9 de noviembre del año de 16—
Mi querido Lambrecht:
Acabo de ingerir el canario más delicioso del mundo. ¡Por supuesto que no, le estaba tomando el pelo! Pero no le quepa la menor duda de que deglutiría una docena y haría de ellos un festín siempre y cuando estuviesen bien aderezados. No obstante, siento que me corre por el cuerpo como nunca el deleitoso ronroneo del gato. ¿Y cuál es la razón? Me acabo de enterar de que la situación ha dado un giro radical, lo cual significa que todas las palancas de la gran Empresa —en la que usted desempeña un papel nada desdeñable— están ahora al alcance de mis manos. Al fin los engranajes se alinean, los ejes se lubrican y se tensan todos los resortes. Es obvio que con cada latido está cada vez más cerca el instante en el que podré activar cada uno de los mecanismos; un triunfo mucho más contundente de lo que se podría soñar.
Pero antes de proseguir, querido amigo, no puedo dejar de preguntarle cómo le va. He de confesar que esta mañana me alarmó mucho haber visto la fatiga pintada en su rostro. Quizá le estoy pidiendo demasiado. Pero, ¿qué puedo decirle? Tenemos tanto por hacer… Sin duda, nuestra querida Adela ha de tener algo de culpa por su fatiga. Sus apetencias nocturnas seguro le habrán arrebatado a menudo el poco sueño que usted podía procurarse. Imagino entonces que está atrapado entre Escila y Caribdis, ya que una vez que ese cerebro suyo se pone a trabajar en uno de nuestros problemas es incapaz usted de descansar hasta caer exhausto. ¡Ah!, entonces ella le pide que se levante y usted, sin titubear, la obedece.
Sinceramente creo que debería aprender a ser más firme con nosotros dos. Pero es que usted no es así, ¿verdad? No sabe negarse una vez que un enigma se le ha metido en la cabeza, o cuando las diestras manos femeninas de Adela lo hacen reaccionar. He de admitir que su disposición para superar todas las limitaciones mortales —a excepción, por supuesto, de las mías— me resulta de incalculable ayuda. Ah, caro dottore, si se decidiera a tomar algunos de los sueros que me suelo administrar, podría llegar a rozar mis capacidades mentales. Pero cuando se los ofrezco, los rechaza como meras charlatanerías. Pues bien, querido doctor, entonces he de dejarlo a su suerte con esas inservibles pociones que aprendió de sus queridos maestros.
Como verá, lo conozco por dentro y por fuera. Es usted tan transparente como el cristal nuevo y sin esmalte de las ventanas de la Marienkirche. Aquel último bombardeo acabó con los vivos vitrales que reflejaban las parábolas del vicio castigado y de la virtud recompensada. Y como era de esperar, el gremio de los pañeros, esa alianza de pobres diablos, ha incumplido su promesa de volver a reemplazarlos. Es posible que estén esperando a que yo corra con las nueve décimas partes del dinero. Para luego ellos abonar una miseria del total y llevarse toda la gloria. ¿Qué cree usted, he de poner la otra mejilla y tolerarlo? ¿Restaurar los vitrales con mi dinero para que los fieles puedan vislumbrar el paraíso celestial? Claro, me parece estar oyéndole decir que bruñir mi reputación de piadoso y, más aún, mi conocida magnanimidad, no me perjudicaría en nada. Se matan más moscas con miel que con hiel, ¿no es eso lo que suele decir? Y si lo hago, seguro que usted, con su acostumbrada discreción, encontrará la ocasión de que la noticia llegue a la Dieta, desvelando la proveniencia de la mano generosa que ha hecho una ofrenda tan espléndida. Mi querido amigo, ¿cómo no he de apreciarlo a usted sin mesura?
Como verá, lo conozco por dentro y por fuera. Es usted tan transparente como el cristal nuevo y sin esmalte de las ventanas de la Marienkirche.
No obstante, a pesar de todas las labores que realiza en mi nombre, debo confesar que su falta de curiosidad me mortifica. A excepción de mi liberalidad a flor de mano, ¿qué sabe de mí, su bienhechor, el hombre que lo remunera bien e indefectiblemente, que le procura el vidrio de sus ventanas y el combustible que espanta el frío invierno de su hogar? De las anécdotas que le he contado de paso, habrá podido deducir que he viajado mucho, que mis periplos me han llevado lejos de mi tierra, a regiones meridionales y occidentales del planeta, a cuadrantes del globo que habrá estudiado en los atlas de geografía y que, sin embargo, nunca habrá anhelado pisar. Es usted sin duda muy hogareño. A mí me volvería loco quedarme atrapado en el mismo sitio toda la vida. Pero no estamos hechos ni cortados por el mismo patrón, ¿cierto? No sabe usted siquiera mi verdadero nombre. De suerte que a lo largo de esta carta le sacaré de dudas y no dejaré de contarle ni lo general ni lo particular de mi caso.
Pero dígame ahora, Lambrecht, ¿se acuerda usted de su nacimiento? Claro que es imposible, ¿cierto? Empero no posee usted lo que llamo mi ojo, que por vez primera se abrió al mundo cuando yo intentaba liberarme del vientre de mi madre. Veo que alza las cejas. Pues sí, antes incluso de que yo pudiera caminar o hablar, o respirar por mí mismo, poseía ya un ojo que ora observa el mundo remotamente ora se aventura a gran distancia fuera de mi cuerpo. No dice usted nada, pero noto cómo se incrusta una idea en su mente: Ahora sí que ha perdido la cordura. Y luego, instante seguido, percibo que no puede evitar dar paso a la especulación: bien, supongamos que eso que llama el ojo pueda existir… ¿cuál sería su mecanismo? ¿Ve el torrente de ideas que he con que he inundado su cerebro?
A ver, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, el vientre materno. Pues bien, dottore, permítame decirle que aquello iba a por mí. No sé qué había comido o bebido mi madre, pero cuando aquello entró en mi cuerpecito… veneno puro. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que tenía que salir antes de que me matara. Pues bien, del dicho al hecho hay un buen trecho, puesto que en el mismo instante en que me propuse escapar recibí en el cráneo los martillazos más horribles que se puedan imaginar; mientras me retorcía, cálidas y resbalosas paredes aplastaban mi cuerpo por todos lados, y recibí golpes regulares y despiadados durante un tiempo que me pareció una eternidad. Aun así no me moví ni un ápice. Había llegado mi fin antes de poder siquiera empezar. Un poco más y aquello me habría aplastado del todo. Punto e basta. Silenzio. Y, de repente, un centelleo en la noche: el ojo que se despierta, se extiende, calcula los límites de su envoltura, se dilata más… si rompe! El ojo empieza a vagar, intentando dar con algún objeto reconocible. Puesto que acaba de llegar al mundo, ve pero no sabe nada, y tampoco sabe dónde posar su mirada. Entonces vaga en todas direcciones: escala la altura de los montañosos picos, bucea en las profundidades de los mares. Planea por los bosques como un gavilán, se desliza por sobre las arenas del desierto y, mientras escudriña miles de ángulos y grados, comienza a mensurar el mundo.
Es un portento, mi ojo, puesto que puede penetrarlo todo, etéreo como el viento. Mientras vaga, registra las coordenadas del globo terráqueo, cataloga sus proporciones y cualidades: divinas, profanas y todo lo que quepa entre esos dos extremos. Al atravesar los continentes, fija en la memoria su flora y su fauna, sus múltiples terrenos, sus gentes en donde las haya. Luego, tras haber absorbido tanto conocimiento, descansa, como se dice que hizo el Todopoderoso el séptimo día, sobrevolando la magnífica ciudad de M. en la costa oriental de Liguria. En tanto se desliza, observa la puesta de sol, el número y disposición de las embarcaciones de la bahía, las cruces que rematan las flechas de una veintena de iglesias, y repara también en la ausencia de humo de algunas chimeneas. ¿Son casas tan pobres que no pueden encender el hogar? No, es la costumbre, no la pobreza lo que las mantiene extinguidas: es el día del sabbat.
Es un portento, mi ojo, puesto que puede penetrarlo todo, etéreo como el viento. Mientras vaga, registra las coordenadas del globo terráqueo, cataloga sus proporciones y cualidades: divinas, profanas y todo lo que quepa entre esos dos extremos.
Ahora, como atraído por una oculta fuerza, el ojo sobrevuela por los tejados y se posa encima de una de esas chimeneas sin humo. Un tanto reticente, entra por la boca, pero luego se lanza con fuerza por el conducto hasta emerger por la rejilla helada del hogar de una buhardilla. ¡Ah!, algo se mueve: una mujer se agita en el jergón que le sirve de cama. El ojo se acerca, la observa con detenimiento; la joven apenas ha dejado atrás la niñez y ahí está, retorciéndose en la agonía del parto. El ojo planea sobre su rostro, buscando su mirada. Ella lo atraviesa sin verlo y fija la vista en las vigas del techo. Sus mandíbulas se abren para soltar lo que parece ser un grito, y luego las aprieta con fuerza. El ojo observa el blanco de sus nudillos al apretar la paja del jergón, los temblores corporales con los que al fin logra expulsar un ente vivo, rojo remolacha, boca abierta, ávida por devorar la vida.
De la penumbra surgen unas manos con un paño de muselina. Envuelven al recién nacido desde los pies hasta el pecho y luego hasta el cuello, hasta cubrirlo entero, excepto la cabeza. Manos con envoltorio se incorporan y se desplazan por la habitación. La joven ha quedado en el jergón, alza ahora la cabeza y entreabre los labios. La mano abre la puerta. La cabeza de la joven cae pesadamente en la almohada. La puerta, de un golpe, se cierra.
Ahora el ojo ve el envoltorio bajar seis pisos por las tambaleantes escaleras del edificio, lo sigue cuando avanza por un estrecho callejón, desierto de toda humanidad. Uno tras otro, tres perros surgen de las sombras, y con las narices azuzadas por el olor de la sangre y los excrementos, lo persiguen. La procesión avanza en la noche; ahora toman una calle, giran por otra, recorren un nido de callejuelas hasta llegar a un estrecho pasaje, que desemboca en un descampado que tiene un pozo en el centro. En los últimos diez años nadie ha sacado agua de allí y el pozo se ha convertido en el muladar del distrito. Las manos colocan el envoltorio sobre el ancho borde de piedra del pozo. Los perros callejeros se acercan con cautela. Las manos levantan la pesada tapa de hierro, la arrastran a un lado y alzan el envoltorio sobre el abismo. ¡Bum! El paño se desenrosca, el bebé cae con el cordón umbilical serpenteando por los aires —uno, dos, tres, cuatro, cinco metros y en medio de la caída gira y termina de espaldas en la densa inmundicia del fondo que amortigua su golpe.
El ojo lo registra todo, suspendido en el aire como si fuera gemelo de la luna llena que ilumina la noche. Se percata de la tranquilidad con la que el recién nacido reposa sobre su tierna cuna, incluso cuando las manos vuelven a cubrir el pozo antes de esconderse debajo de los pliegues de una capa oscura que se confunde con las tinieblas. I cagnaci ahora dan vueltas alrededor del pozo, espoleados por el olor, pero incapaces de recuperar su premio.
Lambrecht, ¿no ve el reloj que adorna lo alto del campanario de la iglesia que da al campo? Es así como el ojo mide las horas. Se percata de que a las cuatro y media de la madrugada el pozo comienza a vibrar, a estremecerse cada vez con más fuerza. Centímetro a centímetro, la tapa se desliza. El último de los perros retrocede y sale huyendo, el mortero del pozo se desmorona y las piedras caen al suelo. El aro de hierro del borde se agita cada vez más, como una tetera que hierve con violencia. Y de repente, como lanzado por una mano gigante, sale volando y cae destrozado en los adoquines. De unas puertas que se abren ahora surgen halos de luces, y el ojo calcula el número de pies que corren hacia el pozo: dos, seis, veinte. Unos hombres bajan a un barbudo con una cuerda; un mendigo al que han prometido un quattrino. Apesta, sus manos tiemblan, pero agarra el envoltorio del fondo y lo sujeta con rapidez. El envoltorio asciende. El ojo deja de grabar.
Lambrecht, ¿no ve el reloj que adorna lo alto del campanario de la iglesia que da al campo? Es así como el ojo mide las horas.
¿E la fanciulla que yace en el jergón de paja? ¿Habrá sucumbido a los rigores del parto o podrá levantarse de allí? Cuando la criatura vivía en su seno ¿acaso lo llamaba por su nombre, en silencio o a viva voz?: David. Efraim. Rafaele. Samuele. ¿Eleazar? ¡Ah! Fue este último, transmutado en el de Lazzaro, el escogido por los hermanos del monasterio y el que figura en los registros bautismales, cuando encomendaron su alma al santo cuyo día se celebraba la madrugada en que lo rescataron de la tumba.
Querido amigo, ¡si viera la cara que ha puesto! De profundo asombro, como era de esperar, ya que usted me conoce únicamente como Roberto. ¿Qué idea se habrá hecho de mi linaje o de mis orígenes? Apuesto a que me ha imaginado hijo de nobles provincianos de clase media. Llamémoslos Emilio y Contanza: él, oficial jubilado de la caballería, condecorado en las guerras contra los turcos, cuya herida aún le escuece en los días húmedos. Ella, mujer recatada, más joven que su marido, rostro ovalado, cuello de cisne, cintura estrecha, formosa, ancha de caderas. Poseedora de las mejores destrezas domésticas y de un espíritu animado por el amor a la música y al baile. Claro que canta como un ángel y claro que arrulla a la criatura con los dulces tonos de su voz mientras el chiquillo madura como una fruta en su interior.
Ecco Roberto: primogénito muy deseado, por quien repican las campanas y se celebran misas; hijo bautizado dos veces: primero con las lágrimas de alegría de sus padres y luego con el agua bendita de la iglesia. Y cuando hacen venir a una vieja clarividente a los pies de su cuna, ¿acaso le abre el cerrado puño y descifra en la minúscula palma las líneas que conducen irrefutablemente a un prometedor futuro de longevidad casi bíblica? Toda la casa se llena de regocijo mientras los domésticos preparan el festín y los jinetes salen al galope a convidar a los vecinos de toda la comarca.
¿Quizá te lo habías imaginado de tres años, con un doméstico que tira de las riendas mientras monta un poni rucio y da vueltas por un fértil campo que linda con promontorio de elegantes cipreses? Sí, es así como tu bienhechor vivió sus primeros años: absorbiendo la recia fragancia de la paja y el estiércol mezclados con el olor a ropa recién secada al sol, colocada encima de una mesa que, de tanto vino y queso, amenaza con venirse abajo. Y sentado en el regazo de su madre, imaginas a un Roberto que alcanza un plato con su manita y moja unas rebanadas de pan blanco y fino en jugos de ave asada.
¿Y qué decir de su educación? Desde luego que no podemos pasarla por alto. Está claro que una orquesta de maestros le enseñó con esmero todas las artes prácticas y cortesanas. Lo instruyen siempre con bondadosa firmeza y con suavidad. Gracias a ello, Roberto ama el mundo y a todas sus criaturas. Mi querido amigo, veo que disiente con la cabeza. Confiéselo, ¿no es esa la idea que se había hecho de mis primeros años? Le pido mil disculpas si lo desengaño de la feliz fábula que se había imaginado sobre mi persona.
Venga, no ponga esa cara de congoja. Todos los seres vivientes han de nacer de alguien y en algún lado. No nos cabe elegirlas, nuestras circunstancias, ni tampoco podemos negarlas. La fortuna, en su libre albedrío, nos coloca donde quiere, cuando quiere y como quiere. Y si emergemos de un vientre-tumba con vida, todo lo que venga después dependerá de la fuerza de nuestro espíritu y de la firmeza de nuestra voluntad.
Traducción del inglés de Adrián Izquierdo.
Fotografía de la cabecera: «God’s Eye» de Neticola Photography (CC BY-ND 2.0).