La Guerra Mundial comenzó en Sarajevo un cálido día de verano de 1914. Era domingo, yo era estudiante. A mediodía vino una muchacha, entonces llevaban trenzas. Traía en su mano un gran sombrero amarillo de paja. El sombrero era como el verano, recordaba al heno, los grillos y las amapolas. En él reposaba un telegrama –la primera edición especial que yo veía–, arrugado, terrible, un rayo en un papel. «¿Sabes? –dijo la muchacha–, han disparado a muerte contra al heredero al trono. Mi padre ha vuelto del café a casa. ¿Ya no nos quedaremos más aquí, verdad?».
Yo no tuve el aplomo del padre, que del café volvió a casa. Nos montamos en un tranvía. Había una parte del trayecto donde el tranvía al pasar rozaba contra unos arbustos de jazmín que permanecían inflexibles junto a la vía. Se conducía, zas-zas, como si fuera un paseo en trineo durante un día de verano. La muchacha era azul claro, suave, cercana, aliento fresco, una mañana en la tarde. Ella me había traído la noticia de Sarajevo. Llevaba este nombre escrito en humo color rojizo sobre ella, como un fuego sobre un niño inocente.
Un año y medio después –¡cuánto dura el amor en tiempos de paz! – allí estaba ella de nuevo, todavía envuelta en la nube de humo, en la estación de mercancías, plataforma 2. La música sonaba incesante, los vagones chirriaban, las locomotoras silbaban. Pequeñas mujeres, temblorosas, se colgaban como guirnaldas marchitas sobre hombres vestidos de verde, los nuevos uniformes olían a apresto. Éramos una compañía de infantería con un destino incierto y un presentimiento: Serbia. Probablemente los dos pensábamos en ese domingo, en el telegrama, en Sarajevo. Su padre nunca más fue al café, yacía en una fosa común.
Hoy, trece años después del primer disparo, visito Sarajevo. ¡Inocente y sin embargo maldita ciudad!, ¡aún sigue en pie! Funesto residuo de las catástrofes más terribles. ¡No se ha movido de su sitio! Sobre ella no ha caído ninguna lluvia de fuego, las casas están intactas. Las muchachas regresan del colegio, ya no se llevan las trenzas. Es la 1 del mediodía. El cielo está azul satén. La estación de tren a la que el archiduque llegó, con la muerte pisándole los talones, se encuentra lejos de la ciudad. A la izquierda, una amplia y polvorienta calle, en parte asfalto en parte gravilla, conduce hacia la ciudad. Los árboles, de denso follaje, oscuros y cubiertos de polvo, están dispersos de forma irregular al borde de la calle, como restos de lo que tiempo atrás fue una avenida. Se puede ir sentado en un amplio autobús cortesía del hotel y conducirse por las calles a lo largo del malecón… allí en la esquina comenzó la Guerra Mundial. Nada ha cambiado. Busco manchas de sangre. Están lavadas. Trece años, innumerables lluvias y el paso de millones de personas han borrado la sangre. Los jóvenes vienen de la escuela, ¿estudiarán allí la Guerra Mundial?
La calle principal es muy tranquila. En su extremo superior hay un pequeño cementerio turco, flores de piedra en un pequeño jardín para los muertos. En su extremo inferior comienza el bazar oriental. Aproximadamente en medio y en diagonal, uno frente a otro, hay dos grandes hoteles con cafeterías en las terrazas. El viento se mueve entre los viejos periódicos como si fueran hojas caídas. Los camareros se mantienen a la espera ante las puertas, más para verificar que para atender el negocio turístico. Viejos mozos de cuerda se apoyan en la pared, recuerdan la paz y el sosiego de antes de la guerra. Uno de ellos lleva barba, fantasma de la monarquía austro-húngara. Hombres muy viejos, probablemente notarios jubilados, hablan el alemán del ejército de la época austríaca. Un librero vende papel, libros y revistas literarias, más bien a modo representativo. Me llevaré un Maupassant (a pesar de que ya hay Dekobra en stock) para una noche en el tren sin coche-cama. Una palabra lleva a la otra. Me entero de que el interés por la literatura en Sarajevo ha desaparecido. Sólo un maestro se ha abonado a dos semanarios literarios. (¡Qué bueno es saber que todavía existe este tipo maestros!) Por la tarde salen a pasear las mujeres. Mujeres hermosas, austeras. Es el desfile de una pequeña ciudad. Las hermosas mujeres caminan de dos en dos, o en grupos de tres, como miembros de un internado. Los hombres se quitan incesantemente los sombreros en señal de saludo, aquí todos se conocen tan bien que me siento triplemente extranjero. Estaría por ver una película, una película histórica costumbrista donde la gente no se conoce entre sí, donde se han omitido las escenas en las que se saludan, uno es un extraño entre extraños; la sala está a oscuras, la luz que entra durante las crueles pausas me asusta. También es saludable leer el periódico, uno puede enterarse de lo que sucede en el mundo que acaba de dejar para ver mundo.
A las diez todo está tranquilo. Atrae el centelleo de un local nocturno a lo lejos, en una oscura calle: es una celebración familiar. A la otra orilla del río, en el lado turco de la ciudad, las casas ascienden sobre terrazas, sus luces se disuelven en la niebla; recuerdan a la disposición de las velas, distantes en amplios escalones de un alto y ancho altar.
Hay un teatro, se interpreta ópera, hay un museo, hay hospitales, un juzgado, policía, todo lo que una ciudad puede necesitar. ¡Una ciudad! ¡Como si Sarajevo fuera una ciudad como cualquier otra! Todas las tumbas de los héroes, todas las fosas comunes, todos los campos de batalla, todos los gases tóxicos, todos los lisiados, todas las viudas de guerra, todos los soldados desconocidos: aquí empezó todo. No deseo la destrucción de esta ciudad, ¡cómo iba a desearla! Tiene gente buena y agradable, mujeres hermosas, encantadores niños inocentes, animales que disfrutan de la vida, mariposas sobre las lápidas del cementerio turco. Sin embargo, aquí comenzó la guerra. El mundo ha sido destruido y Sarajevo permanece en pie. No debería ser una ciudad, debería ser para todos un monumento al recuerdo terrible.