Un granero en el que la paja empezaba a girar en un suave caos, un corral en total libertad (sobre todo las gallinas), tres casitas con muros como fortalezas y en cada una de ellas una gran cama de madera hecha para resistir a los siglos (cuántas veces habían hecho el amor en cada una de esas camas ninguno de ellos lo recordaba). Aquello se había convertido en su universo, su cosmos, su jardín.

Cuando hacían el amor, duraba literalmente horas.

Cuando hablaban, también.

Cuando se marchaban cada uno por su lado (él al estudio con la estufa de leña de la tercera casa o por los senderos y las pendientes vírgenes de la montaña; ella al cobertizo donde arreglaba el radio transistor o los coches o cuando iba a la ciudad), después ella lo encontraba inmerso en sus cuadernos o encaramado a un árbol, con uno de sus puritos en los labios, como perdido en la contemplación de un universo paralelo.

Pero en cuanto la veía, era todo suyo.

En los silencios o cada dos por tres, él posaba la mano maravillada sobre sus brazos, sobre sus hombros, sobre sus muslos o sus caderas, como para marcar el tiempo o asegurarse del milagro. Ella se reía. Se aventuraba a hacerle preguntas que nunca le había hecho a nadie porque nunca nadie le había despertado el deseo de hacerlas.

¿Dónde había aprendido a amar así?

Era una pregunta bonita y ella le infundía confianza, pero él no podía contestarle todavía.

Él también se reía, y era el principio de una forma de contestar.

Cómo contarle la pesadilla vivida y las delicias resurgentes de su primer amor. La marca indeleble de un encuentro adolescente, salvaje y contenido, sereno y torturado, luminoso y desesperado. El sencillo gozo de unos cuerpos que se encuentran en un momento de pura entrega, de camaradería instantánea, de inteligencia sin necesidad de palabras, de complicidad milagrosa frente al soporífero conformismo de los futuros alumnos de la Escuela Central, la Politécnica, la Normal. Los pequeños gestos, primero tímidos, luego generosos, luego un poco alocados. Las miradas cargadas de señales apenas encriptadas. Los manuscritos de treinta páginas escritos durante noches en vela y entregados a la mañana siguiente, al bajar del autobús. Los abrazos torpes, apasionados, sorprendidos. La solidaridad casi animal frente a la estupidez, frente a la soledad, frente a las risas sarcásticas y los guiños de ojos, frente a los grupos amontonados en la entrada del instituto, en la terraza de la única cafetería del barrio. En la parada de autobús cerca del aeródromo, frente a las conversaciones obscenas de los críos educados, adiestrados o más bien degradados, machacados por el miedo al ridículo y el amor por ir todos a una.

Durante aquellos años, él había encontrado algo inmenso y lo había perdido y lo había vuelto a encontrar en una especie de renuncia paradójica y deliberada, en un arranque de orgullo vital. Vagaba por ciudades inmensas, incapaz de abandonarse a la infelicidad, incapaz de tener fe en la felicidad. Bajaba hasta la confluencia de los ríos, cruzaba los puentes en equilibrio sobre la barandilla, encadenaba trenes, parques, descampados, avenidas atestadas de gente, galerías comerciales, centros penitenciarios, bosques misteriosos al final de las periferias tristes. Era una inmensa huida para no hundirse, para no venirse abajo. Ella quería a otro, sí, tal vez. Es lo que habría sido lógico pensar. «Te presento a mi chico», aquella frase torpe y temerosa, como una demostración desafortunada aunque suprema de confianza, de amistad incierta, pronunciada como una pregunta, como una imploración de alianza, en medio de una fiesta absurda como la mayoría de las fiestas que no son tal cosa. Era lo que aquello habría podido significar, sí. Y él al principio contento por demostrar que no le importaba, que aquello no cambiaba nada, que si el amor que él sentía era tan hermoso como decía, aquello nunca cambiaría nada, que él estaba allí, que seguiría allí, con la absurda e indefectible fidelidad de un personaje de novela. Él aferrándose tan feliz a la certeza de la indestructibilidad de su ternura o, por lo menos (en plena infancia se puede tener una visión bastante clara de los significados de la muerte), a la indisolubilidad de este vínculo entre la ternura que un día sentimos por una persona concreta y no por ninguna otra, y la vida y la supervivencia que, a fin de cuentas, no podían darse por descontadas, y que incluso rayaban en el milagro constantemente renovado de su propio cuerpo. Y luego, en esa certeza que es a veces una carga tan pesada cuando no se tienen diecisiete años, las noches de verano sin dormir, la ternura que de repente se conserva como una herida purulenta, las propuestas de felicidad nunca formuladas, la impresión de que el tiempo se escapa inútilmente, una especie de estrago sentimental, la esperanza deteriorándose irremediablemente, los lugares que acumulan dolores indelebles, la rutina de los diálogos más generosos, las despedidas cada vez más desgarradoras. Y luego, de repente, como por etapas pero al mismo tiempo como un globo que revienta, al escuchar en bucle unas melodías de Bach, al repetir cada tarde los ejercicios hindúes, al cascársela gozando cada vez más, al sentir su cuerpo todavía tan inseguro reclamar su pequeña parte dentro del cosmos, también al domesticar cada vez con más calma su parte de ridículo, de repente el vuelco hacia una paz cada vez más radical, hacia una aquiescencia cada vez más desinteresada, la victoria paradójica y cada vez con menos esfuerzo de esa sabiduría que dejaba que todo se marchara. Había vagado como un perro por aquella ciudad, luego por otra en la otra punta de Europa, luego de nuevo por la misma ciudad cada vez más cerrada. Aguardando atentamente la menor señal, como un perro que se aburre. Tratando de comprenderlo todo, no solo a ella, sino a los demás, a aquellos que ella quería, a aquellos que ella no quería, a aquellos que intentaban quererla, a aquellos que no la querían, a aquellos con los que ella salía ahora para no quedarse demasiado a menudo a solas con él, o sin él, a aquellos con los que ella salía para evitar la pesadez demasiado inocente y absoluta de un amor casi atrozmente infantil, de un amor que todavía no sabe hablar, a aquellos que ella no conocía, a aquellos que no la conocían: todo un imperio de gestos falsamente anodinos que revelaba, a fuerza de repeticiones y de variaciones transparentes para quien las identificaba todas, todos sus misterios divertidos y crueles, amargos o maravillosos, a una memoria ávida. Y él, comprendiendo que ella no era feliz con «su chico», que tampoco sería ya feliz con él nunca más. Que al principio él había sido demasiado joven o que lo seguía siendo o que siempre lo sería. Que no tenía los medios. Que alimentaba una melancolía demasiado inmensa, una alegría de vivir demasiado disponible. Que no era lo bastante salvaje. Que era demasiado salvaje. Y luego, el último año de instituto, la lenta decantación de su cortesía, de su amabilidad de boy scout, del ridículo de su soledad, de la torpeza de su deseo. Su capacidad brutalmente asumida para conocer a cualquiera sin ya revelar nada de él. La alegría inmediata y fraternal que suscitaba entre los desconocidos. El amor repentino, gratuito e incondicional que suscitaba entre las desconocidas. Su certeza de que, de hecho, no era demasiado joven para amar, de que tenía todos los medios para amar, solo que su desprecio por la inmadurez, su ira contra el mundo abominable de los adultos, su rabia contra todas las renuncias, lo habían desbordado todo. El padre de ella vendía armas. Su chico había acabado violándola en una habitación de hotel. En vez de volver a él, ella había salido con tipos del montón, de los que él sabía por fulano o por mengano que, imaginándose que era «virgen», solo soñaban con «desflorarla». Y él, al oír en una ocasión a uno de aquellos pánfilos que probaban cómicamente a hablar como crápulas imaginarios, «Está como un tren, es la bomba», se había dicho: nada de «desflorarla», más bien DESACTIVARLA. Quitarle aquella carga de maravillas que la hacían tan intensamente amenazadora para la tranquilidad de las almas ya consumidas. Ser quien le arrebatase su libertad fundamental, igual que algunos «músicos» electrónicos de moda en aquel entonces, que imaginaban poder ganarse sin ningún esfuerzo una reputación de open mind por echar mano de una melodía de Bach en la intro, aunque así le quitaran a dicha melodía, como novatos, su nota fundamental. Y él ridículamente trajeado sentado en las fuentes, en los parques, en los pasillos del instituto, leyendo y releyendo a los filósofos antiguos, Siddharta, a Proust, a Kafka, consolando a los compañeros suicidas, representando el papel de emperador payaso o de terrorista inocente en obras de teatro un poco simples, corriendo solo a través de los campos nevados, acompañando a bellezas por la noche a través del bosque detrás de la casa de sus padres, siempre espiando un mundo odiable y odiado, pero con calma, descubriendo que podía seducir a cualquiera, absurdamente celebrado como una especie de sabio desesperadamente precoz por amigos bienintencionados aunque dudosos, y por amigas todavía más dudosas, hirviendo por dentro sin decirlo ya nunca más, tratando torpemente de reencontrar su fe, de reunir su amor en un gesto que sobreviviera al eterno ciclo de la puta semana escolar, de imaginar trazo a trazo, sobre el papel, con tinta, quién podría un día tragar lo mismo que él: aquella certeza ya tan pesada y tan despreciable de que él seguiría siendo siempre, en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, el último en renunciar al gozo animal, mineral, espiritual de DOS cuerpos. No porque hubiera nacido diferente, como decía un futuro banquero. No porque desprendiera una luz, como decía una futura actriz. No porque tuviera un destino, como decía un suicida salvado provisionalmente. Sino porque escribía para sobrevivir. Escribir, había acabado descubriendo con una suerte de alivio moral bastante curioso, no era un placer de soñador, ni un entretenimiento de burgués, ni un capricho de adolescente. Escribir, en papel o no, era observar sin cubrirse las espaldas. Escribir era conservar un cuerpo en un mundo de hastío servil, de falsedad machacada y de horrores más o menos lejanos que a veces se volvían muy cercanos, durante un encuentro en una estación o en un bar, con una refugiada yugoslava o un exiliado africano. Escribir no era vender las armas que hacían aquellos errantes. Escribir no era violar a aquellas muchachas heridas para siempre o por mucho tiempo. Escribir no era renunciar a la felicidad de a dos frente a la menor infelicidad común de los grupos. Escribir era justo eso: estar ahí, hasta el final, totalmente abierto hasta el final, totalmente disponible hasta el final, solo o no, hasta el final. Y podía ser divertido. Y podía devorar la gangrena. Y podía fracasar. Ese era el juego.

Traducción del francés de Irene Oliva Luque.

Fotografía de la cabecera: foundin_a_attic – «Smokeing is cool kids!» (CC BY 2.0).