió en 1955 para el New Statesman, en el que responde a lo que se dice en una biografía de Lawrence recién publicada entonces y llena de embustes e imprecisiones que daban risa. «No hay nada que salvar, está todo perdido / salvo un punto diminuto de calma en el corazón / como el botón de una violeta». Esto es de un poema que se titula «Nada que salvar». «Arriba, en el cielo, parecía caminar una estrella. Era un avión con su luz. Se oía zumbar en lo alto. No quedaba un solo espacio, ni una mota de tierra en este país, que no estuviera poblado, ocupado por el clamor humano. Y en el cielo tampoco». Eso es de St Mawr, una novela donde cuenta que los seres humanos nunca podrán ser del todo naturales ni libres, porque ceden a las presiones de la civilización y a sus expectativas. Dice también de que las mujeres y los caballos nunca podrán entenderse. Especialmente cuando la mujer tiene la minusvalía de la inteligencia.
Katherine Mansfield, mujer inteligente y amiga suya, le sugirió un nombre para la casa de campo en la que vivía: le dijo que la llamara El Falo. Las cartas y cuadernos de notas que ella escribió están llenas de ira y de indignación hacia él. Sin embargo, en las cartas que envía a sus amigos escribe cosas como ésta: «Es el único escritor vivo que me interesa de verdad, me interesa mucho. Me da la impresión de que todo lo que escribe, independientemente de que yo esté o no de acuerdo, es importante. Y a fin de cuentas, todo aquello a lo que yo pongo objeciones, en él es síntoma de vida». O esto otro: «Lo que convierte a Lawrence en un auténtico escritor es su pasión. Sin esa pasión uno escribe en el aire, o en la arena de la playa».
Él mismo escribió en 1927 estas palabras en una carta a Gertie Cooper, amiga y vecina suya del norte de Inglaterra, que estaba a punto de empezar un tratamiento para la tuberculosis. Él mismo había sufrido la enfermedad, que fue la que al final le mató: «mientras vivimos, hemos de ser juego. Y cuando nos llegue la hora de la muerte tenemos que morir siendo juego también». Siempre se asocia a la tuberculosis una furia, una energía ardiente, y hay quien considera que la enfermedad fue una de las fuerzas motrices del temperamento de Lawrence y también de su escritura. Lo mismo podría decirse de Mansfield, que murió también, demasiado joven, de la misma enfermedad. Una enfermedad que solo unos años después se curaba por completo.
Y menos de cien años después de todo eso yo estaba sentada en mi escritorio, rumiando una furia desesperada mientras leía la última carta que me había enviado Barclaycard.
Según Barclaycard Lufthansa afirmaba que yo había reservado un billete y que ellos me lo habían enviado, aunque era cierto que no había hecho uso de él, el 21 de diciembre del año pasado. Así, que… ¿estaba yo de acuerdo con el vendedor (Lufthansa) en había efectuado esa compra? Si no, tendría que responder a esa carta y decírselo a Barclaycard. Tenía un plazo de diez días para hacerlo, a partir de la fecha que figuraba en la parte superior de su carta.
La carta había tardado ocho días en llegar, así que me quedaban dos días para responder, y uno de ellos era domingo.
Pez, ¡oh, pez! ¡Qué poco importa!
¿Había alguna conexión ahí, entre la vida, la muerte y la dispersión de las cenizas de Lawrence, y mi batallar con aquella reclamación por un fraude reflejado en el extracto de una tarjeta de crédito? Lo único que yo sabía es que me animaba un poco pensar en Lawrence, cuyo individualismo le llevó a luchar con las dos manos atadas a la espalda contra cualquiera que se le pusiera por delante, y cuyo magnético impulso compasivo le hacía dirigirse en elegante francés a un mosquito e incluso comprarlo con una obra de arte antigua del Louvre, antes de aplastarlo.
Imaginen a Lawrence en el mundo virtual. Solo pensar en él navegando por una página porno de Internet, gritando a la red y a todos sus jueguecitos por no ser «lo bastante juegos», me hacía olvidar por un instante la carta de Barclaycard que tenía en la mano.
Pero volvamos a Google Earth. Tecleé la dirección de la oficina de Lufthansa en Londres. Podría ir allí personalmente y explicarles también personalmente que no había sido yo quien compró el billete, ni quien lo había reservado —se hubiera utilizado o no— el 21 de diciembre o cuando fuese. Google me dijo que la oficina de Londres está en Bath Road, código postal UB7 0DQ. Lo busqué en Google Maps. Está cerca de Heathrow. Google Street View indica que es un almacén enorme, o un hangar, en la parte de atrás del aeropuerto, justo al lado de esas calles que más bien son ya una autopista… una de esas calles por las que no se ve a nadie caminando.
Las fotos de Google Street View se habían hecho a principios de verano; los árboles tenían hojas y el espino estaba en flor en los macizos que hay junto a la carretera de dos carriles que bordea el Holiday Inn. En algún sitio se podía ver incluso el interior de los coches particulares, aunque Google Street View había preservado la intimidad de sus ocupantes pixelando las matrículas. Pero en algún momento dos coches se pararon en un cruce, uno junto a otro: uno con un hombre dentro y otro con una mujer. Tras ellos se veía a un peatón esperando al autobús en la parada. Era agradable ver cómo algunas personas coincidían, aunque ellos no lo supieran, yendo un día a cualquier sitio, y habían sido captados por una cámara de vigilancia e inmortalizados en la red (al menos hasta que Google Street View se actualizara). Al contemplarlos me pregunté por un momento qué habría sido de ellos después. Esperaba que todo hubiera ido bien cuando se pusieron de nuevo en marcha. Esperaba que hubieran llegado bien a donde fuesen.
Me pregunté luego si alguno de ellos iría a Lufthansa a quejarse porque le habían cobrado un billete que no había comprado.
Naturalmente, al fin no fui hasta allí a explicar nada. Naturalmente, hacerlo no cambiaría las cosas. Naturalmente, era imposible ver nada de la oficina que Lufthansa tiene en Londres con Google Street View, porque estaba en esa parte del mapa a la que no es posible arrastrar a la personita virtual.
Así que estuve un rato husmeando por Bath Road, primero en una dirección, luego en la otra, hasta que en un momento dado la etiqueta que señala la dirección, en la parte superior de la imagen, me indicó que aunque seguía en Bath Road ya no estaba en West Drayton, sino en Harmondsworth.
Harmondsworth. Sentí por dentro una especie de armonioso tintineo. Y aunque tardé unos instantes, recordé por qué: Harmondsworth es lo que los viejos libros de Penguin en rústica citan como su lugar de origen. De allí salieron en 1960 las primeras ediciones de Penguin, por ejemplo, de El amante de Lady Chatterley: el revuelo que causó hizo que lo juzgaran por obsceno. De allí salieron también los miles de copias que se vendieron después del juicio, de ese y de todos los demás Lawrences de Penguin. Miré mis anaqueles, en busca de la letra L. Casi todos mis libros de Lawrence eran de Penguin. Una buena parte de los libros de Lawrence que yo había leído eran de Penguin: de una manera o de otra, todos venían del lugar al que yo estaba mirando en aquel momento.
Me puse en pie y retiré la silla. Cogí de un estante mi viejo ejemplar de St Mawr y La virgen y el gitano. Francés oral. Lo abrí. Harmondsworth.
Era una conexión ridícula y gloriosa que, por alguna razón, me hacía más grande y más real que cualquier falsa reclamación que se formulara contra mí. Además, me había hecho reír. Me había reído mucho y muy fuerte. Y hasta bailé un poco por el salón.
Cuando me detuve cerré el libro y lo volví a poner en el hueco del estante. Me quedé un momento de pie junto al escritorio y volví a leer la carta. Me puse las manos en las caderas. Me senté a responder.
Estimado Barclaycard:
Esta carta es solo para agradecerles, a usted y a Lufthansa, que me hayan recordado que no hay nada seguro en esta vida.
Gracias también por haberme permitido descubrir lo sencillo que resulta que a uno le tomen por ladrón, cuando no lo es.
Y por abrirme la puerta a una nueva forma de ansiedad, una furia ardiente, una impotencia que creo que me ha permitido sentir, solo por un momento, una mínima parte de lo que debieron sentir un par de escritores de la primera mitad del siglo XX que me gustan mucho y que padecieron tuberculosis. Sin ninguna duda, esta experiencia ha añadido para mí una nueva capa de significado a la palabra «consumidor».
Atentamente,
- Smith.
P.S. Si Lufthansa les dice para dónde era ese billete de avión que yo nunca compré, me encantaría saberlo. Solo por curiosidad.
Y después de escribirla me sentí muy bien.
Cuando la leí, media hora más tarde, me pareció digna de alguien que se ha estancado en la fase anal, como esas cartas que la gente envía a algún programa de Radio 4 para defensa de los derechos del consumidor.
La borré.
Escribí el tipo de carta que se suponía que tenía que escribir, negándome a reconocer la transacción que Lufthansa decía que yo había hecho. Cerré el sobre y lo puse sobre la mesa de vestíbulo para echarla al correo, con acuse de recibo, a la mañana siguiente.
Y después de eso me fui a la cama, apagué la luz y me quedé dormida. En el sueño, mis yoes liberados se volvieron salvajes.
Comenzaron a pintar con spray las puertas y ventanas de los bancos, y a orinar delicadamente en las diminutas cámaras con espejos de los cajeros automáticos. Los vaciaron y tiraron el dinero por las aceras. Robaron los caballos cebados del patio de los mataderos y los montaron a galope por grandes avenidas y ciudades pequeñas. Ignoraban los semáforos. Saludaban a los vigilantes con la mano. Irrumpían en los centros de atención al cliente. Miraban, arriba y abajo, por el hueco de los ascensores, se colaban en los sistemas. Cancelaron aleatoriamente las deudas algunas personas, solo por divertirse. Sustituyeron los mensajes de los autómatas por pájaros cantando. Susurraron desacuerdo, consuelo, hilaridad, amor, introdujeron respuestas humanas y no encriptadas, recién pronunciadas, en los oídos de aquellas personas que, por un plato de comida, trabajaban respondiendo a las llamadas telefónicas de empresas cuyos CEO ganaban miles de veces más que sus empleados. Se colaron en el interior del fuselaje de los aviones y causaron turbulencias en todos los vuelos en los que viajaba alguien que, alguna vez en su vida, había explotado a otro. Cambiaron todas y cada una de las canciones pirateadas que llevaban los defraudadores en el teléfono, el iPad o el iPod, por Sheena Easton cantando Modern Girl. Comenzaron a merodear por los platós donde se rodaban películas porno e hicieron reír a muchachas y mujeres. Fueron duros, pero también delicados. Alados, como la semilla del sicómoro. Eran centenares, y pronto serían miles. Cundían como esporas. Y nada podría detenerlos.
Entretanto, aquella serpiente a la que Lawrence le había lanzado el leño y que hacía tanto, tanto tiempo había desaparecido indemne, escondiéndose en su madriguera, se fue por ahí, libre, y dejó un poema tras de sí.
Y entretanto, ahora mismo, las cenizas de D. H. Lawrence podrían estar en cualquier parte.