Papá estaba arreglando una bicicleta cuando llegué. Era su ocupación favorita: recogía bicicletas abandonadas, les cambiaba el neumático o la cámara, les engrasaba la cadena y los piñones o les ajustaba el manillar, y después intentaba venderlas a un precio módico a la gente del pueblo. Así solía pasar sus horas de jubilado. Papá siempre fue ducho en las actividades manuales, desde niña admiré su eficacia para solucionar cualquier rotura doméstica. Esa admiración, quizás, sea el origen de mi ineptitud cuando intento unir los cables de un portalámparas o cambiar el cuerito de la canilla: íntimamente, aún espero que él aparezca y lo arregle todo.

Bajé del bus en aquella apartada localidad agrícola, caminé dos cuadras arrastrando el trolley y llegué al edificio. En vez de subir al departamento me dirigí al garaje; intuí que estaría en pleno trabajo, con las manos sucias y una llave inglesa en la mano, tal como solía describirse cuando le preguntaba qué tal le había ido el día, en las esporádicas llamadas telefónicas que manteníamos. Y así fue como lo encontré: sentado en un banquito, quieto, observando uno de los pedales de una vieja bicicleta. No notó mi llegada, parecía no escuchar el traqueteo de las ruedas del trolley. Estaba inmóvil, como hipnotizado.

Hola, pa, lo saludé a sus espaldas, pero no respondió.

¡Pa!

Se giró, por fin. Qué susto le di.

—¡Claudia, llegaste! Cuánto tiempo, hija. ¿Por qué tardaste tanto?

—El avión se demoró una hora, y perdí el bus. ¿Vos cómo estás?

Se levantó con dificultad y se frotó las rodillas. Me dio un abrazo contenido y un par de palmadas en la espalda. Me dijo «qué haces, nena». Yo le di un beso en la mejilla.

Apoyé en el suelo la cartera que me colgaba del hombro y él volvió a sentarse para seguir inspeccionando su pedal. Le hablé de la demora del viaje, de cuánto quisiera no volver a volar con esa aerolínea de mierda, pero qué baratos los pasajes, le dije que estaría cuatro días con él, que venía a hacerle compañía y que a ver qué pensás hacer.

Papá decía a todo que sí pero no me escuchaba. Seguía atento al pedal y al plato de la bicicleta. Trataba de ajustar un tornillo con la llave inglesa, pero un ligero temblor en la mano derecha le impedía maniobrar con precisión.

—Subo a la casa. ¿Te queda mucho? ¿Almorzaste?

—Termino con esto y preparo algo de comer.

Eran las dos de la tarde. Qué extraño que aún no hubiese almorzado.

Desde que se quedó solo meses atrás —Gabriel, mi hermano menor, fue el último en irse—, el ánimo de papá dio un volantazo. En el teléfono su voz sonaba deshilachada, y apenas contestaba mis mensajes. Nadie de la familia conocía detalles de su vida reciente.

Subí las escaleras con un deje de alegría. Hacía un año que no visitaba esta casa en la que solíamos vivir los cinco después de haber emigrado. Era la segunda casa en la que papá intentó darnos cobijo. La primera, hoy a tantos kilómetros de distancia, la había construido con sus propias manos, esas manos que años después tuvieron que contar un raquítico fajo de billetes, el dinero que recibió después de malvenderla.

En el nuevo país dio con este departamento de alquiler; amplio, luminoso, capaz de contenernos a todos. Primero vinieron él y Gabriel, después mamá y mi hermana mayor, y finalmente yo. El vértigo que acarrea respirar aires nuevos, la necesidad de protección inherente al desarraigo, el extravío de los detalles que definían nuestra cotidianidad, todo ello nos forzó, durante los primeros años, a mantener una férrea unión familiar, a no romper la armonía, a estar juntos y consolarnos en caso de caer presa de súbitos raptos de angustia. Si alguno se sentía atenazado por la pena, nunca faltaba un abrazo o un beso en la frente. Éramos irrompibles. La caja de cristal, sin embargo, no tardó en resquebrajarse. Para sobrevivir en tierra ajena es preciso echar unas mínimas raíces y nutrirse de ese suelo. Un día advertís que te causan risa los chistes de esos programas de TV que antes te resultaban tontos, o que incorporaste a tu habla cotidiana giros propios de la lengua de acogida. Te sentís adaptada al nuevo país e inadaptada al nido familiar. Ya fortalecida, dejás que el viento te lleve. Yo fui la primera en volar: me fui a estudiar a Londres. Al poco tiempo, mi hermana consiguió trabajo en Francia. Mamá hizo las valijas con el pretexto de que necesitaba vida de ciudad y se fue a Madrid, a casa de una prima lejana. Un año después, mi hermano tramitó el permiso de conducir y emigró a Alemania. La vida en ese pueblo era siempre más alienante. No teníamos amigos ni trabajos dignos. ¿Por qué seguir allí? Pese a que todos hubiéramos marchado, papá se resistía a deshacer este segundo nido, que ahora, seguramente, rebosaba de vacío, de eco atronando en ventanas y paredes.

Apenas abrí la puerta del segundo tercera vi en el suelo del recibidor decenas de cajas con tornillos, tuercas y clavos, apiladas una sobre la otra. Estuve a punto de patear una de las cajas y desparramarlo todo. Sobre la mesa del comedor había más y más cajas; contenían papeles, recortes de diario, fotos viejas, libros. Me hubiese gustado tirarme en el sofá y descansar del viaje, pero el sofá era el territorio de los electrodomésticos desmontados: una vieja computadora, un exprimidor, una plancha, una radio, oxidados artefactos que me mostraban sus metálicas vísceras. Me senté en una silla y me saqué los zapatos. En la pared frente a mí, antes vacía, ahora estaba cubierta de viejas fotografías, casamientos en blanco y negro, retratos de infancia, hombres con espesos bigotes y pobladas patillas, mujeres con hombreras, mamá sin arrugas, papá sin barriga. Algunas estaban enmarcadas, otras pegadas con cinta scotch. Jamás en mi vida había visto esas imágenes.

Revisé el resto de habitaciones de la casa. En la matrimonial yacían seis enormes bolsas negras que parecían contener ropa vieja. En la que yo solía ocupar había libros, muchos libros viejos que desprendían un intenso olor a humedad. La antigua habitación de mi hermana era la de los muebles desarmados: camas, sillas y mesas en reparación, amontonados sin orden ni concierto. La habitación de mi hermano, la más pequeña, estaba cerrada con llave.

Una rancia bola de aire me recibió cuando entré en la cocina. No puede ser, dije, y me propuse dedicar buena parte de esos días a limpiar la casa a fondo. Imaginé que en la heladera ya habría algo preparado, sobras de la noche anterior que papá, como era su costumbre, recalentaba al día siguiente. Pero ahí adentro apenas vi un par de frutas, dos cebollas, un limón reseco y huesos de pollo. Abrí la alacena y encontré un frasco de salsa alla calabrese y un paquete de farfalle. Decidí preparar un sencillo plato de pasta.

Puse agua en el fuego y aceite en la sartén. La cocina también lucía atestada de objetos. Sobre la mesada se apiñaban varios tarros de especias, pero estaban todos vacíos. Necesitaba sal. No la encontré en la alacena. Rebusqué sobre la mesa junto a la heladera, y entonces detecté que bajo la puerta que da al balcón salía una gruesa caravana de hormigas; caminaban junto al zócalo y se metían debajo de la mesa, detrás del tacho de basura y de una caja en la que papá almacenaba las botellas usadas. Era un sendero inquieto y voraz, me recordó a la ruta Ho Chi Minh, soldados vietnamitas acarreando víveres, armas y niños en sus espaldas por entre la jungla salvaje. Uf, protesté, seguro que se habrá caído algo dulce o un pedazo de carne. Aparté el tacho, después la caja y unas botellas de vino. Había muchas botellas vacías de vino barato. Cuando descubrí el destino de las hormigas di un salto y grité. No podía creerlo: era un pájaro con la barriga abierta y las tripas desparramadas, un festín para los insectos que escarbaban con desespero los órganos del desgraciado animal. Mientras una parte del pelotón devoraba con furia el estómago y los intestinos, otras se encargaban de la cabeza y los ojos. No era un gorrión, ni una paloma ni ningún pájaro de la zona. Tenía el tamaño de una codorniz, pero el pico era largo y curvo, como de gaviota.

Permanecí un minuto o dos observando el andar de las hormigas sobre la superficie viscosa, su fervor al arrancar trozos de carne, su andar errático, el temblar de las antenas, el entusiasmo con el que emergían de los cuencos vacíos del animal. Quedé obnubilada. Era un espectáculo repugnante y hermoso.

El olor a podrido me devolvió la consciencia y me levanté. Salí al balcón, necesitaba tomar aire. Allá abajo, papá aún intentaba ajustar el pedal de la bicicleta. Tenía tiempo para eliminar todo rastro de esa pequeña gran carnicería. Agarré el cadáver con papel de diario y lo envolví. Regueros de hormigas se desprendían de las tripas en descomposición, pero se incorporaban y volvían a la presa. Levanté el paquete, pesaba más de lo que había imaginado. Lo metí en dos gruesas bolsas negras de plástico, bien atadas. Con la escoba procuré juntar la mayor cantidad de hormigas, aunque eran demasiado escurridizas. Revisé otros muebles y di con un veneno de cucarachas. Rocié junto al zócalo, muchas hormigas murieron en el acto y otras salieron despavoridas en todas direcciones. El agua de la pasta comenzó a hervir. Apague el fuego, salí de la cocina y del departamento con el cadáver en la bolsa.

Fue al salir al rellano cuando noté que me temblaban las piernas. Cerré con llave y bajé las escaleras. En esos tres pisos camino al garaje pensé en la soledad como una tormenta que rompe y moja, que nos deja desnudos y empapados en una avenida desierta. La soledad nunca se elige. La soledad es un dolor oxidado en el pecho que se remedia con perdón, y si el perdón no funciona solo puede remediarlo la muerte.

—Pa, cambié de idea —le dije con urgencia—. Mejor vayamos a comer al restaurante del pueblo.

Me tragué las lágrimas antes de hablar. Y las preguntas.

El silencio que dominó nuestro lento andar al restaurante solo era interrumpido por el arrullar de las plantaciones de maíz al costado de la ruta. Miré a papá de reojo, que caminaba con la vista pegada al suelo. Mil ideas surcaban inquietas y hambrientas por mi cabeza. Ese era el momento para convencerlo de que abandonara ese pueblo de mierda y se viniera a la ciudad, para preguntarle qué íbamos a hacer si le pasaba algo a tanta distancia, para recriminarle que no podía seguir rodeado de toda esa basura. Pero no fui capaz de articular palabra.

Entramos en el restaurante, escogimos una mesa y nos sentamos frente a frente. Era un salón austero, de paredes blancas decoradas apenas por un crucifijo y una imagen de San Francisco de Asís. De la decena de mesas disponibles, solo tres estaban ocupadas. Justo antes de colgar la cartera en el respaldo de la silla libre de al lado, advertí, con pavor, que aún traía conmigo la bolsa de plástico. Tan sumergida en mi extravío mental, había olvidado tirarla al contenedor. Me faltó el aire, empecé a sudar, las piernas me volvieron a temblar.

—¿Estás bien, hija?

Sí, sí, dije, algo cansada del viaje, nomás.

Empujé ligeramente la silla a mi lado para que la bolsa quedara oculta bajo la mesa. No quería que papá notara nada extraño, esos cuatro días debían transcurrir con total normalidad.

Se acercó el camarero. Papá pidió un plato de ravioles y vino tinto. Yo escogí lo primero que vi en la carta: pechuga de pollo con ensalada caprese. Durante la comida, a papá le temblaba la mano al agarrar el tenedor. Ese era el momento, me dije. Tenía que hablar, inquirir, proponer. Pero en realidad solo deseaba llorar.

Suspiré, tomé agua y sumé coraje para contarle cualquier cosa, lo primero que ayudara a romper ese silencio que ardía como urticaria. Le hablé de las desventuras de mi nueva vida de freelance, de cuánto subieron los impuestos, del resultado de las últimas elecciones. No dije nada de mi vida sentimental.

De reojo, advertí que algunas hormigas empezaban a salir de la bolsa.

Traté de continuar. Hablaba con monosílabos, de forma inconexa. Sudaba. Me tragué un pedazo de pechuga sin masticarlo.

Sentí vértigo. Miedo. Quise llorar. Llorar y que papá me abrazara y me dijera tranquila, muñeca, y acurrucarme en su pecho.

Tomé de su vino y le hablé, por fin, de mi intención de rescindir el contrato de su departamento y llevármelo a la ciudad. Él levantó la vista por primera vez. Estarás un tiempo en mi casa y después vemos. No pude mencionar la palabra geriátrico.

Papá trituró con los dientes una cáscara de pan. Su gesto calmo se rompió cuando arrugó la frente y frunció la nariz. «¿Qué te pensás, Claudia?», me increpó, «¿que podés decidir por mí?»

Las hormigas ya salían por decenas.

—¡Yo acá tengo mi vida!

Los oídos se me embotaron por los gritos de papá, pero también por los crujidos del plástico a mi lado. Algo puntiagudo empujaba desde el interior de la bolsa hasta que consiguió agujerearla. No llegué a ver qué era, porque me levanté y salí del restaurante, aterrada, con la boca abierta pero en silencio. Fui incapaz de agarrar la bolsa y tirarla a la calle.

Me aferré a un poste de luz y me tragué el llanto. Luché para eliminar mis ideas oscuras y volver a entrar. Entonces, desde la vereda oí el grito de papá. El camarero y los otros comensales también gritaron.