Los turistas arrojan sus Polaroid estropeadas donde los españoles arrojaban a los esclavos inútiles; y, de vez en cuando, un turista une su tumba a las de los cinco siglos anteriores. Por lo más preciado, conviene eludir las sonrisas que aparecen en el reflejo de las olas.

 

El viejo capataz de la plantación de cocoteros fue el primero en verlo.

Aquel día soplaba con fuerza un cálido viento del sur. Más allá de la broza de las palmeras, la calima cubría la playa, y la superficie del mar Caribe se rizaba como si mil millones de demonios blancos marchasen hacia Cuba, a más de seiscientos kilómetros al norte. Cuando bajé a averiguar qué estaba mirando don Pa’o Camul, apenas pude mantener los ojos abiertos a causa del resplandor de la arena arrastrada por el viento.

La playa se extendía desierta hasta el neblinoso horizonte: coral blanco deslumbrante, marcado tan sólo por los jeroglíficos que dibujaban la brea y las algas varadas.
–¿Qué? –grité por encima del aullido del viento.
–Caminante.

Escruté la playa con más interés. Había oído hablar de los caminantes, los viajeros de antaño, que pasaban su vida recorriendo arriba y abajo aquella extensa costa indómita. Una de las manchas oscuras parecía moverse.
–¿Caminante maya?

El anciano, que tendría unos diez años menos que yo, lanzó un fuerte escupitajo a un cangrejo carroñero que pasaba a su lado.

–Gringo. –Me miró de reojo con severidad, como siempre que usaba aquella palabra. Después, su rostro adoptó una de esas expresiones montaraces mayas que podían significar cualquier cosa o ninguna, y echó a andar hacia el acantilado, de vuelta a su comida, dando palmadas al enorme y anticuado machete que llevaba al cinto.

Incluso en este lugar se encuentran voces incongruentemente juveniles como la suya; provienen de los despojos humanos que se dejan arrastrar hacia latitudes tropicales con la esperanza de aclararse las ideas en algún momento, al cabo de días o años.

La sal y la arena me empastaban los ojos. Me marché también, y cuando estuve en mi patio sacudido por el viento me dispuse a esperar.

Al fin, caminando con pesadez por la orilla, apareció un esqueleto negro; una figura escuálida de pelo encrespado. Cuando se detuvo ante la palmera que hacía de mojón y se giró para mirar hacia el rancho, medio esperé ver el resplandor del mar entre sus costillas.

El rancho lo formaban cinco chozas pequeñas de techo de paja dispuestas en una línea irregular, tres secaderos de copra y un pozo con un torno. En un extremo estaba la casita de dos habitaciones del propietario, que yo había alquilado y en cuyo patio me encontraba.

La aparición echó a andar directamente hacia mí. Cuando estuvo más cerca vi que, en efecto, era un gringo. Los mechones de pelo y barba que le azotaban la cara curtida por el sol mostraban vestigios de un color rosado bajo la capa de mugre gris. El cuerpo demacrado estaba negro como un tizón, con unas cuantas cicatrices blancas en las piernas, y estaba desnudo salvo por unos pantalones cortos raídos y unas recias sandalias de cuero. Llevaba colgados de los hombros un harapiento sarape enrollado y una cantimplora. Podría tener treinta años o sesenta.

–¿Podría darme un poco de agua, por favor?

Hablaba un inglés algo oxidado, pero lo que me sobresaltó fue la voz: clara y juvenil, salida directamente de los barrios residenciales del Medio Oeste.

–Por supuesto.

El sol arrancó destellos del cuchillo para tiburones perfectamente afilado que el recién llegado llevaba al cinto. Señalé un rincón sombreado del borde del patio y se dejó caer allí, donde yo podía vigilarlo; luego entré en la casa. Incluso en este lugar se encuentran voces incongruentemente juveniles como la suya; provienen de los despojos humanos que se dejan arrastrar hacia latitudes tropicales con la esperanza de aclararse las ideas en algún momento, al cabo de días o años. Algunos despiertan compasión; otros son peligrosos mientras duran. Sabía que unos ojos rasgados nos observaban desde el rancho, pero no podían ver el interior de la casa; y, en cualquier caso, sólo un idiota confiaría en que un maya fuera a proteger a un viejo gringo de otro.

La criatura nos miró por encima de sus barbas con el recelo ampuloso que la había transportado desde el Jurásico, dio dos cabezadas ridículas y se marchó anadeando con la cola levantada.

Pero cuando volví a salir, el hombre seguía donde lo había dejado, contemplando la deslumbrante superficie rizada del mar.

–Muchas… gracias.

Bebió un trago lento y tembloroso, y luego otros dos, y se sentó más erguido. Después destapó la cantimplora, la enjuagó y la llenó cuidadosamente con la jarra antes de beber un poco más. Echó el agua del enjuague a mi ralo plantón de casuarina. Me fijé en que la cantimplora envuelta en tela era una robusta Sealite anodizada. El cuchillo era un viejo Puma de primera calidad. Las sandalias, aunque desgastadas, también estaban en buenas condiciones, y que las calzase era un indicador tanto de posición social como de sensatez. Cuando volvió a levantar el vaso, los ojos de aquel rostro curtido por el sol me dirigieron una mirada firme y despejada, de color avellana claro.

Cogí mi taza de té frío y me recliné.

–Buut ka’an –dijo el joven desconocido, pronunciando el chasquido maya–. El Rellenador.  Sacudió la barba desaliñada en medio del brillante vendaval que nos envolvía, y se explicó entre trago y trago–: Lo llaman así… porque sopla hasta que llena completamente el norte, ¿sabe?…, y entonces regresa como un ciclón en forma de viento del nordeste.

Un trozo de papel mecanografiado por mí llegó revoloteando del vertedero local. El desconocido lo pisó con la sandalia, lo alisó, lo dobló y se lo guardó en la mochila. Cuando se movió, la raíz de una palmera cercana se irguió repentinamente y se convirtió en una gran iguana. La criatura nos miró por encima de sus barbas con el recelo ampuloso que la había transportado desde el Jurásico, dio dos cabezadas ridículas y se marchó anadeando con la cola levantada.

Los dos sonreímos.
–¿Más agua?
–Sí, por favor. El agua de aquí es muy buena –declaró como si fuera un hecho establecido, y así era.
–¿Dónde llenó la cantimplora?
–En Pájaros. Punta Pájaros. ¡Buf!

Volví a llenar la jarra, con cierto malestar. Todos los ríos y arroyos de tierra adentro desembocan en la laguna que hay a un kilómetro al sur. Incluso teniendo en cuenta que viajaba hacia el norte, con el viento a favor, ¿de verdad que este hombre, o muchacho, había recorrido los casi cincuenta kilómetros de arena ardiente y reseca entre este lugar y el faro de Pájaros con sólo aquella cantimplora? Además, en Pájaros tampoco hay agua; los pescadores que acampan allí llevan de vez en cuando un bidón lleno, pero en general se cree que subsisten a base de cerveza, tequila y otros líquidos que normalmente no se consideran potables. Pensé que no era de extrañar que hubiera enjuagado la cantimplora, y fui a por un paquete de pastillas de sodio. Incluso cuando no soplaba el Rellenador, en aquella costa ventosa era posible deshidratarse sin darse cuenta hasta sufrir un fallo cardíaco.

Como muchos otros psicólogos experimentales, lo he pasado realmente mal intentando explicar a algún desconocido angustiado que los amplios conocimientos sobre el comportamiento cognitivo de las ratas no tienen aplicaciones clínicas.

Pero rechazó las pastillas distraídamente, sin dejar de mirar el mar.
–Todos los electrolitos que necesitamos están ahí; basta con tener cuidado. La sangre es en realidad agua de mar modificada, ¿sabe?

Se levantó y se volvió para mirarme de hito en hito, casi como si me evaluara. Vi que desviaba los ojos hacia la esquina de la habitación que había detrás de mí, a las estanterías de madera de deriva y apenas visibles al otro lado de las puertas correderas de cristal, atascadas desde hacía mucho. Hizo un gesto de asentimiento.

–Me han dicho que tiene muchos libros. Muy pesados… densos. Libros sicológicos. ¿Es verdad?
–Hum.

Aquella visita fortuita había tomado un giro desagradable. No era raro que supiera cosas sobre mí; los cotilleos llevan tres mil años recorriendo esta costa. Pero de repente tenía la impresión de que lo había traído algo relacionado con esos «libros sicológicos pesados», y eso me inquietaba. Como muchos otros psicólogos experimentales, lo he pasado realmente mal intentando explicar a algún desconocido angustiado que los amplios conocimientos sobre el comportamiento cognitivo de las ratas no tienen aplicaciones clínicas.

Pero el radar le funcionaba perfectamente. Ya estaba recogiendo la cantimplora y echándose al hombro el sarape.
–Mire, no quiero molestar. La brisa está amainando; dentro de poco se estará bien. Con su permiso, bajaré hasta aquel gran tronco varado y descansaré un rato antes de seguir. Gracias por el agua.

La «brisa» corría a unos rugientes treinta nudos, y el gran tronco de caoba de la playa era casi invisible a causa de la arena arrastrada por el viento. Si aquello era un ardid de algún tipo, era ridículo.

–No es molestia, de verdad. Si quiere esperar, quédese aquí a la sombra.
–No es la primera vez que duermo junto a ese tronco. –Me sonrió desde su altura esquelética. No hablaba con tono jactancioso, sino amable y decidido; tenía los dientes muy blancos y limpios.
–Al menos acépteme un par de pomelos; tengo más de los que puedo comer.
–Oh, de acuerdo, estupendo…

Retrospectivamente, es difícil decir cuándo y por qué empezó a parecerme importante que se quedase allí y no siguiera su camino. Es indudable que, para entonces, la impresión que me daba había cambiado radicalmente. Lo veía como alguien bien adaptado a aquel país y a su extraña vida, fuera la que fuese; sin duda, más competente que yo. No era ningún despojo humano. Y no necesitaba ayuda en el sentido normal de la palabra. Pero según iba pasando el tiempo, algo, quizá una proyección mía, quizá el implacable aullido del viento de aquel día, quizá lo insólito del resplandor del mar reflejado en sus ojos claros, me transmitió la impresión de que era alguien… marcado. No «condenado», en absoluto (no era una situación especialmente extraña en aquella tierra, sobre todo si uno olvidaba hacer una contribución a las autoridades adecuadas). Tampoco cargaba las cicatrices emocionales de un trauma, ni lo acosaba un enemigo. Simplemente tuve la sensación inquietante de que, en aquella época, mi visitante mantenía una relación especial con alguna fuerza oscura y poderosa; que estaba particularmente indefenso ante… No sé ante qué; sólo que lo estaba esperando más adelante, en su camino por la arena solitaria.

Pero su conversación, al principio, no habría podido ser menos inquietante. Mientras se guardaba los pomelos no muy frescos, me dijo que venía a recorrer la costa todos los años.

–A veces llego hasta Belice antes de tener que dar media vuelta. Usted no estaba aquí cuando pasé de camino al sur.
–Así que ahora va de vuelta a casa. ¿Ha llegado a Belice?
–No. Los negocios se alargaron demasiado. –Apuntó con el mentón barbado vagamente en dirección a Yanquilandia.
–¿Puedo preguntar de qué negocio se trata?
La sonrisa le dio el aire de un esqueleto negro burlón.
–Diseño piscinas en Des Moines. Mi socio se encarga de casi toda la instalación, pero necesita mis diseños para los encargos a medida. Empezamos hace cinco años, cuando íbamos a la facultad. El negocio fue realmente bien; pero se volvió tan absorbente que tuve que marcharme. Y encontré este lugar.

Me serví un poco más de té mientras asimilaba sus palabras. Me pregunté si mi trozo de papel acabaría convertido en un boceto para el jardín de algún honrado ciudadano de Iowa.
–¿Se ha cruzado alguna vez con alguno de los viejos caminantes?
–Sólo quedan unos pocos; ya son viejos. Estrella Escondida Camal. O Camol o Camul; eso aquí es como Smith, ya sabe. Ya no se aleja mucho de Pájaros. Y No Señales el Arcoíris.
–¿Cómo?
–Otro viejo caminante; no sé cómo se llama. Un anochecer estábamos viendo escampar tras una tormenta, ¿sabe? Quizá se ha fijado usted en que a veces se despliega un fantástico arcoíris doble o triple.

Aquél era el primero que veía. Lo señalé, y él se puso nervioso y me obligó a bajar el brazo. «¡No puncte!». –Se frotó el codo, rememorando–. No habla mucho español, pero se las arregló para explicarme que algo malo saltaría desde el arcoíris, me bajaría corriendo por el brazo y se me metería en la oreja. Así que siempre que me encuentro con él le digo «No puncto», y nos echamos unas risas. Mi visitante parecía disfrutar conversando con alguien que conocía un poco esta costa, a diferencia de sus clientes de Des Moines. Pero seguía escrutando el mar agitado por el viento, y no se había descolgado del hombro el sarape enrollado.

–¿Cómo ha cruzado esas dos bahías enormes que hay desde Belice? No las habrá rodeado a pie. ¿O es que por fin han abierto caminos tierra adentro?
–Todavía no. Imposible. Lo que no está bajo el agua son tierras tribales protegidas por tratados. Vi una foto aérea con tres poblados sin nombre. Pero conozco un par de sac bés, las viejas carreteras mayas, ya sabe. Ahora no son más que rebordes de piedra caliza. Una noche vi a un hombre en una; estaba desnudo. Desapareció como…¡zum! En este viaje tenía intención de recorrer una de vuelta, pero…
–Volvió a mirar a lo lejos; el viento le hizo fruncir el ceño–. No me gustaba la idea de adentrarme tanto en… tierra.
–Entonces, ¿cómo ha cruzado?
–Oh, me gano el pasaje en un barco de pesca, trabajando. Arreglando cosas. Es increíble lo que este clima les hace a los motores. Los mantienen en marcha a base de cordel y cerveza. Hay un par de tipos que me esperan todos los años. Me gustaría dejar un juego de herramientas, pero… Los dos sabíamos qué pasaría.
–A veces –prosiguió– me llevan todo el trayecto; otras me dejan en Punta Rosa, sigo a pie hasta Espíritu Santo y allí cojo otro barco.

Le pregunté por el misterioso tramo de costa situado entre las dos bahías.
–Casi todo el litoral es rocoso; hay que vigilar la marea. Pero hay una vieja senda para todoterrenos en lo alto del acantilado. Cinco…, no, espere…, seis plantaciones de cocoteros. Y el Palacio de los Pepinillos. ¿Ha oído hablar de él?
–¿Quiere decir que existe de verdad?
–Oh, sí. Era de un político mexicano increíblemente rico. Lo de los pepinillos era un negocio accesorio. Supongo que quería un paraíso privado. Torretas, ventanas con vidrieras, al menos una docena de casas para invitados, todo alicatado. Una pista de aterrizaje. Y absolutamente todo el material lo llevaron en barcazas cruzando el arrecife. Dicen que al final lo visitó sólo un par de veces; a sus amantes no les gustaba. Por supuesto, ahora está todo cubierto de maleza. Hay un viejo guardián que poda de vez en cuando y cultiva maíz junto a la fuente. El caso es que todo lo de allí está construido con un gusto exquisito. Es realmente encantador. Art déco de primera, de los años treinta.

Aquellas palabras sonaban incongruentes en boca de aquel desconocido casi desnudo y asilvestrado, igual que el propio Palacio de los Pepinillos, y erosionaban mi sentido de la realidad. Suele pasar en Quintana Roo.

Aquellas palabras sonaban incongruentes en boca de aquel desconocido casi desnudo y asilvestrado, igual que el propio Palacio de los Pepinillos, y erosionaban mi sentido de la realidad. Suele pasar en Quintana Roo.

–Y parece que nadie lo ha saqueado. Fui a la cocina y allí estaba lo que debe de ser el primer microondas del mundo. No me quedé mucho tiempo, había un tigre durmiendo en la sala.
–¿Quiere decir un jaguar?
–No. Un auténtico tigre de Bengala, con rayas. Y enorme. Se ve que el dueño tenía un zoo; también había aves que no son de la zona. El tigre estaba en un sofá de terciopelo blanco, profundamente dormido panza arriba con las zarpas cruzadas sobre el pecho. Era lo más hermoso que he visto nunca… –Parpadeó, y añadió en voz baja–: Casi.
–¿Qué pasó?–Se despertó, saltó por encima de mí y salió por la puerta. –Mi invitado sonrió como si estuviera contemplando el vuelo de la fiera–. Por supuesto, yo me lancé al suelo y me arrastré como loco en sentido contrario. Nunca se lo conté a nadie. Pero cuando regresé, un par de años después, encontré su calavera clavada en la pared. Una pena.
–Una historia preciosa.
–Es cierta.
–Lo sé –me apresuré a responder al oír su tono–. Sé que lo es. Por eso es buena. Las historias inventadas no cuentan… Mire; el viento no va a amainar pronto. ¿No le apetece entrar y lavarse, o lo que sea, mientras preparo algo de comer? Hay té, o puede tomar una Coca-Cola o una cerveza, si lo prefiere.
–Muy amable por su parte. El té está bien.

Al seguirme captó su reflejo en el cristal salpicado de arena y dejó escapar un silbido. Entonces oí un golpe metálico: se había quitado rápidamente el cinturón del machete y lo había dejado en el umbral.
–De verdad que es usted buena gente, ¿sabe?
Señalé la vieja ducha de depósito superior.
–No se limpie demasiado o atraerá a los jejenes.

Se echó a reír, el primer sonido juvenil y despreocupado que le había oído emitir, y se volteó los bolsillos; estaba claro que pensaba meterse bajo la ducha con pantalones y todo.

Puse la tetera al fuego, en la cocina de gas de un solo quemador, y preparé una bandeja con queso y jamón cocido. El visitante regresó justo cuando yo estaba llenando la tetera, y estuve a punto de derramarnos el agua por encima.

Seguía teniendo la piel ennegrecida por el sol, y mostraba unas cuantas cicatrices más allí donde parecía haberse enredado con un arrecife de coral. Los pantalones cortos mojados seguían siendo básicamente caqui, pero unos motivos florales mexicanos alegraban la tela, y donde ésta acababa, en la cintura y los muslos, se veían líneas rosadas de piel sin broncear. Remataban el efecto, literal y figuradamente, la barba y el pelo húmedos y alisados; libres de suciedad, eran de un vivo rojo cereza que parecía llamear, un color que rara vez había visto en la naturaleza o en ningún otro lado. Parecía totalmente ajeno a su cambio de aspecto, y se asomaba con precaución por la esquina de la cocina para observar la pared cubierta de libros.

–¿Le gustan las historias? –preguntó.
–Sí.
–Le ofrezco una buena a cambio de un poco de ese jarabe de arce que tiene ahí. Quiero decir, una anécdota verdadera. Me gustaría preguntarle una cosa en relación con ella.

Reordenar la bandeja y mis percepciones me distrajo lo suficiente para no dejarme llevar por las sospechas, y me limité a responderle:
–Será un placer.

Me observó con agradecimiento mientras yo vertía una porción generosa de jarabe en una bolsa de plástico y, para más seguridad, la colocaba en un bote de detergente que el mar había dejado bien limpio.
–Usted también recoge cosas de la playa –dijo.
–Es mi supermercado –contesté.
–Es cierto. –Volvió a ponerse serio–. Todo lo que uno necesita… lo trae.

Cuando nos habíamos puesto cómodos me di cuenta de que el Rellenador se había aplacado ligeramente. Las hojas de los cocoteros barrían la arena agitadas por un viento que había perdido un decibelio o dos, y el mar empezaba a recuperar el maravilloso color turquesa caribeño, con vivas manchas verde lima allá donde había corales en aguas poco profundas. En la bahía, los blancos lemmings de espuma seguían corriendo hacia el norte, pero el arrecife lejano era ahora visible; parecía un gran banco de nieve revuelto y en ebullición, y desprendía reflejos diamantinos bajo el sol de la tarde. La noche sería agradable.

–La historia empieza aquí mismo; de hecho, junto al cabo norte.–Mi invitado señaló a la izquierda con el trozo de queso que sostenía, y luego le dio un bocado–. Aquella noche en concreto era fantástica; todo en calma, luna llena. Se podían distinguir los colores. Era como mirar a través de una tela oscura en un día soleado, no sé si me explico.

Asentí. Era una descripción perfecta.

–Yo caminaba mirando el mar, como siempre. ¿Sabe que hay un antiguo paso que atraviesa el arrecife? Ahora no se puede ver. –Miró a nuestra izquierda y dejó el queso, distraído–. Bueno, sí, se puede si se sabe dónde está. En cualquier caso, fue allí donde vi que sobresalía un poste. Bueno, primero lo vi, luego dejé de verlo y después volvió a aparecer, brillando a la luz de la luna. Supuse que algún idiota había intentado marcar la situación del paso, pero después me di cuenta de que estaba suelto y oscilaba con la corriente. Supongo que sabe que por toda esta zona circula una corriente de unos tres nudos en dirección norte.
–Lo sé. Pero, mire, coma primero; la historia, después. Ese queso se va a morir de viejo.

Le pasé un poco de jamón en una tortilla de maíz. Me dio las gracias, mordió un buen bocado y se lo apoyó en la rodilla; aún tenía los ojos fijos en el arrecife, como intentando recordar todos los detalles.
–Empecé a caminar más despacio para mantenerme a la altura del poste. Cada golpe del oleaje lo acercaba un poco más. Seguía desapareciendo casi por completo y luego resurgía más grande que antes. Durante un rato pensé que podría tratarse de un enorme tubo fluorescente, ya sabe cómo los hacen oscilar las olas, pero cuando llegó a este lado del arrecife me di cuenta de que no podía existir un tubo tan grande, y además tenía adherida una especie de… algo. Tras atravesar el arrecife empezó a dirigirse al norte a buena velocidad. Un gran poste en el mar que oscilaba verticalmente y se hacía más corto y más largo; a veces llegaba a asomar dos metros. Seguí caminando a su altura, desconcertado. Para entonces había supuesto que podría ser el mástil de una boya, y quizá arrastraba una cadena que lo mantenía erguido.

Interrumpió su relato y dijo en otro tono:
–Ese chico de la gorra azul… ¿Lo conoce?

Miré a mi vez. Al otro lado de la duna que se extendía junto al rancho vi desaparecer una ajada gorra de capitán de un vivo color azul. Lo reconocí.

–Es Ek. El niño local. –Me di un golpecito en la sien, en el gesto universal que en este lugar significa «hijo de Dios»–. Es el hijo de la hermana de la esposa de alguien y el primo de otro alguien. Una especie de guardia autonombrado.
–Cuando vine el año pasado me obligó a alejarme del pozo, armado con un machete.
–Creo que es inofensivo. Pero fuerte.
–Sí… Bueno, como iba diciendo: esa cosa, fuera lo que fuera, me tenía fascinado. Cuando se atascaba en algún sitio, me sentaba y esperaba a que siguiese adelante. Lo quería, ¿sabe? Si era una boya con instrumental, quizá hubiera algo valioso. Hay gente a la que han dado recompensas por devolver… Bah; no. Así lo racionalizaba. La verdad es, sencillamente, que lo quería. Tenía la sensación, aunque suene disparatado, de que era para mí. No sé si me explico. Ya sabe: algo viene del mar, y uno está completamente solo…
–Sé exactamente a qué se refiere. Esta bandeja llegó así, con el viento del nordeste. Dediqué media mañana a pescarla.

Movió aquella cabeza de color asombroso en un gesto de asentimiento, al tiempo que tocaba con delicadeza la bandeja de madera, como si yo hubiera superado una prueba.
–Sí. Todo lo que uno necesita… Llegó un momento en que la marea empezó a bajar, y vi que aquella cosa no se iba a acercar más durante un rato. Pero estábamos más o menos a mitad de camino del cabo donde arranca la resaca. Lo que llaman cabo por aquí es casi tan liso como la palma de la mano, pero aquel sí que desviaba la corriente. Está a unos quince kilómetros. Un yanqui chiflado intentó construir allí un complejo turístico. Lirios.
–Lirios, sí. Llegué aquí el año en que el Gobierno lo obligó a marcharse. Uso inadecuado de terreno agrícola, dijeron. Al parecer, aquel tipo dejó a deber dinero a todo el mundo. Supongo que antes de eso lo desplumaron a base de bien. Tenía grandes planes. ¿Queda algo de aquello?
–Sólo unos pocos cimientos con un bonito embaldosado, y parte de una oficina portátil. Un tipo de Tres Cenotes, un tal Pedro Ángel, está allí con su familia; tiene una cantina poco abastecida y algún negocio más. El pozo sigue funcionando; habría recogido agua allí si no me hubiera encontrado con usted.

Pensé en aquellos kilómetros extra y meneé la cabeza.
–Ek no debería haberle hecho eso. Hablaré con don Pa’o.
Me miró de reojo, al estilo maya.
–No se moleste. Quiero decir… No serviría de nada. Gracias, de todas formas. Mire, ¿seguro que quiere oír la historia?
–Seguro. Pero me gustaría que acabase con el sufrimiento de ese jamón cocido; lo ha cogido y lo ha vuelto a dejar seis veces. ¿Prefiere comer otra cosa?
–Oh, no; esto está muy bien.

Obediente, dio un par de bocaditos y bebió un poco de té; en aquel momento pareció mucho más joven, casi un niño. Seguía con la mirada fija en el arrecife; el oleaje se había calmado aún más y hasta yo podía ver la línea en zigzag de agua más oscura que trazaba el viejo paso. La marea empezaba a bajar. Una nube solitaria proyectaba un reflejo rosado en el horizonte reluciente, y las palmeras estaban dejando de agitarse. Tendríamos una noche agradable, desde luego, y, me di cuenta en ese momento, una hermosa luna llena. Hacía ya un buen rato que había decidido que mi invitado dormiría en una hamaca, en mi «despacho». La hospitalidad no representa el menor problema para los mayas: en todas las esquinas hay ganchos para colgar hamacas, y la mayoría de los vendedores ambulantes lleva la suya propia.

–Usted también recoge cosas de la playa –dijo.
–Es mi supermercado –contesté.
–Es cierto. –Volvió a ponerse serio–. Todo lo que uno necesita… lo trae.

–En fin; allí estaba yo, y aquella cosa oscilaba lentamente arriba y abajo, alargándose y acortándose, y yo la seguía en su desplazamiento. Esta playa a la luz de la luna… –Bajó la voz; la cara enmarcada en pelo llameante seguía pareciendo la de un niño, pero un sentimiento más profundo la ensombrecía.

»La luna había empezado a alzarse sobre la costa e iluminaba bien el poste, y justo cuando llegamos a Lirios me di cuenta de que lo que había tomado por unas marcas era algo que tenía atado alrededor. Cuando se elevó pude ver una especie de bultos blancos, y algo más oscuro empezó a resbalar y a desprenderse. Al principio creí que eran algas; luego decidí que se trataría de una bandera vieja. No lo había visto antes por culpa de la cadena o lo que fuera que lo estuviera lastrando, manteniéndolo sumergido. Pero estaba llegando a aguas poco profundas y sobresalía mucho más. Y entonces encalló en el banco de arena de Lirios, y vi que era en realidad un bulto largo y delgado que envolvía al poste o estaba atado a él. Siguió encallado hasta que el oleaje lo hizo girar y lo empujó directamente hacia mí.
»Y entonces vi la cara.
Él había vuelto la suya hacia el mar, así que tuve que inclinarme para captar las palabras que susurraba.

–Era una persona, ¿sabe? O un… un cadáver. Atado a aquel mástil. Tenía una larga melena negra y una especie de vestido blanco que ondeaba entre las cuerdas y empezaba a secarse cada vez que quedaba fuera del agua… Aquella persona tenía que estar muerta, sin duda. Pero no me paré a pensarlo mucho después de ver aquella cara… Eso…, el… –Tragó saliva–. Bueno; en esa zona hay una resaca espantosa, por mucho que digan que no; bajo la superficie, la corriente fluye mar adentro. Yo iba chapoteando a trompicones. Allí el mar se hace profundo muy cerca de la costa, y el suelo es de guijarros. No es como aquí. Pero soy buen nadador.

Reprimí una objeción. Al yanqui que construyó Lirios se le tuvieron que ahogar cuatro clientes para que creyese lo que le decían los nativos: que aquella playa no era un sitio para nadar, ni siquiera en los días más tranquilos.

–Con la primera ola que me levantó descubrí que aquello no era una boya. Junto al poste empezaban a emerger más cosas. La siguiente vez que pude mirar vi una borda y la parte superior de un camarote de popa. Se trataba de una embarcación alargada y elegante, de unos ocho o diez metros. Y bien lustrada; la luz de la luna se reflejaba en la madera y el latón. La… la persona estaba atada al mástil tronchado.

Bebió otro trago de té frío, con la mirada perdida en alguna imagen interior. Daba la impresión de estar haciendo un esfuerzo para relatar su historia cuidadosamente y sin histrionismos.

–Lustrada… –Asintió para sí–. La madera húmeda puede parecer reluciente, pero no los toletes. ¡Hasta lo sentí, demonios! Había llegado allí sin pensarlo siquiera, ¿sabe? Nunca había tocado a un muerto. No a alguien muerto, muerto. Sólo había estado en el entierro de mi abuelo, y el ataúd tenía una cubierta de cristal. Esto era muy diferente. Pensé en el tacto del pescado y estuve a punto de largarme. Pero la siguiente ola me mostró más de cerca aquella cara, y los ojos… Los ojos estaban abiertos. Para entonces estaba seguro de que era una mujer, y parecía mirarme fijamente a la luz de la luna. Resplandecía, y no estaba muerta. La vi tan grande… Un brazo se movió, o flotó, como si estuviera tirando de las cuerdas. Así que seguí adelante.

Movió la mano instintivamente hasta tocar el cuchillo que había dejado al lado.

–Al llegar junto al barco me golpeé la pierna contra algo; así me hice esto. –Se señaló una larga cicatriz gris–. Y me puse a cortar cuerdas y parte de aquel tejido sedoso. El barco escoró y nos sumergió. Recuerdo que pensé: «Oh, Dios, estoy cortando carne muerta, ¿y si se deshace en pedazos?». El barco escoró aún más; estaba apoyado en la quilla e intentaba ponerse boca abajo. –Inspiró profundamente–. Pero entonces, el brazo me golpeó y lo sentí firme. Así que lo agarré con fuerza, tomé otra bocanada de aire, me sumergí, corté las cuerdas que sujetaban los pies y, con un impulso, nos saqué de allí justo antes de que el barco quedara volteado.

Volvió a inspirar a fondo, recordando.

–Lo siguiente fue una batalla. Toda esa maldita seda… Aún puedo verla enredándose a la luz de la luna, y no conseguía aspirar una bocanada decente de aire; al final, una ola providencial nos empujó hasta el fondo de guijarros resbaladizos. No es como aquí. Sabía que teníamos que acercarnos más a tierra antes de que llegara la resaca. Pude verle bien la cara, cruzada por mechones de pelo negro. En ese momento tenía los ojos cerrados. Durante un instante perdí la consciencia, aunque no exactamente, porque sabía que tenía que hacer algo con el agua que ella había tragado. Pero de momento sólo podía sujetarla por aquella cintura tan estrecha que casi la podía rodear con las manos, y sacudirla boca abajo mientras me arrastraba de rodillas por los guijarros. Escupió una bocanada de agua. Al final nos derrumbamos tras la línea de desperdicios arrastrados por las olas, y allí estaba mi cantimplora. Me las arreglé para echarle un poco de agua fresca más o menos a la boca, tapada por el pelo, y creo que volvió a abrir los ojos justo cuando me desmayé definitivamente… Es curioso–dijo en un tono distinto, y frunció el ceño.

–¿El qué? –Yo también había torcido el gesto; me preguntaba cuánta fuerza tendrían esos tendones esqueléticos. Si era cierto lo que decía, se trataba de una hazaña formidable. Aunque, a fin de cuentas, no estaba mucho más delgado que Cousteau, y era mucho más joven. Y Quintana Roo está lleno de supervivientes de ordalías terribles.
–La línea de desperdicios era diferente –dijo despacio–. Nada de basura ni desechos; sólo un poco de brea natural, algas y gorgonias, ¿sabe? Aún puedo verlo. –Se frotó los ojos, esforzándose por recordar–. Sea como sea, no sé cuánto tiempo estuve inconsciente. Lo siguiente que recuerdo es aquella voz.

Sus labios se curvaron en una sonrisa evocadora.

–Era una voz perfecta y hermosa, suave y ligeramente grave. De contralto, creo que la llaman. Y no dejaba de hablar. Durante un rato me quedé tumbado e inmóvil, escuchando. Ella estaba de pie, en algún lugar por detrás de mi cabeza. ¡Transmitía una emoción increíble! Y también complicada. Controlada. No entendía las palabras, aunque le oí decir «Dios» unas cuantas veces. Y entonces distinguí la pronunciación de la ce: era castellano de España. Lo había oído una vez en una grabación, pero nunca de esta forma. Al principio creí que le estaba dando gracias a Dios por haberla salvado.

Volvió a sonreír.

–En realidad estaba echando sapos y culebras. No maldecía como una puta; no eran insultos sencillos; era más una furia de cadencia larga, compleja y siseante. Tan intensa… Créame: era algo tan salvaje que escaldaba incluso sin entender una palabra. Entre todo lo demás, también le estaba diciendo a Dios lo que pensaba de él.

»Dicen que el español que se habla por aquí consta de quinientas palabras, y de éstas, cuatrocientas son maldiciones. En cuestión de un minuto usó todas las que yo conocía y siguió a partir de ahí. Empecé a entender mejor; hablaba mucho de oro, pozo dorado, fuente de oro…, y de su tripulación. Caminaba de un lado a otro y de vez en cuando le oía dar una patada al suelo. Llegué a la conclusión de que habían encontrado algo, oro, o un tesoro, quizá; la tripulación se había amotinado y la había abandonado atada al barco. O tal vez habían chocado contra una roca en una tormenta; era todo muy confuso. Hablaba mucho de luchas, todo muy violento. Puede que se hubiera atado ella misma al verse a solas en la tormenta. Sonaba un poco irreal, pero real al mismo tiempo; al fin y al cabo yo había cortado aquellas cuerdas. Y ahora estaba pidiendo… No, estaba diciéndole a Dios cómo castigar a cada uno exactamente. Creo que también le daba instrucciones al diablo. Y siempre con todo lujo de detalles; no se lo puede imaginar. Eso es sed de sangre y lo demás son tonterías.

La hospitalidad no representa el menor problema para los mayas: en todas las esquinas hay ganchos para colgar hamacas, y la mayoría de los vendedores ambulantes lleva la suya propia.

Seguía con la sonrisa en los labios, pero tenía los ojos muy abiertos y serenos, clavados en el norte, más allá de la playa.

–Estaba tumbado escuchándola e imaginándola. Como si hubiera salido de un cuadro de Goya, ¿sabe? Alguien que nunca habría creído que pudiera existir. Al fin abrí los ojos. La luz de la luna era intensa y todo resplandecía. Me giré para verla. Oh, Dios.

»Contemplé directamente aquel rostro bello y enfurecido: grandes ojos negros que relampagueaban, labios curvados con desdén y absolutamente sensuales, y una nariz que sólo se podía calificar de aristocrática. Se echó atrás el pelo y se lo ató en una coleta. Pero entonces vi el resto. Nada estaba en su sitio. Mi mujer había desaparecido. Aquella persona era un hombre.

Movió la cabeza de lado a lado lentamente, con los ojos cerrados, como si quisiera borrar una escena intolerable, y siguió hablando con voz monocorde y contenida.

–Sí. Era más joven que yo. Lampiño. Lo que había tomado por un vestido era una camisa grande de seda blanca, y estaba remetiéndosela en los pantalones mientras andaba y maldecía. Llevaba unas calzas negras ajustadas, y tenía delante de la cara esa horrible bragueta, martingala o como se llame. Tenía los pies pequeños, calzados con unas grandes botas negras de gamuza, con tacón. Cristo. Si hubiera tenido fuerzas, lo habría arrastrado de nuevo al Caribe para abandonarlo en el barco. Deseaba tanto que volviese mi mujer…

»En ese momento se dio cuenta de que me había despertado. Su única reacción fue soltar una maldición terrible y decirme “Vino”. Ni un saludo ni nada… Sólo eso, “Vino”, casi sin mirarme. Como si yo fuera una especie de máquina dispensadora. Y empezó a alejarse. Cuando se giró y vio que no me había movido, me miró con más severidad y repitió “¡Vino!”, a voz en grito. Seguí sin moverme. Así que dio un paso hacia mí y dijo: “Entonces, agua”.

»Me limité a mirarlo. Chasqueó los dedos como si se estuviera dirigiendo a un perro o a un idiota, y dijo vocalizando mucho: “¡Agua! Agua para beber”.

»Nunca había visto una arrogancia semejante. Para dejar las cosas claras, empujó en mi dirección la cantimplora vacía con la punta de la bota. Entró arena en la rosca del tapón, y aquello me enfureció de verdad. Supuse que era el cachorro mimado de algún multimillonario y para él todo aquello era un juego. Empecé a levantarme, no muy seguro de si iba a matarlo o sólo a largarme, pero descubrí que
estaba tan débil que de momento tenía que conformarme con mantenerme en pie. Entonces recordé lo que me había dicho una señora en cierta ocasión para ponerme en mi sitio, y lo trasladé a mi mejor
español:

»“La palabra que está buscando, joven, es gracias”.
»Debió de sonarle a un dialecto extraño, pero captó la intención de aquel “joven”. ¡Ah! ¿Ha visto alguna vez a alguien a quien le temblasen las aletas de la nariz por la rabia? Y esa mirada de furia… No se lo podría creer. Llevó rápidamente la mano derecha hacia una funda de espada en la que no me había fijado hasta entonces; por suerte para mí, estaba vacía. El oro y las piedras preciosas incrustadas en la funda brillaron a la luz de la luna. Me miró con dureza durante unos instantes.

»Supongo que lo había desconcertado. Se acercó para verme mejor. Por aquel entonces yo era bastante más robusto, y tenía el equipo en mejor estado. El caso es que se quedó inmóvil, un poco agazapado, y dijo de repente: “Inglés”.

»“No”, le contesté. “Estados Unidos de América.”

»Se limitó a encogerse de hombros, pero su furia había perdido filo. Repitió con más calma, vocalizando al máximo: “Quiero más agua. Agua para beber”.

»Yo seguía lo bastante enfadado para replicar: “Más agua, por fa-vor”.

»Bueno, aquello estuvo a punto de hacerlo estallar de nuevo, pero seguía examinándome. Yo era más corpulento, y él no sabía que me caería al suelo con un simple empujón. Su mirada fue de mi pelo a mi cuchillo y al enorme reloj de submarinista que llevaba. Por casualidad, el reloj soltó un pitido justo en aquel momento, lo que le hizo levantar las cejas hasta que se juntaron. Al instante soltó una risilla que ponía los pelos de punta, y de repente se inclinó y ejecutó una elaborada reverencia aderezada con el discurso sarcástico más florido que haya oído jamás; sólo entendí algunos trozos, como “su muy graciosa excelencia, señor de la tierra exaltada de los lunáticos de cabello infernal” y cosas así, y concluyó con una versallesca petición de agua. Por supuesto, las palabras por favor no aparecieron por ninguna parte. Faltaría más.

»¿Se puede creer que el hijo de puta empezaba a caerme bien?

Mi invitado se giró y me miró a los ojos. El reflejo del mar tranquilo a su espalda le transformó el pelo y la barba en un halo rojizo, y los ojos color avellana mostraban una expresión diferente. La reconocí. Es la expresión que vemos en los ojos de nativos de Crooked Tree, Montana, Tulsa o Duluth, cuando nos los cruzamos navegando por el mar de Tasmania o escalando una montaña sin nombre en el extremo más alejado del planeta. Es el sueño; el ligeramente autoirónico y mortalmente serio sueño del mundo. «Más lejos –dice–. Más lejos, en alguna parte, existe un lugar que supera todo lo conocido, y yo lo encontraré.» Había llevado a aquel muchacho de Iowa a la costa indómita de Yucatán, y lo llevaría más lejos si encontraba la manera.

–… quizá era por su actitud de machito –estaba diciendo mi invitado–. Quiero decir… El cabroncete tenía que estar medio muerto. Y esa furia demente y el asunto del pozo dorado… Por algún motivo pensé que igual era de Perú; allí abajo hay superricos bastante exóticos. Pero había algo más. Como si hubiera encontrado la clave de una vida apartada, libre… Pura. Y quiero decir realmente distante, lejana…

Su voz también sonaba distante, y sus ojos habían vuelto al mar. Entonces parpadeó un par de veces y siguió hablando con normalidad.

–Supongo que malinterpretó que me quedase de pie e inmóvil. «Te pagaré», me dijo. «Pagaré. Te haré un regalo. ¡Mira!» Y antes de que pudiera responder, se agachó, se dio una palmada en el tacón de una bota y, al levantarse, tenía un estilete de siete centímetros enganchado al pulgar. Se levantó el faldón de la camisa con la otra mano y, sin pausa, hundió el filo justo en la base de la costilla más baja.

»“¡Oye! ¡No!” Me adelanté, tambaleándome, para sujetarle el brazo, pero entonces me di cuenta de que sólo se estaba rasgando la piel. Brotaron dos goterones, que cayeron en la arena sin salpicar casi… ¡y salieron rodando! Una de ellas desprendió un destello verdoso a la luz de la luna; un verde oscuro como el mar. Las recogió sin dejar de apuntarme con el estilete y las examinó con ojo crítico. Escondió la verde en algún lugar de la bota, y la otra me la ofreció. Era oscura, del tamaño de una canica pequeña, y reposaba en la palma de aquella mano de dedos finos.

»“Una muestra de mi aprecio por su oportuna ayuda.”
»Seguí sin moverme. La palma fue inclinándose con elegancia y la piedra cayó al suelo. La recogí. Cualquiera habría hecho lo mismo. No tenía intención de quedármela, por supuesto; sólo sentía curiosidad y quería verla de cerca.
»No era una gema tallada, sino un cabujón pulido, pero cuando lo sostuve en alto, la luz de la luna lo atravesó y salió de un color rojo sangre, como si estuviera relleno de fuego. Tenía que ser un rubí. Si no tenía muchos defectos, su valor sería incalculable; y debía de ser bueno, porque era evidente que sólo se habría cosido bajo la piel las mejores piezas.
»Mi español se estaba agotando. Mientras intentaba hilvanar una negativa adecuadamente cortés con el fin de devolverle la piedra, vi que se le cerraban los ojos y se tambaleaba. Consiguió erguirse de nuevo, pero me daba cuenta de que hacía un auténtico esfuerzo por mantenerse en pie. Jesús. Tuve miedo de que se muriera delante de mis narices después de todo lo que había tenido que soportar.
»“Descansa. Traeré agua.”
»Tuve la prudencia de no tocarlo, ni siquiera entonces. Recogí la cantimplora, evitando caerme por muy poco, y despejé un lugar en la arena para que se acomodase. Se dejó caer con elegancia, con el mentón y los brazos apoyados en la rodilla y sin soltar el estilete. Detrás de nosotros, la luna empezaba a bajar hacia la selva de tierra adentro, y sombras negras como el azabache fueron extendiéndose desde el acantilado hacia la playa donde estábamos. No pude divisar el camino que subía hasta Lirios, pero allí todo el terreno es bajo y sabía que debía de estar cerca, de modo que eché a andar directamente hacia la barranca más cercana.

Ella estaba de pie, en algún lugar por detrás de mi cabeza. ¡Transmitía una emoción increíble! Y también complicada. Controlada. No entendía las palabras, aunque le oí decir «Dios» unas cuantas veces.

»Necesitaba las dos manos para trepar, así que me guardé el rubí en el bolsillo. –Mi invitado se llevó una mano al pantalón–. En el izquierdo de atrás, el que tiene un botón. –Asintió y, de nuevo, tuve la impresión de que intentaba recordar hasta el menor detalle–. Me costó un montón dejarlo bien cerrado, pero sabía que eso no debía perderlo. Y subí a lo alto del risco. Espere… –Cerró los ojos con fuerza y siguió hablando, casi para sus adentros–: Cocoteros. ¿Vi cocoteros?… No lo sé. Pero no hay muchos; nunca hubo una plantación allí, sólo los silvestres.
»Cuando llegué a la cima descubrí que me había equivocado. No había un claro, sino una senda. Pero la radio de Lirios está encendida las veinticuatro horas del día; sabía que no tardaría en oírla. La noche estaba mortalmente tranquila, ¿sabe? De vez en cuando oía alguna ola que rompía contra la playa de abajo. Así que fui dando tumbos hacia el norte, parándome a escuchar cada pocos pasos. Me sentía bastante deprimido. Si Pedro había apagado la radio, no tenía sentido buscar una luz, lo cierra todo a cal y canto. Sólo oía el ulular de un par de búhos, y la luna bajaba cada vez más. Y estaba seco; intenté masticar una hoja de palma, pero eso sólo me hizo sentir peor.

»Acababa de decidir que debía ir hacia el sur, porque, ¿sabe?, era el segundo año que venía por aquí, cuando vi un claro justo delante, y de él me llegó un sonido de chapoteo. La luna iluminaba lo que parecía una ruina a un lado del claro. Me pregunté si no sería un pozo secreto; la gente no lo cuenta todo, ya sabe. Había dado diez pasos cuando un pecarí salió disparado como un bisonte en miniatura. Casi me caigo de culo del susto, pero lo que había oído poco antes significaba que había agua. Me dirigí a los bloques de piedra y entré en un lugar húmedo. En su momento me pareció curioso, porque había sido un año seco y las lagunas estaban por debajo de su nivel habitual. Pero no perdí el tiempo preocupándome. Merodeé hasta encontrar el agujero, metí la cabeza y engullí un buen trago. Después llené la cantimplora y una bolsa de plástico que tenía, y cargué con todo, chorreando, para llevárselo al pobre chico de la playa. Recuerdo que pensé que aquél sería un buen sitio para acampar un par de días mientras recuperábamos las fuerzas, así que me detuve para orientarme. La luna seguía reflejándose en la laguna que tenía a los pies, y divisé un islote en el que crecía un gran baniano. El nivel del agua era bastante alto, pero no me extrañó; ya sabe cómo funciona aquí el clima: un lugar puede inundarse mientras el resto de la costa sufre sequía. Entonces atravesé directamente la duna, fui más o menos en línea recta hacia la playa, giré hacia el sur y, con los últimos rayos de luna, regresé adonde lo había dejado.

»No me costó dar con él; había tenido el buen juicio de arrastrarse con sus últimas fuerzas a una zona aún iluminada. Estaba tumbado boca arriba, dormido o desmayado. Durante un instante me asusté, pero tenía la cabeza hacia atrás y pude ver, literalmente que le latía el pulso en ese cuello tan largo. Tenía una mandíbula delicada, como de niño o de muchacha, y las largas pestañas negras le daban más que nunca el aspecto de una mujer hermosa. Me arrodillé a su lado, preguntándome si no lo sería. Lo único que había visto de su cuerpo era la base de las costillas, ya sabe. Los pantalones podrían llevar relleno; la gente hace cosas muy raras. Y había sujetado una cintura muy estrecha. Estaba intentando armarme de valor para levantarle la camisa cuando las pestañas se agitaron y aquellos grandes ojos negros se encontraron con los míos.

»“Agua pura.” Le acerqué la cantimplora a la boca. “Beba.”
»Movió las manos débilmente, pero no tenía fuerzas para sujetar la cantimplora. Me di cuenta de que había perdido también las ganas de pelear; sus ojos parecían los de un chiquillo perplejo.
»“Perdón”, dije por si acaso, y pasé una mano con cuidado por la lustrosa mata de pelo para levantarle la cabeza y unir cantimplora y labios.
»“Lentamente. Beba lentamente. Despacio.”

»Mi paciente obedeció y bebió a tragos largos y lentos, respirando profundamente y deteniéndose de vez en cuando para observarme. En sus labios apareció una sonrisa hermosa e inocente. Se la devolví
al caer en la cuenta de que con toda seguridad habría pensado que me había quedado con la piedra y lo había abandonado a su suerte. Pero cuando me llevé la mano al bolsillo para devolvérsela, se le cayó la cabeza hacia atrás y quedó apoyada en mi brazo. Pesaba tanto que tuve que recostarme a su lado para sostenérsela, y se acabó de vaciar la cantimplora. Le lavé la frente y la cara con el pañuelo.

»Cuando saqué la bolsa de plástico, cambió la sonrisa por una expresión de puro asombro y abrió aún más los ojos. A pesar de la sed, se puso a manosear el plástico transparente antes de seguir bebiendo… Recuerdo que tenía las unas uñas ovaladas y lustrosas. No las llevaba esmaltadas, pero aun así brillaban. Y estaban muy limpias; incluso se distinguían claramente las lúnulas.

»Detrás de nosotros, la auténtica luna se ocultaba con rapidez. Con la última luz que bañaba la orilla vi que el barco se había acercado más. Había escorado, y las olas suaves cubrían y descubrían incesantemente el mástil roto. Aquel final habría resultado una tortura para cualquiera que hubiera estado atado allí. Me estremecí.

»La persona que estaba en mis brazos se irguió lo suficiente para seguir la dirección de mi mirada, y durante un instante volví a ver al aristócrata enfurecido. A verlo y a sentirlo; fue como si una descarga eléctrica me golpease los brazos y el pecho. Pensé en lo que podría hacer una rabia de tal calibre a una persona tan débil, y no me gustó la idea. Por suerte, llevaba una vieja barrita energética en el bolsillo de la camisa. Estaba mojada pero no se había estropeado, así que la abrí y la acerqué a los labios del chico.

»“Es bueno. Come.”
»La punta de la lengua se adelantó a explorar, melindrosa como la de un gato.
»“¡Chocolate!” Mi paciente me miró boquiabierto; se había olvidado del barco por completo.
»“Sí. Es bueno. Come un poco.”
»“¡Chocolate!” Y antes de que me diera cuenta había engullido la tableta entera, como un niño, mientras yo intentaba decirle que se lo tomara con calma, y los dos sonreíamos como un par de idiotas.

»Recuerdo que pensé que el chocolate no podía ser un producto tan raro en Perú o allá de donde fuese. ¿Podría ser que la persona que sostenía entre mis brazos no fuera sino un fugitivo de un manicomio caro?

»Pero había un detalle que estaba decidido a descubrir, si lograba aguantar hasta que mi acompañante se durmiera. No tardaría mucho; tras un par de tragos más de agua, las espesas pestañas fueron cerrándose por el agotamiento. El único problema era que yo también estaba casi dormido, y la oscuridad que nos empezaba a envolver tampoco jugaba a mi favor. Incluso los esporádicos ruidos ahogados procedentes del barco me empezaban a sonar a música. Me coloqué bajo el hombro una piedra de bordes afilados, y aquello ayudó un poco. Entre mis brazos, la otra persona fue perdiendo el sentido, y noté cómo su cuerpo se relajaba y se estrechaba contra el mío de una forma que me convenció sin lugar a dudas de que tenía que ser una mujer; si no, se trataba del gay más condenadamente perfecto del planeta. Pero incluso la piedra empezó a perder su dureza. Me desesperé hasta el punto de pellizcarme tan fuerte como pude con unos dedos que parecían de gelatina.

Contemplé directamente aquel rostro bello y enfurecido: grandes ojos negros que relampagueaban, labios curvados con desdén y absolutamente sensuales, y una nariz que sólo se podía calificar de aristocrática. Se echó atrás el pelo y se lo ató en una coleta. Pero entonces vi el resto. Nada estaba en su sitio. Mi mujer había desaparecido. Aquella persona era un hombre.

»La segunda vez noté un bulto en el bolsillo trasero y me acordé del rubí. Aquello me despertó un poco; me resultaba insoportable la idea de que aquel aristócrata creyera que había comprado el agua con él. Me retorcí hasta que logré desabotonar el bolsillo y la saqué con cuidado, o más bien lo intenté; nunca había sentido los dedos tan torpes. Era casi como si intentara esconderse, como si no quisiera salir.

»Pero al final me las arreglé para cogerla y pasármela al otro lado del cuerpo, hacia una mano de aquel hombre o mujer que descansaba abierta sobre la arena, junto a la cabeza. La luz de una estrella atravesó el cabujón cuando lo levanté. Supongo que un poeta podría dar con palabras más adecuadas, pero lo cierto es que sólo había visto un destello rojo como aquel en las luces de un coche de policía.

»Tenía la palma hacia arriba, con los dedos ligeramente cerrados, e intenté dejar en ella el rubí. Volví a tener problemas. La mano se movió sin moverse, no sé cómo describirlo; quizá estaba demasiado cansado para enfocar bien. Aquel cuerpo femenino estaba casi debajo del mío, y empezó a moverse de una forma que… Bueno, en mi estado, jamás habría esperado que mi cuerpo respondiera, pero me
equivocaba. Aquello aumentó mi ansia por librarme de la maldita piedra. Tres veces intenté sujetar aquella mano. Conseguí agarrarle la muñeca, apreté el rubí contra la palma y le cerré los dedos, y por fin pude llevar mi propia mano adonde quería que estuviera.

»Pero su cuerpo relajado se había apartado de mí. Antes de poder contenerme, hundí la nariz en el pelo negro y fresco y caí en la inconsciencia.

»Hasta el día siguiente no recordé que justo al final, mientras le cerraba los cálidos dedos, éstos parecieron cambiar y se volvieron más fríos y rígidos. También oí un débil sonido procedente del mar, supongo que fue algún roce del casco del barco o el graznido de un ave…

La voz de mi invitado se había ido convirtiendo en un murmullo.

–Eso es todo, la verdad –concluyó, y mostró los dientes en una sonrisa reconfortante–. Me desperté con la deslumbrante luz del amanecer, completamente solo. No había ninguna marca en la playa, ni siquiera mis huellas. Pero había montones de basura y plástico; al lado de la cabeza tenía una botella de lejía. Antes no estaba. Quizá l marea había empujado unas cuantas olas suaves que alisaron la arena a mi alrededor sin despertarme. En aquel momento había vuelto a bajar, mucho más que en ninguna otra ocasión que yo hubiera visto. Por supuesto, ni rastro de ningún barco. Supongo que si fuera una buena historia de fantasmas habría habido algo, lo que fuera. –Mostró una sonrisa apesadumbrada–. Pero no había la menor señal, ni siquiera un pelo largo y negro. Lo busqué, ¿sabe? Lo busqué. El único detalle, minúsculo, era que tenía el bolsillo desabrochado. Oh, cómo busqué. Y durante todo aquel tiempo estuve oyendo en lo alto del acantilado el parloteo de la maldita radio de Lirios.

Dejó escapar una mezcla de tos y suspiro.

–Después… Al cabo de un rato subí; tenía la senda justo detrás. Al volver la vista reparé en tres o cuatro pedazos de madera oscuros que sobresalían del agua a lo lejos, como formando una línea… Compré unos tacos donde Pedro y llené la cantimplora con su agua apestosa mientras la radio machacaba con mariachis y anuncios de neumáticos. La cosa es que el pozo de Pedro estaba justo donde había descubierto el antiguo cenote. Lo comprobé. La vista era la misma, aunque el nivel del agua estaba mucho más bajo, como ocurría aquel año en todas partes. De modo que regresé a la playa y eché a andar hacia el norte. Fue como un sueño… No me refiero a lo de la noche; el sueño eran Lirio y los chistes de Pedro. O quizá no; eran más bien dos sueños a la vez… desde entonces.

Me estaba observando atentamente, al estilo maya, por el rabillo de sus ojos claros de gringo. Me dediqué a ahuyentar a unas hormigas que empezaban a trepar por el sarape enrollado.

–Cuando volví al año siguiente, usted no estaba –dijo.
–No. Llegué tarde.
–Ya. Y yo había llegado antes de tiempo… No había nadie, salvo unos cuantos chiquillos y el tipo del machete. –Señaló con la barbilla hacia Ek, que había reanudado su vigilancia desde más lejos–. Cuando llegué a Lirios vi que andaban por allí cinco borrachos de la Guardia Nacional que echaban carreras por la playa con las Honda y disparaban a la luna, así que seguí adelante. Hacia el amanecer me encontré con un viejo ranchero que venía de Tulum. Charlamos un rato. Era un buen tipo; le di mi bolsa de plástico para el agua. Resultó que lo sabía todo sobre mí; ya sabe cómo son las cosas por aquí.
–Desde luego. Nunca he ido a ningún sitio donde no me estuvieran esperando ya.
–Sí. –No me prestaba atención–. La cosa es que me preguntó si el año anterior había pasado por Lirios con luna llena. Cuando le dije que sí, dijo: «Bien. En la noche negra, con luna nueva, aparecen los realmente malos. No siempre, entiéndame… pero pueden aparecer». Entonces me preguntó si alguien me había dado algo entonces.
»“No; mejor dicho, no me lo quedé”, le dije. Me miró atentamente, muy serio. “Bien”, dijo. “Si se lo hubiera quedado, estaría perdido. Al menos mientras tocase o guardase lo que fuera. ¿Está libre ahora? Es mucho mejor pasar por allí de día. ¿Sabe cómo se llama ese sitio?”
»“No.”
»“El paso de los muertos. Es su querencia. La marea trae todo a la orilla en ese lugar. De Ascensión, de Morales, hasta de Jamaica. A veces arrastra grandes lanchas marisqueras desde el Golfo. Las piedras hacen girar la corriente submarina y la llevan muy lejos, ¿sabe? La gente ganaba mucho dinero con lo que llegaba allí. Pero sólo de día, ¿entiende? Ahora se ha acabado; la Guardia Aérea es la primera en descubrir cualquier cosa con sus avionetas.” Señaló hacia el este. “Donde el mar rodea la punta de Cozumel. Ahora aquí sólo llegan basura y trozos de madera, cosas sin valor.”

»“Creo que vi el armazón de un antiguo naufragio. La marea había bajado mucho.”

»“¿De verdad?” Volvió a dedicarme una mirada penetrante. “Desde luego, mucho se habría tenido que retirar el agua; yo sólo lo vi una vez, de joven. Me eché al agua para inspeccionarlo; de día, claro. Era un pesquero. ¿Sabe cómo son las grimpas de metal donde se atan los cabos que sostienen el mástil?” Hizo un dibujo en la arena para indicar los estayes. “No son piezas montadas como las que fabrican ahora, amigo mío. Las hacían con metal fundido que vertían directamente en el casco. Ya no se trabaja así desde hace dos o tres siglos.”

Detrás de nosotros, la auténtica luna se ocultaba con rapidez. Con la última luz que bañaba la orilla vi que el barco se había acercado más. Había escorado, y las olas suaves cubrían y descubrían incesantemente el mástil roto. Aquel final habría resultado una tortura para cualquiera que hubiera estado atado allí. Me estremecí.

Mi invitado dejó escapar un gran suspiro, o quizá se estremeció, y otra vez intentó sonreír.

–Al final nos despedimos y cada uno siguió su camino. Cuando llegué a Tulum oí decir que a uno de los soldados borrachos que me había encontrado la víspera le había pasado algo. Más tarde me enteré de que el hermano de Pedro había sacado del agua una Honda, le había limado el número de bastidor y estaba intentando arreglarla.

De repente, sus ojos claros se cruzaron con los míos y no pude apartar la mirada.

–Mire… ¿Es posible? –Señaló con la cabeza las estanterías del otro lado del cristal–. Usted sabe cosas, ¿verdad? ¿Puede ser que, bueno, lo haya soñado todo? Me refiero a que duró mucho tiempo. Todo empezó ahí enfrente, ya sabe. Recorrí más de quince kilómetros siguiendo esa cosa.

Hablaba cada vez más bajo y más despacio, como obligándose a expulsar las palabras.

–¿Pudo ser… una invención mía? No suelo soñar despierto, créame; ni siquiera acostumbro a soñar cuando duermo. Y no bebo, aparte de alguna cerveza que otra. Hace muchos años que no fumo hierba. Y en cuanto a las otras porquerías que circulan por aquí, aprendí a evitarlas a la primera semana. Olvídese también de la ficción, las películas y los misticismos; no me van. Mire. –Se inclinó y sacó de la bolsa un grueso folleto, titulado Propiedades hidráulicas de los conglomerados de tierra natural. Volvió a guardarlo y me miró directamente.

»¿Acaso estoy loco? ¿Fue todo una invención? ¿Me desplacé a otro tiempo? ¿Estoy loco de remate?… Dígame qué piensa.

Me lo preguntaba en serio.

Yo estaba pensando que conocía a mucha gente a la que le habría encantado tomar el mando e ilustrarlo sobre la naturaleza fundamental y los límites de la realidad, o sobre los efectos de la deshidratación y la soledad en las funciones cerebrales. Pero apenas unos minutos antes había descubierto que no era mi caso. ¿Qué diablos pensaba? ¿Qué había estado haciendo todo el tiempo mientras me contaba su historia, aparte de creerlo?… Por supuesto, sabía qué se suponía que debía pensar. Lo sabía demasiado bien. Pero, bueno…, supongo que cualquiera puede pasar demasiado tiempo en las arenas de Quintana Roo.

Intentaba musitar una respuesta cuando me interrumpió y me dijo, casi en un susurro:
–¿Cómo pude inventarme esa canción?
–¿Qué canción?
–La… Supongo que no la he mencionado.

Volvió la cara hacia el mar, y todo lo que pude oír entre las últimas ráfagas del Rellenador fue algo como «al final, ¿sabe?… E incluso este año».

Carraspeó y empezó a tararear desafinadamente, y luego cantó un verso o dos sin dejar de mirar el arrecife lejano. Tenía una voz nítida y agradable, pero era absolutamente incapaz de entonar.

–¿Lo ve? –Me echó una rápida mirada de reojo–. Soy un negado para la música. Así que ¿cómo pude…? Pero aún la oigo.

La canción podría haber sido cualquiera entre un centenar de baladas en español; «enamorado, corazón de oro, amor dorado, lejos, lejos por la mar, quisiera viajar…». Algo de ese estilo. Un amor dorado en la lejanía. ¿Quién no habría estado dispuesto a viajar hasta el corazón dorado del mar? Si había algo extraño en el mensaje, mi nivel de español no me permitía captarlo. Y aun así parecía tener un significado especial para él, como suele ocurrir en los sueños con frases normales y corrientes. ¿Podría implicarme en aquello y conservar la cordura?

Pero da igual lo que hubiera podido decir; tardé demasiado. El hombre había vuelto a mirar hacia el mar y habló en un susurro, sin dirigirse a mí.

–No. No me inventé la canción.

Nuestro momento había pasado. Se puso en pie bruscamente, y recogió el fardo y la cantimplora. El mar se había calmado casi por completo, convertido en un bruñido esplendor de tonos dorados, verdes y salmón salpicados de rosas y azules ultraterrenos, reflejos del crepúsculo tropical que teníamos a nuestras espaldas. Mis desoladas protestas se entremezclaron con su despedida.

–Quédese, se lo ruego. Supuse que pasaría aquí la noche. Tengo una hamaca de reserva.
Sacudió la cabeza llameante en un gesto de negación, sonriendo cortésmente.
–No. Pero muchas gracias por todo, de verdad.
–¿Puede esperar un momento? Quería darle un poco de…

Pero ya había dado media vuelta y se dirigía a la playa. La última expresión que vi en su cara fue una mezcla de entusiasmo y tristeza, un rostro juvenil ensombrecido por una determinación que me resultaría imposible quebrar. Detrás de nosotros, el crepúsculo inundaba la atmósfera de un resplandor dorado, y las palmeras estaban inmóviles.

Al cabo de un momento lo seguí hacia la playa con cierta indecisión. Sus zancadas ligeras resultaban engañosas; cuando llegué a la línea de la marea, la escuálida figura lejana ya se veía borrosa en el suave aire del anochecer. Para alcanzarlo habría tenido que correr. La idea descabellada de acompañarlo en su viaje nocturno tuvo que rendirse ante la realidad del viejo corazón que latía entre mis costillas.

Lo único que pude hacer fue quedarme allí y contemplar cómo se difuminaba hasta convertirse en la silueta indefinida que era cuando lo vi por primera vez. En los trópicos anochece deprisa. Cuando llegó al cabo, apenas habría podido distinguirlo de no ser por destellos esporádicos de pelo rojo. Justo cuando estaba a punto de perderse tras los mangles, lo alcanzó desde el mar una nueva fuente de luz y su cabeza pareció quedar envuelta en llamas rosadas. Y entonces desapareció.

Me giré y vi que la luna empezaba a asomar entre los castillos de nubes del horizonte marino, como una esfera difusa de luz fría. Brilló con claridad un instante en la cúspide de su senda marina, y la playa se convirtió en un paisaje nevado de tonos plata y negro. Entonces las nubes volvieron a cubrirla con vetas amarillo limón y bronce ahumado, y di la vuelta para regresar a la casa oscura. Tomé nota instintivamente de los altos cirros que aparecían al este; al día siguiente haría buen tiempo. Cuando me acercaba al patio distinguí la gorra de Ek al otro lado de una duna, junto al camino. También había estado vigilando la partida del desconocido.

Y, como había dicho aquel extraño joven: eso es todo, la verdad.

Con la oscuridad llegaron la humedad y el calor, así que cerca de la medianoche bajé a refrescarme al mar calmado. Los mayas no hacen eso; dicen que los tiburones areneros se acercan a la orilla en las noches tranquilas para que sus crías naden en aguas poco profundas. Avancé con el agua por las caderas hasta llegar al banco de arena y me pregunté dónde estaría mi visitante. Canopus acababa de alzarse, y en el lejano sur pude distinguir Alfa Centauri, magnífica incluso a pesar de estar velada por el horizonte. Era una escena de pura belleza que resultaba relajante. No era de extrañar que a mi joven amigo le gustara viajar de noche. Sin duda ya estaría cerca de Tulum, quizá acurrucado en uno de sus refugios, junto al camino, saboreando un pomelo e intentando mantener a raya a los jejenes.

Hacía un rato me había tranquilizado al recordar los pomelos. Un hombre no se dispondría a encontrarse con sabe Dios qué, a perseguir un delirio, a invocar espíritus o a rendirse ante un súcubo armado sólo con un par de frutas pasadas y una bolsa de jarabe de arce, ¿verdad?

Pero mientras estaba allí, entre las aguas plateadas del Caribe, una sombra triangular que flotaba sobre algo más grande y oscuro atrajo mi atención. Seguro que era sólo una gorgonia, pero decidí que lo más prudente sería volver a tierra firme antes de que la sombra llegase a la lengua de agua que había que cruzar. Cuando alcancé la orilla recordé otra cosa; mi joven amigo afirmaba haber dado chocolate a su aparición. ¿Cuál era la posibilidad de que mi jarabe de arce tuviera el mismo objetivo?

Aquella preocupante idea, combinada con el calor extraordinario y la pesada calma, dos circunstancias que no suelen coincidir en esta costa, y con mi conciencia hiperactiva, me hizo pasar un mal rato en el patio. ¿Qué había hecho al dejarlo marchar? Daba igual que tuviera alucinaciones o que estuviera cuerdo; en ambos casos era mala idea. Varias veces estuve en un tris de ir a despertar al hijo de don Pa’o para que me llevara a Lirios en moto. Pero entonces, ¿qué? O no encontrábamos nada, o sufríamos la ignominia de descubrir a mi joven comiéndose unos tacos en la cantina de Pedro. En cualquiera de los dos casos, mi reputación duramente conseguida de persona razonablemente sensata, para lo que son los gringos, quedaría destruida para siempre. Me temo que fue el egoísmo y no el sentido común lo que me llevó al fin hasta mi hamaca, donde caí en un sueño inquieto. Con la fresca brisa de la mañana prevaleció lo que se suele considerar cordura.

Esta historia no tiene un auténtico final, aunque queda otro detalle. Quizá no tenga ninguna relación.

La siguiente semana de buen tiempo me pilló hasta los codos de papeleo atrasado, y no me llegó ningún rumor. Después, la llegada al rancho de la primera maestra de escuela hecha y derecha provocó un gran revuelo. Se trataba de una joven maya resignada y decidida, enviada por el Gobierno para que los chiquillos del rancho no crecieran en el salvajismo de sus padres. Acabé teniendo que mediar para poner paz entre ella y el propietario, que nos había brindado una de sus raras visitas con el fin expreso de echarla. La tarea se me antojaba casi imposible, pero el generador tuvo el don de la oportunidad y se averió; aquello iba a salir caro, lo que me permitió convencer al propietario de que sería bastante útil que hubiera alguien capaz de leer las instrucciones. Entre unas cosas y otras no tuve ocasión de preguntar a don Pa’o por el caminante gringo antes de irme.

En los trópicos anochece deprisa. Cuando llegó al cabo, apenas habría podido distinguirlo de no ser por destellos esporádicos de pelo rojo. Justo cuando estaba a punto de perderse tras los mangles, lo alcanzó desde el mar una nueva fuente de luz y su cabeza pareció quedar envuelta en llamas rosadas. Y entonces desapareció.

Al año siguiente llegué antes, y siempre me descubría con un ojo en la playa. No llegó nada, pero un día hubo cierta conmoción en Lirios: la marea había arrastrado un cadáver. No tardé en averiguar que el muerto era un hombre bajo de piel oscura con el nombre «OLGA» tatuado en el brazo.

Aquella noche tampoco hubo viento. Me acerqué a la casa de don Pa’o, que estaba cenando con su mujer en la cocina exterior. Estaban solos; el único hijo que aún vivía con ellos se iba a quedar aquel año en Cozumel, aprendiendo a poner ladrillos.

Tras los saludos de rigor comenté que parecía que el caminante pelirrojo gringo no había llegado aún. Al oírme, el anciano apretó los labios y se transformó en el vivo retrato de su abuelo, un antiguo cacique maya.

–¿Cree que vendrá este año? –añadí.

Don Pa’o se encogió de hombros, y la oronda matrona de piel cetrina que había dado a luz a sus diez hijos soltó la risilla multiuso de las matronas mayas, que en general no transmite nada salvo quizá la baja opinión que inspira el interlocutor.

–¿Habrá vuelto a Norteamérica? –insistí.

Don Pa’o me miró de reojo con dureza durante un momento; después bajó los ojos rasgados y su barbilla se desplazó lentamente de un hombro al otro.

–No –dijo en tono tajante.

En aquel preciso instante, su mujer se trazó con la mano un dibujo de cruces extraordinariamente complicado frente a la tripa. Aquello me desconcertó, hasta que recordé que en aquella zona había ancianas de clase alta que profesaban una variante del catolicismo con ritos y dogmas que sin duda habrían dejado pasmada a la Iglesia de Roma.

Después se levantó y recogió los platos.

No tuve que volver a mirar el rostro arcaico del anciano para saber que el asunto estaba zanjado…, ni para saber también que no volvería a ver al extraño joven pelirrojo.

«Pero ¿por qué?», pensé al despedirme. ¿Qué sabían? ¿Qué podían saber? Tenía suficientes informadores en aquella costa para que no pasara nada realmente catastrófico o sensacional sin que me enterase, o sin que al menos me llegara alguna noticia al cabo de un tiempo; a los mayas les encanta lo morboso. Lo que probablemente habría ocurrido era que mi joven amigo se estaría haciendo de oro en el negocio de las piscinas, o que había decidido explorar algún otro lugar.

Y aun así, mientras escuchaba desde el patio iluminado por la luna el suave chapoteo de las olas en la playa de más abajo, éstas parecían susurrar la curiosa cancioncilla que mi visitante había intentado cantar. «Amor dorado, lejos por la mar». Me di cuenta de que la había estado entreoyendo de tarde en tarde, sobre todo cuando nadaba los días tranquilos, pero había achacado aquel murmullo a mi mal oído. En aquel momento sonaba con más claridad. Y me puse a recordar detalladamente el relato del visitante, de una manera que no me había permitido hasta entonces. Había pasado un año; podía reflexionar en frío.

Me di cuenta de que no me lo creía. O, mejor dicho, no me creía los detalles externos y las descripciones. Podría haber visitado a mi joven amigo algún espíritu inquieto, supuse, algún español fallecido mucho tiempo antes o el espectro de un conquistador; algún aventurero andrógino en busca de un oro fantasmal; algún súcubo hambriento de vida surgido de las sombras de entre los vivos y los muertos. O, simplemente, podía estar fuera de sus cabales. Por algún motivo tampoco me acababa de creer aquello.

Lo que me acosaba era la idea de que algo… había acudido a él en ese lugar; algo más profundo que todo lo anterior, que lo buscó y se manifestó de aquella forma para atraerlo. Algo a lo que era especialmente vulnerable, y que me temo que se lo quedó para sí la noche en que nos despedimos. (Han pasado ya cinco años y no ha regresado por aquí, y se dice que su socio en Des Moines tampoco lo ha vuelto a ver.) ¿Qué pudo ser?

Contemplé la belleza impersonal que se extendía ante mí, sin atreverme a nombrarla. La última gran maravilla del mundo… «Todo lo que uno necesita», había dicho el muchacho. Caprichoso como la
bandeja, seductor como el rubí, más terrible que los mezquinos ejércitos de los hombres. ¿Quién puede decir qué no hay en el mar, a pesar de todos nuestros pequeños abusos e incursiones? Quizá acabemos por matarlo y nos destruyamos con ello. Pero aún está muy lejos de la muerte, y su vida es la nuestra. Como había dicho también el muchacho, la sangre es su sustancia que se mueve por nuestras venas.

Cuando me disponía a abandonar la contemplación y entregarme al sueño recordé un detalle trivial que resultaba extrañamente convincente. La palabra española mar posee una característica extraordinaria: el mar, la mar. Es la única palabra que conozco, en cualquier idioma, que es masculina y femenina indistintamente y a la vez. Si fue realmente el mar quien vino a buscar a mi amigo, ¿es de extrañar que acudiera disfrazado de ambas formas? ■

 

Traducción del inglés de Antonio Rivas Gonzálvez