El agua como fobia, pienso. Es lo primero que pienso. Nunca me he subido a un barco y aquí sigo sin la menor sensación de haber perdido algo significativo. En realidad me importa un carajo. Pienso en temas cruciales. En el norte de Chile sin agua. Pienso en cómo los micropropietarios venden, asediados por la pobreza, sus derechos de agua a las Compañías o a los empresarios mineros aumentado la precariedad en que viven. Pienso por asociación en el sur. En los territorios donde las comunidades mapuche sufren una aguda sequía por las empresas forestales que les chupan el agua con sus insaciables plantaciones de pinos. Y recuerdo a una candidata argentina a la Presidencia de la República, hace ya más de una década, afirmando: «Vienen por el agua» frente a una desmesurada compra de tierras por parte de un ultra millonario estadounidense. «Vienen por el agua», insistía porque ese territorio mantenía grandes reservas. Estoy segura de que ella tenía razón.

El agua ha perdido, en parte, el halo poético e incluso el halo patético: «a puro pan y agua» porque se ha deslizado desde el derecho al comercio. Tantas personas viven sin agua y sin embargo están con «el agua hasta el cuello» a punto de ahogarse por un tipo múltiple de sequía.

Pero ahora mismo, dando un salto que podría parecer incoherente, pienso en Juan el Bautista, el primo de Cristo, el que bautizaba con agua. Juan Bautista, el hijo milagroso de una madre vieja, Isabel. Nada menos que primo del hijo de Dios que obtenía el poder de su palabra desde el agua (se dice que bautizó al mismísimo Cristo). Por el agua, su palabra fluía y hería al poder. Se trataba de un iluminado, un profeta.

Hace ya muchos años seguí con atención ese relato bíblico. Me sumergí –es un decir– en sus aguas para pensar en varios signos encadenados, complejos, oscuros que excedían al mismo Juan y su mito religioso (yo soy atea) para actualizarse en todos los tiempos.

Juan, el iluminado bautista, denunciaba al poderoso Tetrarca Herodes Antipa y a Herodías, su esposa por una unión que arrastraba una estela impura para su sed de perfección. Porque Herodes se había casado con la mujer de su medio hermano. Así, ellos eran, para Juan, unos pecadores, unos infames y lo pregonaba a diestra y siniestra sumergido en su obsesión mística. En el centro de su prédica absorta que anunciaba al Mesías, él se detenía de manera preferencial en la unión de la pareja que consideraba ilícita y a la que denostaba una y otra vez usando su poder bautismal.

Herodes le temía a Juan. Su miedo radicaba en la popularidad del Bautista motivada por su desmesurada oratoria. Actuó. Ordenó que lo tomaran prisionero. Lo dejó en su cárcel. Pero aunque quizás Herodías también le temiera, era mucho mayor su rencor y su resentimiento. Estoy hablando de las elites de ese tiempo. Me refiero a cuestiones políticas. Herodes lo mantuvo en la cárcel, lo retuvo para que –es un decir– cerrara su boca. O más bien para que no fuera escuchado por el pueblo ávido de religión que lo seguía y en parte lo admiraba. Pero seguía vivo.

Pero ya se sabe que la historia se da una y otra vuelta. Siempre. La historia parece predecible porque es impredecible. Porque finalmente –a la manera de parte fundamental de las tragedias griegas– se trataba de una familia encadenada a su propia forma de funcionamiento. En definitiva Juan estaba prisionero del poder de una familia del establishment que lo mantenía bajo custodia.

Herodías tenía una aliada en su hija adolescente, Salomé. No existía entre ellas la envidia –el estereotipo con el que se caracteriza a las mujeres– sino más bien un tipo intenso de complicidad. Salomé tenía catorce años. Más adelante, mucho más adelante, se transformó en un icono de la sensualidad, en un modelo estético para las artes y la literatura, en un nombre ineludible y rotundo a lo largo de los siglos.

Salomé bailó para su tío-padrastro, Herodes. Bailó para él y sus privilegiados invitados. Pero bailó –es una hipótesis– especialmente para su madre. Bailó de una manera precisa, hipnótica, abrumadora. Y en medio de un efectismo ineludible, terminó su danza y fue entonces cuando Herodes Antipa, cautivado por los movimientos de su joven sobrina- hijastra, le exigió más baile, más movimientos, más cuerpo. Para conseguirlo, le dijo: «Pídeme lo que quieras». Y en ese preciso momento, ella se acercó a su madre para preguntarle: «Qué pido». Y Herodías entonces dijo lo único que tenía que decir: «Pide la cabeza de Juan Bautista». Después de todo, el poderoso Tetrarca, no podía retroceder frente a sus invitados y ya solo le cabía acceder.

Después el baile y después del baile la bandeja de plata y sobre la bandeja la cabeza sangrante de Juan. Las pinturas de la cabeza cercenada se sucedieron, la incierta caída de los siete velos fue mitificada hasta el paroxismo.

Pensé en el agua sobre las cabezas que Juan derramaba en los ríos a los largo de su ceremonia de bautizo. Pensé en su propia cabeza decapitada. En la incontrolable impulsividad de Herodes, en las eróticas y su transcurso líquido por los centros de poder. En la hija como arma vengativa de la madre. En la hija como ofrenda a la mirada licenciosa. Pensé en la astucia imbatible de las oprimidas, en los elementos de su expresividad. Porque Juan, en un punto, no se había equivocado, había leído una pulsión devoradora al interior de la familia, una cadena de éxtasis que los recorría y los volvía involutivos, pero, a la vez completamente legítimos en la medida que esa era su estructura. Pero Juan, desde otra perspectiva, se había equivocado al imponer su ley sobre la ley de la familia. Se empujó a la decapitación.

Me dio vueltas y vueltas esa historia en cierto sentido doble o triplemente triangular. Leí el relato “Herodías” de Gustave Flaubert, leí la obra teatral Salomé de Oscar Wilde. Después escribí vagamente. Pero lo que sí pude formular con una cierta certeza fue una imagen que me acompaña siempre: «Cuando una adolescente baila, alguien pierde la cabeza».

Y por qué no pensar en Narciso. El mito que emergió de la cultura griega. Más adelante el mismo Narciso fue retomado por Ovidio. Una historia trágica que convocaba a los dioses que no cesaban de castigar como Némesis, la diosa de la venganza. O la figura impactante de Tiresias, el vidente ciego, el que era biológicamente hombre y mujer y que aseguró que Narciso iba a vivir hasta una edad avanzada siempre que no se conociera a sí mismo. O la ninfa Eco, la bella mujer joven condenada por los dioses solo a repetir la última palabra que escuchaba. Y entre ellos, Narciso, quien finalmente se iba a ahogar en la fuente buscándose, enamorado de un sí fuera de sí. Y, como un tipo de ofrenda, después de su muerte, iba a dar origen a una flor.

No puedo dejar de pensar en los aportes de la literatura a las diversas disciplinas. El mítico Narciso en la fuente y su influencia en el sicoanálisis mediante el concepto de narcisismo como respuesta a la deteriorada imagen del sí mismo. Un yo aparentemente inmenso pero que es falso. Líquido, se podría decir, siguiendo las huellas de su genealogía. Porque como lo pensó la sicología en el XIX y más adelante el sicoanálisis, ese yo no se resolvió en el estadio del espejo de acuerdo a la producción materna como lo asegura Lacan y quedó lesionado para siempre. Neurótico. O más.

Ese Narciso en constante expansión que dice: «yo». Que dice «yo», una y otra vez porque está en pleno crecimiento hacia un gigantismo omnipotente. Ese mismo yo (que cruza la actualidad selfie más elocuente) un yo que se multiplica por los efectos de un tiempo que ahora sí necesita de una población narcisista multitudinaria para aumentar las distintas «fuentes»: de consumos, de deudas, de riesgos financieros. Las cuotas de yo mediante las que se incrementa la ultra concentración de la poderosa riqueza.

Un Narciso que se contempla en los espejos comerciales una y otra vez pues está enamorado de su propia imagen que se proyecta en la superficie del vitrina social para brillar en su reflejo tal como una foto en papel couché (una foto retocada desde luego). El Narciso reaparece en la actualidad en todo su esplendor asomado sobre la fuente móvil del consumo, escarbando sobre la chatarra cegadora que lo refleja y lo enamora. Buscando en los destellos del vidrio su imagen, cansado de mirarse, en cierto modo, porque se puede avecinar una mirada depresiva por la costumbre de encontrar solo una imagen movediza. Cansado el Narciso (que recorre las vitrinas de Occidente) de consumirse de manera inacabable a sí mismo mientras se escapa del sí mismo hasta que llega el instante final de su muerte decorada.

En fin. El Narciso mito y flor, es la figura curiosamente actual que deambula de un lado para otro. Frenético, incapaz de sumarse a los dilemas del mundo, porque yo, porque yo, yo, yo y solo yo.

Se ha reconvertido en mero selfie, en instantánea, en red, en distribución, en espejo portal (o mortal según se piense) pero los dioses no han cesado su castigo (para eso están los padres y los dioses) y han fundido a Narciso con la ninfa Eco. Porque este Narciso actual es puro eco de una última palabra que no le pertenece. Es solo el eco de una selfie, encadenada a otra selfie y a otra mientras que aúllan todas ellas por el protagonismo hasta ahogarse entre el ojo de la cámara para ser enterrado sin ceremonia alguna en el pantano acuoso y movedizo de las redes. El Narciso agota pero también seduce por su disponibilidad a la grandeza.

Es trágico el Narciso porque lo asalta el abismo de la irrelevancia y por eso su imagen más externa es tal vez la única confirmación de que sí existe y muere (como todo mortal) en esa búsqueda. Pero este último Narciso, post en todos los sentidos, es la agencia de todas las agencias, el objetivo más proclive a las capturas, el que sostiene finalmente un yo (sistema) renunciando a un probable y poético nosotros.

Pienso ahora mismo en un documental realizado por Patricio Guzmán en torno al Norte chileno: Nostalgia de la luz. El film transcurre en un espacio territorial privilegiado para estudiar las particularidades del firmamento. Un lugar de estudio, un sitio pensado para la investigación. Allí precisamente se han instalado los principales observatorios internacionales donde reinan los astrónomos y un campo amplio de especialistas. Es un espacio exacto pues, en verdad, las estrellas relumbran de un modo completamente inesperado.

El documentalista piensa el firmamento y el movimiento de los astros pero genera una sorprendente tensión del todo creativa. Lo hace volviendo sus ojos a la tierra misma, esa tierra extremosamente árida, desértica, agobiante. Porque allí, caminando de manera absorta, un grupo de mujeres sigue buscando los huesos de los ciudadanos detenidos desaparecidos chilenos desde hace ya muchos años. Decenios. Ellas buscan un hueso de sus familiares, una huella corporal que certifique que existieron, que están muertos. De acuerdo a las informaciones recogidas lo más probable es que los hicieron explotar en el desierto y, por eso, sus deudos buscan residuos, huellas, un mínimo vestigio de existencia.

Detenido-desaparecido es una categoría que ingresó en la historia política y jurídica por las dictaduras y que por el drama que porta abre un dilema crucial. Porque estas ciudadanas y ciudadanas quedaron suspendidos en un «entre» la vida y la muerte, ni vivos ni muertos. Y por eso la búsqueda ya mental, ya simbólica, ya real resulta imperativa y es la tarea que el documentalista –un infatigable trabajador de la memoria– se propuso. Porque la categoría detenido-desparecido abre un tiempo sin fin.

Y cómo no recordar aquí, a propósito de esa búsqueda que actualiza Nostalgia de la luz, el rol del agua en la vida pero también en la muerte. Me refiero de manera especial al mar donde, según testigos de las fuerzas armadas chilenas involucrados en crímenes de lesa humanidad, cientos de prisioneros políticos fueron lanzados al mar –ya vivos ya muertos– desde helicópteros militares entre 1973 y 1976. Una información posible pero también dudosa.

El agua no termina nunca. Es aguda, es crítica. Hoy se embarcan miles de personas buscando un espacio que los libere de las guerras o los alivie de una vida mísera. Las migraciones son preferentemente acuáticas, frágiles, propensas al naufragio, como antaño. Penosas. Atravesadas por una esperanza triste y soñadora. Mueren en medio del agua por la insuficiencia de las embarcaciones. Y cuando llegan se enfrenta en la nueva tierra a la desconfianza. Porque finalmente, aunque la tierra es redonda, la mente que la ordena es una insoportable cuadratura regida por un tragamonedas.