Good morning, mi reina. Aquí immigrant criolla reportando desde Los Mayamis, desde nuestra casa infestada de hormigas.  El aire acondicionado dañado encima del televisor, el sofá de flores, la Tata medio borracha dirigiéndome en esta sagrada radionovela presentada por Female Sadness Incorporated. Esa mañana, cuando desempacábamos las últimas maletas, encontramos su radio vieja y nos pusimos a ensayar nuestro más reciente melodrama en la sala, mientras Don Francisco, desde la televisión, enviaba un saludo “¡al pueblo de Miami, damas y caballeros!” y Tata —¡a su edad! —, para exasperación de Mami y mi deleite, se volvía loca por su voz masculina.

Y como quien no quiere la cosa, Mami apagó furiosa la estufa donde la Tata había dejado el bacalao friendo sin supervisión y le echó Lysol al mesón, dispersando el oscuro rastro de las hormigas que llevaban apuradas un poco de pancito para su colonia detrás de la nevera. Estaba emberracada. No había venido a los U S of A a matar hormigas y oler a fucking pescado, ¿y no habría sido una maravilla que la empleada hubiera viajado con nosotras en el avión? Así, Mami habría podido dejarle las tareas domésticas y concentrarse en la ejecución de este Migration Project. Pero ¿aló?, ¿acaso era ella la única que estaba despierta en esta berraca casa?

En la televisión, otro comercial de Inglés Sin Barreras. Lucía, la Tata y yo nos reíamos de los white people enseñándoles a los brown people a decir: Hello My Name Is. Hello, voy a la tienda. Hello, ¿qué es este puto pantano? Que alguien venga a rescatarnos. Era abril y hacía calor. Aunque el bochorno tampoco se disipaba en junio o julio o agosto o septiembre, o incluso noviembre, ya que estamos en estas. Más adelante aprendería, por las malas, que el calor es una constante en Miami. Al calorcito no le llegó el memo de la temporalidad, no entendió cómo funciona el cambio; el calor es una perra terca que respira con su boca húmeda sobre cada uno de tus poros, recordándote que este infierno es ineludible y en otro idioma.

Llevábamos ahí apenas un mes, newly arrived, todavía saladitas, y yo ya quería volver a mi casa en Colombia, a mi panela land, a sus montañas y a esa ansiedad constante que surge del simple hecho de vivir en Bogotá; esa ansiedad que, a pesar de todo, entendía mejor que esta, que sentía nueva y aterradora. Pero Mami me explicó una y otra vez con una sonrisa de satisfacción que, mira, Francisca, esta es tu casa ahora.

Nuestra lista de tareas para ese maldito sábado de las hormigas y el bacalao incluía ayudar a Mami con los preparativos para la celebración de la muerte, o el bautizo, o la resurrección, o algo así, de Sebastián, el bebé que había perdido por un aborto natural. Se comenta —o más bien comentan las únicas personas a las que les interesa comentar: la Tata y sus hermanas— que el bautizo de mi hermano muerto fue el evento más emocionante en la familia Martínez Juan ese año. Esto se debió principalmente a que la Tata se tomaba media botella de ron al día y no sabía ni de dónde era vecina, así que, obviamente, el bautizo de un bebé falso en la piscina de un pastor era más importante para ella que, por ejemplo, el hecho de que, para fines de ese mes, Lucía, mi hermana menor, se despertaba a menudo en medio de la noche a rezar por mí, o el hecho de que yo terminaría por recordar esos días, los primeros meses después de nuestra llegada, como la época más cuerda y aterrizada de Mami.

Pero we’re getting ahead of ourselves, cachaco. Primero la primaria.

Nos habíamos preparado para la celebración del bautizo incluso antes de irnos de nuestro apartamento en un tercer piso allá en Bogotá. Dentro de las seis maletas Samsonite que a Mami, Lucía y este pechito se les permitió traer a esta vida (que era new! exciting! ¡piensa-que-es-un-pasito-más-en-la-escala-social!) había manteles negros con dorado, invitaciones hechas a mano y otras parafernalias de bautizo. No había suficiente espacio para la caja de cartas de mis amigos o para nuestros álbumes de fotos, pero aun así, en lugar de mi colección de CDs (The Cure, The Velvet Underground, The Ramones, Salserín), empacamos dos frascos de agua bendita que tres días antes había santificado el sacerdote del barrio, que la aduana confiscó durante horas (You don’t think we got water in the States?) y que, más tarde, despachó rapidito por el inodoro Tía Milagros, bañada en la bendición cristiana evangélica de Jesús, porque creía, al igual que el resto del matriarcado de Miami, que los sacerdotes católicos eran una sarta de degenerados, buenos para nada. El catolicismo es una fake, boring religión, decía. El cristianismo es el camino verdadero y apasionante hacia una vida bienaventurada en el nombre de Jesucristonuestroseñor, ¿okey?

Ahora, Mami se paseaba con las nalgas al aire por todo el comedor. Con la cabeza inclinada apretaba el teléfono contra el hombro. Solo tenía puesto un par de shorts y un push-up bra y se abanicaba con un grueso sobre de la pila de facturas sin abrir. Llamaba ansiosamente a los pastores, a los floristas incompetentes (colombianos tenían que ser) y a las dos plañideras de luto, idea de Tía Milagros, que llorarían a Sebastián y le cobrarían a Mami quince dólares la hora.

Miami quería el bautizo de un bebé muerto, motherfucker, y Mami se lo iba a dar. La socia no tuvo ningún problema en gastar en lágrimas y comida para la congregación lo que más adelante descubriría que eran nuestros ahorros.

Pero, óyeme, you couldn’t fight her. Esa platica ya se había perdido, esa costeña ya estaba montada en ese bus. Mami nunca se dio un respiro, never stopped to smell the flowers. Cómo se te ocurre. Desde el momento en que llegamos, Myriam del Socorro Juan se embarcó en su viaje demente to get shit done. Nos entregó listas de pendientes, nos gritó, nos dio órdenes, nos dijo qué hacer a cada paso del camino.

Nosotras obedecíamos, claro. ¿Qué más podíamos hacer? ¿A dónde más podíamos ir?

Las afueras de Miami son tierra muerta. Son lago sucio tras lago sucio, con autopistas y vallas publicitarias que anuncian diet pills e implantes de tetas. Con un transporte público casi inexistente, sin andenes, pero, eso sí, un glorioso Walmart y un Publix Sabor donde una manada de colombianos, que viajaron desde su tierra, compra arepas congeladas y plátanos Goya para microondas. Lucía no se quejaba, la Tata apenas tenía fuerzas para discutir con Mami y el pantano circundante era su aliado para lograr que cada día fuera insoportable.

Pero, mi reina, siéntate pa’trás. We’re only getting started.

Durante el mes anterior, no hicieron sino llevarnos que a este servicio de la iglesia, que a la cena de la iglesia, que al barbiquiu de la iglesia; a conocer a this hermano, a that hermana y a ese very important líder de jóvenes. Ya habíamos escuchado a nuestras tías echar todos los chismes de la iglesia una y otra vez al almuerzo y a la comida. Ni durante las onces se callaban. Se la pasaban discutiendo quién era un cristiano de verdá, verdá y quién estaba nada más calentando silla. No pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que ser una aleluya daughter of Jesucristo era más que solo ir a la iglesia los domingos, esa era apenas la puntica del iceberg de la fe.

El bautizo de mi hermano muerto era parte de ese iceberg. Los bebés muertos necesitan que los bauticen, los lloren y les den un nombre para que sus almas no se pierdan y para que ellos también se unan a la fiesta celestial. Esa fue parte de la explicación de la Pastora, a la que Mami solo respondió asintiendo con las manos en el pecho mientras decía: ¡Ay sí, el dolor es tan grande!

Ahora la Tata y yo nos mirábamos mientras veíamos el torbellino frenético de Mami dando vueltas por toda la sala, dele que dele con todas las cosas de la to-do list que todavía no habíamos hecho, o que no habíamos hecho como ella había dicho. Tata y yo queríamos tomar a Mami de la mano y decirle: Ya, ya, Mami. Deja el berrinche, Myriam, carajo. Queríamos cachetearla un poquito porque todavía creíamos que debajo de esta nueva capa de santidad estaba esa católica piadosa y neurótica que conocíamos tan bien. Tata y yo teníamos una serious magical conexión con la mirada: yo sabía que ella necesitaba un refil de ron cuando su ojo izquierdo decía “¡No joda!”, y ella sabía que yo estaba a esto de golpear a Mami cuando cerraba los ojos a lo Buda.

Después de firmar los papeles del divorcio, Mami se pasó tres días dando vueltas con la misma energía enloquecida que tenía ahora; pintó todo nuestro apartamento en Bogotá de un rojo lobísimo y luego se puso a llorar porque su casa parecía la de la esposa de un traqueto. Y cuando ni eso fue suficiente para acabar con su mojo, a esta cartagenera, costeñita de Dios, le dio por desteñirnos el pelo a Lucía y a mí con agua oxigenada, porque ¡nanai! Ningún hombre le va a arruinar la vida a Mami, ni siquiera tu papá. En esos momentos estaba demasiado perdida dentro de sí misma, demasiado inmersa en su propia oscuridad, con los ojos vidriosos, pálida y haciendo listas interminables de pendientes y, aún así, su pelo siempre impecable, como de peluquería,

Y ahora no quedaban hombres en la familia sino un bebé muerto que necesitaba ser bautizado de inmediato. Y ahora Lucía le ayudaba a Mami con los últimos detalles del cake: un glaseado negro y dorado debajo del Baby Jesus en la cuna de plástico que había salido directo de la caja del pesebre. Y ahora la Tata freía el bacalao en la cocina y gritaba, a nadie en particular, pero por supuesto a Mami, que ¡pero claro! ¡Si es que Myriam no tiene caderas! No es de extrañar que haya perdido un bebé.

Si la escuchó, Mami se hizo la loca. Si la escuchó, prefirió respirar profundo, suspirar y no pararle bolas.

Luego, Lucía se sentó a mi lado en el sofá, sus diminutas piernas junto a las mías. El televisor seguía encendido, pero no le pusimos atención. Nos sentamos mirando el ventilador de techo, babeando, cautivadas por su velocidad y por la posibilidad de que se rompiera y nos cortara a todas en pedazos. El zumbido de las aspas, aterrador y silencioso, ahogaba el sonido de Mami y la Tata, dándonos un respiro. Lucía y yo hacíamos esto con frecuencia. Nunca tuvimos un ventilador de techo en nuestra casa en Bogotá, nunca lo necesitamos, pero aquí nos sentábamos una al lado de la otra en silencio, mirándolo, hipnotizadas por su movimiento. Me concentré en el sonido del pequeño motor que prometía viento, un breve alivio del calor. Lucía me sonrió y me dieron ganas de abrazarla fuerte, de besar sus rizos, de poner mi cabeza en su hombro. En cambio, me di la vuelta, cerré los ojos y fingí estar en otro lado.

~

Entre una llamada y otra, Mami nos lanzó La Mirada: un movimiento de pestañas definitivo y autoritario, con una inclinación casi imperceptible de la cabeza, que nos ponía de pie de un salto. Mami hacía lo mismo en Bogotá cada vez que las monjas mandaban a la casa una carta de amonestación. Buscaba la culpa en mis ojos y yo trataba de resistir: me atrevía a aguantar La Mirada todo lo que podía, pero siempre perdía. Esta vez, estábamos demasiado cansadas para resistir, cansadas de mover cosas de un lado a otro, cansadas de conocer a este líder de jóvenes o a esa former-junkie church woman (¡La drogadicta encontró al Señor!), cansadas de cada señora de Dios que nos arreglaba el pelo, que nos jalaba los cachetes, que comentaba que éramos tan flacas, tan gordas, tan pálidas o, mi favorito, tan colombianas (Cómo se les nota que acaban de llegar, tan colombianas).

Ese “tan colombianas” ofendía a Mami. Ser “tan colombianas” significaba que era evidente que no nos hacíamos el blower cada dos días, que se notaba que no éramos “de aquí”, o sea, criollas, o sea, que Mami no entendía ni pío de inglish, lo que la arrojaba al fondo más profundo de la jerarquía. Todo lo que podía decir era: Yes, yes, cómo no. Pero yo tenía fifteen, coño, qué carajo “tan colombiana”. No me importaba ser tan colombiana; para mí, todos eran tan colombianos, y eso era parte del problema. Yo lo único que quería era a mis amigas de Bogotá, cigarrillos y un buen delineador negro, pero Miami no me iba a dar nada de eso. En cambio, lo que me regaló fue un infierno que se hunde profundamente en los huesos y monta su propia fogata, un calor irreal que vela todo, como si miraras a través de un gas, todo un espejismo que nunca se disipa, una estufa que arde desde adentro. No quería admitirlo, ni a mí misma, ni a nadie, pero era pura Soledad Realness, puro loneliness carcomiéndome las entrañas. Dándome duro. ¿Ayudaba vivir con la Tata? ¿Vivir cerca de Milagros, mis otras tías, mis primos, los freaking pastores y esa señora de la congregación que siempre nos traía arepas los domingos y me llamaba La Viuda (Toda de negro siempre, Francisquita, como La Viuda)? ¿Ayudaba todo esto de alguna manera a mejorar la transición?

Falso. Lo hacía peor.

Su entusiasmo era insoportable. Y es que esto no era ninguna historia Multiple-Choice tipo Elige tu propia aventura migratoria, con opción A, B y C al final de cada página y donde simplemente podías elegir B: Quédate en Bogotá, idiota. Cachaco, please. Estamos hablando de una mamá colombiana militante y atiborrada de Zoloft, esa que le suplicaba a tu papá para que firmara los papeles y luego te mandaba con un movimiento de su índice a hacer las maletas mientras vendía los libros y los CDs que te quedaban y las muñecas de porcelana que nadie quería. La misma que  mientras donaba tu uniforme de colegio católico (que odiabas, pero igual) se encerraba durante horas en el baño con el teléfono y una calculadora y luego emergía con los ojos hinchados a informarnos a Lucía y a esta pobre servidora que ni de fundas, que no nos vamos en seis meses sino la semana que viene porque Milagros le consiguió trabajo a Mami (que nunca se materializó), y luego boom boom boom, un cubano hablando un inglés condescendiente sella tu pasaporte, le lanza a Mami una sonrisa burlona por esas boobs (literalmente dijo eso: “bubs”) y cuando ella te pide que traduzcas, tú solo dices: Ay, Mami, ¿pero no sabías que la gente habla inglés en los U S of A?

Foto: Rebeka Rodríguez

Óyeme, la cosa no termina ahí.

Porque ¿qué carajo sabíamos nosotras de migración, mi reina?

I knew nada antes de saltar para siempre el Charco Caribeño. You kidding? Este pechito vivió siempre en el mismo apartamento de la calle 135, al lado del mismo diminuto parche verde que se hacía pasar por parque, junto a la misma capilla donde dos novios me manosearon, el mismo supermercado Cafam y la misma tienda de la esquina donde todos los días Doña Marta me vendía cigarrillos bajo las mismas insoportables nubes de esmog de Bogotá. Ahí viví, quejándome del tráfico todos los días durante la totalidad de mis quince años. Estábamos tan ancladas a Bogotá, tan acostumbradas a nuestra homogeneidad, que la niña de Barranquilla que estudiaba en mi colegio, la única de fuera de la ciudad, era un producto exótico. Las niñas del colegio se burlaban de sus ñera ways, de la forma en que su boca se comía todas las vocales como si solo lo hiciera para divertirnos. Y aunque Mami nació en Cartagena, se fue a vivir a La Capital cuando tenía dieciséis años y ahí perdió su acento costeño. Nosotras solo íbamos a Cartagena de vacaciones una vez al año, y eso ya de por sí era El Evento del Año, que planeábamos durante meses y que causaba suficiente conmoción como para durar hasta nuestra próxima visita: ¡Las maletas! ¡El pancito para tu tía de esa panadería especial! ¡El bloqueador solar! Etcétera. Nuevo corte de pelo, blower, un nuevo (horrible, eternamente odiado) vestido de girasoles y topos dorados de primera comunión a juego para impresionar al epicentro del matriarcado.

Cada viaje se sentía tan doloroso porque a Mami no le gustaba (y todavía no le gusta) el cambio. Le gusta quedarse quieta y, si es posible, muy quieta, para que nada se mueva. Todo lo nuevo la mete en una roller coaster de ansiedad que ella, por supuesto, niega y esconde muy bien. Está obsesionada con las rutinas y los sistemas, con las listas y con tachar las cosas con un esfero rojo cuando las completa. El día que salimos de Bogotá, el estrés casi se la come: una erupción de pequeñas ronchas rojas le salió por toda la espalda y no dejó de rascarse hasta que la señorita flight attendant le dijo: Welcome to Miami.

~

Unos días antes del bautizo, Mami llegó con un enorme yellow dress para mí. El amarillo es un color horroroso. Además, odiaba los vestidos. Mami sabía que odiaba el amarillo (y el rojo y el naranja y todos los colores cálidos). ¿Saben qué era amarillo? Mi uniforme de colegio católico: freaking pollito yellow con rayas anaranjadas y un suéter verde bordado con las iniciales del colegio y una crucecita café. Las monjas se aseguraron de que no hubiera la menor posibilidad de provocación o deseo que pudiera despertar los males de la tentación masculina, que solo existía fuera del colegio, mientras que nosotras, las adolescentes respetables, una especie en peligro de extinción, estábamos protegidas por las prendas más horrorosas y pasadas de moda que se han inventado. Era como si hubieran usado vómito para escoger la paleta de colores, como si con eso ellas ya hubieran marcado su territorio y los hombres no pudieran orinarnos encima. Y aquí estaba otra vez: ese color temido volvía a mi vida en forma de vestido de bautizo dentro de una bolsa de Ross, cortesía de la alegría exhausta de Mami.

Mami, ni muerta me voy a poner ese vestido, le dije.

Me detuvo antes de poder terminar y dijo:

¡Pero si ni siquiera lo has visto! Es tan bello, ¿verdad, Lucía? Míralo. Bello y en descuento. No te lo has probado, nena. Póntelo, ven pa’cá.

Ay, Mami… En mi corazón sabía la disonancia que sentía en el cuerpo cada vez que me ponía un vestido, una especie de pegajosidad, pero Mami’s face es Mami’s face, así que me quité la camisa negra, los shorts y, ahí mismo, en la sala, rodeada de todas las bailarinas de porcelana con sus meñiques rotos, me convertí una vez más en un amarillento y triste rayo de sol. Parecía un niño perdido en un desfile: vestido amarillo y Converse blancas sucias.

Francisca, ¿por qué no estás usando brasier? Horrible se ve eso, fue lo primero que dijo Mami, seguido de: ¿Quién te enseñó a no usar brasier?, y luego: ¡Ay, pero mírala! Qué lindo. Tu abuela te puede arreglar los lados, pero te queda perfecto.

Tata y Mami se pusieron a discutir las alteraciones a los vestidos. Mami había comprado uno rosado para Lucía y uno negro de corte sirena para ella, precioso, pero con pequeños agujeros alrededor del cuello que revelaban su cincuenta por ciento de descuento. Era cierto que Tata y Mami compartían un amor inconcebible por Jesucristo, pero también era cierto que su conexión más profunda venía de los racks de descuento de Ross, los coupons de Walmart y la imposible variedad de pendejadas para el hogar del dollar store. Y, reinita, don’t even get me started on Sedano’s. El universo de los descuentos en las tiendas de cadena fue una revelación repentina y milagrosa: puede que el mundo esté llegando a su fin, pero al menos no hay nada nadita nada que uno no pueda conseguir por menos de five dollars si busca lo suficiente, si sabe a dónde ir, en qué fechas y con qué cupones. Mami y Tata se aprendían de memoria todos los calendarios de ventas de todas sus tiendas favoritas, y una vez a la semana se iban en la camioneta de Milagros para hacer la compra familiar, que incluía pan duro, arroz viejo lleno de lombrices y vestidos pomposos de Ross con huecos en las axilas.

Tata los arregla, me respondió Mami mientras miraba mis axilas agujereadas, descartando mis preocupaciones. Para ella, el proceso de aguja e hilo era su momento personal de diseñadora, como si los agujeros no estuvieran ahí porque las polillas se lo hubieran devorado, sino porque era una obra maestra inacabada que esperaba completarse gracias al inigualable ojo de Mami para la moda.

Parezco un cake, dije.

Mami se rio entre dientes.

¡Pero si te ves bella! Como cuando La Tata te cosía tus vestidos, ¿te acuerdas?

No dije nada porque no tenía ningún sentido pelear con ella por esto y porque, por mucho que Mami me enfureciera en ese entonces, también estaba esa cara suya que se iluminaba de repente con el tema del bautizo. Aun así, mientras Tata tomaba medidas y llenaba el vestido de alfileres, me quedé en la sala viendo hacia el horizonte con la mirada de mártir que había aprendido de mis tías: los ojos ligeramente hacia un lado, como si estuviera a punto de llorar, pero aguantando las lágrimas. Era el sufrimiento de la Virgen María meets la ira de Daniela Romo meets un comercial de Zoloft. Una pose que habría de usar una y otra vez durante toda mi vida, una pose legada a lo largo de las generaciones de Female Sadness apiladas dentro de mis huesos, desde la mamá de la mamá de Tata. Una pose que dice: Estoy aquí, sufriendo, pero ¡nononono! No quiero tu ayuda. Quiero que te quedes ahí y me veas sufrir, que seas testigo de lo que has hecho y que me dejes padecer en silencio, con mi glamur en descuento.

~

Afuera, el cielo gris, oscuro, soltaba con furia chorros de agua que se mecían con las palmeras. Mega gótico. Justo a mediodía, el cielo pasaba de un tono naranja a gruesas nubes negras que derramaban toda su tristeza y empapaban todo con su oscuridad, sin importarles ni cinco tus planes de playa o las tres horas que invertiste en plancharte el pelo. Justo antes de la lluvia, la humedad se intensificaba: el olor a tierra mezclado con el de la basura era casi insoportable. El sudor emanaba incesante y se aparecía hasta en la raja de la nalga. La piel húmeda, como la de un pez. El agua llegaba de todos lados: del océano, del cielo, de los charcos, de nuestras axilas, de nuestras manos, de nuestros culos. De nuestros ojos. La lluvia tropical es la violencia de la naturaleza, pero esta era una lluvia tropical en pleno trip, una fiebre tropical que duraba días enteros. Era la naturaleza soltándose las trenzas, ahogando el suelo para que, al anochecer, cuando el aguacero amainaba, la tierra se convirtiera en un rompecabezas de ríos diminutos y pequeños estanques donde gusanos y ranas construían sus hogares, y donde los pies y las pantyhoses de Mami tristemente encontraban su ruina en varias ocasiones. Más de una vez llegaba a la puerta mojadita de arriba abajo, sin pedir ayuda sino simplemente gritándome que, por favor, por favor, le revisara los pies y le quitara los animalitos.

¡Tengo bichos por todas partes!, me decía, con asco. Y aunque dijera que no necesitaba ayuda de nadie, yo intentaba ayudarla, por supuesto: le quitaba los gusanos y escarabajos pegados a sus pantyhoses, le llevaba una toalla, le secaba el pelo, se lo peinaba y trenzaba. Todo mientras ella decía que no necesitaba nada.

Lo que necesito ahora mismo es que mires esta sorpresa que encontré, dijo Mami, toda happy, con su atención puesta en la enorme bolsa de Ross.

De la bolsa sacó una muñeca desnuda, con ojos azules y un remolino de pelo negro de plástico. Una Cabbage Patch Kid destartalada como las que yo le pedía cuando era chiquita, aunque a esta parecía que le había tocado una vida más bien dura: tenía los cachetes grises de mugre, su ojo izquierdo había perdido parte de su color azul y su piel era color café claro gastado.

Pero this was only the beginning, cachaco. Luego vino el diminuto conjunto de ropa de niño: pantaloncitos, camisita, incluso una corbatica negra.

¿Para qué preguntarle? ¿Para qué si ya conocía la respuesta? Aun así, había una urgencia dentro de mí de que este crazy Jesucristo roller-coaster ride hiciera eco para saber que no me estaba chiflando, para no dudar de mi propia realidad. Esto está pasando, ¿cierto? Mami sí está poniendo la pintica de la muñeca en el sofá, sí se está recogiendo el pelo con una moña, sí se está abanicando con los recibos, sí me está ignorando cuando le pregunto:

Mami, ¿qué es todo esto?

O Mami no me escuchó o estaba demasiado entretenida con el bebé que empezaba a lucir su conjunto bautismal de alta costura. Puso el pedazo de plástico en su regazo y, con mucho cuidado, empezó a vestirlo con los pantaloncitos, la camisita y la corbatica negra. El género del muñeco era cuestionable (cantidades iguales de azul y rosado) y yo me reía entre dientes pensando que Mami estaba vistiendo una muñeca en boy drag. ¡Hasta ahí le llegó su amado hijo! Cuestioné su género en voz alta, pero a ella no le importó. Bien podría haber estado vistiendo una jirafa, le daba igual. Era su bebé perdido y lo amaba.

¡Encontré a Sebastián!, anunció con entusiasmo.

¿Quién hubiera pensado que mi hermanito muerto regresaría encarnado en un juguete viejo de la sección de rebajas de Ross? ¿Quién hubiera pensado siquiera que volvería?

¿No te parece que es de la familia?, se rio. Luego, leyendo mi silencio, siguió: Un poco cascado, sí, pero nada que unos pañitos húmedos no puedan arreglar.

She had a point. La única gran diferencia era que la mayoría de las personas de la familia teníamos pulso.

Entonces, llegó mi turno de cargar el falso bebé. A mí me encantaban mis muñecas cuando peladita, ¿saben? A mi manera, claro. Les cortaba el pelo, les dibujaba árboles y nubes por todos lados, buscaba sus genitales hasta el cansancio. Mis barbies se sentaban a tomar cafecito esperando que apareciera su Ken y se las llevara, pero Ken tardaba tanto que inevitablemente las barbies se aburrían, les daba hambre y se comían el pelo, a veces hasta los brazos y las piernas; a veces se hacían tatuajes en el cuerpo, otras veces se tiraban a sus golden retrievers. Los hijos de mis barbies eran legos, lápices y un pequeño hámster nervioso que se llamaba Maurito. Nada de niños humanos para ellas.

¡Alza al bebé!, me dijo Mami mientras me lo entregaba. Cógelo, carajo, que no muerde.

Agarré la muñeca por la cabeza, con un poco de asco, pero Mami no estaba para pendejadas.

¿Es mucho pedir?, me dijo. ¿Demasiado pedir que no lo agarres como si fuera basura?

En ese momento quise decirle: ¡Pero si es basura!

En cambio, lo abracé con rabia mientras Mami seguía explicándome que, obviamente, no es un bebé de verdad, Francisca, ¿sabes? Es un bebé simbólico, ¿sí? Como Jesús, que no está realmente en nuestros corazones, ¿entiendes? Es una metáfora.

Siguió hablando del bebé de carne y hueso, dijo algo sobre su alma, sus ojos, algo sobre el vestido para el bautizo, pero yo ya no la estaba escuchando. Oía a los venecos que reventaban parlante afuera, a Lucía que reventaba Salvation en el piso de arriba y el retumbar del aire acondicionado que intentaba con todas sus fuerzas no dejarnos morir de calor. Entonces me acordé de la cicatriz blanca de Mami, el río lechoso serpenteante que divide su bajo vientre y que yo delineaba con el dedo cuando era una niña. La cicatriz estaba expuesta porque en ese momento Mami estaba acalorada, casi en cuera; era la misma que señalaba cada vez que necesitábamos un recordatorio de todo lo que había hecho por nosotras. ¡Me cortaron en pedazos!, decía. Esta eres .

De pie, debajo del ventilador de techo, miré a Tata. Ella me guiñó un ojo y dijo: Tenle paciencia a tu mami, y me dio unas palmaditas en la mano para que le llenara de nuevo su vaso de ron.

Antes de que pudiera decir algo, Mami se volvió hacia mí.

¿Me estás escuchando?

(Obvio que no).

Obvio que sí, Mami. Aquí estoy, le dije, sosteniendo la mano de Tata.

Las mujeres de mi familia tienen un sexto sentido, no necesariamente por ser madres, sino por el estricto control sobre nuestra tristeza: tu tristeza nunca es tuya, hace parte de un colectivo más grande de Female Sadness al que todas contribuimos. Tus tías pueden sentir tu tristeza incluso antes de que tú sientas tu tristeza, como si su llegada desprendiera un aroma específico solo detectable por las leonas, y cuanto más vieja es la leona, más fácil, más rápido detecta que tu alma apesta. Señalan tu tristeza para esconder mejor la suya y, por lo tanto, para hacerla más grandiosa, más épica. Sí, sí, estás triste, Francisca, pero ¿qué me dices de tu tía Milagros que trabaja doce horas bajo el sol? ¿Qué me dices de tu mami que perdió un bebé, que perdió a tu papá? ¿Qué piensas de eso? Tengo incontables recuerdos en los que mi patético cuerpo de adolescente emo ni siquiera tuvo la oportunidad de saborear sus propias lágrimas, de sumergirse en la tangencialidad de una vida oscura, porque siempre había una tía gritando desde el sofá tan pronto entrabas a la sala: ¡Ay, pero a qué vienes aquí con esa cara! ¡Ay, pero si acá no ha pasado nada!

Te despachaban rapidito, más rápido de lo que se les encrespaba el pelo antes de la lluvia.

Inevitablemente, Mami se giró hacia mí y dijo: ¡Ay! ¿Pero qué es esa cara? Cualquiera diría que lo estás pasando mal. Pero no es así, nena, así que anímate. Deja la pendejada.

 

Capítulo 1 de Fiebre Tropical, novela de Juli Delgado Lopera.
Traducción de Juana Silva Puerta.
De próxima publicación en editorial Planeta.