Hace dos años, un abogado de Indiana me hizo llegar un cheque por valor de setenta y ocho mil dólares. El dinero era de mi tío Walt, que había muerto seis meses antes. No esperaba recibir nada de Walt ni mucho menos contaba con ello. Por eso, me pareció adecuado destinar la herencia a algo especial y rendir así un homenaje a mi tío. Resultó que quien era mi novia desde hacía ya un tiempo, una mujer originaria de California, me había prometido hacer un gran viaje conmigo. Me agradecía que comprendiera los motivos de su regreso definitivo a Santa Cruz, donde debía cuidar a su madre, que tenía noventa y cuatro años y estaba perdiendo la memoria reciente.

–Me iré de vacaciones contigo a cualquier lugar del mundo al que siempre hayas querido ir –me había dicho, impulsivamente.

A eso yo había contestado, por algún motivo que ahora me cuesta reconstruir:

–¿A la Antártida?

Al oírme había puesto los ojos como platos, hasta un extremo que tendría que haberme hecho prestar más atención. Pero una promesa era una promesa.

Con la esperanza de que la Antártida resultara más apetecible para mi californiana, acostumbrada a un clima templado, decidí gastar el dinero de Walt en una reserva de primera categoría: una expedición Lindblad National Geographic de tres semanas de duración a la Antártida, a la isla San Pedro, en las Georgias del Sur, y a las Malvinas. Hice un pago inicial y, cuando surgía el tema, la californiana y yo empezábamos a hacer bromas, con cierta inquietud, sobre el hecho de que hubiera accedido a exponerse al tremendo frío y las agitadas aguas del Atlántico Sur y del Antártico.Yo no dejaba de repetirle que en cuanto viera un pingüino se alegraría de haber hecho el viaje. Sin embargo, cuando llegó el momento de acabar de pagar los billetes me pidió que lo pospusiéramos un año. La situación de su madre era inestable y la californiana se resistía a marcharse a un lugar tan apartado.

A esas alturas también yo había empezado a sentir una leve aversión al viaje y era incapaz de recordar por qué se me había ocurrido proponer precisamente la Antártida. La idea de «verla antes de que se derrita» era deprimente y un despropósito en sí misma: ¿por qué no esperar sin más a que se derritiera y se tachara ella sola de la lista de posibles destinos? También me desalentaba el hecho de que el séptimo continente se considerase un trofeo, un lugar demasiado remoto y caro para las posibilidades del turista de a pie. Era cierto que había aves extraordinarias que ver, y no solo pingüinos, sino curiosidades como la picovaina de las Malvinas y el pájaro cantor que cría más al sur del planeta, la bisbita de Georgia del Sur. Sin embargo, el número de especies antárticas es bastante reducido y ya me había resignado a no ver todas las especies de aves del mundo. El mejor motivo que se me ocurría para ir a la Antártida era que no era en modo alguno lo que solíamos hacer la californiana y yo; habíamos llegado a la conclusión de que nuestra escapada ideal duraba tres días. Me parecía que si pasábamos tres semanas embarcados, sin posibilidad de huida, tal vez descubriríamos nuevas capacidades en nosotros mismos. Haríamos algo juntos que luego, durante el resto de nuestras vidas, siempre habríamos hecho juntos.

Así pues, acepté posponerlo un año.Yo también me mudé a Santa Cruz. Entonces la madre de la californiana sufrió una caída preocupante y a la californiana le dio aún más miedo dejarla sola. Reconocí, el fin del fin del mundo por fin, que mi cometido no era hacerle la vida aún más difícil y la dispensé de hacer el viaje. Por suerte, mi hermano Tom, la única persona aparte de ella con la podía imaginarme compartir un camarote pequeño durante tres semanas, acababa de jubilarse y estaba en condiciones de ocupar su lugar. Cambié la reserva de una cama de matrimonio a dos individuales y encargué botas de agua aislantes y una guía de la fauna antártica profusamente ilustrada.

No obstante, incluso entonces, cuando ya se acercaba la fecha de partida, me costaba decir claramente que me iba a la Antártida. No dejaba de repetir: «Parece ser que me voy a la Antártida». Tom aseguraba estar emocionado, pero en mí la sensación de irrealidad, de incapacidad de disfrutar haciendo planes, no hacía más que aumentar.Tal vez fuera porque la Antártida me hacía pensar en la muerte: la muerte ecológica con la que la amenaza el calentamiento del planeta o el plazo límite para verla que representaba mi propia muerte. En cambio, tomé plena conciencia del ritmo cotidiano de la vida con la californiana, su rostro por la mañana, el ruido de la puerta del garaje cuando volvía de ver a su madre por la noche. Cuando hice la maleta, fue como si me dejara llevar por el dinero que había pagado.

*****

En San Luis, en agosto de 1976, una noche lo bastante fresca como para que mis padres y yo cenáramos en la terraza, mi madren San Luis, en agosto de 1976, una noche lo bastante fresca como para que mis padres y yo cenáramos en la terraza, mi madre

–Es Irma –anunció.

Irma era la hermana de mi padre, que vivía con Walt en Dover, en el estado de Delaware. Debía de ser evidente que había sucedido algo terrible, porque recuerdo estar en la cocina, al lado de mi madre, cuando mi padre interrumpió lo que le estuviera diciendo Irma y gritó al teléfono, como si estuviera indignado:

–Dios mío, Irma, ¿se ha matado?

Irma y Walt eran mis padrinos, pero no los conocía bien. Mi madre no soportaba a Irma (sostenía que mis abuelos la habían consentido irremediablemente, a costa de mi padre) y, aunque de los dos consideraban mucho más simpático a Walt, que era coronel de la fuerza aérea retirado y reconvertido en asesor académico de un instituto, lo que sabía de él procedía sobre todo de un volumen autopublicado sobre golf que nos había hecho llegar, Eclectic Golf, y que yo, como lo leía todo, me había leído. La persona a la que más había visto era la única hija de Walt e Irma, Gail. Era una chica alta, guapa y aventurera que había ido a la universidad en Misuri y nos había visi- tado con frecuencia. Había terminado los estudios hacía un año y se había puesto a trabajar de aprendiz de platero en Colonial Williamsburg, en Virginia. Irma había llamado para decirnos que Gail había perdido el control del coche en una de esas autopistas estrechas y serpentean- tes de Virginia Occidental cuando se dirigía en solitario a Ohio, en plena noche y con mucha lluvia, para asistir a un concierto al día siguiente. Aunque al parecer Irma no conseguía verbalizarlo, Gail se había matado.

Yo tenía dieciséis años y entendía lo que era la muerte. Sin embargo, quizá porque mis padres no me llevaron al entierro, no lloré por Gail ni lo pasé mal. Lo que tenía, en cambio, era la sensación de que de algún modo su muerte estaba dentro de mi cabeza, como si una aguja espantosa hubiera cauterizado mi entramado de recuerdos de ella para transformarla en una zona de nulidad, una zona de ver- dad esencial y perjudicial. Esa zona era demasiado intimidatoria para entrar conscientemente, pero me daba cuenta de que allí, tras un cordón mental, se escondía la irreversibilidad de la muerte de mi encantadora prima.

Año y medio después del accidente, durante mi primer curso universitario en Pensilvania, mi madre me hizo llegar una invitación de Irma y Walt para que fuera a Dover a pasar un fin de semana, y la acompañó de la rigurosa instrucción personal de que debía aceptar. Me imaginaba la casa de Dover como la encarnación de la zona de verdad perjudicial que existía en mi cabeza. Fui con un pavor que la casa se encargó de justificar. Tenía la formalidad despejada y limpia hasta lo agobiante de una residencia oficial. Las cortinas hasta el suelo, su rigidez y la precisión de sus pliegues parecían decir que ningún aliento o movimiento de Gail las agitaría jamás. El pelo de mi tía era de un blanco puro y se antojaba tan rígido como las cortinas. Un lápiz de labios carmesí y un delineador de ojos grueso acentuaban la blancura de su rostro.

Me enteré de que solo mis padres llamaban «Irma» a Irma; para el resto del mundo era Fran, apócope de su apellido de soltera. Me horrorizaba encontrarme con una escena de dolor desgarrador, pero Fran llenó los minutos y las horas hablándome sin cesar, con una voz tensa y excesivamente alta. Su conversación (sobre la decoración de la casa, sobre sus contactos con el gobernador de Delaware, sobre la dirección que había adoptado el país) era de un tedio exquisito por su alejamiento de los sentimientos comunes y corrientes. Con el tiempo, habló de Gail de la misma forma: la naturaleza esencial de la personalidad de Gail, la calidad del talento artístico de Gail, el gran idealismo de los planes de Gail para el futuro. Yo decía muy poca cosa, lo mismo que Walt. El sonsonete de mi tía resultaba insoportable, pero puede que yo hubiera entendido ya que el lugar en el que vivía era insoportable de por sí, de modo que hablar con altivez de nada en concreto, sin descanso, era la manera de sobrevivir allí dentro; era, de hecho, la manera de permitir que una visita sobreviviera allí dentro. Básicamente, comprobé que Fran había perdido la razón según la convenía. Mi único respiro durante aquel fin de semana fue la vuelta en coche que me dio Walt por Dover y su base de la fuerza aérea. Era un hombre alto y delgado, de origen esloveno, con nariz aguileña y pelo ya solo por detrás de las orejas. Lo llamaban «Calvito».

Fui a verlos a Fran y a él dos veces más mientras estudiaba en la universidad y estuvieron en mi graduación y en mi boda; y luego, durante muchos años, tuve poco contacto con ellos aparte de las felicitaciones de cumpleaños de rigor y de los informes de mi madre (siempre empañados por la manía que le tenía a Fran) sobre las visitas de cumplido que hacían mis padres a Boynton Beach, en Florida, donde Fran y Walt se habían instalado en un complejo de varios edificios situados en torno a un campo de golf. Pero entonces, después de la muerte de mi padre, y cuando mi madre ya perdía la batalla contra el cáncer, sucedió algo curioso: Walt se quedó prendado de ella.

Por entonces Fran ya sufría directamente demencia, en concreto alzhéimer, y estaba ingresada en una residencia. Dado que mi padre también había tenido alzhéimer, Walt había acudido a mi madre: la había llamado en busca de consejo y conmiseración. Según me contó ella, luego había viajado por su cuenta a San Luis, donde, al verse a solas por primera vez, habían encontrado tantas cosas en común (eran dos enamorados de la vida, dos optimistas, que habían pasado mucho tiempo casados con sendos Franzens rígidos y depresivos) que había surgido entre ellos una especie de comodidad mutua vertiginosa, una intimidad incipientemente romántica. Walt se la había llevado al centro, a su restaurante preferido, y luego, al volante del coche de mi madre, había arañado un guardabarros contra la pared de un aparca- miento; entre risas y algo borrachos, habían acordado dividirse el coste de la reparación y no decírselo a nadie. (Walt acabó contándomelo a mí.) Poco después de esa visita, la salud de mi madre empeoró y se fue a Seattle para pasar el resto de sus días en casa de mi hermano Tom. No obstante, Walt tenía previsto ir a verla para seguir adelante con lo que habían empezado. De los sentimientos que compartían, los suyos todavía miraban hacia delante. Los de ella eran más agridulces, con la tristeza de las oportunidades que sabía perdidas.

Fue mi madre la que me abrió los ojos para mostrarme que mi tío era una joya, y fueron la consternación y el dolor de mi tío, cuando ella murió de repente antes de que pudiera volver a verla, los que abrieron la puerta a mi amistad con él. Le hacía falta que alguien estuviera al tanto de que había empezado a enamorarse de ella, de esa feliz sorpresa, y que valorase la intensidad con la que, en consecuencia, había sentido su pérdida. Dado que también yo, en los últimos años de la vida de mi madre, había experimentado un sorprendente aumento de la admiración y el afecto que sentía por ella, y dado que disponía de mucho tiempo (no tenía hijos, estaba divorciado, trabajaba poco y encima me había quedado huérfano), pasé a ser la persona con la que Walt podía hablar.

La primera vez que fui a verlo, a los pocos meses de la muerte de mi madre, hicimos lo básico del sur de Florida: nueve agujeros en el campo de golf del complejo donde vivía, dos partidas de bridge con dos amigos nonagenarios en Delray Beach y una parada en la residencia en la que vivía mi tía. Nos la encontramos echada en la cama en posición fetal, agarrotada. Con ternura, Walt le dio de comer un plato de helado y otro de pudin. Cuando entró una enfermera para cambiarle una tirita en la cadera, Fran se echó a llorar, retorciendo la cara como una criatura y gimiendo que le dolía, le dolía, era horrible, no era justo.

La dejamos con la enfermera y volvimos al apartamento de Walt. Gran parte del mobiliario clásico de Fran se había mudado con ellos desde Dover, pero una buena cantidad de revistas y cajas de cereales le daba un aire de piso de soltero y había relajado el rigor mortis de la decoración. Walt me habló con evidente emoción de la pérdida de Gail y de la cuestión de sus antiguas pertenencias. ¿Me gustaría que- darme algunos de sus dibujos? ¿Quería llevarme la Pentax SLR que él le había regalado en una ocasión? Los dibujos parecían trabajos del colegio y no me hacía falta una cámara, pero me dio la impresión de que mi tío buscaba una forma de librarse de cosas que se veía incapaz de dar sin más a una organización de beneficencia. Le dije que me las quedaría encantado.

*****

En Santiago de Chile, la noche antes de coger el vuelo chárter a la punta meridional de Argentina, Tom y yo asistimos a la recepción de bienvenida de Lindblad en una sala de actos del Ritz-Carlton. Teniendo en cuenta que los camarotes más baratos de nuestro barco, el National Geographic Orion, costaban veintidós mil dólares y los más caros casi el doble, había preasignado a mis compañeros de viaje el estereotipo de plutócratas entusiastas de la naturaleza: jubilados de piel curtida casados con mujeres o maridos florero y domiciliados en paraísos fiscales, quizá una o dos caras que reconocería de la televisión. Pero había hecho mal los cálculos. Resultó que para ese tipo de clientela había yates especiales. Los presentes en el salón de actos eran menos glamurosos de lo que esperaba y menos octogenarios. Entre el centenar de viajeros había varios médicos o abogados corrientes y molientes, y tan solo vi a un hombre con los pantalones subidos hasta la tripa.

Mi tercer peor miedo ante la expedición, después del marearme y de molestar a mi hermano con mis ronquidos, era que no se dedicara la diligencia suficiente a avistar especies de aves endémicas del Antártico. Después de que nos saludara un empleado de Lindblad, un australiano al que una línea aérea había perdido el equipaje que llevaba para el viaje, y de que contestara varias dudas de los presentes, levanté la mano para decir que era aficionado a la ornitología y preguntar quién más lo era.Tenía la esperanza de demostrar la existencia de una amplia base, pero solo vi que se levantaran dos manos. El australiano, que había calificado todas las preguntas precedentes de «estupendas», no elogió la mía. Dijo, con bastante ambigüedad, que habría miembros de la tripulación que sabrían de aves.

No tardé en enterarme de que las dos manos levantadas pertenecían a los dos únicos pasajeros que no habían pagado la totalidad del billete. Se trata de una pareja de ecologistas californianos de unos cincuenta años, Chris y Ada, de Mount Shasta. Ada tiene una hermana que trabaja en Lindblad y les habían ofrecido un camarote muy rebajado diez días antes de la salida, debido a una cancelación, lo cual contribuyó a la afinidad que sentí por ellos. Aunque podía permitirme pagar el cien por cien del billete, si por mí hubiera sido no habría elegido una empresa de cruceros como Lindblad; lo había hecho por la californiana, para que la Antártida le resultara más llevadera, y lo cierto era que me sentía como un turista de lujo accidental. Al día siguiente, en el aeropuerto de Ushuaia, Tom y yo nos encontramos cerca del final de una lenta cola en el control de pasa- portes. Ante la insistencia de Lindblad, yo había pagado antes de salir de casa la «tasa de reciprocidad» que se cobraba a los turistas estadounidenses, pero Tom ya había estado en Argentina tres años antes y la página web del organismo correspondiente no le había dejado volver a pagarla, de modo que había impreso la denegación y se la había llevado al viaje, pensando que aquella hoja, junto con los sellos argentinos de su pasaporte, le permitirían cruzar la frontera. No fue así. Mientras los demás pasajeros de Lindblad subían a los autocares que iban a llevarnos a un catamarán donde debíamos almorzar, nosotros nos quedamos suplicando a un agente de inmigración. Pasó media hora. Pasaron veinte minutos más. Los empleados de Lindblad se tiraban de los pelos. Al final, cuando ya parecía que iban a dejar que Tom pagara la tasa una segunda vez, salí corriendo y subí a un auto- car en el que me topé con un mar de miradas asesinas. El viaje aún no había empezado y Tom y yo ya éramos los pasajeros problemáticos. Una vez a bordo del Orion, el guía de la expedición, Doug, convocó a todo el mundo en el salón del barco y nos dio la bienvenida con entusiasmo. Doug era un hombre corpulento de barba blanca que había sido escenógrafo. «¡Me encanta este viaje! –dijo al micrófono–. Es el mejor viaje del mundo, con la mejor compañía del mundo, al mejor destino del mundo. Estoy como mínimo igual de emocionado que cualquiera de ustedes.»

El viaje, se apresuró a añadir, no era un crucero. Era una expedición, y quería que supiéramos que él era uno de esos guías de expe- dición que, en caso de que el capitán y él identificaran una buena oportunidad, estaba dispuesto a «romper el programa en pedazos», tirarlo por la portilla y «salir en pos de una gran aventura».

A lo largo del viaje, prosiguió Doug, dos miembros de la tripulación darían clases de fotografía y trabajarían mano a mano con los pasajeros para mejorar sus imágenes. Otros dos bucearían siempre que fuera posible para ofrecernos más imágenes. El australiano que había perdido el equipaje no había perdido el dron último modelo, con cámara de vídeo de alta definición, que pensaba utilizar en el viaje después de negociar los permisos correspondientes durante nueve meses. El dron también nos ofrecería imágenes.Y luego había una persona dedicada a grabar en vídeo a tiempo completo que iba a crear un dvd que todos podríamos comprar al acabar el viaje. Me dio la impresión de que las demás personas presentes en el salón tenían una idea más clara que yo del objetivo de un viaje a la Antártida. Evidentemente, se trataba de llevarse imágenes. La marca National Geographic me había hecho pensar en ciencia, cuando en realidad debería haber pensado en fotografía. La sensación de ser un pasajero problemático se intensificó.

Durante los días siguientes aprendí lo que hay que preguntar cuando se conoce a alguien en un barco de Lindblad: «¿Este es su primer Lindblad?». O, si no: «¿Ya había hecho algún Lindblad?». Esas construcciones me inquietaban, como si «un Lindblad» fuera algo vaga pero costosamente espiritual. Doug siempre empezaba la reunión de todas las tardes, en el salón, preguntando: «A que ha sido un día fantástico, ¿eh?», tras lo cual esperaba una ovación. Se encargaba de que nos quedara claro que habíamos tenido una gran suerte al hacer una travesía tranquila del mar de Hoces, lo que nos había ahorrado el tiempo suficiente para tomar tierra con las zodiacs en la isla Barrientos, cerca de la península Antártica. Se trataba de un desembarco muy especial, no era algo que se hiciera en todas las expediciones Lindblad.

La temporada de anidación estaba ya muy avanzada para los pingüinos papúa y barbijo de Barrientos. Algunas crías ya habían echado plumas y habían seguido a sus padres hasta el mar, que es el elemento preferido de los pingüinos y su única fuente de alimento. Sin embargo, aún quedaban miles de ejemplares. Las crías, grises y sedosas, perseguían a cualquier adulto con alguna posibilidad de ser su progenitor y suplicaban comida regurgitada, o se agrupaban para protegerse de los págalos, aves semejantes a las gaviotas que se alimentan de los ejemplares huérfanos y de los que no consiguen salir adelante. Muchos de los adultos se habían retirado ladera arriba para pelechar, un proceso que implica pasar varias semanas inmóvil, con picor y hambre, mientras el nuevo plumaje hace caer el viejo. Era imposible no admirar en términos humanos la paciencia de aquellas aves que mudaban las plumas, su resistencia silenciosa. Aunque la colonia estaba cubierta por todas partes de mierda de olor nítrico, y las crías huérfanas condenadas ofrecían un espectáculo lastimoso, ya me alegraba de haber ido.

Los parches de escopolamina que Tom y yo llevábamos en el cuello habían disipado mis dos peores miedos. Gracias al parche y a la tranquilidad de las aguas, no me estaba mareando; además, teníamos puesto a toda pastilla en el radio despertador un ruido que amortiguaba los ronquidos, de forma que Tom podía dormir diez horas a pierna suelta todas las noches con ayuda de la escopolamina. En cambio, mi tercer miedo había resultado muy fundado. En ningún momento salió ningún experto de Lindblad a la cubierta de observación para acompañarnos a Chris, a Ada y a mí cuando íbamos a ver aves marinas. No siquiera había una buena guía de la fauna antártica en la biblioteca del Orion. En cambio, había docenas de libros sobre exploradores del polo Sur, en especial Ernest Shackleton, una figura tan solo un poco menos fetichizada a bordo que la propia experiencia Lindblad en sí. Cosido en la manga izquierda del anorak naranja que me había suministrado la compañía llevaba un distintivo con el retrato del explorador que conmemoraba el centenario de su épico viaje en bote desde la isla Elefante. Nos ofrecieron un libro sobre Shackleton, charlas de PowerPoint sobre Shackleton, visitas especiales a lugares relacionados con Shackleton, una proyección de una larga película sobre una recreación del viaje de Shackleton y la posibilidad de recorrer a pie cinco kilómetros por el penoso camino al que había sobrevivido Shackleton. (Avanzado el viaje, ante la mirada de nuestro cámara, nos llevarían a todos en manada hasta la tumba de Shackleton, nos repartirían vasitos de whiskey escocés y nos invitarían a brindar por él.) El mensaje parecía ser que nosotros, en nuestro Lindblad, no dejábamos de ser shackletonianos. No sentirse heroico a bordo del Orion era estar condenado a la soledad.Yo al menos daba gracias por contar con dos compatriotas con los que estudiar las guías de fauna que habíamos llevado, interpretar las características propias del pato- petrel antártico (un ave marina pequeña) y tratar de distinguir la tonalidad característica del pico del petrel gigante, una especie de vuelo muy rápido.

Mientras descendíamos por la península, Doug empezó a dejar caer la posibilidad de que fuera a haber una noticia emocionante. Al final, nos reunió en el salón y reveló que iba a suceder de verdad: debido a los vientos favorables, el capitán y él habían «tirado el programa por la borda». Teníamos una oportunidad muy especial de cruzar el Círculo Polar Antártico, por lo que íbamos a poner rumbo hacia el sur a toda máquina.

La víspera de la llegada al círculo, Doug nos advirtió de que podría comunicarse con nosotros por los altavoces a primerísima hora para despertar a los pasajeros que quisieran mirar por las portillas y ver «la línea magenta» (lo decía en broma) mientras la cruzábamos.Y, en efecto, nos despertó temprano, a las seis y media, con otro chiste sobre la línea magenta. Mientras el barco pasaba por encima, Doug hizo una cuenta atrás del cinco al  cero con mucho teatro. A continuación felicitó a «todo el mundo a bordo» y Tom y yo volvimos a acostarnos. Más adelante nos enteraríamos de que el Orion había llegado al Círculo Polar Antártico mucho antes de las seis y media, a una hora en la que uno duda si despertar a unos millonarios, una hora sin luz suficiente para sacar fotos. Resultó que Chris se había despertado antes del amanecer y había seguido las coordenadas del barco en la pantalla de televisión de su camarote. Había visto que el barco aminoraba la velocidad, viraba al oeste y luego ejecutaba un giro en forma de anzuelo para avanzar a buena velocidad hacia el norte y ganar tiempo.

Si bien Doug daba la impresión de ser el jefe de gestión de simulacros de una marca con tintes sectarios, le tenía simpatía. Estaba terminando su primera temporada como guía de expedición de Lindblad, era evidente que estaba agotado y sufría mucha presión para ofrecer el viaje de su vida a unos clientes que, como en realidad no eran plutócratas, esperaban una buena relación calidad/precio. Además, por lo que pude comprobar, era la única persona del barco, aparte de mí, que tenía suficiente interés por la ornitología para llevar una lista de las especies de aves que había visto. En un momento dado había dejado de actualizarla, pero en una de sus reuniones de las tardes contó una anécdota divertida sobre la desesperación que había sentido al no encontrar ninguna bisbita en su primer viaje a la isla San Pedro. Si no lo hubiera visto entregado con desesperación a satisfacer las necesidades de un barco repleto de gente a la caza de imágenes, me habría gustado conocerlo mejor.

También hay que decir que la Antártida estaba a la altura del entusiasmo de Doug. En la vida había tenido la experiencia de contemplar una belleza panorámica tan deslumbrante que me resultara imposible procesarla, que no pudiera asimilarla como algo real. Un viaje que de antemano se me había antojado irreal me había llevado a un lugar que en efecto parecía irreal, aunque de mejor manera. Puede que el calentamiento del planeta haga peligrar la capa de hielo de la Antártida occidental, pero el continente aún no se ha derretido ni mucho menos. A ambos lados del estrecho de Le Maire había montañas negras y puntiagudas sumamente altas, pero no lo suficiente para estar cubiertas de nieve sin más; estaban enterradas hasta la cima en depósitos de nieve esculpidos por las ventiscas, con la piedra expuesta tan solo en los riscos más verticales. Protegida del viento, el agua era como un espejo que, bajo un cielo gris y denso, resultaba completa- mente negro, de un negro inmaculado como el del espacio sideral. Entre los monocromos, entre el negro, el blanco y el gris infinitos, la nota discordante era el azul del hielo glaciar. Daba igual cuál fuera la tonalidad (el matiz azulado de los pequeños icebergs submarinos que se mecían en nuestra estela, el azul intensísimo de los castillos de hielo flotante con sus arcos y sus cámaras, el azul pálido como de poliestireno de los glaciares de los que se desprendía el hielo), mis ojos se negaban a creer que lo que tenían delante fuera un color de la naturaleza. Una y otra vez, estuve a punto de echarme a reír de incredulidad. Immanuel Kant relacionó lo sublime con el terror, pero, tal y como lo experimenté yo en la Antártida, desde la posición ventajosa y protegida de un barco con un ascensor de cristal y latón y un café exprés de primera, era más bien una mezcla de belleza y absurdo. El Orion siguió navegando por mares inquietantemente cristalinos. No se veía nada hecho por la mano del hombre ni en la tierra ni en el hielo ni en el agua, no había edificios ni otros barcos, y en lo alto de la cubierta de observación de proa, los motores del Orion eran inaudibles. Estando allí en silencio con Chris y Ada, escrutando el horizonte en busca de petreles, me sentía como si estuviéramos solos en el mundo y alguna corriente invisible e irresistible tirase de nosotros hacia delante, precisamente hacia el fin del mundo, como el Viajero del Alba de Narnia. Sin embargo, cuando entramos en una zona de témpanos que de repente nos rodearon, se hizo necesario captar imágenes. Se botó una zodiac con mucho ruido y se soltó el dron del australiano.

Avanzado el día, en el fiordo de Lallemand, cerca de la latitud más meridional que llegamos a alcanzar, Doug anunció otra «operación». El capitán iba a embestir con el barco la enorme banquisa de la punta del fiordo y luego podríamos elegir entre remar en kayaks de mar o dar un paseo por el hielo. Yo sabía que el fiordo era nuestra última oportunidad de ver un pingüino emperador; a lo largo del viaje sería probable avistar siete especies más de pingüino, pero los emperadores pocas veces se atreven a ir más al norte del Círculo Polar Antártico. Mientras los demás pasajeros corrían a sus camarotes para ponerse el chaleco salvavidas y las botas impermeables, yo monté un telescopio en la cubierta de observación. Al echar un vistazo a la banquisa, en la que aquí y allá había focas cangrejeras y pequeños pingüinos adelaida, vislumbré de inmediato un pingüino que no me sonaba. Parecía tener una mancha de color detrás de la oreja y un borrón amarillo en el pecho. ¿Un emperador? La imagen ampliada era tenue e inestable, la mayor parte del cuerpo del animal quedaba tapada por un pequeño iceberg y o bien el barco o bien el bloque de hielo se movían a merced del viento. Antes de que pudiera verlo bien, el iceberg ocultó aquel ejemplar por completo.

¿Qué podía hacer? Los pingüinos emperador son tal vez el ave de mayores dimensiones del mundo. Alcanzan el metro veinte de altura, protagonizaron el documental El viaje del emperador, incuban sus huevos en el invierno antártico incluso a más de ciento cincuenta kilómetros del mar, los machos se apiñan para abrigarse, las hembras se meten en el agua andando o deslizándose y se alejan en busca de comida, y todos del primero al último son tan heroicos como Shackleton. Sin embargo, el pingüino que había visto podía estar perfectamente a seiscientos metros de distancia y me acordé de que era un pasajero problemático que ya había tenido que ver con un importante retraso del grupo.También me acordé de mi inquietante historia de identificaciones erróneas de pájaros. ¿Qué posibilidades había de que con dirigir un telescopio al azar a  un  punto del  hielo hubie- ra descubierto al instante la especie más buscada del viaje? No tenía la impresión de haberme inventado el borrón amarillo y la mancha de color, pero a veces el ojo del aficionado a la ornitología ve lo que quiere ver.

Después de un momento existencialista, consciente de que decidía mi destino, bajé corriendo a la cubierta del puente y me encontré a mi experto en naturaleza preferido de la toda la tripulación, que se dirigía a toda prisa hacia el escenario de la operación de Doug. Lo agarré de la manga y le dije que creía haber visto un pingüino emperador.

–¿Un emperador? ¿Estás seguro?

–Al noventa por ciento.

–Vamos a comprobarlo –contestó, soltándose.

No parecía que lo dijera en serio, así que bajé a la carrera al cama- rote de Chris y Ada, aporreé la puerta y les di la noticia. Gracias a Dios, me creyeron. Se quitaron los chalecos y me siguieron hasta la cubierta de observación. A esas alturas, por desgracia, había perdido la pista de la ubicación del pingüino; había demasiados icebergs pequeños. Bajé al puente de mando en sí y otro miembro de la tripulación, una holandesa, me dio una respuesta más satisfactoria:

–¡Un pingüino emperador! Es una especie importantísima para nosotros, tenemos que decírselo al capitán ahora mismo.

El capitán Graser era un alemán delgado y vivaracho que probablemente tenía más años de los que aparentaba. Quería saber con exactitud dónde estaba el pingüino. Señalé el lugar con la máxima precisión de la que fui capaz y llamó por radio a Doug para decirle que teníamos que mover el barco. Noté la exasperación con la que contestó. ¡Estaba en plena operación! El capitán le ordenó que la suspendiera.

Cuando el Orion empezaba a moverse y yo iba pensando en cómo se enfadaría Doug si me había equivocado, redescubrí el pequeño iceberg. Chris, Ada y yo, juntos en la barandilla, lo miramos con prismáticos, pero ya no había nada detrás, o al menos no veríamos nada antes de que el barco se detuviera y virase. Las radios graznaban con impaciencia. Después de que el capitán embistiera el hielo, Chris distinguió un pingüino prometedor que se lanzó al agua con rapidez, pero entonces a Ada le pareció que volvía a subir al hielo. Chris lo enfocó con el telescopio, lo miró con calma y se volvió hacia mí con un gesto inexpresivo.

–Coincido contigo –aseguró.

Chocamos las palmas de las manos y fui a buscar al capitán Graser, que miró un momento por el telescopio y soltó un alarido.

–¡Ja, ja –exclamó–, un pingüino emperador! ¡Un pingüino emperador! ¡Ya decía yo!

Me explicó que había confiado en mis palabras porque en un viaje anterior había visto un emperador solitario en la misma zona. Siguió soltando alaridos y se puso a bailar una giga, una giga de verdad, antes de echar a correr hacia las zodiacs para verlo más de cerca.

El emperador que había visto la vez anterior había sido excepcionalmente cordial o curioso, y al parecer había vuelto a encontrarlo, porque, en cuanto se le acercó, el animal se dejó caer boca abajo y se deslizó hacia él con entusiasmo. Por los altavoces, Doug anunció que el capitán había hecho un descubrimiento apasionante y había habido un cambio de planes. Los que ya estaban paseando por el hielo encaminaron sus pasos hacia el pingüino y los demás nos apretujamos en las zodiacs. Cuando llegué al lugar en cuestión, ya había treinta fotógrafos con anorak naranja que, de pie o de rodillas, enfocaban con sus objetivos a un pingüino espléndido y muy alto que tenían muy cerca. Yo ya había tomado la decisión, aislada y silenciosa, de no hacer ninguna foto durante el viaje.Y ante mí tenía una imagen tan imborrable que no hacía falta ninguna cámara para captarla: daba la impresión de que el pingüino emperador estaba ofreciendo una rueda de prensa. Mientras a su espalda aparecía un grupo de adelaidas, para contemplar la situación como personal de apoyo, el emperador se presentó ante los corresponsales de prensa con una postura digna y serena. Al cabo de un rato estiró el cuello con parsimonia. En una demostración de su dominio del equilibrio y la flexibilidad, aun- que sin que pareciera que alardeaba de nada, se rascó detrás de la oreja con una pata mientras con la otra se mantenía completamente erguido.Y entonces, como si quisiera subrayar lo cómodo que se sen- tía con nosotros, se quedó dormido.

En la reunión de la tarde, el capitán Graser dio las gracias con efusividad a los aficionados a la ornitología. Nos había reservado una mesa especial en el comedor y nos invitó al vino. Había una tarjeta que decía: «El rey emperador». Por lo general, los camareros del barco, que eran casi todos filipinos, nos llamaban «señor Tom» a mi hermano y «señor Jon» a mí, lo que me hacía sentir como John Falstaff, pero lo cierto es que aquella noche me sentí de verdad como un rey emperador. Durante todo el día me habían parado por los pasillos pasajeros a los que no conocía de nada para darme las gracias o felicitarme por haber encontrado al pingüino. Por fin me hacía a la idea de lo que debía de sentir un joven jugador de fútbol americano al aparecer por el instituto después de haber logrado el ensayo que había salvado la temporada. Durante cuarenta años, en las grandes reuniones sociales, me había acostumbrado a considerarme el problema. Ser el héroe que había ganado el partido, aunque solo fuera por un día, era una novedad absoluta y desconcertante. Me planteé si a lo largo de toda la vida, con mi negativa a integrarme, me había perdido algún elemento humano esencial.

*****

Mi tío, el veterano de la fuerza aérea, cuyo nombre está ahora inscrito como uno más en Arlington, siempre se había integrado bien. Walt nunca había dejado atrás una lealtad apasionada por su ciudad natal, Chisholm, situada en la Cordillera de Hierro de Minnesota, donde había crecido en una familia de recursos limitados. En la universidad había jugado al hockey y luego había sido piloto de bombardero en la Segunda Guerra Mundial y había participado en treinta y cinco misiones en el norte de África y el sur de Asia. Había aprendido a tocar el piano por su cuenta y sacaba cualquier canción conocida de oído; en el golf, su swing era la suma ecléctica de distintos elementos. Escribió dos libros de memorias dedicados a los muchos buenos amigos que había hecho en la vida.También era un demócrata liberal que se había casado con una republicana convencida. Podía iniciar una conversación animada prácticamente con todo el mundo, y no me costaba hacerme a la idea de la diversión sin restricciones que mi madre podría haber imaginado para sí en caso de haber vivido con alguien normal y corriente como Walt y no con mi padre.

Una noche, en el restaurante del complejo del sur de Florida y después de varias copas, Walt me contó no solo su historia con mi madre, sino también con Fran y Gail. Después de retirarse del combate, me dijo, y de haber llevado la vida social de un oficial con Fran en distintas bases del extranjero, se había dado cuenta de que casarse con ella había sido un error. No era solo que sus padres la hubieran malcriado; era una trepa implacable que detestaba y rechazaba sus orígenes rurales en Minnesota con el mismo énfasis con el que él adoraba y pregonaba los suyos; era insoportable.

–Fui débil –confesó–. Tendría que haberla dejado, pero fui débil. Tuvieron a su única hija cuando Fran tenía ya treinta y pico años,

y en poco tiempo se obsesionó tanto con Gail, y se negó tan vehe- mente a mantener relaciones sexuales con Walt, que él se vio empujado a buscar alivio en otra parte.

–Hubo otras mujeres –me contó–. Tuve aventuras. Pero siempre dejaba claro que mi familia estaba por delante de todo y que no pensaba abandonar a Fran. Los domingos, mis amigos y yo nos emborrachábamos como cubas y nos íbamos a Baltimore a ver partidos de Johnny Unitas con los Colts.

En casa, Fran se volvió aún más puntillosa en la atención dedicada al aspecto personal de Gail, a su rendimiento académico, a sus traba- jos de plástica. Parecía que era incapaz de hablar de otra cosa o pensar en otra cosa que no fuera su hija. Los cuatro años que Gail pasó en la universidad supusieron cierto alivio, pero en cuanto regresó a la Costa Este y se fue a trabajar a Williamsburg su madre intensificó las intromisiones en su vida. Walt veía que algo iba terriblemente mal y Fran estaba volviendo loca a Gail, que no sabía cómo escapar.

A principios de agosto de 1976 mi tío estaba ya tan desesperado que hizo lo único que le quedaba. Anunció a su mujer que volvía a Minnesota, a su querida Chisholm, y que no pensaba volver a vivir con ella, que no podía estar casado con ella, si no ponía coto a la obsesión por su hija. Entonces hizo una maleta y se marchó a Minnesota. Allí estaba, en Chisholm, cuando diez días después Gail cogió el coche para conducir toda la noche y cruzar Virginia Occidental a pesar del mal tiempo. Estaba al tanto de que su padre había roto con su madre. Él mismo se lo había dicho.

Walt concluyó su historia en ese punto y hablamos de otras cosas, de su deseo de encontrar una novia entre las residentes en el complejo, de que esas intenciones le dejaban la conciencia limpia ahora que mi madre había muerto y Fran estaba en una residencia, y de la preocupación de ser demasiado pueblerino, poco refinado, para las viudas elegantes que tenía como vecinas. Me quedé con la duda de si había omitido el colofón de la historia porque era evidente: después de un accidente en Virginia Occidental que jamás podría desvincu- larse de su huida a Minnesota, y después de que Fran hubiera perdido a la única persona que quería en el mundo y se hubiera encerrado para siempre en una precaria monomanía póstuma, en un mundo de dolor, Walt no había tenido más remedio que volver a su lado y dedicarse en lo sucesivo a cuidarla.

Comprendí que la muerte de Gail no había sido simplemente «trágica» en el sentido más trillado de la palabra. Había manifestado la ironía y la inevitabilidad de la tragedia dramática, agravada por los más de veinte años que Walt había dedicado a escuchar a Fran y ali- gerada únicamente por la ternura de las atenciones que le dedicaba. No cabía duda de que era buena persona. Tenía un corazón lleno de amor y se lo había entregado a su mujer, que estaba destrozada, y no solo me conmovió la tragedia, sino también la humanidad común del hombre que estaba en el centro de todo aquello. También sentí estupefacción. Oculto a la vista de todos, durante toda mi vida, entre la rigidez moral y la tan sueca actitud distante de mi familia paterna, había habido un hombre normal y corriente que tenía aventuras, que se iba con sus amigos a Baltimore y que aceptaba su destino con valentía. Me pregunté si mi madre habría visto en él lo que veía yo en aquel momento y lo había querido por ese motivo, como lo quería entonces yo.

Al día siguiente, por la tarde,Walt recibió una llamada de su amigo Ed, que le pedía que fuera a su casa con las pinzas de la batería. Una vez allí, nos lo encontramos en la calle, al lado de un coche enorme de fabricación estadounidense. Casi parecía que estaba muerto: tenía la piel de un amarillo horroroso y se balanceaba. Nos dijo que llevaba un mes enfermo, pero se encontraba mucho mejor. Sin embargo, cuando Walt conectó las pinzas para hacer el puente y le pidió que le diera al contacto, Ed le recordó que estaba demasiado débil para dar la vuelta la llave. (Y, a pesar de eso, tenía la intención de conducir.) Me senté yo al volante en su lugar. En cuanto giré la llave me di cuenta de que el problema de aquel vehículo era algo más grave que tener la batería agotada. El coche de Ed no respondía en absoluto, y así lo dije. No obstante, a Walt no le gusta cómo estaban conectadas las pinzas. Decidió apartar su coche y se le enganchó uno de los cables en una rueda. Antes de que yo pudiera detenerlo, ya había arrancado la pinza, y la persona con la que se enfadó fui yo. Hice un esfuerzo para volver a colocarla en el cable con un destornillador, pero no le gustó cómo lo hacía. Intentó quitármelo de las manos de un tirón y me gritó, me increpó:

–¡Mierda, Jonathan! ¡Mierda! ¡No se hace así! ¡Dámelo! ¡Mierda! Ed, que se había sentado en el asiento del copiloto, había escorado hacia un lado y estaba deslizándose hacia abajo. Walt y yo forcejeamos con el destornillador, que me negaba a soltar; yo también me había enfadado con él. Cuando nos tranquilizamos y reparé el cable de forma que le pareció adecuada, volví a girar la llave del coche de Ed.

No pasó nada.

Después de aquella primera visita, traté de ir todos los años a Florida a ver a Walt y llamarlo cada pocos meses. Con el tiempo se echó novia, una novia estupenda. Aunque empezó a perder audición y ya se le nublaba la mente, aún podíamos mantener una conversación. Seguimos teniendo momentos de intensidad, como aquella vez en que me dijo lo importante que era para él que un día contara su historia, cosa que le prometí hacer. Pero tengo la sensación de que nunca tuvimos tanta intimidad como el día en que me gritó por culpa de las pinzas. En aquellos gritos había algo asombroso. Era como si hubiera olvidado (como si algo lo hubiera obligado a olvidar, tal vez la mortalidad manifiesta de Ed y su coche, tal vez la refracción del amor que sentía por mi madre a través de mi persona) que en reali dad no compartíamos un pasado; que, sumando todo el tiempo, a lo largo de nuestras vidas no habíamos pasado más de una semana juntos. Me gritó como un padre podría haber gritado a un hijo.

*****

El miedo al frío de la californiana no había sido infundado, y de hecho era peor de lo que yo le había dado a entender. Pero sobre los pingüinos sí le había dicho la verdad. Desde la península Antártica, donde los había en cantidades impresionantes, la ruta del Orion volvió a llevarnos hacia el norte y luego muy al este, hasta la isla San Pedro, donde las cantidades ya eran pasmosas. San Pedro es uno de los lugares más importantes de reproducción del pingüino rey, una especie casi tan alta como el emperador y con un plumaje aún más espectacular. Ver un pingüino rey en su hábitat natural me parecía, de por sí, motivo suficiente no solo para haber hecho el viaje; me parecía motivo suficiente para haber nacido en este planeta. Es verdad que soy un apasionado de los pájaros, sí, pero estoy convencido de que un visitante de otro planeta, al contemplar a un pingüino rey junto al espécimen humano más perfecto, sin que la posibilidad de la atracción sexual le nublara la vista, evidentemente declararía al pingüino la más hermosa de las dos especies. Y no solo un extraterrestre hipotético. A todo el mundo le gustan los pingüinos. En su porte erguido y en la facilidad con la que se tumban boca abajo, en esa forma de señalar con esas aletas que son como brazos y en esos pasos cortos con los que andan o salen corriendo con brío apoyándose en sus carnosas patas se parecen a los niños humanos mucho más que cual- quier animal, sin excluir a los grandes simios.

Además, al haber evolucionado en costas muy alejadas, los pingünos antárticos son de los pocos animales que no nos tienen el más mínimo miedo. Cuando me senté en el suelo, los reyes se me acercaron tanto que podría haber acariciado aquellas plumas resplandecientes que más bien parecían un pelaje. Su plumaje tenía esos dibujos tan hipernítidos y esos colores tan hiperintensos que normalmente solo se experimentan al tomar drogas. Las colonias de papúas y barbijos no habían sido el sitio ideal para sentarse, debido a los excrementos, pero los pingüinos rey eran, como señaló un experto de Lindblad, más asea- dos. En la bahía de San Andrés de la isla San Pedro, donde se habían congregado medio millones de pingüinos rey adultos y de plumosas crías bien juntitos, lo único que noté fue olor a mar y a aire alpino. Aunque todas las especies de pingüino tienen su encanto (la cresta digna de un cantante de glam del pingüino de penacho anaranjado, los saltitos con las patas paralelas con los que el pingüino saltarrocas sube o baja pacientemente por una pendiente pronunciada), los re- yes me gustaron mucho más que los demás. Aunaban un esplendor estético incontenible con la firme energía social de los niños al jugar. Después de acercarse a la costa a base de saltos y zambullidas, un grupo de reyes salía corriendo precipitadamente de entre las olas, agitando las aletas extendidas como si el agua se hubiera enfriado. O un ejemplar solitario se plantaba en la orilla, apenas metido en el agua, y se queda contemplando el mar durante tanto tiempo que te preguntabas en qué estaría pensando. O dos machos jóvenes que se bamboleaban con entusiasmo frente a una hembra indecisa hacían una pausa para ver cuál de ellos estiraba el cuello con más estilo, o para darse unos aletazos de lo más inútil. Tenían unos picos brutalmente afilados, pero en cambio reñían dándose unos golpes que no habrían hecho daño a una mosca.

En San Andrés, la actividad se producía principalmente en los límites de la colonia. Dado que había muchos pingüinos incubando huevos o pelechando, la colonia principal en sí estaba sumida en una paz extraordinaria. Al contemplarla desde lo alto me acordé de Los Ángeles visto desde Griffith Park una mañana de fin de semana a primera hora. Una megalópolis adormilada de pingüinos erguidos. Por los caminos abiertos se paseaban las picovainas, unas extrañas aves blancas como la nieve con cuerpo de paloma y conducta de buitre. Incluso el asombroso ruido que surgía de los reyes (un rebuzno alegre y ascendente que era un poco como el sonido de una gaita, un poco como un matasuegras y un poco como el ladrido de perro que producen algunos aviones, aunque en realidad no se parecía a nada que conociera) tenía un efecto relajante cuando lo emitían al unísono miles de pingüinos lejanos.

En el siglo xx, los seres humanos hicieron un favor a los pingüinos cuando prácticamente extirparon a muchas de las ballenas y las focas con las que competían por el alimento, y las poblaciones de pingüinos aumentaron. Recientemente la isla San Pedro aún se ha vuelto más acogedora para estos animales, ya que la rápida retirada de los glaciares está dejando al descubierto terrenos adecuados para anidar. Sin embargo, la ayuda de la humanidad a los pingüinos podría durar poco. Si el cambio climático sigue acidificando los mares, el agua alcanzará un pH en el que los invertebrados marinos no podrán desarrollar su caparazón; uno de esos invertebrados, el kril, es un alimento de primera necesidad para muchas especies de pingüinos. El cambio climático también está reduciendo velozmente el hielo que rodea la península Antártica, que proporciona una plataforma para las algas de las que se alimentan los kril en invierno y que hasta ahora los ha protegido de la explotación comercial a gran escala. Pronto podrían llegar barcos fábrica del tamaño de superpetroleros, procedentes de China, de Noruega o de Corea del Sur, para aspirar el alimento del que dependen no solo los pingüinos, sino también muchas ballenas y focas.

Los kril son unos crustáceos rosáceos del tamaño de un dedo meñique. Se hace difícil calcular en qué cantidades viven en el Antártico, pero de ser cierta la cifra que suele citarse, quinientos millones de tone- ladas métricas, esa especie sería la mayor reserva de biomasa animal. Por desgracia para los pingüinos, mucha gente considera que son un buen alimento, para los seres humanos (dicen que hay que acostumbrarse al sabor) pero sobre todo para los peces de criadero y el ganado. En la actualidad, se cree que la captura total de kril es inferior al medio millón de toneladas, y Noruega encabeza la lista de países que los pes- can. No obstante, China ha anunciado su intención de incrementar sus capturas hasta incluso dos millones de toneladas anuales y ha empezado a construir los barcos necesarios. Según ha explicado el presidente del Grupo de Desarrollo Agrícola Nacional de China, «los kril proporcionan proteínas de excelente calidad que pueden transformarse en alimentos y medicamentos. La Antártida es un tesoro para todos los seres humanos, y China debería ir hasta allí y compartirlo». El ecosistema marino antártico es, en efecto, el más rico del mundo; también es el único que ha permanecido intacto en gran medida. La Comisión para la Conservación de los Recursos Vivos Marinos Antárticos controla y regula su explotación, al menos sobre el papel, pero cualquiera de sus veinticinco miembros puede vetar las decisiones que se tomen, y uno de ellos, China, se ha resistido en distintas ocasiones a la designación de determinadas zonas marinas protegidas de grandes dimensiones. Otro de esos países, Rusia, se ha mostrado claramente intransigente en los últimos tiempos al no solo vetar la calificación de nuevas zonas protegidas, sino además poner en tela de juicio la autoridad de la comisión para tomar esas decisiones. Así pues, el futuro del kril, y con él el futuro de muchas especies de pingüinos, depende de interrogantes multiplicados por otros interrogantes: cuánto kril hay en realidad, qué capacidad de adaptación al cambio climático tiene, si puede capturarse en la actualidad en una cantidad determinada sin matar de hambre a otras especies y si la cooperación internacional en la Antártida puede soportar nuevos conflictos geopolíticos. De lo que no cabe duda es de que en todo el planeta la temperatura, la población y la demanda de proteína animal están aumentando rápidamente.

Las comidas a bordo del Orion me hacían pensar inevitablemente en el sanatorio de La montaña mágica: las carreras hasta el comedor tres veces al día, el aislamiento hermético del mundo, las mismas caras repetidas una y otra vez en las mesas. En lugar de una señora Stöhr que dejara caer el título de la Erótica de Beethoven, teníamos al partidario de Donald Trump con su mujer. A la alegre pareja alcohólica. A la reumatóloga holandesa, a su segundo marido también reumatólogo, a su hija reumatóloga y al novio reumatóloga de la hija.    A las dos parejas que, siempre que había que subir a las zodiacs, se las ingeniaban para ponerse al principio de la cola. Al hombre que, con un permiso especial, había llevado un equipo de radioaficionado y se pasaba las vacaciones en la biblioteca del barco tratando de establecer contacto con otros entusiastas. A los dos australianos que no se mezclaban casi nunca con los demás.

Para dar conversación durante las comidas, me dedicaba a preguntar a los pasajeros por qué habían ido a la Antártida. Descubrí que muchos eran simplemente devotos de Lindblad. Algunos habían oído, al hacer algún otro Lindblad, que un Lindblad a la Antártida era el mejor Lindblad posible, quizá con la excepción de un Lindblad al mar de Cortés. Una pareja que me caía muy bien, formada por un médico y una enfermera, Bob y Gigi, habían ido a celebrar sus bodas de plata con un año de retraso. Otro hombre, un químico jubilado, me contó que había elegido la Antártida solo porque se le habían acabado los sitios en los que no había estado. Me alegré de que nadie mencionara ver la Antártida antes de que se derritiera. Lo sorprendente fue que, durante la mayor parte del viaje, no oí a un solo miembro de la tripulación o pasajero pronunciar las palabras «cambio climático».

Es cierto, me salté muchas de las charlas que daban a bordo. Para demostrar que era un aficionado a la ornitología más que empedernido, tenía que estar en la cubierta de observación. El aficionado a la ornitología más que empedernido se pasa el día entero expuesto al viento cortante y a la sal del mar, escudriñando la niebla o el resplandor del sol con la esperanza de vislumbrar algo fuera de lo común.

Incluso cuando la intuición te dice que no hay nada que ver, la única forma de comprobarlo es dedicarle horas e inspeccionar hasta el último indicio de vida alada en el horizonte, ver hasta el último pato- petrel antártico (podría ser un pato-petrel piquicorto) precipitarse entre unas olas exactamente del mismo color que él, contemplar hasta el último albatros errante (podría ser un albatros real) mientras decide si vale la pena seguir la estela del barco. Observar pájaros en el mar a veces da náuseas, a menudo supone pasar frío y casi siempre implica aburrirse mortalmente. Después de acumular treinta horas de guardia para ver exactamente a un ave marina destacable, una pardela de las Kerguelen, decidí dar un paso atrás y dedicarme a una obsesión más sociable: jugar al bridge.

Mis compañeras de juego, Diana, Nancy y Jacq, eran de Seattle y pertenecían a un club de lectura que tenía varios miembros más a bordo.Trabé amistad con ellas, como con Chris y Ada. En una de las primeras partidas que jugamos, me deshice de una carta tontamente y Diana, una abogada concursal de armas tomar, se rió de mí y   me dijo:

–¡Qué jugada tan mala!

Me cayó bien de inmediato. Me gustaba que se dijeran tantas palabrotas en la mesa de juego. Cuando mi pareja, Nancy, que tiene un concesionario de carretillas elevadoras, estaba jugando su primer slam del viaje y le señalé que las demás bazas eran suyas, me espetó:

–Déjame jugar tranquila, idiota.

Me aseguró que lo había dicho con cariño. La tercera jugadora, Jacq, que también era abogada, me contó que había escrito una obra de teatro sobre una cena de Acción de Gracias a la que había asistido en casa de Diana y durante la cual el marido de ésta, que estaba muy enfermo, había muerto en la cama, situada en la sala de estar. Jacq lucía el único tatuaje que vi a ninguno de los pasajeros.

Como en La montaña mágica, los primeros días de la expedición fueron largos y memorables y los últimos son más bien un recuerdo vago y acelerado. Después de mantener un encuentro gratificante con las bisbitas de Georgia del Sur (preciosas y confiadas), me faltó interés para visitar puestos balleneros abandonados. Se notaba incluso cierto cansancio en la voz de Doug cuando, durante el quinto día en la isla San Pedro, dijo:

–Bueno, creo que vamos a hacer otra salida en kayak.

Hablaba como Vladimir y Estragon en el momento de decidir, avanzado ya Godot y después de agotar hasta la última de las distracciones imaginables, «hacer el árbol».

Hacia el final del último día de viaje, que yo había pasado en su mayor parte en la mesa de bridge mientras en el exterior revoloteaban centenares de aves marinas potencialmente interesantes, bajé al salón para asistir a una charla sobre el cambio climático. La daba el australiano del dron, que se llamaba Adam, y asistieron menos de la mitad de los pasajeros. Me sorprendía que Lindblad hubiera retrasado una charla tan importante hasta el último día. La explicación más benévola era que la empresa, que hace gala de su concienciación medio- ambiental, quería que volviéramos a casa cargados de ilusión para contribuir más a la protección del esplendor natural que habíamos disfrutado. Sin embargo, la petición inicial de Adam apuntaba otras razones.

–Las tarjetas pensadas para que los pasajeros hagan comentarios no son el lugar adecuado para expresar sus opiniones sobre el cambio climático –aseguró, y rió con incomodidad–. No culpen al mensajero. Entonces pasó a preguntar cuántos creíamos que el clima de la Tierra estaba cambiando.Todos los que estábamos en el salón levan- tamos la mano. ¿Y cuántos creíamos que era por culpa de la actividad humana? También entonces se levantaron muchas manos, pero no la del partidario de Donald Trump ni la del radioaficionado. Desde el fondo del todo llegó la voz de cascarrabias de Chris:

–¿Y qué pasa con la gente que no piensa que sea cuestión de creer o no creer?

–Una pregunta estupenda –dijo Adam.

Su charla fue una recreación apasionada de Una verdad incómoda, incluidos el famoso gráfico en forma de palo de hockey de la subida de  las  temperaturas y  el  famoso mapa de América castrada de  su Florida por el futuro ascenso del nivel del mar. Sin embargo, el panorama que presentó Adam fue aún más sombrío que el de Al Gore, porque el planeta se está calentando mucho más deprisa de lo que auguraban los más pesimistas hace diez años. Adam mencionó la reciente falta de nieve para el inicio de la carrera de trineos Iditarod, el invierno tremendamente caluroso que estaban teniendo en Alaska y la posibilidad de que no hubiera hielo en el Polo Norte en el verano del 2020. Señaló que, si hace diez años solo se tenía constancia de que se estuviera reduciendo el ochenta y siete por ciento de los glaciares de la península Antártica, ahora parece ser que es el cien por cien. No obstante, el dato más sombrío que ofreció fue que los climatólogos, al ser científicos, tienen que limitarse a hacer afirmaciones con un alto grado de probabilidad estadística. Cuando preparan previsiones sobre el clima y predicen el aumento de la temperatura del planeta, tienen que decantarse por una cifra conservadora alcanzada en más del noventa por ciento de todos los casos, y no por la temperatura alcanzada en la previsión media. Así, la climatóloga que predice con seguridad un calentamiento de cinco grados Celsius a finales de siglo podría decirte en privado, delante de unas cervezas, que en realidad cree que serán nueve.

Lo pasé a grados Fahrenheit (eran dieciséis) y sentí mucha lás- tima por los pingüinos. Pero entonces, como suele suceder en las conversaciones sobre el cambio climático cuando se pasa de hablar del diagnóstico a hablar de los remedios, el tono sombrío pasó al negro de la más negra de las comedias. Sentados en el salón de un barco que quemaba más de trece litros de combustible por minuto, escuchamos a Adam ensalzar las ventajas de comprar en mercados de productos locales y cambiar las bombillas incandescentes por otras de leds. También planteó que la educación universal para las mujeres reduciría la tasa de natalidad mundial y que desterrar las guerras de todo el planeta supondría ahorrar un dinero que bastaría para implantar las energías renovables en la  economía internacional. A continuación dio paso a los ruegos y preguntas. Los escépticos no tenían ningún interés en debatir el tema, pero un hombre que sí creía en el cambio climático se levantó para decir que gestionaba muchas viviendas y que había observado que cuando tenía inquilinos que contaban con subsidios federales sus casas siempre estaban demasiado calientes en invierno y demasiado frías en verano, porque la factura no corría de su cuenta, y que una forma de combatir el cambio climático sería obligarlos a pagar. Al oírlo, una mujer contestó en voz baja:

–Yo creo que los megarricos malgastan muchísimo más que los que viven a base de subsidios.

Después de eso el debate concluyó rápidamente: todos teníamos que hacer las maletas.

A las seis volvió a llenarse el salón, con mayor asistencia, para el clímax de la expedición: la proyección de fotografías para la que se había solicitado a los pasajeros que aportaran sus tres o cuatro mejo- res imágenes. El instructor fotográfico que presentó la sesión se disculpó por adelantado ante quienes no apreciaran las canciones que había elegido a modo de banda sonora. Sin duda, la música (Here Comes the Sun, Build Me Up Buttercup) no ayudó. Lo cierto es que toda la presentación fue desalentadora. Tuve la sensación de depreciación que siempre me da nuestra cultura de la imagen: da igual la maestría con la que cuartees la vida para conformar una secuencia de fotografías, da igual la rapidez con la que una imagen siga a otra, lo que la secuencia siempre acaba transmitiéndome con mayor fuerza es lo que excluye. Lamentablemente, también quedó claro que tres semanas de formación con National Geographic no habían generado la visión original característica de National Geographic. Y el efecto acumulativo era un quiero y no puedo exasperante. La proyección pretendía reflejar una aventura que habíamos vivido como comunidad, al modo de la comunidad de Shackleton y sus hombres, pero no habíamos pasado un largo invierno antártico ni meses compartiendo carne de foca. La relación vertical entre Lindblad y sus clientes había sido demasiado insistente para fomentar la creación de vínculos horizontales. Así pues, la proyección de fotografías dio la impresión de ser un anuncio de  Lindblad hecho por aficionados. Ese contexto de quiero y no puedo me impidió disfrutar incluso de las imágenes que tendrían que haberme transmitido algo, de la forma en que cualquier fotografía amateur transmite algo: captando el rostro de lo que amamos. Cuando mi hermano me enseñó en privado una foto que había hecho a Chris y a Ada sentados en una zodiac (él incapaz de mantener un descontento absoluto, ella sonriendo de oreja a oreja), me recordó la alegría de haberlos conocido en el barco. Aquella imagen estaba cargada de sentido… para mí. En cambio, de haberla subido a la página web de Lindblad su sentido se habría desplomado en favor de la publicidad.

Entonces ¿para qué había servido ir a la Antártida? En mi caso, resultó que me había servido para conocer a los pingüinos, quedarme pasmado ante el paisaje, hacer nuevos amigos, añadir treinta y una especies de aves a la lista de las que he visto en toda mi vida y rendir homenaje a la memoria de mi tío. ¿Bastaba para justificar el dinero y el carbono que había costado? A saber. Pero la  proyección  tuvo en realidad una especie de efecto contrario, al dirigir mi atención      a todos los minutos sin fotografiar que había vivido durante el viaje; era mucho mejor estar aburrido y congelado observando el mar que estar muerto. Otra ventaja secundaria se hizo evidente a la mañana siguiente, después de que el Orion atracara en Ushuaia y Tom y yo pudiéramos disfrutar de la libertad de recorrer las calles por nuestra cuenta. Descubrí que tras tres semanas en el Orion, viendo las mis- mas caras todos los días, me había vuelto tremendamente receptivo a cualquier rostro que no hubiera estado a bordo, en especial los más jóvenes. Me daban ganas de abrazar a todos los jóvenes argentinos que veía.

Es cierto que la decisión más beneficiosa que puede tomar la mayoría de los seres humanos, no solo para combatir el cambio climático sino para preservar un mundo de biodiversidad, es no tener hijos. También podría ser cierto que nada puede detener la lógica de la prioridad humana: si la gente quiere carne y se puede capturar kril, se capturará kril. Y podría ser cierto asimismo que los pingüinos, por su parecido con los niños, ofrecen el puente más prometedor con una forma más adecuada de pensar en las especies puestas en peligro por la lógica humana: ellos también son nuestros hijos. Ellos también merecen nuestros cuidados.

Y, sin embargo, imaginarse un mundo sin gente joven es imaginarse vivir en un barco Lindblad eternamente. Mi madrina había llevado una vida así, después de la muerte de su única hija. Recuerdo la media sonrisa con la que una vez me confesó el valor económico de su porcelana Wedgwood. Pero Fran ya estaba chiflada antes incluso de que Gail falleciera; se había obsesionado con una réplica biológica de sí misma. La vida es precaria y podemos aplastarla si la aferramos con demasiada fuerza o amarla como la amaba mi padrino. Walt perdió a su hija, a sus compañeros de la guerra, a su mujer y a mi madre, pero nunca dejó de improvisar. Lo veo sentado a un piano en el sur de Florida, sonriendo con todos los dientes mientras tocaba canciones antiguas de musicales y las viudas de su complejo bailaban. Incluso en un mundo de muerte, siguen naciendo nuevos amores.