El último año del internado, durante unas vacaciones de navidad en Chicago, conocí a un tejanito de malos ojos, mala piel y aliento a Lucky. El tejano, al que yo llamaba Tex, tenía una librería y tienda de discos junto a un cine de arte y ensayo cerca del Loop. Las películas “de arte y ensayo” eran relativamente nuevas entonces. La etiqueta señalaba tanto a Gina Lollobrigida sonriendo provocadoramente mientras subía y bajaba colinas montada en un burro como a Gérard Philipe muriendo joven en la piel del pintor loco Modigliani. A pesar del espectro, “arte y ensayo” quería decir “Europa”, y algo europeo iluminaba a Tex. Yo cogía el tren en Evanston y viajaba una hora de ida y otra de vuelta a la tarde noche para escapar de mi madre y de mi hermana y pasar treinta minutos con él.

Le encantaban los libros. Recuerdo correr por la calle con él una tarde gris de invierno en la que el sol, desalentado por el frío recibimiento, se había retirado. Tex sólo llevaba una chaqueta de tweed y una bufanda andrajosa impregnada de humo y también de color humo. Corría como un niño a la oficina de correos para recoger y llevar a la tienda dos cajas de libros llenas de ejemplares de El desplazado, de Colin Wilson. Yo llevaba una caja. Tex había abierto la otra y hacía malabares con ella mientras me leía fragmentos al azar.

—Escucha esto, por favor —me gritó, en un súbito renacer de su cálido acento sureño. Por lo general intentaba sonar contenido, como si acabara de chupar un limón, pero ahí su boca se llenó de pastel de patata picante.

El último año del internado, durante unas vacaciones de navidad en Chicago, conocí a un tejanito de malos ojos, mala piel y aliento a Lucky.

Al poco rato estábamos de vuelta en la acogedora tienda de Tex, que había quedado temporalmente a cargo del gruñón de su ayudante, Morris. Nos hicimos un ovillo en el sofá biplaza de terciopelo rosa que estaba junto a la ventana para leernos El desplazado el uno al otro en arranques de pasión. Así leía Tex, como si un libro nuevo fuera un telegrama dirigido personalmente a él. Este iba sobre una fortuna que un tío espiritual en algún lugar de Inglaterra le había legado, puesto que el libro hablaba del existencialismo y sus raíces, y sugería que, al menos allí, ser un desplazado no era motivo de vergüenza sino una condición que podía ser capitalizada y hasta escrita en letras capitales. Tex me hablaba de la condición humana. Como no introducía sus ideas y cortaba el final de las frases, parecía hacerme partícipe de una conversación que sería una torpeza interrumpir o cuestionar. El café amargo que tomábamos, el sonido del locutor de radio que murmuraba en la emisora de música clásica y la visión de los reflejos de los focos de luz sobre los libros y los discos nuevos y barnizados, todavía envueltos en su plástico… todas estas cosas se unían para excitarme, especialmente porque sabía que Tex era gay.

Morris, el ayudante, empleaba esa palabra incluso cuando no había nadie más en la tienda. Se remangaba una de las perneras del pantalón, se acariciaba la pierna y decía: “Esta noche me siento muy gay”. Luego sacudía la cabeza como si tuviera rizos en vez de pelo corto. No sonreía; hablaba totalmente en serio. Yo no sabía exactamente qué quería decir, pero sabía que quería decir algo bastante preciso.

—Cállate, Morris —le soltó Tex con una voz cruel y directa, y giró la cabeza para señalarme. Me di la vuelta justo a tiempo para verlo—. Y Morris —añadió—, deja esa puta sombra de ojos, por el amor de Dios. Intento hacer de esto un negocio respetable. Una más y tu culito depilado se va a la calle.

Observé a Morris detenidamente. No pude ver ningún rastro de maquillaje. ¿Por qué llevaría maquillaje? Me hacía preguntas. ¿A los maricas les gusta eso? ¿Así se identifican entre ellos?

La alegría de leer El desplazado se había agriado. La nieve se arremolinaba en una corriente de aire ascendente, luego caía a lo largo de las farolas.

Así leía Tex, como si un libro nuevo fuera un telegrama dirigido personalmente a él.

Día tras día la nieve caía y las calles vibraban con el sonido de las palas. La gente, con gorros de piel y muchas capas de ropa, pasaba de puntillas torpemente sobre las cunetas llenas de la nieve que había sido retirada por las quitanieves.

En casa sentía un constante hormigueo de emoción sólo de pensar que ayer por la tarde había visto a Tex y que hoy volvería a robarle unos minutos. En Evanston me quedaba frente a la ventana y miraba el batir de las aguas del lago Michigan. Dentro de mí latía insistentemente la idea, mitad excitación mitad miedo, de que había otro mundo a mi alcance, o casi. Ese “mundo gay”, podría decirse, con esos estados de ánimo que al principio cambian lentamente y luego te golpean como una montaña rusa en un giro brusco. Ese mundo con sus entusiasmos infantiles y sus ataques despiadados. Lo asociaba con los silenciosos pucheros de Morris y con el modo en que se acariciaba la pierna, se lamía los labios y decía: “Esta noche me siento muy gay”. Aunque sabía que terminaría sucediendo algo si continuaba con esas visitas, temía lo que esperaba, y eso que esperaba no quería saberlo.

Tic-tac, tic-tac, tic-tac. La emoción me aceleraba el pulso. No podía ni quería pensar en otra cosa. Miraba el vapor que salía del puré de patatas y oía el tic-tac en mis oídos. Por la noche, en mi cama, mientras espiaba a través de las cortinas al viejo de enfrente leyendo el periódico y hurgándose exuberantemente la nariz, escuchaba el tic-tac que me acercaba a mi próximo encuentro con Tex.

La tarde siguiente Tex y yo estábamos solos en la tienda. Morris estaba en su casa, sufriendo lo que Tex llamaba amargamente un “dolor de cabeza enfermizo”. Tex no paraba de quejarse de los errores contables de Morris. Estaba revisando las cuentas y en el ambiente se instaló un largo silencio gris. Por primera vez la radio no estaba encendida y ningún locutor educado nos leía los Cantos de Pound o ponía interpretaciones alternativas de Nessun dorma. Algunas personas se paraban a mirar los libros en el escaparate pero luego seguían de largo.

Tex golpeó el mostrador de cristal y gimió:

—Bebé, tu mamá no está bien. —Por un instante imaginé que mi madre había llamado por teléfono por alguna emergencia, pero luego entendí que se refería a sí mismo. Me halagó que confiara en mí. Mi madre me contaba a menudo sus secretos, y yo había aprendido a escuchar. Podía mostrarme comprensivo y sólo daba consejos cuando eran bienvenidos—. Tu mamá ha empeñado sus joyas por su hombre y ahora no tiene dinero para comprar aguja e hilo para su tienda de accesorios. Ay, cariño, dime, ¿quién va a alimentar al bebé?

Me di cuenta al instante de que esa forma de hablar tan graciosa e imaginativa era una especie de cortesía, una manera de expresar su angustia en términos generales, ahorrándome los detalles desagradables.

—¿Estás en bancarrota? —le pregunté, aunque quería preguntarle “¿Quién es ese hombre?”.

—Todo mi dinero está aquí —dijo, señalando sus libros y sus discos brillantes—. Si no logra colocar este cargamento, mamá va a tener que cerrar el local.

Cada vez que Morris sustituía los pronombres masculinos por los femeninos, Tex le mandaba callar por respeto a mi supuesta inocencia. Ahora el propio Tex estaba invirtiendo géneros… ¿era eso una muestra de que estaba en apuros?

—¿Quién es tu hombre? —le pregunté.

Se bajó del taburete de detrás de la caja registradora y vino a sentarse conmigo en el sofá rosa. Sus hombros se encogieron. En realidad no era muy atractivo, con su piel sudorosa, sus pequeñas manos sin huesos y su torso flaco de gorrión. Cuando se quitó las gafas, vi sus ojos enormes y mojados.

—Mis amantes siempre resultan ser heteros. —Debí de dar la impresión de estar confuso, a pesar de mis esfuerzos por parecer comprensivo, porque añadió—: Heterosexuales, normales. Mi novio actual, Bob, es policía, y acabo de dejarle trescientos pavos para que su mujer aborte.

—¿Ella sabe lo tuyo con Bob, lo que sois? —pregunté, no demasiado seguro de lo que eran. ¿Cómo podía gustarle un marica a un heterosexual de bien?

Cada vez que Morris sustituía los pronombres masculinos por los femeninos, Tex le mandaba callar por respeto a mi supuesta inocencia.

Tex encendió un cigarrillo. Era extrañamente agradable, a pesar de su aire melancólico. Agradable porque llevaba toda su historia consigo fuera adonde fuese, como la criada que trabajaba para mi padre y mi madrastra, que diluía ceniza en su décima taza de café, hablaba de los hombres de su vida, y seguía en albornoz a las tres de la tarde, mostrando una compasión universal aunque su comprensión fuera parcial.

En cuanto a Tex, se abrió tanto que borró la distancia entre el adolescente y el adulto. Yo había escuchado a mi madre y a sus amigas discutir de “problemas de hombres”. Tex estaba haciendo lo mismo, y yo lo escuchaba provisionalmente como a un igual.

—Creo que sospecha que su marido y yo tonteamos, pero le conviene mirar hacia otro lado. Sabe que pueden contar conmigo para que les preste dinero, como ahora para el aborto. Ya tienen tres hijos. Ella me cae bien y lo sabe. Cuando no está agotada vamos todos juntos a jugar a los bolos en Rogers Park.

—Entonces, ¿cuál es el problema? —le pregunté bruscamente para ocultar mi confusión.

Su novedosa manera de ver las cosas era tan humana y poco convencional… Podía decirse que desgastaba las puntas de los imperativos morales al sostener ciertas cosas –cosas peligrosas y explosivas– en sus suaves manos y moverlas de un lado a otro. Al menos ahora, sentado a mi lado, hablaba del policía, de su mujer, del aborto, de los préstamos y de las tardes de bolos con un suspiro de familiaridad doméstica que me hacía verlos a todos de la misma manera, la suya, acariciados con cariño.

—El problema, pequeña niña rica, es el dinero, la pasta… aunque tú no vas a entenderlo —me removió el pelo y sonrió con una exasperación cariñosa y con los ojos pidiéndole paciencia al cielo.

No me sentí mimado, me sentí ignorado. Pero escogí no asumir el papel que él me estaba reservando. Le cogí la mano y dije:

—Lo entiendo perfectamente —y lo entendía.

Entonces, en un reflejo de buenos modales, ladeó la cabeza reflexivamente.

—Dime, muñequita, ¿qué buscas en un hombre? ¿Qué tipo de sexo? Empecemos por ahí.

—¿Sexo?

—¿Te gusta ser penetrada? A eso lo llamamos ser pasivo, y la persona que lo hace es una marica pasiva.

Cuando vio que me avergonzaba, se puso más filosófico.

—Eso es más europeo, por supuesto. Son los caballeros del Viejo Continente los que adoran penetrarse unos a otros. Los norteamericanos somos más conocidos por nuestras mamadas. ¿Eres una marica mamona?

Sentía el terciopelo rosa tan áspero como la lana bajo mis piernas.

—¿Puedo hacerte una pregunta estúpida? ¿Qué es mamar?

—Chupar una polla, idiota. —Tex se dio vuelta para ocultar su risa, pero su espalda delgada comenzó a sacudirse y al minuto estaba llorando entre sus manos, como hacía mi abuela tejana, una mujerona del campo que siempre lloraba de alegría. Sonreí con un ligero resentimiento ante el gran chiste en el que me había convertido—. Chupar una polla, idiota, pero —se limpió las lágrimas—, ay, ¡necesitaba esto! —De pronto se puso serio, tras contener la respiración—. Pero suavemente, no como una aspiradora. Lo más importante es que haya mucha saliva. Cuanto más jugoso, más les gusta. —Se ajustó un poco la corbata y miró hacia a la calle—. ¡Habrase visto! ¡Enseñándole a un mocoso cómo tratar un pene! ¡Y ni siquiera me acuesto con jóvenes! Cariño, tendré que hacerte una demostración un día de estos. No puedo creer que seas tan bebé. —Dijo todo esto cantando, como marcando una rima, y parecía estar tan satisfecho por su cosmopolitismo como por mi inocencia—. Yo nunca he sido ingenuo. Tu madre es una zorra nata. Ese es el nombre de mi perfume. —Puso su muñeca debajo de mi nariz—: Zorra nata. ¿Te gusta? —Luego se alejó de su extravagancia—. No debería corromperte tan pronto. ¿Conoces la expresión: “el macho de hoy será la competencia de mañana”?

Podía decirse que desgastaba las puntas de los imperativos morales al sostener ciertas cosas –cosas peligrosas y explosivas– en sus suaves manos y moverlas de un lado a otro.

Tuvo que explicármela bastante para que lograra entender su lógica. Con macho se refería a un hombre heterosexual dispuesto a que un homosexual se la mamase. Pero la idea era que esos “pedazos de macho” no seguirían siendo heteros (esto es, deseables) mucho tiempo. Pronto se corromperían y pasarían a ser otra “marica” inservible.

—¿Dos maricas no pueden acostarse? —pregunté.

—Querida —bufó Tex, indignado—, ¿para qué? ¿Para frotarse las vaginas?

Retrocedí ante esta imagen, y luego me eché a reír, sintiéndome de repente demasiado grande para mi ropa, comprometido. ¿Tex creía que yo era un macho, atractivo por un momento, como una fruta muy perecedera que sólo es comestible un día antes de echarse a perder? Era una situación trágica, porque quien sucumbía al deseo homosexual se volvía inmediatamente indeseable.

—Realmente no pienso mucho en sexo —dije—. Haré lo que sea que… la otra persona quiera hacer. —A menudo decía “otra persona” para evitar mencionar el sexo de la persona en cuestión.

—Sí, pero ¿qué tipo de persona? —me preguntó Tex.

—Alguien mayor —le dije soñadoramente, avergonzado de tener una fantasía aunque embelesado por ella—. Alguien rico y guapo que me cuide, que me pague el internado y me libere de mis padres.

 

Traducción del inglés de Mariano López Seoane.

Fragmento perteneciente al libro La hermosa habitación está vacía, de Edmund White, que será publicado en español próximamente por Blatt & Ríos.

Fotografía de la cabecera: ©Frank Mullaney