Cuentan que durante el verano de 1926 un distinguido caballero del lejano oriente atravesó continentes y océanos persiguiendo las leyendas y relatos fabulosos que había oído acerca de Barcelona, una lejana ciudad que algún sabio poeta había bautizado como la Gran Hechicera. El caballero, un distinguido arquitecto japonés, había cruzado el mundo en busca del paraíso de los arquitectos: una metrópolis de palacios de belleza hipnótica y extravagante, de laberintos góticos y delirantes arrecifes barrocos que desafiaban la geometría y, según algunos, hasta el sentido común. El viajero buscaba sobre todo a un hombre de reputación legendaria, arquitecto como él, cuya obra se erigía en emblema de la ciudad: Gaudí. Tan pronto desembarcó en el puerto de Barcelona, nuestro aventurero ignoró los consejos de Cristobal Colón que, aupado en una aguja operática señalaba hacia las torres de Manhattan y a los arabescos del puente de Brooklyn, y enfiló las Ramblas en busca del rastro de Gaudí. Por el camino le tentaron mil sirenas de piedra, barrios catedralicios sembrados de recovecos y callejones esculpidos a lo largo de siglos. Cuentan que le vieron en trance recorriendo la nave de Santa María del Mar, que se perdió durante horas o días en las volutas del gótico y que cuando emergió de nuevo a las Ramblas ya tenía el acento de Barcelona en la mirada y tuvo que hacer parada y fonda en la fuente de Canaletas, donde un limpiabotas con alma de académico le sugirió que se aventurase por el Paseo de Gracia en tranvía en busca de los pasos del gran Gaudí. Al rato, al filo de las arboledas de aquellos campos elíseos del sur, el viajero avistó un gran edificio que semejaba un dragón reposando sobre las simas del ensanche Barcelonés y, poco más arriba, un formidable kaleidoscopio de roca que remataba un chaflán. “Eso es la Pedrera,” le explicó el cobrador del tranvía, confirmando la sospecha que albergaba el viajero sobre los habitantes de aquella urbe: con la excepción del pan y del vino, nunca llamaban a una cosa por su nombre si la lírica popular ofrecía alternativas más sonoras. Descendió del tranvía frente al pórtico de la Casa Milá, donde un portero magnánimo se apiadó de él y le permitió subir al terrado. Desde allí, entre formas marinas y almogávares camuflados de chimenea, contempló Barcelona a sus pies y empezó a olvidarse de que era un forastero. Paseaba el viajero la mirada por el horizonte de terrados cuando avistó a lo lejos cuatro torres afiladas que anunciaban el epicentro Gaudíano. El corazón le dio un vuelco y corrió escaleras abajo. Cuentan que le vieron caminar rumbo norte por la calle Rosellón a toda prisa. En apenas unos minutos iba a conocer al maestro Gaudí, cuyo taller (y vivienda de los últimos años) estaba oculto en la cripta de su gran obra maestra. Como cantaría otro gran poeta de la ciudad muchos años después, aquel iba a ser un gran día. Al llegar al pie de la fantasmagórica catedral inacabada de la Sagrada Familia y contemplar sus torreones en espiral que apuñalaban el cielo, el viajero recibió la noticia de que llegaba tarde. Antoni Gaudí, el duende enloquecido de la ciudad bruja, había muerto al ser arrollado por un tranvía apenas días atrás. Dicen que el viajero, desolado, vagó entonces durante días por las calles de Barcelona persiguiendo el espectro de Gaudí y el rastro que él y tantos otros arquitectos de trazo alucinado habían dejado a su paso. Sus pasos le llevaron de nuevo al corazón de la ciudad vieja, a la retícula del ensanche y a los deslumbrantes palacios modernistas a las tinieblas del Raval. Sólo entonces descubrió la verdadera alma de la gran hechicera y comprendió que el gran Gaudí apenas le había abierto la puerta a sus secretos.

Casi medio siglo después, el año que yo nací, mi familia se instalaba en un piso a pocos metros del templo expiatorio de La Sagrada Familia. Mis primeros recuerdos de infancia están firmados por Gaudí. Durante años el esqueleto de aquella catedral orgánica fue la primera imagen que veía al salir de casa y la última que contempla al regresar. Con el tiempo aprendí a colarme en el recinto de las obras y explorar túneles, criptas y rincones vedados a los visitantes. Sin saberlo, había contraído el mal de Barcelona. Aunque el 2002 fue sido declarado el Año Gaudí, para mí (y sospecho que para muchos otros barceloneses), todos los años desde que tengo uso de memoria tienen algo, o mucho, de Año Gaudí. El embrujo de Gaudí y de la metrópolis modernista siguen hoy tan vivos como el año en que nací o el verano de 1926 en que aquel viajero del lejano oriente quedó atrapado en su magia sin remedio. La Barcelona de hoy, fiel a su alma de vampiresa fatal, se ha convertido en el destino predilecto de los visitantes europeos. Sus cafés y avenidas se pueblan de turistas y neobarceloneses, una nueva especie de ciudadano que descubre en algún punto de su existencia que nació en otra ciudad por error burocrático del destino y decide quedarse aquí para siempre a recuperar el tiempo perdido, a descubrir su propia barcelona. Y es que existen tantas barcelonas como barceloneses. La mía está irremediablemente envenenada por su delirante Belle Epoque, años de esplendores de ensueño y también de violencia en las calles (días de sangre que, en los tiempos de la lucha anarquista, le valió a la ciudad el apodo de La Rosa de Fuego). La ciudad moderna, con su envoltorio hi-tech, de alto diseño, es el marco que sostiene y preserva todas las barcelonas que vienen acumulándose desde hace siglos. Y es que, si nos aupásemos a una nube, descubriríamos que la ciudad ha ido creciendo como los círculos en el tronco de un árbol. A diferencia de la gran mayoría de capitales europeas, Barcelona nunca ha sido arrasada por completo a lo largo de su historia. En sus calles y sus catacumbas encontramos todavía la ciudad romana, las cicatrices de siglos de murallas, de basílicas y templos. Barcelona es uno de los pocos lugares del mundo donde es posible recorrer veintiún siglos de historia en veintiún minutos. Quizá por eso Barcelona nos recuerda tanto como nosotros la recordamos a ella, porque en sus calles descubrimos la vida entera y, si la hechicera nos concede su favor, una pizca de su significado y su valor. Lo cual me hace pensar en nuestro viejo amigo, el caballero de lejano oriente a quien a veces me parece reconocer en el rostro de los centenares de sus compatriotas que día a día llegan a Barcelona armados con sus cámaras de fotos, ávidos de sobredosis de belleza. Y es que cuentan que, al partir, aquel viajero japonés no se despidió de Barcelona, ni de Gaudí, porque sabía que aunque volviese a cruzar el mundo, una parte de él nunca abandonaría la ciudad ni su embrujo. Quizás había comprendido ya que estaba condenado, como tantos otros visitantes incautos, a convertirse en un barcelonés de por vida.