«De su amor desaparecido recorrió
nicho tras nicho, fosa tras fosa,
buscando los ojos que no encuentra».
Raúl Zurita
1
—¡Abre la puerta, carajo!
Los hombres con chompas negras, botas y pasamontañas golpean el portón con sus fusiles, como si quisieran romperlo. Jirón Manco Cápac 578, Huamanga, Ayacucho. Una de las inquilinas corre a quitar la tranquera y ellos entran a la casa, sin preguntar. Suben las escaleras. Diez minutos después, Dino y Enrique Pérez Sánchez, de veinte y diecinueve años, bajan con las manos en la nuca, mientras los militares los encañonan. Se habían levantado temprano y recién volvían de hacer deporte: Dino lavaba su ropa en el lavadero, Enrique lustraba sus zapatos en un descanso de la escalera. La inquilina —única testigo presencial que contará todo esto 37 años más tarde ante a un juez— los sigue, les ruega: por qué los detienen. Los hombres responden que solo van a declarar, que ya vuelven en un par de horas, mientras ella ve cómo se los llevan caminando por el Jirón Sol y voltean por la calle Cusco hacia el Puente Nuevo, rumbo «al cuartel».
Son las siete de la mañana del domingo 3 de marzo de 1985.
Fue la última vez que los vieron vivos.
Casi cuatro décadas después, Rosa Pérez Sánchez repasa en su mente una y otra vez los acontecimientos. Ahora sabe con detalle cómo los militares desaparecieron a sus hermanos mayores, gracias a los testimonios de diez testigos en el juicio que su familia acaba de ganar. Aunque la sentencia, para ellos, esté lejos de alcanzar verdadera justicia: en junio de 2022, la Cuarta Sala Penal Nacional condenó a diez años de prisión (cuando el mínimo es quince por crímenes de lesa humanidad) a Raúl García Vergara, exjefe del batallón de infantería motorizada de la base militar Los Cabitos: centro clandestino de detención ilegal, tortura y ejecuciones en Ayacucho entre 1983 y 1991, la época más sangrienta de la guerra contra el terrorismo de Sendero Luminoso.
Como autor directo de la desaparición de Dino y Enrique Pérez Sánchez —y de sus amigos Henry Molero y Hugo Santa Cruz— está probado que García ejecutaba los planes contrasubversivos diseñados por el teniente coronel Nelson Gonzales Feria, jefe de Estado Mayor operativo, y dispuestos por el general Wilfredo Mori Orzo, jefe político-militar de la región. Estos oficiales, hoy prófugos, dirigían el cuartel donde cientos de hombres y mujeres, luego de ser detenidos ilegalmente acusados de terrorismo, eran torturados, asesinados y sepultados en fosas o quemados hasta quedar hechos cenizas.
—Sé que ya ha pasado mucho tiempo, lo sé, ya no están entre nosotros, pero a veces uno siente esperanza, que de repente mis hermanos aparezcan por la puerta, que me llamen por mi nombre… —me dijo por teléfono Rosa, 53 años, directora de un colegio, la noche en que la conocí—. Solo una vez lo soñé a uno de ellos. A Dino. Vivía en un campo, en una casa muy bonita, muy limpiecita. Me sonrió, me dijo: aquí es donde vivo. Entonces abrió la puerta y entró, pero yo no pude seguirlo.
2
Seis meses antes de que unos militares secuestraran a los hermanos Pérez Sánchez, unos senderistas colocaron frente a su casa una carga de dinamita.
—Supongo que se equivocaron, porque explotó en la puerta del vecino del frente y los pedazos de madera nos cayeron encima —cuenta Rosa, la hermana menor, desde aquella casa del distrito de San Miguel, sierra de Ayacucho, donde nació y creció—. Mi papá nos metió debajo de la mesa.
Por esos días, era una chiquilla tímida de catorce años y casi no la dejaban salir a la calle. Desde finales de 1982, dos años después de la primera incursión violenta de Sendero Luminoso al quemar las ánforas y padrones electorales del poblado de Chuschi, Ayacucho vivía en estado de emergencia: las Fuerzas Armadas habían tomado el control absoluto de la región ante la ofensiva terrorista que regaba de sangre los Andes del Perú.
Con el objetivo de construir el «Nuevo Estado», Sendero Luminoso desataba una cruel represión contra los pueblos que se resistían a su sometimiento. En Lucanamarca, asesinaron a 69 comuneros (entre hombres, mujeres y niños) con hachas, machetes y armas de fuego, por haberse rebelado contra el Partido. En Chungui, mataron al presidente de la comunidad a cuchillazos y colgaron de un árbol al juez de paz. Los terroristas asaltaban comunidades, torturaban y mataban a todo aquel que representara el desorden (ladrones, mujeriegos, mujeres infieles), el poder del Estado (policías, alcaldes), incluso a militantes de partidos de izquierda que no apoyaban «la lucha armada». Las fuerzas militares llegaban a Ayacucho, se supone, para proteger y liberar a los ciudadanos de tanta crueldad.
Autoridades locales como Dacio Pérez Arrea, padre de Rosa, estaban en la mira de los senderistas. Con cincuenta años, Dacio era un hombre de campo y comerciante minorista de madera que gozaba de buena reputación. Sus años como juez de paz y luego como inspector de obras de la Corporación de Desarrollo, le habían permitido caminar casi todos los caseríos y pueblos de Ayacucho. Tal vez por esa labor había sido elegido dos veces alcalde provincial de La Mar, por el partido de gobierno, Acción Popular. Debido a su posición, era razonable que Dacio —recordado por su seriedad y su 1,85 de estatura— temiera por las vidas de Dino y Enrique, sus hijos mayores, a quienes había enviado a estudiar en Huamanga.
—Cuando Dino venía de vacaciones le decía a mamá: yo cocino, yo lavo la ropa de mis hermanos, no te preocupes —cuenta Rosa—. Se ponía a limpiar la casa y nos enseñaba matemáticas.
Becado en la universidad, el mayor de los nueve hermanos Pérez Sánchez pasaba horas en la biblioteca municipal. Lo recuerdan sentado en la azotea sumergido en las páginas de Cien años de soledad, de Los perros hambrientos, de los Siete ensayos de Mariátegui, en tomos de Historia y Economía, siempre al tanto de la política internacional, algo que podía notarse en los nombres que tenían sus mascotas: a la ternera de una vaca le puso Malvinas y a su perro, Trotsky.
Enrique, en cambio, era «más amiguero». Prefería el fútbol y el básquet a pasar demasiado tiempo entre libros. Brigadier general del colegio 9 de Diciembre, era más alto y atlético, al punto que oficiales de la Marina le insistían a su padre que debía mandarlo a la capital para que postulara a un instituto armado. «Siempre andaba mirándose al espejo», recuerda Rosa: para desarrollar sus bíceps, Enrique se fabricó unas pesas de cemento que cargaba hasta la chacra cuando iba a cuidar a los animales.
El día en que los desaparecieron, Dino cursaba el tercer año de Derecho y Enrique apenas había llegado un mes antes a la ciudad para postular a Administración en la Universidad Nacional de San Cristóbal de Huamanga. Cuenta el informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, CVR, que el hecho de que los líderes del Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (como Abimael Guzmán, exprofesor de Filosofía) hubieran ocupado cargos en esa universidad, provocó que fuera blanco de los militares. Creían que el campus estaba tomado por simpatizantes y grupos de apoyo a «la guerra popular».
Debido a la represión, por esos días algunas calles de Huamanga amanecían con rumas de «libros prohibidos». Cualquier título sobre socialismo o vinculado a la URSS o China, a Marx, Lenin o Mao automáticamente te colocaba en la lista de posibles «terrucos». Profesores y alumnos desechaban o escondían dichos libros por temor a ser detenidos por uniformados de verde petróleo, chompa negra y pasamontañas. Podían asaltar una casa a medianoche cuando el sospechoso y su familia dormían.
Pendiente de sus hijos, Irma Sánchez viajaba todos los fines de semana a Huamanga para llevarles víveres. Hasta que la tarde del primer domingo de marzo de 1985 no los encontró: unos militares, le dijeron, se los habían llevado del cuarto que alquilaban en casa de un exmilitar. Su esposo llegó esa misma noche después de recibir un telegrama. La mañana siguiente empezarían mil y una gestiones para encontrarlos.
Primero Dacio solicitó asesoría legal de la universidad y buscó una reunión con Wilfredo Mori Orzo, jefe político-militar de Ayacucho y quien dirigía Los Cabitos. Cuatro días después logró conversar media hora con el general. Jesús Molero Dávalos e Irma Cruzatt Aspar también fueron a la cita: sus hijos, Henry Molero (veintidós años, postulante a la Policía de Investigaciones) y Hugo Santa Cruz (veinte años, estudiante de Enfermería en la Universidad de Huamanga), habían sido detenidos tres días antes frente a la casa de los hermanos Pérez Sánchez, sus amigos de la infancia. Militares vestidos de civil, armados con rifles, los metieron a una camioneta Dodge celeste sin placa rumbo a Los Cabitos, y luego a la Casa Rosada, sede del Destacamento de Inteligencia, a seis cuadras del cuartel. Esto se supo por una vecina, detenida en las mismas instalaciones. Dijo que vio a Molero desnudo y amarrado a una tabla de madera. En esa primera redada, cuentan los testigos, también habían intentado llevarse a Dino y Enrique, pero los militares desistieron.
Dacio informó de todo esto a Mori Orzo cuando se vieron en el cuartel. El general negó que hubiera detenidos allí, pero a doña Irma no le bastó esa respuesta. Mientras su esposo acudía a otras autoridades, ella volvió a Los Cabitos, esta vez con su hermano y la esposa de un juez de la Corte Superior de Justicia que conocía al general. No pudo ingresar, pero la esposa del juez sí: un tal «Capitán Zorro» le informó que los jóvenes «ya no estaban, que ya no existían, que si hubieran llegado en los primeros días de su detención podrían haberlos salvado».
«Cada vez que como me siento culpable porque no sé si mis hijos lo estarán haciendo», contaría doña Irma a la revista Caretas, meses después de la desaparición: «Qué no les habrán hecho. Pero están vivos, están detenidos. Ya van a volver».
Desde esos días, recuerda Rosa, sus padres «eran casi fantasmas». Los dejaban en San Miguel con una tía, se iban y volvían cada dos semanas, solo para cambiarse de ropa, dejar un poco de plata y salir otra vez a Huamanga para continuar la búsqueda.
Al inicio, tenían la esperanza de encontrarlos vivos. Luego, confiaron que al menos los encontrarían heridos. Pero con el pasar de los meses, sin pista alguna, los esposos Pérez Sánchez se resignaron a recuperar lo que quedara de sus hijos. Poco a poco bajaron la frecuencia de sus salidas, intentaron pasar más tiempo en casa, dice Rosa, pero «la familia seguía rompiéndose». Porque tiempo después, una noche de 1991, mientras pasaba el rato con sus amigos a la entrada de San Miguel, César Pérez Sánchez, uno de los hermanos menores, fue asesinado a balazos por senderistas junto a otras catorce personas. César era empleado del Banco de la Nación. Tenía veintidós años.
—Eso terminó de quitarnos cualquier alegría. Mi papá sintió tanto terror que no dejó que me alejara de la casa para estudiar en Huamanga —cuenta Rosa, que quiso ser médico—. La última vez que lo vi, Dino le insistió a mi papá: salgamos de acá, mis hermanos tienen que estudiar en otro sitio. Papá le dijo que buscarían una casa en la ciudad. Pero nada se cumplió. Toda la plata que tenía, todito lo invirtió en buscar a mis hermanos. Y cada vez que regresaban sin éxito de esas búsquedas, venían a llorar y a llorar y nosotros llorábamos también.
Junto a los padres de otros jóvenes secuestrados, los esposos Pérez Sánchez caminaban barrancos y basurales, iban a Infiernillo, a Puracuti, a Huatatas, buscando los rostros de sus hijos entre los cadáveres de quienes habían sido detenidos y dados por desaparecidos. Algunos eran identificados. Otros, al voltearlos, lucían irreconocibles, y se quedaban allí sin que nadie los reclamara, comidos por los perros.
3
Los múltiples testimonios de exsoldados y detenidos que lograron salir con vida de Los Cabitos, recopilados por la CVR, confirman lo que sucedía dentro del cuartel: los militares te vendaban los ojos y te amarraban los brazos por la espalda y te suspendían en el aire con sogas y te daban puñetes y puntapiés y palazos en las costillas, y te rompían los dientes o te arrancaban las uñas con un alicate o te metían un trapo en la boca y sumergían tu cabeza en un cilindro de agua con detergente, o te aplicaban descargas eléctricas en los testículos y en el ano, y durante días no probabas agua ni comida hasta que confesaras, «terruco de mierda», mientras te hacían oír los gritos de dolor de algún familiar, de algún amigo al que, en un cuarto cercano, le hacían lo mismo que a ti.
Ese cuartel creado, en teoría, para proteger a los ciudadanos, en realidad era una máquina de moler carne.
Un exmiembro del Servicio de Inteligencia de la época confesó: «Salíamos con el vehículo, llevábamos detenidos y en Cabitos, adentro, donde hay una chanchería, allí quedaba el lugar de tortura, la sala de interrogatorios […] en Cabitos había un grupo que se llamaba el Grupo Operativo Antisubversivo, integrado por cinco o seis policías. Los tenían allí para que hagan la tortura […] Después ellos dieron un curso, enseñaron como los colgaban de los palos, con trapos mojados, como los metían a tinas con agua».
Muchos no resistían las torturas y fallecían. Otros eran asesinados directamente cuando, según el criterio de los militares, demostraban tener un vínculo con el Partido.
Se sabe que unas setenta mil víctimas fatales (muertos y desaparecidos) dejó la guerra entre el Estado peruano y el grupo terrorista Sendero Luminoso. De ese total, según el cálculo de la CVR, más de la mitad fueron exterminadas por Sendero. Pero cuando hablamos solo de las desapariciones forzadas durante ese mismo periodo, los datos señalan algo más. Hasta enero de 2022, el Registro Nacional de Personas Desaparecidas contaba 21.647 desaparecidos durante esos años: algo así como si eliminaran a más de la mitad de los vecinos del turístico distrito de Barranco. Tal vez sea una comparación difícil de imaginar para quienes viven en la capital. Porque más del 60% de esas vidas, informa la CVR, fueron borradas por miembros de las Fuerzas Armadas. Porque casi todas esas vidas (como la de los hermanos Pérez Sánchez) eran de Ayacucho y de regiones vecinas como Huancavelica y Apurímac, consideradas las más pobres y con más población indígena del Perú.
De ese total, 398 personas desaparecieron en el cuartel Los Cabitos entre 1983 y 1985. Aunque esos son solo los casos documentados por el Registro Nacional. La CVR concluyó que «la ejecución extrajudicial [fue] el destino más probable de las víctimas de desaparición forzada». Un hecho que, para las Naciones Unidas, coloca al Perú entre los países de América Latina con más casos de este delito de lesa humanidad, junto a Guatemala, Argentina y Colombia.
Otro testimonio reservado de un soldado, que cumplió servicio militar obligatorio en Los Cabitos, retrata esa brutalidad. En esos años un teniente llamado Cadena «descuartizó a plena luz del día a un hombre frente a todos los soldados», arrojó el cadáver a una fosa común y «luego lo volaron con dinamita». El mismo testigo contó que, en otra ocasión, llegó a la base un grupo de mujeres a quienes golpearon y mataron. No fue necesario enterrarlas. Las tiraban a la fosa, mientras el oficial gritaba: «¡Así mueren los terrucos!».
Cuando la CVR interrogó sobre estos hechos a los mandos militares en Ayacucho —como el general Wilfredo Mori Orzo—, estos negaron que durante su gestión hubiera detenidos en la Casa Rosada o en Los Cabitos. Solo uno de ellos, Edgar Paz Avendaño, jefe del Destacamento de Inteligencia de Huamanga en 1983, sostuvo lo contrario. Aseguró haber participado en interrogatorios, pero negó que haya utilizado la tortura, sino solo «métodos científicos». Aceptó, eso sí, que tal vez a alguno de sus soldados se le pudo haber «pasado la mano»: «Por supuesto», admitió el teniente coronel, «sería un mentiroso si le diría que no (sic), de repente ha agarrado un palo y le ha metido un palazo».
4
Óscar Medrano, fotorreportero veterano, no olvida la mañana en que Dacio Pérez Arrea, su tío y paisano de Acos Vinchos, llegaron al Hotel de Turistas, junto a la Plaza de Armas de Huamanga, a pedirle ayuda para encontrar a sus primos.
No se veían desde que eran chiquillos, pero ahora don Dacio, alcalde provincial de La Mar, necesitaba la ayuda de su sobrino periodista y «el poder de los contactos»: por su trabajo en la revista Caretas, Medrano podía llamar la atención de los altos oficiales de la zona. Él sabría qué puertas tocar.
En aquel verano de 1985, Medrano, con 37 años, era el ojo que registraba el momento más sangriento de la guerra entre las Fuerzas Armadas y Sendero Luminoso. Desde el asesinato de ocho periodistas en Uchuraccay en 1983, a manos de comuneros al confundirlos con terroristas, los reporteros no podían moverse con libertad en Ayacucho, sin permiso expreso del comando militar. Algunos enviados especiales que llegaban desde Lima, cuenta Medrano, «tenían miedo de salir más allá de la Plaza». El fotógrafo ayacuchano, en cambio, por su carácter temerario, su quechua perfecto y su relación cordial con los altos mandos militares (a quienes solía regalarles ejemplares de Caretas), «pasaba piola».
—Yo salía, me ponía mi poncho, mi sombrero y con mi cara de serrano, pasaba nomás, con mi equipo escondido, ponía mi máquina en un canguro, me subía al camión y así llegaba a las comunidades —me cuenta el fotógrafo, hoy de 73, mientras pasamos las páginas de Nunca más. Los años de crueldad: el terrorismo en el Perú, libro que reúne gran parte de su trabajo. Ahí están las imágenes que todo peruano alguna vez ha visto para entender la tragedia de la guerra en esos años. La matanza de Lucanamarca. Las ejecuciones en El Frontón. Las fosas de cuerpos en Putis. La resistencia asháninka en el Vraem. El coche bomba en Tarata. Las fotos de Medrano son la memoria de un país desangrado.
Para cuando su tío fue a buscarlo, el fotógrafo recuerda que, por el acceso que tenía a Palacio de Gobierno, pudo hablar con el entonces presidente Fernando Belaúnde y su primera dama, Violeta Correa. Ofrecieron ayudarlo. Pero a la semana lo llamó un funcionario para informarle que sus primos no estaban en ningún cuartel o prisión, que el Ejército no se los había llevado. Don Dacio ya se había entrevistado semanas antes con el general Mori Orzo, además de otros oficiales. No hemos sido nosotros, le repetían, seguro han sido los terroristas.
—Pero yo sabía que era todo mentira —dice Medrano.
Entonces junto a un joven reportero de Caretas, cubrió el caso. Entrevistaron a los vecinos y acompañaron a los esposos Pérez Sánchez en su recorrido por distintas instituciones, dejando solicitudes y oficios para obtener algún dato sobre el paradero de sus hijos. La Cámara de Diputados. El partido Acción Popular. La Guardia Civil. La Fiscalía Provincial. La Policía de Investigaciones. El Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas. La Casa Militar de la Presidencia. «Yo como padre, autoridad de esta provincia […] con la frente franca y serena, garantizo que mis hijos son hombres sanos, que no tienen ninguna mancha, por la misma razón ruégole encarecidamente ordene a quien corresponda para su libertad inmediata o poner ante la Ley si tuvieran alguna falta», escribió el alcalde de La Mar por segunda vez al general Mori Orzo, sin resultados. Una de esas noches, después de esperar ocho horas, fueron recibidos por el Grupo de Trabajo para Desapariciones Forzadas de las Naciones Unidas, junto a otras 300 familias, que durante ese día y el siguiente esperaron sentados en la vereda del Hotel de Turistas para presentar sus casos. Pero los Pérez Sánchez nada consiguieron de tantas diligencias.
Después de cincuenta días sin saber nada de ellos, en la nota que Caretas publicó el 24 de junio de 1985 —la primera sobre el caso—, aquel «señor blanquiñoso, de casi dos metros», dice Medrano, el primo hermano de su madre, que cazaba venados y vizcachas en la puna, y que años después moriría de un derrame por un golpe accidental en la cabeza, aparecía entonces en las fotos como un padre desesperado, sosteniendo como prueba de que eran buenos muchachos, los diplomas escolares de Dino y Enrique, los primos que Medrano nunca pudo conocer.
5
Si alguien sobrevolara Los Cabitos con un dron, le impactaría ver un amplio terreno ubicado a espaldas de la base militar, tan grande como siete canchas de fútbol juntas, cuya superficie parece haber sido arrasada por tanques. Sobre esa tierra baldía, hay cientos de viejas fosas, y al centro, rodeada de cruces, se levanta algo así como una casita de cemento. El sitio se llama La Hoyada y aquel rectángulo de paredes quemadas era la cisterna que alimentaba de gasolina el horno donde los militares incineraron unos 300 cadáveres humanos. Le dicen La Ladrillera.
El arqueólogo Aldo Bolaños, miembro fundador del Equipo Peruano de Antropología Forense, llegó hasta allí en febrero del 2005. Recuerda que apenas caminó La Hoyada, como perito de la Asociación Pro Derechos Humanos, en el camino hacia el horno, como se ve en sus fotos, encontraron huesillos de manos y pies, pues a la hora de desenterrar los cadáveres y tirarlos a las llamas, estos restos se desprendían rápidamente. El rastro de falanges calcinadas y costras negras de caucho de las que sobresalían dientes y pedazos de cráneo, como tumores malignos, aumentaba conforme se acercaban al barranco, cubierto de tunales y molles que, a decir de los pobladores, crecían por la «grasa humana».
Desde 2003, gracias a testimonios de personas que hicieron servicio militar y que fueron testigos de la cremación de cuerpos, la CVR acumuló evidencia para afirmar que existían fosas comunes en los alrededores de Los Cabitos. Mientras Sendero Luminoso asesinaba y dejaba cuerpos tirados en los caminos, a vista de la población como escarmiento, los militares ocultaban sus víctimas bajo la tierra que pisaban. Así que, luego de limpiar con retroexcavadoras el terreno de maleza y basura durante un par de días, Bolaños y el Equipo Forense Especializado del Ministerio Público iniciaron las excavaciones. En los cientos de fotos que tomó durante esos meses, se ve a peritos y obreros delimitando los sectores, trazando cuadrículas sobre un área de unos 160 metros cuadrados, cavando cuidadosamente hasta llegar junto a La Ladrillera.
El general Wilfredo Mori Orzo había ordenado construirla. A mediados de 1985, el mismo año en que los hermanos Pérez Sánchez fueron desaparecidos en el cuartel que Mori dirigía, Alan García llevaba un mes con la banda presidencial. La matanza de Accomarca, donde soldados ejecutaron a más de 70 comuneros (entre ellos una veintena de niños) por considerarlos senderistas, acababa de ocurrir. Las denuncias de desapariciones en Los Cabitos y la Casa Rosada eran cada vez más escandalosas. Los mandos militares que habían abusado de su poder durante el gobierno de Belaunde temían ser investigados. Entonces el general Mori, para deshacerse de toda evidencia que manchara más su expediente, mandó a sus soldados construir un horno de adobe (para fabricar ladrillos, se supone), desenterrar los cadáveres que desde 1983 habían sepultado clandestinamente en La Hoyada y arrojarlos al fuego.
Aquel horno sería destruido poco después, pero podemos imaginar cómo era esa maquinaria de muerte por diversas confesiones de exsoldados que sirvieron en Los Cabitos. Esto cuenta, por ejemplo, el testigo 10217: «Se hizo un horno de unos tres metros de largo, dos metros de alto y un metro de ancho», contaba con un soplete, «como los que se utilizan en las panaderías», y a través de «unas tuberías se encontraba conectado a un tanque de combustible, construido en material noble». Los cuerpos desenterrados con barretas y palas eran colocados en bolsas de polietileno, llevados «en una carretilla hasta el costado de nuestra cuadra», donde se formaba una pila de cadáveres, que cubrían con tierra. A las dos o tres de la madrugada eran entregados al fuego. «Yo mismo me encargaba de ello», contó el testigo, quien admitió haber recogido, él solo, más de cuarenta muertos. No era el único. Otros soldados cumplían la misma labor, «todos los días había recojo de cadáveres».
—Luego, para limpiar el horno, todo lo quemado lo tiraban por el barranco detrás del cuartel y le echaban tierra encima —me cuenta el arqueólogo Bolaños, cuyo informe pericial en La Hoyada confirmó lo dicho por la CVR—. Eso demostraba un trabajo altamente organizado, sistemático. Como una fábrica de cadáveres.
Descubrieron los primeros cuerpos a ochenta centímetros de profundidad. Tenían los ojos vendados, las manos atadas. A veces había dos, tres cadáveres en una fosa. Bolaños ya había visto cosas así de perturbadoras. Años atrás había exhumado fosas de las guerras en Kosovo y en Bosnia-Herzegovina. «Huecos enormes con 300, 400 cadáveres. No parabas de sacar cuerpos». Jamás olvidará la vez que desenterró allá el esqueleto de un niño enmarrocado: tenía el cráneo perforado por una bala. En Cabitos, en cambio, lo que más llamó su atención fue hallar esqueletos masculinos con vestidos de mujer, «como si al vestirlos así buscaran humillarlos antes de ejecutarlos». Así trabajaron dos meses, ante la mirada angustiada de madres, padres, hermanos, abuelas de desaparecidos, que aguardaban alguna noticia unos metros más allá. Bolaños se acercaba a explicarles con delicadeza que tal vez podrían encontrar algo, aunque no necesariamente se trataría de su familiar.
Entre 2005 y 2010, el Equipo Forense Especializado continuó con el trabajo que Bolaños empezó en La Hoyada. Realizaron 3031 excavaciones para identificar fosas individuales y colectivas, y, por esos días, fue considerada la excavación exploratoria más grande del mundo. En ese momento, los expertos estimaron que podrían encontrar los huesos de 500 personas. Encontraron 109: hombres entre los once y treinta años, en su mayoría; además de dos mujeres embarazadas y un bebé de dos años. Por ciertas señales (monedas, ropa de campeonatos de fútbol, íconos musicales de la época) se sabe que los asesinatos se cometieron entre 1981 y 1986. Compartían ciertos patrones de ejecución. Disparos con el cañón pegado al cráneo o la nuca.
Casi veinte años después de haberse exhumado aquel centenar de restos, se ha logrado identificar y restituir solo catorce de ellos. Todo lo demás está clasificado y guardado en cajas de cartón especial, en un almacén del Instituto de Medicina Legal de Ayacucho. Sin nombres. Solo llevan códigos de letras y números que no dicen nada de la vida que tuvieron alguna vez esos huesos anónimos.
—No se sabe con absoluta certeza cuántos ingresaron, cuántos salieron. Tampoco todos eran de Huamanga, muchos eran traídos de otros lados —me había explicado Daniel Jara, coordinador de las fiscalías de Derechos Humanos.
Jara reconoce que el Ministerio Público no ha realizado todas las pericias de ADN por «la desidia del Estado»: no tienen suficientes reactivos químicos ni personal calificado. Los múltiples pedidos de presupuesto especial para este trabajo han sido negados año tras año —«estábamos casi mendigando»—, postergando la posibilidad de que familias, como los Pérez Sánchez, encuentren a los suyos.
La Hoyada (tomada hoy por invasores de terrenos) ya ha sido explorada casi en su totalidad. Solo están pendientes algunas áreas adyacentes. En junio de 2022, coordinados por el fiscal Jara, el equipo forense reinició los trabajos de limpieza y exhumación, esta vez dentro del cuartel Los Cabitos, en una zona llamada «la Chanchería», lugar de torturas. Luego seguirán con «el Polvorín», en la parte trasera de la base, donde hace algunos años encontraron huesos humanos.
Como esos, hay más de cinco mil sitios de entierro por el conflicto armado interno en el Perú. La Dirección General de Búsqueda no tiene el cálculo de cuántos faltan por excavar, pero sí que 83% de ellos están en Ayacucho, un dato que parece materializar el sentido de su nombre.
Ayacucho, en quechua, significa «rincón de los muertos».
Como ese, solo se tienen datos sobre el posible lugar de entierro de unos 7107 desaparecidos. Del resto, no se sabe nada aún. Son miles y miles de NN. El problema es que, al ritmo que va el trabajo, según un informe realista de la Defensoría del Pueblo de 2013, se podrán desenterrar, identificar y restituir todos esos restos dentro de unos setenta años.
—¡Y esto es! —respondió el fiscal Jara, en un arranque de franqueza, cuando le pregunté qué le parecía ese pronóstico.
El funcionario que lleva tres décadas conociendo por dentro la pesada burocracia peruana, sabe que, pese a todos los esfuerzos, y «por más duro que sea decirlo», hay familias que jamás podrán encontrar a sus desaparecidos.
6
Cuando el oficial en retiro Raúl García Vergara, uno de los autores directos de la desaparición de sus hermanos, llegaba a la Cuarta Sala Penal Nacional cargando una Biblia, Dacio Pérez (hijo) lo miraba fijamente, como buscándole los ojos, hasta que el tipo bajaba la cabeza, avergonzado. Dacio se acuerda del desprecio que sentía, que todavía siente, por ese hombre que negaba las pruebas y los múltiples testimonios sobre lo que él y sus jefes le hicieron a su familia.
—Era tan cínico que llegaba con su Biblia a la audiencia y decía que nunca hubo detenidos, que nunca mataron ni han torturado a nadie dentro del cuartel, cuando ahí están todas las evidencias.
Dacio, tercero de nueve hermanos, tenía diecisiete años cuando supo del secuestro. Vivía en Cusco. Su padre lo había enviado años antes para que postulara a Agronomía en la universidad. Entonces, ese verano de 1985, recibió una carta anónima: Dino y Enrique habían sido detenidos por miembros de inteligencia del Ejército. Dacio quiso regresar de inmediato a Ayacucho, pero un tío suyo lo convenció de no hacerlo. Corría el peligro de ser detenido.
Permaneció varios años lejos de su familia, mientras sus padres hacían las gestiones para buscar a sus hermanos. Pero los años pasaban sin obtener resultados y las tragedias parecían perseguirlos. Unos terroristas asesinaron a su hermano César. Su padre murió por un accidente en un viaje de trabajo. Recién en 2001 decidió volver a la casa de su infancia. Sus hermanos seguían desaparecidos. Pero ya se había resignado.
«Si están vivos, regresarán», pensaba, «si no, ya así quedará».
Los Pérez Sánchez intentaron seguir con sus vidas. Dacio tuvo hijos, se mudó a Lima, formó una empresa de camiones de carga pesada. Hasta que un día a finales de 2018, recibió una llamada. Era un abogado.
—Era de la Comisedh (Comisión de Derechos Humanos). Me dijo que la desaparición de mis hermanos había entrado a juicio y querían llevar el caso. Conversé con mi familia. No querían volver a recordar. «Es una pérdida de tiempo», me decían. «Déjalo en manos de Dios. Pueden tomar represalias». Pero como hermano mayor, asumí la responsabilidad.
En el expediente que me enseñó la noche en que nos conocimos, en una pollería de San Borja, tenía marcados con resaltador los nombres de algunos posibles testigos y notas al margen con sus teléfonos y direcciones: Magna Padilla, la vecina que aquella mañana del secuestro abrió la puerta a los militares; Benigna Arce, la hija del dueño de la vivienda que les alquilaba el cuarto a los hermanos; Fred Villar, el amigo que los acompañaba a hacer deporte y que vio la primera vez que los militares intentaron arrestarlos. Dacio recuerda que una de las testigos, cuando le propuso testificar en el juicio oral, le respondió: «Ahí estaré. Los tiempos han cambiado. Antes teníamos miedo, pero ya no».
Fueron esos testimonios los que valoró la Cuarta Sala Penal Nacional para probar que estos militares «adoptaron una estrategia de guerra contrasubversiva basada en detenciones arbitrarias de sospechosos de integrar o simpatizar con Sendero Luminoso […] para luego someterlos a torturas y luego desaparecerlos o ejecutarlos extrajudicialmente». Pese a todo, la jueza decidió darle una pena de diez años de prisión (recordemos: la pena mínima por estos crímenes es de quince) y una reparación civil de cien mil soles (veinticinco mil dólares). Argumentó que se debe a que el acusado tiene 77 años y está enfermo. El fiscal estuvo conforme con la sentencia. El abogado de la familia también.
—Entiendo la posición de los familiares. Ellos quieren cadena perpetua. Pero eso ya escapa a nuestra posición. También hay un principio de humanidad en la pena, ¿no? —dice el abogado de Comisedh, que prefiere mantener el anonimato para evitar posibles represalias—. Es discutible, pero no podemos hacer más. Conseguir una sentencia condenatoria es muy difícil.
Hasta junio de 2022, el abogado Carlos Rivera, del Instituto de Defensa Legal (y que estuvo a cargo del caso por la matanza de Accomarca), ha contado 96 sentencias de casos de delitos de lesa humanidad durante el conflicto armado interno en el Perú. De ese total, solo veintidós casos de desapariciones forzadas, entre colectivos e individuales, han terminado en condenas. Es más frecuente, entonces, que los militares acusados por estos crímenes queden libres.
Los exgenerales Mori Orzo y Gonzales Feria siguen prófugos desde que, en 2016, fueron condenados a veinticinco años por la matanza de Accomarca. Por eso esta nueva sentencia está suspendida. El excomandante García Vergara, en cambio, anunció que apelará su condena. Ahora la Corte Suprema verá el caso. Pero Dacio Pérez Sánchez no está seguro de tener fuerzas para seguir.
—¿Tanto tiempo se han demorado para esto? Hubiese preferido mejor no hacer nada. Hemos sido agredidos otra vez con estos atropellos que hacen las instituciones tutelares del Estado. Es como si nos hubiesen dado cadena perpetua.
Pese a todo, la familia no ha renunciado a la posibilidad de que los restos de Dino y Enrique aparezcan algún día. Dacio ha dejado muestras de su sangre en el Banco de Datos Genéticos para que los forenses puedan cotejar si el ADN corresponde con el de algún resto encontrado en las fosas de La Hoyada.
—Pero hasta ahora nada —me dijo Dacio, quien hace poco escribió una carta a la Dirección General de Búsqueda para tener novedades. Le han dicho que deben seguir esperando.
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La base militar Los Cabitos aún vigila la ciudad de Ayacucho. Los domingos al mediodía los soldados siguen desfilando por la Plaza de Armas. Desde los balcones de los hoteles, los turistas les toman fotos con sus teléfonos. Tal vez no lo sepan. Han llegado a la ciudad de los desaparecidos.
Rosa Pérez Sánchez, en cambio, intenta mantenerse alejada de todo lo que le recuerde lo que militares y senderistas les hicieron. Por eso va poco a Huamanga, me dice por teléfono. Tampoco ha pisado La Hoyada, que hoy se ha convertido en un Santuario de la Memoria, rodeado de cruces y flores. No quiere que doña Irma, su madre, vaya. Se lo ha prohibido para evitarle otro infarto. «Pero ella igual a escondidas lo hace», dice, y se va a rezar con las madres de otros desaparecidos.
—Cuánto nos gustaría que aunque sea los huesitos nos entreguen para tranquilizar a mamá. Pero a veces siento que guardar esperanzas le hace daño. Es como vivir el dolor dos, tres veces, un dolor que se arrastra y arrastra…
Rosa sabe que están excavando nuevas fosas en Los Cabitos. Pero quiere cuidar a su madre, y no le contará nada.