Se marcharía, tiraría hacia el sur.

Desde el amanecer no soplaba el viento, y él estaba allí, entre los demás, envuelto en el polvo de mármol que se acumulaba como una niebla.

No servía el casco protector de color blanco, no servían las gafas protectoras de color oscuro, ni el pañuelo con el que se tapaba la boca ni las orejeras, nada de eso servía jamás, y allí estaba él con el casco protector blanco, con las gafas oscuras y con las orejeras en la cabeza, con el pañuelo ante los labios, esperando su turno. Delante, tres hombres con sus respectivas carretillas, y como siempre sólo se podía avanzar poco a poco, muy poco a poco, esperar a que la fila volviera a moverse por fin con parsimonia, y entonces daba unos pasitos en la fila él también, porque detrás de él había otros cuatro hombres, así que avanzaban todos un poquito, y él en el medio, se inclinaba, empujaba la carretilla, se enderezaba y esperaba, siempre igual, nunca de otra manera, y mientras aguardaba, no le quedaba más remedio que mirar, mirar cómo trabajaba la máquina ahí delante. Miraba y no pensaba nada en absoluto mientras miraba, como tampoco pensaban nada los demás, pues qué se podía pensar mientras se miraba y qué se podía mirar mientras no se pensaba, bastaba con permanecer en un estado de sopor permanente y de cansancio, existir, no pensar, mirar sin más, ciegamente, cual estatuas, contemplar cómo trabajaba la máquina rodeada por el polvo del mármol, cómo cortaba el disco diamantado con un esfuerzo apenas perceptible y al mismo tiempo enorme una y otra vez unas piezas delgadas de los gigantescos bloques que la grúa dejaba ahí amontonados. A cierta distancia, una máquina de grandes dimensiones se movía en lo alto de la roca y un disco diamantado, un disco inmenso, eso sí, trabajaba con ahínco oscilando hacia delante y hacia atrás sobre las vías. Desde luego, nadie le prestaba atención, porque a nadie interesaba cómo se introducía el disco en la roca, cómo cortaba el siguiente bloque que una grúa trasladaba después desde ahí, las acercaba para que acabara cortado en planchas en ese infierno de color níveo. Allí nada interesaba a nadie, de manera que tampoco había nada para mirar, aunque en algo había que poner la mirada para no volverse loco en medio de ese ruido y de ese polvo, de manera que la ponían en la máquina que iba cortando las planchas, miraban cómo iba rebanando el mármol con un chirrido agudo y doloroso, cómo ese terrible disco de acero provisto de diamantes daba vueltas y vueltas y se metía en la piedra como un cuchillo en la mantequilla.

Dio otro empujón a su carretilla, y a continuación le tocó de nuevo el turno a él. Se ajustó los guantes, agarró la plancha de mármol, la balanceó ligeramente entre las manos hasta encontrar el equilibrio y después volvió tambaleándose con ella hasta la carretilla, cogió las dos agarraderas de goma estriada de los vástagos de su utensilio de transporte y llevó su carga hasta donde se apilaban una sobre otras las demás, diecinueve por ocho filas de Estremoz Creme cortadas en delgadas planchas que él y sus compañeros habían ido colocando desde que comenzaran el trabajo al amanecer.

Se marcharía de allí, tiraría hacia el sur.

No servía el casco protector de color blanco, no servían las gafas protectoras de color oscuro, ni el pañuelo con el que se tapaba la boca ni las orejeras, nada de eso servía jamás, y allí estaba él con el casco protector blanco, con las gafas oscuras y con las orejeras en la cabeza, con el pañuelo ante los labios, esperando su turno

Pagaban cuatro euros con diez céntimos la hora por la carga manual, llevaba ya ocho meses haciéndolo, no le habían aumentado la tarifa, eran cuatro euros con diez, exactamente, bajo ese sol de justicia, en medio de la polvareda asfixiante del mármol, cuatro con diez desde las seis hasta las once de la mañana y luego por la tarde de cuatro a nueve, o sea que ahora haré una pausa, dijo a media voz, ahora toca una pausa, dijo, y si bien volvió a ponerse en el extremo de la fila y permaneció un rato ahí, luego los demás se dieron cuenta de que ya no estaba, de que había apartado la carretilla, y entonces sólo le vieron la espalda, si es que algo vieron, y su delgada figura se perdió a continuación en la niebla de la cantera.

Él nunca sería un canteiro, le había dicho el capataz, nunca jamás, que ni lo soñara. Que se alegrara de los cuatro con diez euros, que currara como los otros y que comiera más, porque un palillo como él poco tenía que hacer en esa cantera.

Se marcharía, le martilleaba en la cabeza.

Sabía que algún día regresaría, porque era consciente de que no había sitio para él en otro lugar del mundo, pero se iría, le daba igual lo que pudiera ocurrir, se iría, tiraría hacia el sur.

Se salió de la fila y se puso en marcha rumbo a la salida.

Nadie le gritó nada, tal vez ni siquiera se dieron cuenta.

La ciudad estaba a la izquierda.

Debía evitar las casas, porque si se encontraba con alguien podía surgir algún problema, de modo que evitó a la gente y, yendo a paso rápido, no tardó en encontrar lo que buscaba en la periferia de abajo de la ciudad.

Buscaba la carretera 381.

La que llevaba de Estremoz a Redondo a través del bosque.

Él, sin embargo, no quería ir a Redondo.

Lo que buscaba era la carretera 381.

Era una carretera asfaltada, la habían asfaltado en el año 1961 y luego varias veces en la década de los ochenta, de manera que no se podían encontrar grietas en ella, estaba lisa como un espejo. Cuando era un niño sólo se había atrevido a llegar hasta su comienzo, sólo hasta el río, de manera que la Ribeira de Tera le había significado la frontera, por así decirlo, como un letrero que pusiera: Hasta aquí, ni un paso más.

Era una carretera asfaltada y a esa hora, después de las diez, vaporeaba por el calor. Notaba que ardía como el infierno incluso a través de las suelas de las botas.

Lo peor eran el polvo y el ruido. Ocho horas aguantando en medio de esa nube de polvo blanco. Al cabo de media hora, la nube los cubría a todos por completo, ni siquiera los ojos se les veían tras las gafas protectoras, sólo los círculos opacos de tanto frotarlas, a través de ellos se veían los unos a los otros, ya nadie preguntaba en broma ¿qué pasa, molinero, te has perdido en una cantera?

Nadie lo vio, a esa hora no andaba nadie por esa zona. Pasó por debajo del cruce de la Primero de Maio y la N4. Ya iba caminando por la 381. El sol daba de lleno. Había tirado el casco protector, los guantes y el pañuelo a la salida de la cantera, pero se había quedado con las orejeras puestas.

¿Qué hacer con ellas?

El ruido era el mismo, no había manera de evitarlo. Los volquetes de orugas con horquillas, las palas mecánicas, las sierras sin fin, los enormes camiones, así como las grúas gigantescas, ¡las gigantescas grúas!, todos gritaban y golpeaban terriblemente, zumbaban y chirriaban, iban y venían y cortaban y levantaban y subían y bajaban y volvían a subir y a bajar, y ellos, los hombres de las carretillas o «infantes», como los llamaban los canteiros y los conductores, no podían eludir el ruido ni por un instante.

Hasta ahí llegaba también el zumbido de la autopista que llevaba a España, pero el muchacho tenía puestas las orejeras, de manera que no percibía nada. Por otra parte, por dentro le zumbaba el cerebro, y sólo seguía oyendo el ruido espantoso de los volquetes, de las palas mecánicas, de las sierras, de los camiones y de las grúas gigantescas, ¡las gigantescas grúas! Sus pulmones estaban llenos del polvo de mármol blanco, pero hacía tiempo que no trataba de expectorarlo. No había remedio ni contra el polvo ni contra el ruido, le explicaron cuando lo contrataron hacía ocho meses. Su madre se limitó a decirle, cuando él, al alba, se paró en la puerta al marcharse de casa el primer día de trabajo y volvió la mirada hacia ella: «Es lo que hay, Pedro, más no se puede hacer».

En efecto, más no se podría hacer, Pedro, a partir de ese día habría de trabajar en la cantera hasta llegar a viejo.

Pasó por debajo de la autopista.

Bajó al campo a la izquierda para que no lo vieran en la cantera pequeña y luego, a unos doscientos metros, regresó a la 381 y continuó el camino. La carretera discurría ahí por delante de unas granjas, pero no había de temer que desde allí lo vieran. A esa hora no había ni un alma en las casas, todo el mundo estaba trabajando en el campo.

Escondió las orejeras bajo una piedra grande, no se atrevió a tirarlas sin más. Cuando volviera, allí las encontraría.

 

 

Si volvía.

Sombra no había por ninguna parte, eso no se podía evitar, pero al menos iba caminando por el borde de la carretera donde no le ardían tanto las plantas de los pies por el asfalto.

A partir de un momento, sin embargo, todo empezó a cambiar. Atrás quedaron las granjas, cada vez más árboles se alzaban pálidos bajo un sol de justicia. No se oía ya el zumbido de la autopista, aunque tampoco se oía pájaro alguno, sin duda habían buscado todos algún refugio para que no los calcinara el sol.

No estaba lejos el bosque, veía ya los primeros eucaliptos, a partir de ahí todo iría bien.

Aspiró hondo el aire. Y enseguida se puso a toser intensamente.

Llegó al río.

Casi nadie utilizaba la carretera 381, los lugareños muy de vez en cuando, porque a los de Redondo nada se les había perdido en Estremoz y a los de Estremoz nada en Redondo, a lo sumo pasaba algún turista, no muchos, sólo algunos que se habían perdido buscando Évora o el camino de España, realmente no pasaba casi nadie salvo ellos, todo el mundo sabía que la carretera era, de hecho, superflua, lo sabían en Estremoz, lo sabían en Redondo, pero, claro, nadie dijo en el año 1961, cuando todavía se estaba a tiempo, que esa carretera no hacía falta, todo lo contrario, aseguraron que sí hacía falta, claro que sí, y entonces se construyó, el asfaltado salió perfecto, y desde entonces apenas pasaban vehículos por ahí, a lo sumo uno al día, y en ese momento, pensó Pedro alzando la vista hacia el sol, en ese momento sin la menor duda no pasaría ninguno, en medio de esa chicharrina no se movía nadie de ningún sitio, siempre había sido así y esta vez también se podía contar con ello, y él contaba con ello, no venía nadie de frente, no venía nadie por detrás, estoy solo y me quedaré solo, y notaba ya que el camino comenzaba a empinarse, empezaba a subir, pronto llegaría a la Serra de Ossa, como mínimo al principio de la sierra, de hecho, no tenía ni la menor idea de dónde empezaba, jamás había avanzado tanto por la 381 y, claro, tampoco había estado nunca en Redondo, pero siempre había sabido de la existencia del bosque, a veces, cuando se despertaba por la noche, oía el bosque a lo lejos, igual que en esta ocasión, pues se percibía cada vez más cerca, cada vez de manera más diáfana, porque si bien los pájaros callaban, el bosque tenía su silencio que uno podía oír, un sonido mudo y prolongado procedente del sur, no sonaba, claro está, eran tan sólo un flujo, un rumor, un suspiro que no acababa nunca y venía del sur, por allí debía de estar la Serra de Ossa, por allí el fin del mundo, y hacia allí se dirigía él.

No pensaba que una vez en lo alto de la Serra de Ossa le ocurriría algo, en absoluto, Pedro estaba convencido de que a él nunca le sucedería nada, ni siquiera anhelaba llegar allí, sólo sabía que una vez subiría a lo alto, que un día iría a buscar ese lugar, que recorrería la carretera 381, y ese momento llegó en el preciso instante en que levantó la plancha de mármol de la carretilla y la puso sobre la pila, en ese instante pensó, vale, ahora apartaré la carretilla, la apartaré y me iré a la carretera 381.

Dejó, pues, la carretilla y ahora se encontraba en la carretera 381, subiendo, serpenteando hacia lo alto, no había punto en el asfalto que no le quemara los pies, de manera que sólo podía andar por esa estrecha franja entre la calzada y los arbustos que bordeaban el camino.

No odiaba la cantera, no odiaba nada. No esperaba nada, no anhelaba nada ni confiaba en nada. Aceptaba las cosas y las aceptaba tal como venían. Tenía que aguantar el polvo, tenía que aguantar el ruido, tenía que ponerse unos guantes bastos, tenía que empujar la carretilla, ir avanzando en la fila, levantar y luego depositar la plancha de mármol que al principio resultaba imposible de alzar, hacer todo eso y mirar cómo el disco cortaba la piedra, escuchar cómo chirriaba. Toleraba sin dudas ni muestras de rebeldía cuanto había, consciente de que aquello que existía era inapelable. Nunca nada lo alegraba, pero tampoco lo entristecía, las cosas le resultaban indiferentes y, por tanto, buenas. Cuando cerraba los ojos por la noche en la cama y trataba de imaginar el mundo, este también parecía cubierto de polvo: blanco, asfixiantemente blanco. En una ocasión dijo para sus adentros, justo antes de que lo venciera el sueño, que el mundo era igual que ellos en la cantera: un mundo de fantasmas. Nunca soñaba.

Llegó entonces a sus oídos el primer trino de un pájaro. Pedro debía de estar bastante alto, a buen seguro llevaba tiempo ya en el interior de la Serra de Ossa. Los eucaliptos flanqueaban, resecos, la carretera, pero tenían hojas, de manera que enseguida se apartó del camino, buscó un árbol más bien viejo y se sentó en el suelo. Apoyó la espalda en el tronco descascarado. Estaba bañado en sudor. El pájaro calló.

El Estremoz Creme es el mármol blanco más bello del mundo. Había oído decir a los canteiros, ya en la infancia, que había que mirar el primer día ese mármol, pero nunca entendió lo que querían decir. Luego, cuando lo contrataron y llegó ese primer día, estaba tan asustado por todo cuanto de golpe había de absorber y entender, tenía que reunir tantas fuerzas para no venirse abajo por el agotamiento, que ni siquiera se le pasó por la cabeza detenerse ante una de las planchas y tratar de averiguar por qué era ese mármol el más bello del mundo. Además, sentía en todo momento la mirada del capataz clavada en él y no se habría atrevido a dar un paso que este no hubiera permitido. Y al segundo día ya era tarde, él mismo se convirtió en canteiro en su interior, ya no veía belleza ni nada en el mármol. El Estremoz Creme pasó a ser un pedazo de piedra para él, un pedazo de piedra sin nombre con el que había de luchar una y otra vez, cientos de veces, miles de veces, día tras día. Y el capataz no cesaba de observarlo.

Sintió una sed terrible.

No odiaba la cantera, no odiaba nada. No esperaba nada, no anhelaba nada ni confiaba en nada. Aceptaba las cosas y las aceptaba tal como venían. Tenía que aguantar el polvo, tenía que aguantar el ruido, tenía que ponerse unos guantes bastos, tenía que empujar la carretilla, ir avanzando en la fila, levantar y luego depositar la plancha de mármol que al principio resultaba imposible de alzar, hacer todo eso y mirar cómo el disco cortaba la piedra.

Se incorporó con dificultad y se puso en marcha, a ciegas por así decirlo, en busca de alguna de las numerosas fuentes que, según se decía, brotaban en la Serra de Ossa. No quería apartarse mucho de la carretera y, por otra parte, el terreno irregular estaba tan agrietado por la sequedad que no tardó en darse cuenta de que allí no cabía ninguna esperanza. Se detuvo, miró alrededor, pero nada: evidentemente, allí entre los eucaliptos no encontraría agua. Regresó a la carretera. Tarde o temprano aparecería una granja en el bosque junto a la 381, alguna cabaña, alguna casa de un montero, cualquier habitáculo donde entonces podría beber a su antojo. Aceleró los pasos, pero no tardó en cansarse. Al fin y al cabo, llevaba horas bajo un sol de justicia. Pensó en volver a sentarse. Pero la sed era más acuciante que el cansancio, la puñetera sed, lo era ya por el mero hecho de que no podía quitársela de la cabeza. Sí, tenía que beber.

¿Cuánto faltaba para Redondo?

 

 

Vino otra curva, luego otra, y después la siguiente.

Faltaban como mínimo dos horas hasta Redondo.

O tres.

Miró fijamente la siguiente curva y decidió que, al llegar allí, buscaría un lugar a la sombra y descansaría un rato.

Después de la curva, sin embargo, no se sentó, pero moderó los pasos. Volvió la cabeza. Se detuvo. Escuchó algo. Después miró.

No podía ser verdad.

El agua manaba de forma apenas perceptible entra las rocas de la ladera, era una vena de agua que bajaba hasta la carretera donde el sol en el acto la secaba, por así decirlo.

Fue una sensación maravillosa: beber por fin.

No podía afirmarse que él no supiese cómo era el Estremoz Creme, pero si le hubiesen preguntado cómo era ese mármol no habría podido pronunciar ni una sola palabra. A lo sumo habría dicho: blanco. A veces, sin embargo, en pleno verano, cuando subía a la azotea y se tumbaba y lo cegaba el sol y cerraba los ojos, entonces, aunque no supiera lo que veía, lo veía. Era como un edredón níveo y blando o como si unas nubes incoloras se acumularan en la superficie. No obstante, sabía que eso, en la realidad, no era así.

Había subido mucho, lo notaba en el aire. Los eucaliptos fueron sustituidos por un alcornocal. A un lado de la carretera se alzaba una pared rocosa; al otro, por todas partes en un terreno que descendía hacia pequeños valles, alcornoques con la corteza pelada hasta la altura de un hombre. Troncos retorcidos, nudosos, y arriba, escaso follaje. ¿Seguir? ¿Adónde? Hacia la izquierda se abría un sendero, y lo tomó.

¿O no era un sendero? Por lo visto, nadie transitaba por él, y apenas algún indicio sugería que alguien en algún momento lo hubiera hollado. Quizá pensó que a pesar de todo era un sendero porque a mano derecha, en el terreno que se empinaba de golpe, se alzaba una hilera de cuatro o cinco viejos eucaliptos que indicaban un camino. A la izquierda emergían de la ladera unos peñascos afilados que llegaban hasta el suelo. La escarpada pared rocosa proyectaba una sombra.

 

 

Al cabo de unos cien pasos ya tuvo que agarrarse. El sendero, si lo era, lo conducía a algo así como una cima. Iba con la cabeza gacha, estaba ya muy cansado. Bajando la cabeza, aprovechando el fresco de las sombras, iba vacuo, extenuado. ¿Qué lo esperaba allá? ¿Otra pequeña fuente? Hacía tiempo que había dejado atrás la otra y, a decir verdad, necesitaba otro sorbo con cierta urgencia.

Se dio cuenta antes de levantar la cabeza.

Se dio cuenta de que había algo allá delante. El sendero trazaba una curva cerrada hacia la izquierda y la curva tapaba ese algo. Se dio cuenta de que después del recodo ya vería lo que era. Todo transcurrió muy rápido.

Un enorme edificio se levantaba ante él en lo alto.

No se captaban enseguida sus dimensiones.

Era grande, muy grande, y se adaptaba plenamente al paisaje.

Daba la impresión de haber brotado de la roca y de haber proliferado como la vegetación que lo había cubierto casi por completo.

O como si hubiera crecido al mismo tiempo que aquel bosque.

Pedro permaneció inmóvil, siguió allí, mirando, jamás había visto nada parecido.

La Pousada de Estremoz semejaba un enano al lado de ese edificio.

Y nunca nadie lo había mencionado.

¿Qué hacer?

Empezó a sacudirse la ropa de trabajo, pero levantó tanto polvo que enseguida lo dejó. Se quedó mirando el pórtico, se quedó mirando los yugos vacíos del campanario arriba, se quedó mirando las diminutas aberturas de las ventanas, sólo se atrevía a mirar los detalles, no el conjunto. Este era realmente demasiado grande.

¿Nunca nadie le había hablado de ello?

Recordó vagamente haber oído hablar una vez de un convento oculto en lo más hondo de la Serra de Ossa, pero ese debía de estar mucho más lejos, al sur de Redondo. ¿Y cuánto faltaba para llegar a Redondo? Esto no podía ser aquel convento. Pero entonces ¿qué era?

Avanzó unos pasos con cautela.

No ocurrió nada.

 

 

No tardó en tomar conciencia de que no tenía nada que temer: no había allí ni un alma.

Se animó.

El pesado portón sólo estaba entornado, de manera que resultó fácil entrar.

¿Por qué abandonaron así ese maravilloso… palacio?

¿Quién lo abandonó?

Entró en la primera sala y contuvo la respiración. No era un vestíbulo, sino enseguida una sala enorme, alta, abovedada, con planchas de mármol oscuro procedentes de la cantera de Borba en el suelo, con ventanas profundas, y en las paredes, desde abajo hasta una altura de metro y medio aproximadamente, unos azulejos pintados de una belleza inmensa, con santos y paisajes y escenas e inscripciones que Pedro no comprendía en absoluto.

Pasó a la siguiente sala, de ahí a otra y luego a la próxima, y la expresión del rostro se le congeló por el asombro. En todas partes esos santos y paisajes y escenas e inscripciones pintados con azul cobalto, en todas partes esos suelos de mármol oscuro procedente de la cantera de Borba.

Era posible que en ese momento soñara por primera vez en su vida.

Sin embargo, apenas quedaba nada intacto. Muchos de los azulejos se habían deprendido de las paredes y se habían roto. Las paredes y el techo otrora primorosamente pintado estaban cubiertos de moho. Los marcos de las puertas, resquebrajados por la sequedad; la madera de las puertas, podridas; trozos de madera yacían esparcidos por el suelo. Los postigos se habían desprendido de las ventanas. Las corrientes de aire asaltaban aquí y allá a Pedro, pero el olor a moho y a podrido resultaba más poderoso y se resistía tenazmente a las corrientes que de vez en cuando atravesaban las salas. La destrucción era generalizada.

El palacio estaba en ruinas.

¿Palacio?

A decir verdad, se trataba de un enorme montón de restos de lo que un día había sido un edificio.

Aturdido, iba de una habitación a la otra. Salió a un patio cerrado de forma cuadrada cubierto todo entero por malas hierbas. Regresó al edificio, subió a la primera planta por una amplia escalinata, y volvió a quedarse un rato inmóvil por el asombro, pues no sólo no había visto nunca un pasillo tan largo, sino que tampoco habría sido capaz de imaginarlo jamás. Aquel pasillo de la primera planta era atravesado por otro. Y por los extremos de los pasillos penetraba a raudales la luz a través de grandes ventanas, pero esa luz era tragada al cabo de escasos metros por la penumbra y la oscuridad… Unas celdas daban a los pasillos, aunque dar no era quizá la palabra más adecuada porque en muchos casos, cuando intentó abrir las puertas, estas no se abrían: como si alguien las hubiera bloqueado por dentro.

Y en todas partes, adondequiera que fuera, tanto abajo como en la primera planta, encontraba esos fantásticos azulejos, esas maravillosas paredes. En un lugar reconoció a Jesucristo llevando la cruz, en otro al Ángel anunciando a la Virgen María su maternidad, en la mayoría de los casos, sin embargo, no sabía de qué trataban las imágenes, que representaban esas hileras casi interminables, porque se seguían sin fin la una a la otra, eran innumerables los azulejos pintados, como si en ese gigantesco palacio hubieran querido contar todo cuanto había sucedido en la historia de la humanidad desde el principio hasta el presente, todo, y él podía verlo, los ojos le hacían ya chiribitas por esa cantidad de santos, paisajes, escenas e inscripciones, aunque era consciente de que, si bien contaban una historia, si bien esos azulejos lo narraban todo desde el comienzo hasta ese día, no se lo contaban a él, no se dirigían a él.

Regresó al edificio, subió a la primera planta por una amplia escalinata, y volvió a quedarse un rato inmóvil por el asombro, pues no sólo no había visto nunca un pasillo tan largo, sino que tampoco habría sido capaz de imaginarlo jamás.

Pasó horas y horas recorriendo salas, escaleras y patios interiores, encontró también la capilla que estaba pegada al palacio, después volvió arriba, volvió abajo, recorrió todo lo que pudo.

Y aunque era una ruina, un mudo derelicto, el edificio le venía a sugerir que, si bien había sido abandonado en su día, continuaba perteneciendo a alguien, a otro, a un mundo lejano, tal vez al mismísimo cielo o al todavía más lejano Señor allá en la infinita lejanía, para siempre.

Él no tenía nada que hacer allí.

No sabía explicarse a sí mismo lo que sentía.

 

 

Lo suyo era una sensación fría y decidida de extrañeza, desde la cual lo miraba todo.

Buscó agua.

Había unas fuentes de mármol primorosamente talladas en los dos patios interiores, pero llevaban ya mucho tiempo sin dar agua. Trató de hallar la cocina, pero allí tampoco encontró nada. Descubrió una escalera que bajaba al sótano, descendió, lo recorrió todo entero por ver si en el fondo de alguna de las botellas allí abandonadas quedaba todavía algo, pero nada. Al final llegó a los huertos dispuestos en forma de terrazas y situados donde acababa el eje longitudinal del edificio y lo primero que hizo fue comer rápidamente los frutos de un granado, los que no se habían secado aún o los que no habían sido picoteados por completo por los pájaros y por último incluso encontró agua. En el fondo del huerto había una pared rocosa y allí volvió a oír un dulce ruido, el parsimonioso murmullo de una vena de agua.

Bebió todo lo que pudo, bebió hasta la saciedad, y luego se tumbó a la sombra de una frondosa adelfa. Desde un ángulo nuevo, veía la trasera del edificio, y así descubrió que las diversas partes del edificio que seguían los diferentes niveles del terreno desembocaban en una terraza al aire libre que daba hacia donde se encontraba él. Lo venció el sueño, y sólo se despertó por el sonido de unas voces. Enseguida se espabiló, pero no había motivo para la alarma: un rebaño de ovejas se había acercado, venían a paso lento desde abajo, muy poco a poco, pastando y subiendo desde Redondo. Esperó un rato bajo la adelfa, y el rebaño llegó sin pastor que lo cuidara.

Ya no daba el sol, faltaba un minuto para que la cresta de la vecina montaña ahogara la luz.

Subió a la terraza. Como parte de la trasera del edificio se apoyaba en la roca, resultó tarea fácil. Un par de pasos, a la izquierda, a la derecha, y ya estaba arriba.

Era una terraza amplia, abierta hacia todos las direcciones y levantada sobre columnas de piedra. La rodeaba un pretil de medio metro de ancho, en su día alicatado. Y en ese pretil se habían encajado unos bancos a intervalos regulares a los tres lados. Se sentó en el del medio, apoyó el brazo izquierdo, se instaló con comodidad. Estaba justo frente al paisaje que abajo se extendía hacia Redondo.

Era un paisaje tranquilo, parsimonioso, que colmaba toda la región hasta el lejano horizonte.

No existe un mundo tan amplio.

Oyó el trino de los pájaros y las esquilas de las ovejas.

Ante él, abajo, ese bosque de una amplitud increíble, esa calma infinita por doquier, y sobre el bosque la inmensa bóveda celeste, y en sus oídos el canto de los pájaros y el sonido de las esquilas. Y de repente se hizo silencio.

Los pájaros, uno tras otro, se fueron a dormir.

Comenzó la puesta del sol.

Reinaba la calma en el paisaje, y era tan profunda que Pedro, ahí sentado, contemplando la calma, recordó la fila en la cantera, donde probablemente aún debía de estar, y recordó entonces la carretilla, recordó que tenía que inclinarse, coger la goma estriada de los vástagos y pensó que, a pesar de los guantes, era capaz de reconocer entre mil cuál era su carretilla.

Sí, la reconocería.

Bajó de la terraza, atravesó los huertos, llegó al sendero y desde allí a la carretera 381, y se puso en marcha rumbo a Estremoz.

En vano se puso el sol, en vano oscureció, siempre quedaba luz suficiente para que viera con claridad donde poner el pie.

El camino de regreso fue más corto.

 

Traducción del húngaro de Adan Kovacsics.

Fotografía de la cabecera: ©Nina Subin