El aburrimiento conduce al mal, pero entretanto hubo un mes de agosto en el que aún amé a mi marido. Fue así.

–Nada que suponga consumo.

La frase ha sonado en una guardería. Un niño está llorando a los pies de Diego. Él se agacha, lo coge con ambas manos y se lo pone sobre los hombros. Sonríe. Me sonríe mientras un niño llora sobre su cabeza. Yo respiro hondo, miro la hora en mi reloj de pulsera y trato de darle un beso. Aquí no, Eva.

Nada que suponga consumo, pienso.

Salgo de la guardería y monto en mi coche. Conduzco hacia casa. Por el camino escucho música. Doy unas cuantas vueltas antes de encontrar aparcamiento. Después subo a mi domicilio. Me miro la cara en el espejo del ascensor. Me miro la cara muy de cerca en el espejo del ascensor. Estoy cansada.

He puesto el bolso sobre la mesa y lo he abierto. Acabo de comprarme un doPi. Lo saco de su embalaje y me paso dos horas entretenida con todo lo que un doPi tiene que ofrecerme antes de que suene siquiera la primera canción. Cuando he conseguido poner dentro del doPi treinta y cuatro canciones me ajusto los auriculares y aprieto la parte baja de la rueda. Es la primera canción.

Fue en nuestra calle donde encontré las ideas que me han llevado hasta aquí. Eso le conté a Diego. En nuestra calle, era mi impresión, se sucedían las mutaciones.

Me muevo por la casa con la primera canción.
Miro por la ventana con la primera canción.
Acabo por tumbarme en la cama con la primera canción.

Y cuando empieza a sonar la segunda, cuando ya estoy relajada sobre el edredón de mi cama matrimonial, sin zapatos, con los ojos cerrados, comienzo a tocarme por encima de las bragas, comienzo a tocarme por debajo de las bragas, comienzo a masturbarme pensando en un hombre que no es Diego.

Fue así.

Todo empezó por una tienda. El pensamiento, sobre todo; las ideas. Yo le conté a Diego mis ideas durante un desayuno. Me paso el día gestionando ideas en el periódico y si hay algo que me sobra, sí, son
ideas.

Putas ideas.

Le dije a Diego que la vida estaba tapada. Dije eso, tapada, y coloqué las manos en forma de casita justo encima de mi taza de café. Era domingo, el periódico estaba sobre la mesa y cada uno de nosotros había encendido ya el móvil. Diego llevaba puesta una camiseta que decía: Gran día de los padres.

–Cuéntamelo todo, Eva –dijo Diego.
En realidad Diego no dijo eso. No exactamente.
–Cuéntamelo todo, Evita.
Dijo eso exactamente.

Fue en nuestra calle donde encontré las ideas que me han llevado hasta aquí. Eso le conté a Diego. En nuestra calle, era mi impresión, se sucedían las mutaciones. Justo delante de nuestro portal había una tienda de electrodomésticos, la tienda de electrodomésticos de toda la vida. Tostadoras, microondas, secadores: yo compré en ella de todo. Pero un día el establecimiento cerró, y desde ese día me dediqué a especular sobre la clase de negocio que llegaría a abrirse en su lugar. El escaparate de aquel bajo, vacío en el ínterin, me dejaba atisbar un interior casi amniótico, porque, cada día, percibía yo la gestación de una estructura comercial: una mesa, un mostrador, algunas cajas, embalajes de varios tamaños y misteriosas formas; personas que se movían por aquel espacio con cara de dentistas, de fontaneros, de abogados, de agentes inmobiliarios, de floristas…

Finalmente triunfó un letrero con la palabra Zapatería.

Así que zapatos. Hubo que comprarlos pronto, sin embargo, porque la zapatería quebró a los tres meses.

El proceso de destrucción total de un negocio y posterior embarazo comercial volvió a desarrollarse ante el portal de mi casa. Una heladería. Gruñí. Es imposible que no instalen algo que no me tiente.

Y, a los seis meses, una agencia de viajes.
Y, a los cuatro meses, una tienda de ropa para niños. ¿No crees que es una señal?, dijo Diego.
–No.
Yo.

La inquietante tienda de ropa para niños entre 0 y 12 años duró sólo un mes y veintidós días, pero su evangelio se me hizo eterno.

No entendía lo que pasaba con aquel local. Por qué ninguna propuesta encajaba en esos doscientos metros cuadrados, como si el callejero y el mercado no llegaran a ponerse de acuerdo.

Supongo que lo más adecuado hubiera sido poner allí otra tienda de electrodomésticos…

Me desentendí. Y lo hice porque un edificio entero dejó en pura nimiedad la falta de acierto de los pequeños comerciantes.

Era un edificio que se encontraba a cuatro manzanas de nuestra casa y que me gustaría mucho poder recordar. No puedo porque un día, de pronto, ese edificio desapareció totalmente.

Yo pasaba siempre delante de él los domingos, cuando iba a comprar el periódico. El domingo que noté su falta (es simpático hablar de «falta» cuando se trata de varias toneladas de realidad) llovía. Me había puesto un abrigo con capucha e hice todo el camino de ida con la cara baja, mirando para el suelo y esquivando charcos. A la vuelta, sin embargo, alcé la barbilla, aunque llovía con la misma intensidad. No me importaba hundir los zapatos en los charcos si podía evitar ver mi cara en ellos.

Hundí mis zapatos en un charco enorme, y los mantuve sumergidos durante diez minutos. Me quedé de pie ante un solar, absolutamente aterrada.

El espacio lo acotaban los edificios colindantes, tres paredes de ladrillo crudo, desnudas de repente, intolerable impudicia catastral. Durante todo el tiempo que pasé con los tacones en el agua, sólo pensé una cosa: ¿qué coño había aquí antes?

Había pasado por esa calle una vez a la semana como mínimo durante los últimos cinco años. Había mirado escaparates. Había  tomado café en varios de los bares que se me ofrecen en el camino. Había buscado con la mirada al hombre tan atractivo que suele volver de comprar su periódico de izquierdas cuando yo voy a comprar mi periódico de derechas. Sabía que una niña pelirroja vivía en la casa azul. Sabía que había un parque con columpios y dos toboganes. Había tenido cuidado de no mancharme la falda cuando pintaron de verde los bancos. Había notado las papeleras nuevas. Había notado la retirada de los dos teléfonos públicos. Había percibido alguna vez un extraño olor a quemado.

Pero ese día, mirando aquella ausencia inmensa, irregular, fea como la extracción de una muela, fui incapaz de recordar siquiera cuántas plantas tenía el inmueble desaparecido, de qué color era la fachada, qué tiendas había (si había) en el bajo, si asomaban balcones, si tendían ropa, si vivían españoles o sudamericanos o fantasmas sin patria; si me había apoyado alguna vez en sus paredes para ajustarme los zapatos de tacón; si Diego había incluido ese edificio alguna vez en alguna conversación sobre algo o alguien; si, cuando llovía, ese edificio, Dios santo, se mojaba al menos.

Nada más volver a casa le pregunté a él. Diego, ¿has visto el edificio que han tirado? ¿Qué había antes allí? ¿Te acuerdas? Diego no se acordaba. ¿Cómo no puedes acordarte? ¿Cómo no puedo acordarme?

La vida está tapada.

Ese edificio, ese no edificio –si no lo recordaba tampoco podía asegurar cabalmente que lo había visto alguna vez, que alguna vez yo y el edificio nos miramos a los ojos–, ese solar ahora, ese no solar cuando levantaran un edificio nuevo al que mirar a los ojos para, algún día, en mi vejez, encontrarme con que no estaba, con que lo habían tirado también, con que un nuevo solar –¿el mismo solar?– me miraba con sus ojos vacíos, ese edificio, ese no edificio, fue, sin duda, el que me ha traído hasta aquí.

A la construcción de este vacío.

Y pensé: ¿no será ese edificio, el nuevo, el que levanten en unos pocos meses después de que el solar se haya llenado de basura y cagadas de perro y jeringuillas de drogadictos y de mierda de todo tipo, y de grafitis, el que no sea tirado un día, el que permanezca, el que, en definitiva, deje de verme a mí pasar por delante de él para comprar el periódico u ocupar un banco verde, repintado otras nueve veces? ¿No será él, el edificio, el incapaz de recordar siquiera que yo cientos de veces le miré directamente a los ojos y estuve ahí plantada, vestida de alguna manera, con un bolso, o sin bolso alguno, pero viva?

Soy un solar.

No entiendo muy bien lo que quieres decirme, amor. Lo siento.
–Trataré de explicarme.
–Te escucho.

Le conté a Diego un experimento que acabábamos de referenciar en el periódico. Se trataba de poner a una persona sola en una habitación. La estancia es cómoda, pero sin ocasión para el ocio ni la comunicación. No hay una ventana que dé a la vida. No hay televisión que dé a una especie vida. No hay nada, sólo tiempo.

Los sujetos sometidos a ese experimento alcanzaron grados de psicosis sólo comparables a la contemplación del horror. Preguntados por las causas de su nerviosismo, de su pesar, de sus (en algunos casos) ataques de ansiedad, todos llegaron a la misma conclusión: nada había provocado sus ataques de ansiedad, nada su pesar y nada su nerviosismo. Nada.

La nada, entendí yo, y expliqué a Diego. La nada es el horror.

Yo hice yoga una vez, hice aeróbic. Hice un curso de alemán e hice un curso de otro idioma que ahora no recuerdo (no palabras en ese idioma: ni siquiera qué idioma). Me pasaba tardes enteras viendo vídeos en internet. Tardes enteras buscando pornografía. Tardes enteras con una antigua amiga, hablando de cosas que ahora soy incapaz de señalar. Fui a exposiciones, rutinariamente, hasta que me cansé. Al teatro también fui hasta que me cansé. A danza moderna hasta que me cansé. Hice un curso de cocina por correspondencia. Hice cosas, hago cosas.

Hacemos cosas, Diego.

Pero cuando estoy inmersa en una nueva actividad siempre hay un momento en el que me pregunto: ¿qué hacía yo antes en lugar de lo que hago ahora? Y nunca soy capaz de acordarme. Y Diego nunca es capaz de acordarse.

¿Hacemos cosas?

Tardes enteras buscando pornografía. Tardes enteras con una antigua amiga, hablando de cosas que ahora soy incapaz de señalar. Fui a exposiciones, rutinariamente, hasta que me cansé. Al teatro también fui hasta que me cansé. A danza moderna hasta que me cansé. Hice un curso de cocina por correspondencia. Hice cosas, hago cosas.

El edificio desapareció, y yo no podía recordar el edificio. Ahora había un solar allí, un solar que, en un tiempo muy breve, sería tapado por otro edificio, del mismo modo que mis horas de aeróbic de los sábados fueron inmediatamente tapadas por mis horas de alemán; y no recordaba el edificio del mismo modo que no soy capaz de recordar ya ni mis horas de aeróbic ni mis horas de alemán ni mis horas de idiomas absurdos: sólo un nombre para su ausencia.

Pero en mi memoria no hay solar. En este pugilato de ideas, en esta relación entre edificios y ocio de los sábados, no hay solar. El solar sería ese momento en el que estaba esperando algo nuevo con que llenar mis horas libres. Pero recordar ese momento es imposible, como si no estuviéramos preparados para asomarnos a un abismo abierto en la propia rutina.

No recordamos cuando no hicimos nada. No recordamos el aburrimiento. No viene en los mapas.

Es más fácil recordar un edificio que un solar. El edificio es arquitectura, alguien pensó un orden y unas formas, y las dispuso, en cierto sentido, para ser recordadas; un solar es vacío arbitrario, está ahí de momento, y nadie quiere en principio que ese solar sea recordado o tenido siquiera en cuenta.

Pero, del mismo modo que el edificio tiene balcones, cables, un tejado a dos aguas, dinteles y geranios, un solar tiene escombros y broza y residuos y detritus y animalejos y hondonadas y quién sabe si hasta las varillas de un paraguas. Es decir, deberíamos poder recordarlo.

Deberíamos poder rememorar el aburrimiento, no sólo como un tiempo más o menos largo y desesperante en el que tuvimos la impresión de que nada fuera de nosotros mismos reclamaba convincentemente nuestra presencia y concurso, y en el que si permanecíamos atentos a nosotros mismos (hasta el punto de poder diagnosticar que nos aburríamos) se debía a que no podemos dejarnos al margen cuando no nos gustamos; sino recordar el aburrimiento al detalle, como recordamos el argumento de una película aunque sea, precisamente, aburrida.

–Decimos: Ayer me lo pasé bien, ayer me lo pasé muy bien, ayer me lo pasé en grande, ayer me lo pasé mal, ayer me lo pasé muy mal, ayer me lo pasé regular. Pero no decimos ayer me aburrí bien.
–…

El aburrimiento no tiene adjetivos. Pero tiene forma verbal: aburrir. «Me aburro», «me aburres». (No puedo olvidar esa frase que tantas veces me decía mi madre cuando niña –ya de niña, me aburría–: No sea burra, señorita.) «Me aburro» suena a «me hago daño»; «me aburres» suena a «me haces daño». Sin embargo, muchas veces he querido estar sola, y hasta he comentado directamente: «Me quedaré en casa, aburriéndome.» Y efectivamente me aburría, porque quería hacerme eso a mí misma, ese daño.

Porque un solar, a veces, reclama su espacio.

–¿Sabes lo que hago siempre en los cines, Diego?
–Susurrarme: esta película es vomitiva. Eso es lo haces siempre en los cines, Evita.
–Sí, pero también hago otra cosa, una especie de rezo.
–¿Rezas para que la película sea buena?
–No; le digo a la película, «Sácame de aquí», Diego. Le digo eso a la película.
Y si la película es buena, me saca de ahí.
Lo mismo que una buena novela, una tarde en el teatro o las 8.500 canciones que llegué a tener en mi doPi.
Lo mismo que comprar.
Sobre todo, comprar.
De hecho, ¿es que no hay nada que una pueda hacer en este mundo que no suponga consumo?

Se lo dije a Diego:
–¿Es que no hay nada que una pueda hacer en este puto mundo que no suponga consumo?
–Tranquila, por favor. Estamos hablando.

Sonaba God´s gonna cut you down, de Johnny Cash. Lo recuerdo porque acababan de llegar a la redacción un montón de cedés cuyo lanzamiento las discográficas esperaban que cubriéramos. Como siempre, el redactor jefe y yo hicimos valer nuestro puesto en el organigrama para saquear antes que nadie aquella tonelada de copias gratuitas de música. Yo me apropié sólo de un par de discos (entre ellos el de Johnny Cash); Rafael Presa se llevó a su casa unos cincuenta cedés.

Tanto Rafael Presa como yo misma ganábamos más que nadie en nuestra sección. De hecho, yo ganaba más que nadie. No teníamos ninguna necesidad de «robar» ni los cedés ni los libros; ni los deuvedés ni las entradas para conciertos que llegan a una redacción de Cultura todos los días. Sin embargo, lo hacíamos.

Me compré mi doPi por aburrimiento. Pero también por miedo. El consumo es el miedo a la muerte. Cada cosa que he comprado en mi vida es una apuesta por seguir viviendo.

El hecho de que me aprovechara menos que Rafael Presa de mi posición no se debía a que fuera más honrada o generosa que él (generosa porque todo lo que nosotros no robáramos o disfrutáramos lo podían llegar a disfrutar, con suerte, personas –los redactores, los becarios– que realmente no podían permitirse semanalmente ni adquirir discos compactos ni acudir a recitales o representaciones): se debía a que a mí me gusta mucho gastar el dinero. Me gusta comprar.

Y, sobre todo, me gusta comprar cosas caras.

Porque las cosas baratas, el pan, la leche, el papel, la fruta, son útiles. El placer que proporcionan está en su uso. Lo mejor del pan es comerlo; lo mejor de un lapicero es hacer un garabato en el margen del periódico. Además, hay algo emotivo en la compañía continuada de algunos productos, de los más modestos. Digamos que el pan nuestro de cada día es muy cariñoso, como un marido.

Sin embargo, las cosas caras son completamente inútiles y nunca proporcionan más placer que cuando las compras. Son pasiones perecederas. Como los amantes.

–Me voy a comprar un doPi.
–¿Eso qué es?

Un doPi es un reproductor de música MP3 creado por Elppa en 2001 que ha revolucionado el modo en el que entendemos la música. Yo, personalmente, ya no entiendo la música.

Yo tenía un sueldo que me permitía comprarme 15 doPis al mes, más o menos. Mi sueldo, por tanto, eran 15 doPis al mes, 15 promesas de doPis al mes, 15 tentaciones, cada mes, de comprarme un doPi.

Por ello, era una de esas personas que no pueden no acabar comprando un doPi. Tampoco podía no acabar comprando cualquier cosa que inventaran para ser comprada. Yo supongo consumo.

Me compré mi doPi por aburrimiento. Pero también por miedo. El consumo es el miedo a la muerte. Cada cosa que he comprado en mi vida es una apuesta por seguir viviendo. Si yo me fuera a suicidar no compraría nada; si pusiera como fecha fin de mi vida el 1 de agosto no compraría un doPi el 31 de julio. Compramos porque queremos estar aquí mucho más tiempo, porque eso que adquirimos nos necesita vivos. Las cosas nos reclaman. El sentido de la vida es que todo lo que compramos no tiene sentido si estamos muertos.

El consumo es futuro.

El día que compré mi doPi murieron 45 personas en un atentado terrorista. Cuando se produce una noticia importante, parte de mi sección colabora con la sección «afectada» (Nacional o Internacional, normalmente); además, se reducen páginas de Cultura y, por lo tanto, yo como jefa de todos ellos no tengo casi nada que hacer. Me aburro y miro mucho por la ventana.

Las bombas estallaron a las 8.56 a.m. en un centro comercial de Madrid. Estaban escondidas en los probadores de la planta de ropa para mujer. Treinta y dos de las víctimas fueron féminas; doce fueron niños. Sólo falleció un hombre. Resultaron heridas varias decenas de personas más, en proporción similar a la de los muertos en lo que a sexo y edad se refiere.

La autoría del atentado apuntaba a formaciones terroristas árabes.

Vi una foto y no quise ver más. Un maniquí vestido con carne humana. La bomba había deshecho por completo el cuerpo de una persona y su piel, sus huesos, sus órganos habían cubierto de arriba abajo la parte delantera de un maniquí.

–Los próximos somos nosotros.

El periodismo es esencialmente pesimismo. Me fui de la redacción antes de mediodía.

A comprar.

Me gusta mucho comprar tecnología porque tardo bastante tiempo en darme cuenta de que tampoco sirve para nada. Leo las instrucciones, aprieto teclas, conecto un cable aquí y otro allá, y me siento como ante un enorme misterio por resolver. Y lo disfruto.

Luego no hay misterio alguno, sólo inutilidad, y arrojo el aparato correspondiente en cualquier cajón.

El doPi me lo compré porque el dependiente era muy guapo. El centro comercial estaba extrañamente (o no tan extrañamente: cuarenta y cinco muertos) despoblado. Había decidido aprovechar la mañana para ir a visitar a Diego, así que opté por la planta baja en lugar de la planta sexta. Me demoraba menos comprando un miniordenador o una PDA que unos zapatos, y el resultado iba a ser el mismo. El dependiente era muy guapo.

Lo vi a los cinco minutos. Estaba leyendo una revista sobre el mostrador de su stand de Elppa. Yo tengo miles y miles de discos compactos en casa y lo último que se me hubiera ocurrido es comprar un aparato que me obligara a deshacerme de todos mis cedés. Pasé por delante de su stand varias veces. Ni por un momento levantó la vista.

Supuse que, debido a la falta de clientela, su actitud comercial había sido desactivada. Lo mínimo que podía hacer era ofrecerme un jodido doPi.

Volví a pasar otra vez por delante del muchacho, a paso más lento y a una distancia más corta. No me hizo ni caso. Finalmente, me acerqué.

–Buenos días –dije.
El muchacho se quitó los auriculares (no se los había notado) y me sonrió.
–Perdone –dijo.
Tenía una boca muy bonita.
–¿En qué puedo ayudarle, señora?
–Quiero uno de ésos.

Señalé el doPi más caro que había. De hecho, señalé la placa con el precio, no el aparato.

El dependiente se dirigió hacia allí. Le miré de arriba abajo mientras abría la cerradura de una mampara de cristal.

Se volvió para mirarme.

–¿De qué color lo quiere, señora?
–Rojo.

La guardería está en el norte de la ciudad, no muy lejos de la sede del periódico, pero sí del centro comercial al que acudí ese día. Me llevó casi una hora llegar al lugar de trabajo de Diego.

El edificio era azul, el patio tenía columpios amarillos y los niños llevaban petos rosas y verdes. Yo venía de ver una fotografía con carne humana pegada a un maniquí.

–Eva, cuánto tiempo.
–¿Está Diego?
–Claro, sígueme.

Era joven y guapa. Le miré el culo mientras la seguía por los pasillos. No sé qué necesidad hay de venir así de ceñida a un trabajo con críos.

Se llamaba Laura o cualquier otra cosa.

–Diego, tu mujer.
–No haremos nada en vacaciones. Nada.

Diego me ha llevado a un aula vacía. Estamos sentados en dos sillas diminutas, hablando del atentado, de mi reciente compra y de las vacaciones. Esto último no lo entiendo.

–¿Nada? ¿Cómo nada? ¿No querías ir a…?
–No, el año que viene. Éste, nada que suponga consumo.
–Todo supone consumo, Diego.

Yo supongo consumo.

Entró un niño en el aula. Lloraba. Nos pusimos en pie y el niño, como impulsado por una extravagante fuerza de la gravedad, se precipitó de inmediato hacia Diego. Él lo tomó en brazos y lo colocó sobre sus hombros.

–Nada que suponga consumo, Eva. Ya verás. Confía en mí.

Conduje hacia casa sin dejar de pensar ni por un segundo en el dependiente de Elppa.

Confío en Diego. ■