Bertine Serraud viajó por primera vez a La Habana en octubre de 1969, invitada por Casa de las Américas. Por entonces ella y Erskine vivían la mayor parte del año en Bruselas, en un apartamento que les había dejado la abuela de Annemarie. Pero la invitación incluía el vuelo desde París, así que Bertine había hecho en tren el trayecto hasta París un jueves por la mañana y había tomado allí el avión, un Britannia de Cubana todavía en servicio, al día siguiente, que iba a ser el viernes temprano en principio pero que se convirtió en el viernes a mediodía y finalmente, para cuando salió su vuelo, ya en el viernes a la tarde, luego de haber cenado la noche anterior con los padres de Erskine, que por fin para entonces habían comenzado a aceptar, tímidamente primero y ya luego más resueltos (a Bertine esa noche le habían parecido resueltos y amables y aun ¿cómo decir? —digámoslo, ella lo escribió tal cual— comprometidos con la felicidad de su hija) la relación suya con Erskine; o más bien al revés, claro, la de Erskine con ella. Y así mismo se lo había escrito con letra apretada en una postal que le puso a Annemarie en el aeropuerto, antes de tomar el avión, a sabiendas de que leer aquello iría a alegrarla aunque no se lo creyera del todo. El avión salió con un retraso considerable, más de cuatro horas, pero habida cuenta de que el padre de Erskine la había llevado en coche hasta el aeropuerto y la había acompañado un buen rato, no había mucho de lo que quejarse. Cuando por fin él había aceptado despedirse fue que Bertine escribió la postal, en parte conmovida por toda esa amabilidad que no esperaba y, en parte, o eso creyó, intentando ser objetiva respecto de la cena de la noche anterior. Y casi enseguida fue que anunciaron su vuelo y Bertine pasó el control de pasaportes y subió —al fin, esto sí por fin— la escalerilla cromada del Britannia de Cubana de Aviación.

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Luego de los aplausos por un aterrizaje amable hizo lo que hacía ya horas se mataba de ganas de hacer: desandar los escalones cromados de la escalerilla y poner pie en tierra de La Habana. Un autobús que por el frontal le pareció inglés fue a buscar a los pasajeros y Bertine fue de las primeras en montarse y bajar y recorrer los pasillos húmedos de Boyeros, con todos los sentidos puestos, ya, en lo que estaba ahora haciendo: estaba aquí, ahora, en un presente que le parecía increíble pero sí, aquí. Lo estaba viviendo, era ella —ya sin mediación, ella sin prórroga— la que estaba viviendo esto de ahora. Eso, si bien la sobrecogió un poco, la reconfortó sobremanera.

Cuando salió de la aduana no encontró a nadie esperándola, pero eso lo vio como un contratiempo que al instante se prometió pequeño, no habría por qué dejarlo crecer, que se quedara minúsculo. Buscó un rato algún letrero con su nombre, alguna cara femenina con pinta que no sabría muy bien situar (¿de escritora? ¿de revolucionaria cubana? ¿de obrera cubana de la cultura?), y como no dio con ninguna que cumpliera con lo que ella esperaba de cualquiera de aquellos rostros decidió, mejor, buscarse una mesa y esperar. De lo más paciente, Bertine: un mínimo contratiempo, que no un contratiempo colosal. Magaly, le habían escrito que se llamaba su anfitriona. Y que ya llegaría, se dijo, la tal Magaly, yo la espero. En una esquina de la sala de llegadas vio un mostrador con mesitas de aluminio y hasta allí se fue arrastrando maletas, se acomodó como pudo en una silla metálica que al principio le pareció incómoda y paró la oreja a ver si conseguía escuchar esa música que llenaba la sala y a la que más o menos, le pareció, todo el mundo seguía. Mambo, qué rico el mambo. Sí, le gustaba, cómo no. Le gustaba estar aquí. Y pensó en Annemarie, ¿qué estaría haciendo ahora?

El hombre que había ido a buscarla al aeropuerto, un tipo de bigote que fumaba un cigarrillo tras otro, resultó en vez de su traductor su chofer. A veces, pero eso iba a descubrirlo luego, fumaba puros en vez de cigarrillos, si bien sólo sentado y con café o ron o lo que fuera enfrente, algo que beber. Los funcionarios de Casa le habían escrito que iría a buscarla la tal Magaly, así que Bertine tuvo tiempo de verlo encender tres o cuatro cigarrillos antes de que se reconocieran mutuamente, o más bien antes de que él consiguiera reconocerla a ella. El hombre daba paseos nerviosos delante de las puertas de salida y en algún momento hizo, Bertine lo vio desde su atalaya de la mesita de aluminio, una llamada telefónica desde una cabina. Quien quiera que hubiese hablado con él debió de haberlo ilustrado con claridad suma y acierto, porque volvió a recorrer la sala con la vista y ahora sí, cuando sus ojos se cruzaron, el tipo sonrió y fue hacia ella. Lo primero que Bertine pensó fue que el tipo quería ligar. Lo segundo que pensó fue que tal vez estaba ella donde no debía, o que las maletas al lado suyo la delataban o impedían el paso o algo así, pero no, por esta vez ni lo otro ni lo uno. Collazo se presentó enseguida, en un francés correcto —aprobaba— pero del que diría cualquiera sin dudarlo demasiado que no lo practicaba a menudo. Bertine le preguntó el nombre —y Collazo insistió en que todo el mundo lo llamaba por el apellido, Collazo—, y como a ella le dio entonces la impresión de que él se estaba haciendo un lío tratando de explicarle que lo del apellido y no un nombre de pila no significaba, no, a ver, ¿cómo decir?, falta de confianza ni nada de eso, no, sino que más bien al revés, todo lo contrario, el apellido era la manera de tratarlo en confianza y de cerca, lo interrumpió en español: No había problema, ninguno, todo eso se entiende de lo más bien, pero el caso es que yo, no sé si se note, no necesito un traductor. Pensé que lo sabían ustedes, agregó, y trató enseguida de ser amable ella, Ya me dirías ahora qué hacemos.

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Aparte de a Collazo, con quien congenió bastante rápido, Bertine no conoció a mucha gente en La Habana aquel otoño de 1969. Conoció, eso sí, o eso creyó ella y convencida de eso se despidió de la tierra que se alejaba una vez en el avión, la ciudad. El sábado estuvo caminando toda la mañana por el malecón y regresó dos veces al hotel con la idea de volver a salir, la primera vez lo hizo y la segunda no. Primero había vuelto por la cámara y había vuelto a salir —¡todo el mundo se dejaba fotografiar!, le había escrito por esos días a Erskine—. Luego de desandar el malecón hasta la Chorrera tomando fotos, y cuando se dio cuenta que allá empezaba a ser de día y una hora más o menos razonable, había regresado de nuevo para llamarla por teléfono a Bruselas y contarle que en sólo tres horas había cogido un color estupendo y que la echaba mucho de menos, que los cubanos eran fenomenales y que sería maravilloso que ella estuviera aquí: tenían que venir juntas, pronto. Erskine contestó todavía en la cama y se alegró por la llamada y por ella y enseguida le preguntó si había conocido a alguien o si pensaba conocer a alguien, y Bertine le dijo que claro que pensaba conocer a mucha gente, qué cosas se le ocurrían, que la echaba mucho de menos y que no pensaba acostarse con nadie, si por caso fuera eso lo que le estaba preguntando (sí, era eso lo que Annemarie le estaba preguntando y ella lo sabía bien, y había sido por eso mismo que se lo había dicho). Pero, ¿y no has conocido a nadie que te guste?, insistió Erskine. ¿A nadie interesante? Dime la verdad, dijo, y Bertine sintió que más que decir imploraba. Bertine le dijo que había conocido sólo al chico que había ido a buscarla al aeropuerto, le contó que se llamaba Collazo y que fumaba un cigarrillo tras otro, que nunca había visto a nadie que fumara tanto. Trató de cambiar de tema: se lo habían puesto, imagínate tú, de traductor. ¿Y han quedado en verse de nuevo?, quiso saber ahora Erskine. Me ha dicho que me recogía esta tarde en el hotel, y a propósito, está de lo más bien el hotel. Que viene a buscarme para ir a un recital de poesía en Casa. ¿En su casa? ¿Vas a ir a su casa? Vaya, pues sí que aprovechas el tiempo, ya veo… No, no, a su casa no, claro que no, en Casa de las Américas, mi amor. Ah, ya, rezongó Erskine, Y yo qué sé. Luego Bertine volvió a decirle que la echaba mucho de menos y que podía estar tranquila y sentirse del todo segura y que no había por qué preocuparse: con quien único le apetecía algo, ahora y esperaba que siempre, era con ella. A quien único quiero tocar es a ti, dijo, la única carne que quiero sentir es tuya y en la mía. Cursi que eres a veces, boba, dijo Erskine, Qué cursi, tú, y la hizo reír con eso. Pero porque te quiero, le susurró Bertine, y ya, tampoco hay que hacerla muy larga, esto no sé quién lo paga. Cuídate mucho, recomendó o exigió Erskine, y Bertine volvió a decirle que la echaba mucho de menos y colgó.

Collazo apareció mucho antes de lo que habían convenido y la llamó desde la recepción. La primera vez que sonó el teléfono Bertine estaba todavía en la bañera y no se le ocurrió que pudiera ser él hasta que dejó de sonar, así que lo dejó timbrar sin apuro. La segunda vez que sonó sí contestó. Te tengo una sorpresa, dijo Collazo. Bertine acababa de salir del baño y estaba sentada en la cama y frente al espejo con una toalla blanca enrollada en la cabeza, y lo que la sorprendió fue descubrir, así de repente, que la animaba estar hablando desnuda con él. Collazo no parecía dispuesto a adelantar mucho más al teléfono, pero ella intentó demorar la conversación sólo por eso. ¿La excitaba, le gustaba, cómo se llamaba eso que le cosquilleaba en la tripa? Bueno, lo que fuera. A ciencia cierta no sabía qué, pero quería averiguarlo o disfrutarlo o las dos cosas a una. Le preguntó tonterías, si había venido en carro o no, y que dónde lo encontraba a él abajo. Collazo dijo que abajo, que lo buscara en el lobby, iba a reconocerlo porque llevaba un plátano maduro en la mano. En la mano izquierda, precisó. Bertine se rio y aprovechó para dejar caer que tenía todavía que vestirse, Me sacaste casi de la ducha, dijo.

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Hay un pasaje de Cerro estero, la primera novela de Serraud, donde la protagonista conversa también desnuda y por teléfono con el editor que supuestamente publicará luego esa misma novela, donde a su vez se juega a que el libro mismo sea, en la ficción, obra de la hermana de la protagonista. Uno más de esos juegos de espejos que tanto le gustaban a Serraud y que en esta, a fin de cuentas su primera novela, no llega a estar bien resuelto del todo: hay hilos o cabos sueltos y, como ya ha apuntado en alguna ocasión más de uno, la carpintería narrativa se hace notar mucho más de lo que sería deseable. La hermana de la protagonista y autora ficticia, que se llama Luisa Amorós, es una suerte de niña prodigio que frecuenta tanto los círculos políticos de la izquierda europea de entonces (que sentía a Europa como su patria natural y se movía en ella como pez en el agua) como los ámbitos varios, con algo o más bien mucho más de caspa, de la vanguardia literaria española, que veía a Europa sólo cuando, muy de vez en vez, asomaba la nariz por encima de los Pirineos en un salto desesperado por una bocanada de aire. Acotaciones de esta índole, por ejemplo, abundan en la novela pero no llegan a trabarse con su argumento. Además, no vienen a cuento ahora. Liz, que es el nombre de la protagonista real, y esto sí que viene aquí a cuento, es mucho más premeditada y alevosa en su habitación del Ritz que Serraud entonces en su habitación del Capri. Toma un baño largo, voluptuoso, que se ha preparado ella misma con esmero y durante cuyo transcurso acaricia la idea de ver publicados los diarios de su hermana —en ese juego de la ficción, la novela misma o la novela en su mayor parte—, donde figurarían en detalle los escarceos incestuosos entre las dos y probablemente también (aunque no se diga en la novela, cabe suponerlo) la revelación de un asesinato. Por paradójico que parezca, el posible asesinato de uno de sus amantes comunes, que había pretendido desacreditar la figura o el futuro político de su hermana amenazándolas, a ambas, con revelar su vida íntima —la amenaza sobre la de Luisa, Liz no tendría nada o tan poco, ay, que perder—. La paradoja estriba justo en ese expediente de defensiva anticipación: si a Luisa pretenden sobornarla con el desprestigio, con el descrédito del escándalo, no habrá ya con qué si los motivos son públicos, y en el libro Liz fantasea con regalar a su hermana esa libertad de qué más dará lo que sea que venga ahora si todo estuvo de antes y por mano propia o cercana, la suya, ya expuesto y dicho y confeso. La escena del baño y la conversación que le sigue transcurren también en un hotel, el Ritz del Madrid de 1934, como en parte se dijo. La llamada tan dilatada de Liz tarda en producirse, dilata su arribo: hay una desazón previa que no pudo haber sentido aquel mediodía habanero en el Capri la entusiasta Bertine, a quien en cambio la llamada de Collazo había tomado por sorpresa y cuya desnudez y consiguiente excitación habían sido de todo punto casuales. No así para Liz, que ha planeado esos últimos días en el Ritz como un dispendio a sabiendas y ha prefigurado su suicidio y que se debate entre esa extraña pulsión que la induce a publicar los diarios de la hermana (si la sed va a abrasarla que la abrase ya mismo, si no hay nada que ocultar nada habrá tampoco a temer) y la otra, que la lleva a desaparecer, matarse, quizá para no entorpecer la carrera política de Luisa Amorós o no estorbarla o simplemente por quitarse de en medio, acaso por una decepción o rabieta amorosa (la Amorós prodigio ha encontrado al parecer al hombre de su vida y quiere o cree Liz que ella pretende cortar de raíz cualquier vínculo con su hermanita, que vendría a ser la Amorós disipada, esto es, ella misma). Liz sale de la bañera y se seca con una toalla que le parece como todo aquí de increíble dulzura, una sensación a un tiempo de vigor y de merecimiento en la piel. Camina desnuda por la habitación y pide la llamada asomada a la ventana, contemplando los jardines y más allá de los jardines la calle que recién comienza a ser nocturna y se acaricia el vientre y los pechos mientras espera, preguntándose si alguien la verá desde abajo. Le gustaría que alguien la viera, sí, por qué no, ya que más da que me vean si me verán pronto así mismo e inerme y sin que yo pueda hacer nada, si la sed va a abrasarme que me abrase ahora cuando todavía puedo disfrutarla, cuando puedo gozar aunque sea por una última vez la sed y el deseo, y busca por eso el rostro de transeúntes demasiado lejanos, demasiado ajenos o demasiado en lo suyo para atender a una ventana iluminada y abierta en el cuarto piso del Ritz, que es un sitio lo bastante inalcanzable para los transeúntes, una atalaya la suya hacia donde casi nunca mira nadie, una lástima. Cuando por fin le establecen la conferencia se presenta, primero articula con cuidado el nombre y luego comienza a esbozar cierto dejo de inmediatez o cercanía que ella sabe muy bien adelantar y promover y dejar abonado en las respuestas del otro: bromea, trata de llevarlo poco a poco a ese terreno que ella conoce tan bien, el de la seducción, un terreno que la mayoría cree imprevisible, pero eso será sólo porque no saben ni desbrozarlo ni ponerlo en barbecho tan bien como ella, que en cambio sí que sabe cómo y se le da de lo mejor y todo, se le da la mar de bien. Porque algo tendría que saber hacer ella, ¿no?

Alguna cosa, aunque sea sólo una pero esa única que venga sin mácula, completa. Ahora mismo que lo piensa le parece que enfrente, en la acera del Prado, hay una pareja que la mira, pero Liz se desentiende enseguida. Porque está ahora en lo suyo, y se concentra en cómo y en qué: intercambia algunos cumplidos más o menos asépticos con el editor, cumplidos que adelanta primero ella y que el otro sigue pero que progresiva, siguiendo los cauces del guión de Liz, sucesivamente van llegando a atrevidos. Antes de proponerle el libro la Amorós disipada se sienta en una esquina de la cama; la intensidad de sus dudas, escribe Serraud, resulta proporcional a la intensidad del deseo. Pero a pesar de esa dependencia recíproca se alimentan en una sola dirección, y en vez de las dudas que la promueven o la sonsacan son la excitación del momento o el deseo los que ganan la partida (una u otro según se mire, la tentación del instante si sólo en presente y aquella proporcionalidad es precario equilibrio de un día, el deseo en cambio si es de fondo y gana entonces un atributo de su ser íntimo, no una circunstancia o un calentón, anota Serraud en su cuaderno de entonces). El caso es que Liz menciona por fin el libro, lo menciona de momento sólo como posibilidad, un posible título, es como dice: si le interesaría a él publicar una novela que habría escrito —o escribiría, o terminaría de escribir, es ambigua esa primera mención— ella misma. Como el editor no consigue entender o no quiere entender, sino que parece a todas luces mucho más interesado en lo que haga la propia Liz en ese momento, ahora mismo que hablan ellos dos al teléfono —o haría, hasta dónde, o terminará por hacer Liz—, ella lo va llevando de la mano y con éxito justo adonde ella quiere: lo conduce poco a poco hacia la imagen de ella misma en la cama, hacia la figura —porque se trata de que sea cuanto más visual mejor, tiene que conseguir de él que la imagine, la figure— de ella misma que cruza y descruza las piernas, que condesciende algo turbada (o que le hace creer a él que consintiera turbada, contrita casi) a responder las preguntas suyas cada vez más audaces. Qué llevas ahora mismo, por fin se atreve a preguntar mesmerizado el editor, y Liz deja que se haga en la línea un silencio bien medido y cuando ya pareciera estar él, en medio de ese silencio insoportable, a punto de las disculpas —pero sólo entonces, no antes— es que le responde, Nada. Hay que saber calcular la oportunidad y Liz sabe hacerlo. Nada, susurra. No llevo nada, dice.

Hombre de fe tan escasa el editor, incrédulo por principio, insiste o paladea: ¿Nada? Y ella que No, nada. Con glosa: Absoluta, radical y completamente nada, si esto último puede decirse de algún modo, si pudiera decirse completo de nada, porque lo que es del todo y completo lo estoy sólo desnuda, se lo digo siendo muy sincera, no sabría no serlo con usted, o contigo… Estoy desnuda, le oye decir el editor a Liz y ella oye casi su escucha, la pausa. Y ya luego es fácil continuar conversando o continuar más bien la conversación como ella la quiere, claro. Por los cauces precisos.

Cerro Estero termina en esas (termina realmente con un episodio, simultáneo o inmediatamente posterior, de una pareja que discute trivialidades en un banco del Prado, pero a todos los efectos de la suerte de Liz termina en esas) y no sabemos nunca si la Amorós disipada se mata o si no, o si espera vivita y coleando y caliente al editor en su habitación prestada del Ritz, ni tampoco qué sea lo que pase a ciencia cierta con los diarios de la Amorós concentrada. Cabe suponer que el editor se hace con ellos, y que lo menos en parte sean precisamente la novela que leemos, Cerro Estero, aunque con no menos razón podría aventurarse que no, y que lo que leemos no sean sino los papeles dispersos de la Amorós disoluta e inédita, que fue a grandes rasgos la tesis que propuso hace ya algunos años un doctorando de Princeton y que gozó de relativo favor por un tiempo, lo menos entre el círculo escaso de enterados o de los estudiosos académicos de Serraud, poco proclives por lo demás a novedades.

 

Imagen de la cabecera: «La Habana» de Nick Kenrick (CC BY-NC-SA 2.0).