Los hombres le pegan por turnos al Pahueldún. Están borrachos y risueños, pero el conjunto destila algo parecido a la solemnidad. La cosa fue así: uno de ellos se alejó un poco para mear y ahí se lo encontró, camuflado en la tierra, aparentando no ser nada más que un palo retorcido y grueso recién caído de un árbol. Lo tuvo que mirar dos veces antes de reconocerlo como lo que era: el bastón del Trauco.

—Chucha —dijo.

Y dio el aviso.

Los hombres se levantaron tambaleantes de las mesas y se repartieron las palas, los fierros donde ensartaron al cordero, los palos de escoba, algún remo olvidado, lo que estuviera a mano para poder aforrarle al Pahueldún, que por fuerza de tradición —o por intención ritual, o por metonimia de borrachos, o por las puras ganas de huevear— ya no era un palo sino el mismísimo Trauco. Y hay que pegarle al condenado, al enano, al brujo maldito que embaraza a las mujeres de Chiloé, que las hechiza con su aliento y ¡mierda, si podrían ser sus hijas, sus esposas, sus hermanas! Pero ahora se las va a ver con ellos, el diablo este, hay que aprovechar que lo tienen tendido sobre una roca, indefenso, si parece apenas un palito recién caído de un árbol.

Hace diez minutos que rodearon la roca, levantaron las armas por sobre las cabezas, asintieron unos a otros y empezó la descarga.

¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! ¡Pa!

Hace diez minutos que a cada golpe bien colocado los hombres celebran.

¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

Y desde las mesas las mujeres celebran también.

¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

—¿Es un rito o un juego? —pregunta Camila a la prima Isabel.

La prima Isabel se sorprende con la pregunta. La prima Isabel se casa la próxima semana.

—Bueno, es que se supone que es el Trauco.

—Pero por qué le pegan.

¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

—Pa que se haga pipí. Es que el Pahueldún tiene como una bolsita con agua adentro, o savia, no sé qué será. Cuando se rompe, sale el líquido, ¿cachai? Entonces es como que el Trauco se hace pipí de miedo.

—Ah.

—¿No te acordabai?

—No.

El más viejo de los hombres toma el tronco apaleado y lo lleva hasta la fogata, cerca del cordero. Lo cuelga de los fierros y lo deja asándose. El silencio absoluto permite escuchar el chisporroteo del agua cayendo desde el Pahueldún al fuego.

Entonces viene la algarabía general. El Trauco se meó. Se meó de miedo. El más viejo de los hombres trapea las mismas palabras que escuchó de los abuelos, cerrando el ritual:

—¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!

Así termina. Todos aplauden y se ríen. El Pahueldún agoniza deshidratado e inútil. Los hombres vuelven a la fiesta, repitiendo entre risas “¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!”.

Todavía queda vino y la mitad del corderito que mataron para celebrar la visita de Camila, que durante todo el día no ha hecho otra cosa que preguntarse por qué se vino una semana antes de la boda, si con un día bastaba. Se habría evitado las preguntas de los tíos: ¿por qué, si es periodista, no sale en la tele? ¿Por qué, si es mujer, no se afeita las axilas? ¿Y por qué no viene nunca a ver a su mamá? ¿Cómo es eso de que no va a querer cordero?

En la mañana su madre la abrazó con tanto cariño. Se le cayeron las lágrimas de alegría y Camila se sintió culpable por no ir a verla nunca, por no llamarla nunca. Pero luego la madre, alejándose un poco:

—Hija, vino toda de rojo. Usted sabe que es mejor no andar de rojo en la isla.

Y entonces Camila recordó por qué se fue hace quince años de la isla a vivir a Santiago con los abuelos paternos, por qué no llama a su mamá jamás.

—Pucha, mamá. No cambiai nada.

—Se lo digo para cuidarla.

—Tengo treinta años, me cuido sola. Vengo recién llegando y lo primero que me decís es esto.

—Tiene razón. Es que… Bueno, le tengo su camita hecha, ¿quiere pasar a dejar la mochila?

—Ya. Gracias, mamá.

—De nada, hijita, estoy tan contenta.

Y más tarde el cordero, el vino, la guitarra, los juegos, el Pahueldún botando agua, los breves momentos de risa con Isabel, la sorpresa de ver a la sobrina Martina tan grande, la escapada a la playa con las primas, la agujita de marihuana que se sacó y que solo la Claudia quiso probar, y al fin las despedidas, las invitaciones para ir a tomar tecito a todas las casas, el silencio del sur, la tarde que se hace noche.

Se toma una agüita de boldo con la madre en la cocina. Se anima a contarle lo que investiga en el master. A ratos cree que en el fondo sí la entiende, sí, está de acuerdo, claro que hay cosas que cambiar, ella se acuerda de cómo trataba su abuelo a su abuela, sí, qué bueno que le importan esas cosas. Pero luego se calla, como si no pudiera ir más allá, como si tuviera un límite impuesto. Y cambia el tema. No sabe qué ponerse para la boda de la Isabelita. Vienen esos chicos que tocaban acordeón, ¿se acuerda? El cura también es de Santiago. Los abuelos, ¿cómo están?

—Buenas noches, mamá.

—Buenas noches, hijita.

Hace calor. Demasiado para Chiloé, incluso siendo febrero. La ventana está abierta y prefiere no cerrarla. Se mete bajo las sábanas. Lee un rato, el sueño la atrapa, después de todo no durmió nada en el bus. Alcanza a apagar la luz antes de caer rendida.

La ventana sigue abierta.

*

No le importa la lluvia, no sabe a qué hora pasa el bus que la puede dejar en Chacao para tomar el ferry y volver al continente. No le importa nada más que salir de la isla y olvidarse de todo. Las nubes son negras, sabe que se va a empapar. La última discusión con su madre la dejó nerviosa. Cruza temblando el potrero, empuja la cerca, no se molesta en cerrarla otra vez.

Entonces distingue la silueta de la sobrina Martina, que viene hacia ella haciendo raspar un palito contra la cerca. Siente el peso de la mochila en la espalda, delatándola.

—¿Se va, tía?

—No tiene que ver contigo, Martinita.

—Venía a decirle que yo sí le creo.

—Y a lo mejor todos me creen. Ese no es el problema. El problema es que están seguros de que fue el Trauco y que si no pasó nada fue porque le habían pegado al Pahueldún. Que yo andaba de rojo, que menos mal que encontraron su bastón a tiempo y lo aforraron, por eso andaba maltrecho antenoche, cuando se metió a la pieza. ¿Te dai cuenta, Martina?

—Yo no creo que el Trauco exista, tía

—Obvio que no existe. Lo que existe son los hombres. Pero yo sé defenderme. Le pegué en el cuello y grité. No lo alcancé a agarrar. Saltó por la ventana y se perdió.

—Entonces, ¿puede que siga por aquí?

La pregunta la desarma. Al mirar a Martina, se fija en que sus pezones ya se empiezan a marcar sobre la ropa, y algo se le revuelve dentro. Y sí, seguirá por aquí. A lo mejor hasta va a estar en la boda.

Martina la mira con esos ojos grandes. ¿Seguirá por aquí, o no? La pregunta retumba en la tierra.

—Ven —le dice a su sobrina—. Vamos a la casa, que se larga la lluvia otra vez.

—¿No se iba?

Camila niega con la cabeza. Se quita la mochila para descansar un segundo, antes de remontar los cien metros que separan la cerca de la casa.

*

La madre se desvive en atenderla. Le parece estupendo que la Martinita se quede con ellas esos días, se ve que le gusta mucho conversar con su tía, es tan inteligente como ella. Prepara papas rellenas, sopaipillas, harto pescado porque eso sí que come la Camilita. No deja que se apague el fuego porque ahora que llovió se vino todo el frío de nuevo, increíble que hace tres días nomás la Camila dejó la ventana abierta porque hacía calor, pero no, de eso no vamos a hablar, ella no insiste más con el Trauco y al final lo importante es que no pasó nada. Lo último que quiere es que se vaya la Camilita de vuelta a Santiago, más encima justo antes de la fiesta, la Isabel se muere de pena si se va. Pero tan bien que se llevan Camila y Martina, se la pasan jugando en la pieza a no sabe qué.

—A ver, Martina, recapitulemos. Estaban todos los tíos menos Gabriel, que vive en Puerto Montt. Estaba el Marcelo, que no se separó casi de la Isabel, y algunos hombres de su familia. También cuatro amigos del tío Raúl, dos de ellos con sus hijos, ese flaco alto que tenía como veinte y el otro maceteado que tenía unos veinticinco. El flaco no creo, no estoy segura, pero no era tan alto, o tal vez entró agachado. Es que vi la pura sombra.

—Y si lo descubrimos, ¿qué hacemos?

—Eso lo vemos después —responde, porque no tiene la menor idea.

*

Quisiera sentirse feliz por la prima Isabel, pero en la iglesia no hace más que mirar de reojo a todo el mundo. Aplaude por inercia cuando salen los novios. A Isabel, pobre, no le contaron nada, para qué estresarla más. Se ve contenta. La fiesta es ahí mismo, en el patio de la iglesia, está todo engalanado con guirnaldas blancas. El lugar es hermoso: bajando la colina se cruza un bosquecito y luego se llega a una playa donde nunca hay nadie.

Se toma una cerveza. Nadie le saca el tema, no está segura de si es por evitar incomodarla o porque no le terminan de creer. Cada tanto su madre viene y la abraza. Después se va a conversar. Con todo el mundo. La ve hablando animada con los invitados del novio, seguro que contándole lo bonita que es la isla en invierno. La gente baila. No son muchos, unas cincuenta personas más o menos. La tarde avanza y la borrachera también. Todos se ven contentos.

—Oye Mila, y si te sacai alguna cosita como el otro día.

Le cae muy bien su prima Claudia. Es una mujer fuerte, acostumbrada a los trabajos del campo. Se preocupa por ella y porque lo pase bien.

—Demás. Es que no tengo ganas —responde, y no puede evitar que se le caigan las lágrimas.

—Puta prima… —Claudia la abraza, la protege.

—Ya, es que no quiero que cache la Isabel.

Cuando está a punto de oscurecer siente ganas de abandonar la fiesta, aunque no se atreve a irse sola. No quiere molestar a la Claudia, y tampoco quiere obligarla a que tenga que regresar sola a la boda después de dejarla a ella en la casa. Le va a preguntar a su mamá hasta qué hora se queda, pero no la encuentra por ninguna parte.

De pronto alguien levanta la voz. Algo pasa más allá, casi en el bosque. Los músicos dudan, luego se detienen. La novia, copa en mano, pregunta qué pasa con la música. La gente gira hacia el lugar de los gritos. Mierda, es su mamá. Le está gritando a un primo del novio. Ahora lo recuerda: conversó con él en su bienvenida, también es de Santiago. Lo había olvidado completamente. ¿No era el que se emborrachó temprano y se fue a dormir?

—¡Mamá!

—¡Este fue, Camila!

Su madre está fuera de sí. Toma al hombre del cuello, que aúlla de dolor. La empuja, algunas personas intentan intervenir, en la confusión el tipo sale corriendo.

—¡Que no se escape!

Los hombres se quedan detenidos, dudosos; son las mujeres las que lo persiguen. Camila no entiende nada, pero baja la colina detrás de ellas. Cruza el bosque y se araña entera. Recién en la playa, la Claudia lo alcanza y lo bota. Llegan las primas, su madre y sus tías. Una de ellas sostiene una antorcha de la decoración de la boda, única luz en medio de la oscuridad de la playa.

Y empiezan.

¡Pa! ¡Pa! ¡Pa! ¡Pa!

Pero ahora nadie celebra.

—¡Lo van a matar!

—¡Este fue, hija, este fue!

—¡Lo van a matar!

Pero están descontroladas. Camila debe meterse en la mitad de la trifulca, y aunque recibe dos golpes, logra detener el ajusticiamiento.

—Mamá, ¡cómo vai a saber si fue él, por la chucha!

La madre resopla. Nunca la había visto así. El primo del novio logra ponerse de pie, pero ya no puede escapar. Entre cinco o seis mujeres lo sujetan.

—Cómo, mamá, cómo vai a saber.

—¡Porque la vida me enseñó a reconocerlo, Camila! ¡A los doce años la primera vez!

—¿A quién?

—Al Trauco —dice la madre y apunta con el mentón al hombre.

Los ojos de Camila van de la madre al sospechoso, que le devuelve una mirada suplicante. El resto de los tíos viene bajando la colina, preguntando qué diablos pasa. Entonces Camila se fija en el pantalón del hombre, iluminado por la luz de la antorcha: una mancha líquida y oscura lo baña desde su entrepierna y hasta los zapatos.

Algo, algo que se parece mucho al silencio le nace en las entrañas, le quema la garganta y sale, incontrolable, por la boca, en un susurro que no sabe si alguien más alcanza a oír.

—¡Ahora te vai a quedar colgado, diablo!

 

Fotografía de la cabecera: GaneshPimpale (CC BY SA 4.0).