Durante más de la mitad de mi vida he estado inmersa en la traducción. Me mudé a los Estados Unidos con dieciocho años y, aunque mi lengua materna sea el español, hablo el inglés con tanta fluidez como la de un nativo. Cuando se vive entre lenguas, la conversión del significado es una aritmética de la pérdida. En ese proceso de traslado, lo que quiero decir se vierte de un recipiente determinado a un receptáculo incompatible y siempre hay algo que, inevitablemente, se pierde. Estoy acostumbrada a pensar algo en español, por ejemplo, que luego me sale en un inglés raro, o que simplemente no se puede decir en inglés, o no de la misma manera. Estoy acostumbrada a que se me entienda lo suficiente, en lugar de por completo.

Escribí mi primera novela, La fruta del borrachero, mientras trabajaba como traductora e intérprete independiente. En aquel entonces traducía artículos o subtítulos para documentales, pero lo que más me gustaba era la interpretación simultánea. Esta se produce cuando dos personas (o una persona y una sala llena de gente) que no comparten el mismo idioma quieren comunicarse, y el intérprete tiene que trasladar lo que se dice en vivo, en tiempo real y sin interrupciones. Cuando hacía este trabajo, que era escuchar a alguien en español y luego abrir la boca para expresar lo dicho en inglés, sentía una chispeante excitación cerebral, como si fuera una médium en la encrucijada de dos lenguas. Siempre me ha deslumbrado la capacidad del cerebro de realizar esa labor, la de escuchar primero, traducir al instante, y olvidarme de mi propia voz mientras muevo los labios para seguir escuchando, seguir traduciendo, pendiente siempre de las ideas del orador.

La interpretación simultánea era sencilla y llanamente parte de mi trabajo —sin ningún rol activo en mi faceta creativa como escritora— pero todo cambió el día que mi hermana enfermó gravemente.

Lo que le sucedió entonces no me corresponde a mí contarlo; tan solo diré que en aquel tiempo no sabíamos si se salvaría. Mientras estuvo ingresada en un programa para mujeres con trastornos alimentarios, yo dormía en el suelo de su apartamento, que llevaba vacío unos cuantos meses, y Mami y Papi en su cama. El lugar donde estaba ingresada le asignó un intérprete a Mami para tenerla informada de los casos de las pacientes que habían sobrevivido, y también para las reuniones con los médicos, los psiquiatras. Todo, sin embargo, se perdía en la traducción.

Mi hermana había enfermado como consecuencia de traumas y del trastorno de estrés postraumático, pero estas palabras no le decían nada a mi mamá, una vidente que descendía de toda una estirpe de curanderos, que pensaba que su hija era víctima de la brujería. En un árbol genealógico como el de Mami, los males físicos van ligados a afecciones espirituales, psíquicas y emocionales. Los traumas, el trastorno de estrés postraumático, los trastornos alimentarios, todas esas palabras no eran más que inventos de los hombres blancos. Nuestra gente no se enfermaba con ese tipo de cosas, o si lo hacíamos, la única palabra que habíamos necesitado para describirlo era “sufrimiento”. Teníamos nuestros propios remedios. Afrontábamos nuestras dolencias con ofrendas, con el apoyo de la comunidad; le plantábamos cara con la alegría. A mi hermana no le interesaba ese tipo de curas y yo, yo no la culpaba. Por mucho que bailáramos, ofrendáramos o nos empeñáramos en festejar con devoción, el sufrimiento siempre regresaba.

Así que, aunque la intérprete hiciera su trabajo con rapidez y desenvoltura, transmitiéndole a Mami lo que se decía en inglés, aquello no tenía ni pies ni cabeza. Mientras Mami intentaba lidiar con una noción de la medicina que le era desconocida, en un idioma que no podía entender, las fallas de la traducción se hicieron muy evidentes.

Cuando se vive entre lenguas, la conversión del significado es una aritmética de la pérdida. En ese proceso de traslado, lo que quiero decir se vierte de un recipiente determinado a un receptáculo incompatible y siempre hay algo que, inevitablemente, se pierde.

A la larga, como el tipo de traducción que necesitaba implicaba desenterrar todo un contexto cultural, marcado por el colonialismo y la historia, decidimos que yo interpretara para ella.

Traducía unas cinco horas al día, y en ocasiones hasta ocho. Y aunque terminara emocionalmente muy extenuada, no lo habría cambiado por nada en el mundo. Quería que Mami oyera en su propia lengua, en una voz familiar, las mil y una maneras en las que ella fuera la causante de la enfermedad de mi hermana, las mil y una maneras en que esta podría no salir con vida.

Como me sucedía siempre que afrontaba cualquier acontecimiento demoledor, la escritura se convirtió en un salvavidas. Sentada a la mesa, trabajaba y trabajaba sin parar. Las tantas horas al día que pasé pensando en la traducción, practicándola, en contacto con ella, lidiando día tras otro con la pérdida del significado, terminaron por infectar mi voz de escritora. Así que hice lo único que tenía sentido desde el punto de vista emocional: me volví mi propia intérprete. Imaginaba el mundo de mi novela en español —los diálogos, los sentimientos, el paisaje, y hasta los silencios— pero en el instante en que el significado alcanzaba la punta de mis dedos, lo tecleaba todo en inglés. La novela, contada desde dos perspectivas desiguales, narra la vida de dos mujeres: una que logra escapar una realidad desesperante y emigrar, y otra que no.

«¿Por qué no escribiste la novela en español?» es la pregunta que me hacen siempre. Cuando emigras, el idioma es una de las tantas cosas que sacrificas. Tenía que ser fiel a los estragos causados por ese sacrificio visibilizando precisamente aquello que había perdido.

Como escritora, jugaba con el idioma de una manera que nunca me habría permitido como intérprete. En la traducción simultánea hay que eludir frases idiomáticas, chistes o juegos de palabras para trasmitir al oyente una idea del significado. Hay que aniquilar el color, el humor y la calidez de una lengua ya que, las más de las veces, lo que resulta gracioso en español no lo es en inglés, o porque un juego de palabras en un idioma no tendrá su equivalente en el otro, o porque la riqueza y complejidad de una cultura no se puede trasferir con facilidad a otra. En un idioma, el sentido del humor emana de las conquistas y los traumas históricos de sus hablantes. Intentar transportarlo a otro entorno lingüístico con un sistema de peculiaridades históricas muy distinto es casi imposible. Hubo oraciones que no logré traducir y que no pude incluir en la novela.

Por ejemplo, ¿cómo traducir un chiste sobre cadáveres que se hace así, como de paso?

Un colombiano se reiría, pero un oyente occidental se retorcería de incomodidad. Para traducirle el chiste a este último, se necesitaría añadir una oración explicándole el porqué de la profusión de cadáveres en el humor colombiano. Un chiste, sin embargo, no se puede explicar. Quienes viven en un lugar arrasado por la guerra lo entienden implícitamente, porque su día a día está plagado de muertos.

¿Cuántas oraciones se perdieron? Es difícil saberlo. Pero también hubo momentos en los que fui capaz de estirar la lengua hasta el extrañamiento. Más que una traducción exacta y metódica, hacía algo así como una mala traducción, una torpe transferencia del significado que iba palpablemente marcada por ese desplazamiento de un idioma a otro.

El título de la novela, por ejemplo, es una traducción literal. En Colombia hay un árbol que todos conocen como el borrachero ya que, como indica su nombre, te emborracha. El árbol —del que se obtiene una droga conocida como la burundanga, usada por las culturas indígenas ancestrales desde siempre— está atiborrado de escopolamina, uno de los componentes de la droga de las violaciones. La burundanga controla la mente y anula la voluntad, imposibilitando la toma de decisiones propias. Era evidente que con todos estos matices yo no podía traducir borrachero al inglés como datura o nightshade. Quería que la palabra quedara en español, vestida con el ropaje del inglés, ya que este híbrido es, después de todo, el idioma más bello que existe. Así que borrachero, en mi novela, se transformó en drunken tree. Sé que no tiene ningún sentido en inglés, pero era importante invitar al lector a sentir ese nosequé que se había perdido en la traducción.

No tengo idea del porqué, pero a mi hermana la calmaba mirar la CNN, y a eso nos dedicábamos. Porque podía morirse, porque no había nada en el mundo que yo pudiera hacer, me entregué de lleno a esos momentos televisivos, sentada a su lado mientras la piel se le iba arrugando y enrollándosele a los huesos semana tras semana. Frente a nosotras, a veces nos llegaban los destellos de una pantalla en la que una banda de alerta anunciaba algo que ya sabíamos. En la CNN las noticias nunca eran nuevas. Pero a ella la sosegaba; le hacía la vida soportable. Y eso a mí me bastaba, aunque no supiéramos qué decirnos. Algunas de las pacientes ingresadas en el centro se morían; iban poco a poco transformándose en esqueletos sentados hasta que el día menos pensado desaparecían. Y yo, yo descansaba la cabeza en su hombro.

A veces, en algunas de esas emisiones de la CNN aparecía algún intérprete simultáneo. Entonces los observaba con atención interpretar los discursos de las Naciones Unidas, e intentaba seguir su ritmo, interpretando mentalmente junto con ellos. A veces me detenía para elogiar algunos de los términos que empleaban; otras, tartamudeaba, se me olvidaba una palabra. A ellos nunca se les olvidaba nada y traducían con una precisión y un aplomo envidiables. Y allí, sentada junto a mi hermana, en medio de todas las cosas que podíamos decirnos o no en inglés o en español, meditaba sobre el espacio que existe entre los idiomas.

A veces no le traducía todo a mi madre. Para protegerla. No le traduje cuando los doctores anunciaron la muerte de una paciente del centro, por ejemplo. No quería que lo supiera. Pero mi hermana sí. Llenaba los vacíos que yo quería colmar de silencio. Traducía cada frase que yo hubiera dejado muda, ajena para siempre a los oídos de mi madre. Pero ella insistía y quería que Mami se enterara de todo.

En la interpretación simultánea, como se podría pensar, no rigen las zonas del cerebro que controlan la articulación y la compresión lingüística, sino aquellas que facilitan la memoria, la audición, la toma de decisiones y la certeza. Interpretar no es una función exclusiva del lenguaje. El cerebro maneja la interpretación lingüística mediante la coordinación de diversas áreas cerebrales que se activan para otras funciones, como las del movimiento corporal en el espacio.

El Brain and Language Lab de Ginebra se dedica al estudio de la manera en que las funciones neurocerebrales operan en diferentes niveles durante el procesamiento del lenguaje. En un artículo de la revista Time de 2014, la directora del laboratorio, Narly Golestani, señalaba: «[En el proceso de interpretación] los dos idiomas se mantienen activos simultáneamente. Y no a un único nivel, ya que el cerebro lleva a cabo la percepción y la producción lingüística a la par. Como resultado, las regiones del cerebro que participan en ese proceso funcionan a una capacidad muy elevada, más allá del lenguaje».

Aunque pueda parecer contraintuitivo, a mí me parece que esas conclusiones tienen todo el sentido del mundo. Existe, entre un idioma y otro, un espacio de quietud. Un instante de demora en medio de la interpretación, un no-lugar en el que mientras la mente genera el significado en una lengua y busca el equivalente en otra, se abre un portal. En este espacio el lenguaje no existe, tan solo hay pulsión gutural. Todo está aún sin nombrar y es, por ende, eterno. En ese intersticio el significado no se pierde porque es lo único que existe. Adoro los idiomas, pero esta es mi experiencia preferida con el significado: ese lugar donde el lenguaje se duplica y también se borra.

Cuando no interpretaba para Mami durante mi estancia en aquel centro donde había ingresado mi hermana, la observaba dormir. Se le veía extenuada, sin energía. Los huesos de la clavícula le sobresalían y los de las costillas aparecían y desaparecían debajo de su camiseta al ritmo de su respiración. Tenía el aspecto de una niña. Sus ojos lucían más grandes y los párpados no se le cerraban del todo, haciendo que el negro de sus pestañas se trenzara con la línea blanca inferior de sus ojos. Como no sabía en qué ocuparme, la dibujaba mientras dormía. Luego coloreaba su ropa, tratando de imitar los colores que vestía.

De vez en cuando, Mami y yo asistíamos a las sesiones de terapia con ella. En esos momentos, pasaba de intérprete a participante en la conversación y luego a traductora de mis propias palabras cuando tenía que decir algo. Francis y Mami lloraban. Pero yo no. Dejaba que sus palabras transitaran por mi cerebro de un idioma a otro y luego hablaba de horizontes.

Las traducciones literales llegaron a ser mi técnica literaria preferida. Me gustaba la capacidad que tenían de dejar a los lectores ingleses suspendidos en el centro mismo de una experiencia foránea, y de abrirles túneles comunicantes a los bilingües en sus dos idiomas. Quería que nosotros, los desplazados, los migrantes, tuviéramos una experiencia preferida común; y que los colombianos que leyeran mi libro en inglés tuvieran la experiencia más significativa de todas. Algunas de las oraciones de la novela las hice pensando en ellos. Y son precisamente estas las que los lectores suelen confundir con poesía. Hay una oración, en especial, en el primer capítulo, en la que en lugar de decir que habían violado a una mujer y que había quedado embarazada, opté por un salvajismo que decimos en Colombia cuando una queda embarazada por la fuerza: «Le llenaron la barriga de huesos».

Cuando se tiene una expresión como esa, es un crimen decir que la violaron o que quedó embarazada. No buscaba un equivalente de lo salvaje que puede ser el español; quería que el inglés fuera exactamente igual de salvaje. Cuando los colombianos que viven fuera del país leen esta expresión en inglés, suceden dos cosas: primero la reconocen y luego sienten el punzante dolor de ver el corazón mismo de nuestro idioma bastardeado en otra lengua. Pero ese es el costo de la traducción y de la migración. Y de eso precisamente se trata.

Opté por un salvajismo que decimos en Colombia cuando una queda embarazada por la fuerza: «Le llenaron la barriga de huesos». Cuando se tiene una expresión como esa, es un crimen decir que la violaron o que quedó embarazada.

Ahora que el libro está publicado, me doy cuenta de que son los lectores bilingües quienes mejor lo entienden. Son ellos quienes me abordan y me preguntan si lo escribí pensando en español. Reconocen la cadencia de algunas de las oraciones, el ritmo, o la extrañez de la redacción.

Después de un mes en el centro con mi hermana, cuando fui a despedirme la esperé en el lobby. Me angustiaba pensar cómo les iría a ella y a mi madre sin mí. Siempre he tenido ese problema; ayudo más de lo que corresponde y entonces me creo indispensable. A decir verdad, ninguna de las dos me necesitaba. Mami no me necesitaba como intérprete ni mi hermana como intercesora. Todo lo que hice, lo hice por y para mí. No quería herir los sentimientos de Mami (pero no pude evitarlo) y quería proteger a mi hermana (algo que tampoco fue posible).

De repente, en el lobby, una mano huesuda me apretó la cintura y un mentón duro y firme se me clavó en el hombro. Fue una sensación sobrecogedora, y al darme la vuelta vi que era mi hermana.

—Me has asustado —le dije, con las manos temblorosas y el corazón desbocado—. Pensé que eras algún desconocido.

—¡Qué raro! —me respondió— ¿Quién te crees que eres para que un desconocido venga y te abrace así como así?

Sonreí, pero con el corazón en los pies. En el espacio de un milisegundo, antes de darme la vuelta, en ese instante en que la huesuda mano se me posó en la cintura y el afilado mentón se me hincó en el hombro, pensé que iba a toparme cara a cara con la Muerte, vestida de negro, guadaña en ristre. El corazón me batía con furia cuando la abracé, pero en vez de contárselo le dije: «Cuenta conmigo para lo que necesites. Estoy segura de que saldrás adelante. Te ayudaré en todo».

Durante los años en que me dediqué a escribir la novela, mi hermana mejoró. Tuvo hijos. Aprendió a vivir con la enfermedad. Estoy muy orgullosa de ella. Fue la primera de la familia que leyó mi libro. De vez en cuando la llamaba para preguntarle qué pensaba de la traducción de una frase o de una oración.

Antes de que se publicara, Vintage Español adquirió los derechos en español en los EE.UU. El libro salió simultáneamente en inglés y en español (para los hispanoparlantes de los EE.UU.). La suerte de verlo publicado en mis dos idiomas me hizo sentir violentamente eufórica. Pero también me dolía verlo reescrito en español ya que el lenguaje que había creado en inglés traduciendo literalmente se había esfumado del todo.

La versión española es la única que mis padres pueden leer. Nada de lo que hay en el libro es nuevo para ellos: les había ido contando lo que escribía, año tras otro; la novela, además, se basa en los años turbulentos previos a nuestra salida de Colombia.

Aun así, quizá mi madre nunca querrá leerlo. Pero así han de ser las cosas. Sabe todo lo que puede desencadenar abrir esas páginas. Ha preferido dejar las cosas en paz, privarlas de expresión y forma. Y la entiendo. A veces el precio que pagamos al migrar no es solo lo que se pierde en la traducción sino también todo lo que deseamos dejar en silencio, sin decir, las historias que no queremos que nos vuelvan a encontrar, perdidas en ese valle que existe más allá del lenguaje.

Traducción del inglés de Adrián Izquierdo.

* Publicado originalmente en inglés con el título de «Translation as an Arithmetic of Loss» en The Paris Review, 18 de junio de 2019.

Imagen de la cabecera: «Finding Words» de Kristin Schmit (CC BY 2.0).