Federico Robledo buscó sobresalir desde muy niño. Otros párvulos con aptitud para el dibujo aspiraban si acaso a dibujar con cierta corrección. Él quería ser el mejor dibujante o nada. Y se atuvo siempre a esa disyuntiva radical.

A los doce años ejecutó su primera obra digna de memoria: un retrato a lápiz de Tigre, el gato preferido de la madre de Federico. Intentó dibujarlo sentado sobre sus patas traseras y con las delanteras erguidas al frente, a imagen y semejanza de una estatuilla egipcia que adornaba el salón de su casa. Pero Tigre no se quedaba quieto en esa postura y el artista en cierne desesperó. Se dispuso a retratarlo mientras el gato dormía enroscado sobre una alfombra persa. Pero Tigre era miedoso y despertaba cada vez que el dibujante extendía hacia él su lápiz vertical para medirlo. Federico se encrespó. En un arrebato de torva inspiración estética mezcló la carne molida que le daban de comer al gato con el veneno para las ratas que éste no se molestaba en ahuyentar. Luego de una agonía convulsiva que el retratista debutante presenció contrito, aunque también fascinado, Tigre por fin alcanzó la apetecida quietud. “Gato en paz” fue el título que Federico le dio a ese dibujo pionero, hecho trizas por su madre rabiosa y desconsolada en cuanto él se lo mostró.

Ser hijo único de un matrimonio pudiente lo acostumbró a lograr lo que se proponía. Pese a una férrea oposición paterna se empeñó en inscribirse en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, y allí estudió: perspectiva con el paisajista José María Velasco, técnica cromática con el colorista Germán Gedovius y dibujo con el ilustrador Julio Ruelas. Pronto decidió exponer unos óleos primerizos en el concurso anual organizado por las autoridades académicas, y no sólo pudo exhibirlos sino que ganó un premio. Entonces procuró el elogio de los periodistas mexicanos más famosos a finales del siglo XIX y ninguno de ellos se abstuvo de alabarlo. Federico ni siquiera parecía percatarse de que todos sus maestros y colegas y críticos elogiosos le debían por lo menos un favor a su padre, don Fernando Robledo de la Rosa, empresario y banquero y uno de los mayores coleccionistas de arte en el México de la época porfiriana.

Apenas rebasados los veinte años de edad Federico se juzgaba, y sugería que los demás lo juzgaran, un pintor ya mítico. Nadie salvo él sabía qué cábala o qué resto de modestia lo llevó a firmar sus cuadros con el seudónimo ―que como buen afrancesado llamaba nom de pinceau― de Ítico, sin la eme inicial. No faltó un envidioso que le infligiera el apodo de “Raquítico”, ni un comparsa de juergas que lo tachara de sifilítico.

Para curtir a ese artista descarriado y a la vez acrecer la fortuna de la familia con una alianza redituable, don Fernando Robledo de la Rosa decidió casar a su único vástago con Régine de Vostand, hija menor ―y heredera a mitades exactas― de una pareja de franceses barcelonetas que habían hecho millones en el negocio entonces novedoso de las tiendas departamentales y comprado con su mucho dinero la preposición nobiliaria de. Gracias a la dote de Régine, quien además era agradable y muy agraciada, Federico pasó a ser también millonario, en sólidos pesos de plata. La luna de miel empezó, como dictaba la etiqueta de la francofilia, con un viaje a París, y terminó por convertirse en una temporada de duración incierta que iba a transcurrir en partes desiguales entre una casa recién adquirida en el barrio aristocrático de Auteuil y la residencia solariega de los De Vostand en las afueras de Barcelonette.

Lo primero que hizo Federico al establecerse en Francia ―después de agotar las semanas finales del invierno y las iniciales de la primavera de 1897 explorando, en compañía de Régine, las calles y los parques, los monumentos y las plazas, los cafés y los restaurantes, las galerías y algunos de los muchos museos parisienses― fue ir a ver sin previa invitación a Claude Monet en su casa de Giverny. El pintor, en la cumbre de su fama a los cincuenta y siete años, condescendió a recibir a ese joven impetuoso y originario de un remoto país americano, que se atrevía no sólo a importunarlo en su retiro normando sino a traerle una de sus obras: un óleo de formato pequeño, casi una miniatura, que presentaba con rasgos impresionistas un paisaje montañoso donde sobresalía un volcán con aspecto de mujer recostada. Al aceptar el regalo Monet notó la firma en el ángulo inferior derecho de la tela y, acaso porque no se le ocurría nada más que decir, le preguntó al intruso por el significado de la palabra “Ítico”.

―Ya veo ―dijo luego de escuchar con cejas enarcadas la confusa explicación de Federico―. En francés sería Ythique.

Vencido si no convencido por la tenacidad del extranjero, que no desdeñó rebajarse a la súplica, Monet le mostró su taller. Federico se maravilló ante las obsesivas series de cuadros que reiteraban, a distintas horas del día y con diversas gradaciones de luz, las formas de varios álamos, la catedral de Ruán, apretados cúmulos de nenúfares flotando en las aguas especulares de un estanque. No supo qué arrogancia, qué insolencia, lo impulsó a decir:

―Se echa de menos la figura humana, Maestro.

Un destello de contrariedad y hasta de furia inflamó pasajeramente los ojos de Monet, pero él no perdió su cortesía de francés bien educado. Condujo a Federico hasta el extenso jardín de la casa y, con mayor pasión que cuando hablaba de sus cuadros, ponderó cada árbol, cada planta, cada flor. Al final llegaron a un rústico puente de madera que tendía su arco de círculo sobre un estanque infestado de nenúfares.

―Lo humano ―dijo Monet de pronto, señalando ese grato paisaje doméstico― está en la mirada. Y en el pincel.

Esa escueta frase, y ese paseo fugaz por el jardín de Giverny, y esos pocos minutos en el taller del consumado artista, bastaron para que Federico Robledo, Ítico, se jactara en adelante de ser discípulo de Claude Monet. Su jactancia era selectiva. A Régine, a otros hispanoamericanos radicados en París, a su familia y amigos y colegas en México, les decía o escribía sin escrúpulos que Monet era su maestro, con minúscula, como si el célebre pintor le hubiera dado clases. Al resto de las personas que veía en Francia les confiaba esquivamente que había aprendido mucho de Monet, pero agregaba sin excesiva modestia que su meta era enriquecer esas enseñanzas con la introducción de figuras humanas en los paisajes pictóricos.

Y a eso se consagró, en cuerpo y alma.

 

Salvo porque desde el jardín se divisaban las cumbres nevadas de los vecinos Alpes de Provenza, y porque en vez de un estanque había una vasta pileta oblonga con una fuente en medio, y porque la construcción era un poco más reciente y mucho menos rudimentaria, la residencia de la familia De Vostand en las afueras de Barcelonette bien podía equipararse a la casa de Claude Monet en Giverny. En vísperas del verano de 1897 Régine se dijo encantada de volver a vivir en ese sitio entrañable donde había pasado los mejores momentos de su infancia. Federico, a quien no dejaba de inquietarlo estar tan lejos de París, combatía su nostalgia de la capital del siglo XIX con una concentración obcecada en la pintura.

Había acondicionado un cobertizo en aparente desuso para convertirlo en su taller. Allí clavaba las telas a los bastidores, allí diluía los pigmentos en finos aceites, allí enmarcaba los óleos ya terminados. Pero, fiel a las lecciones de la Escuela Impresionista, insistía en pintar al aire libre, sin bosquejos, trasladando los colores directamente de la paleta al cuadro con una espátula o con un grueso pincel.

Lo que hacía Monet con los álamos, con la catedral de Ruán, con los nenúfares, Federico deseaba hacerlo a su manera con Régine. La luna de miel había surtido el efecto previsto y ella se encontraba en el quinto mes de embarazo. Un poder interno aún sutil comenzaba a curvar su vientre. Una alegría desinhibida les daba brillo a sus ojos del color de la mostaza y cubría de rubores las pálidas suavidades de su tez.

Federico le pidió ataviarse con un vestido blanco y vaporoso que la envolvía sin borrar las redondeces de su cuerpo. Le indicó la forma de disponer su cabello suelto en caireles castaños que se derramaban sobre sus hombros. Le dijo cómo posar sentada en una banca de piedra que aprovechaba la frescura del rincón más frondoso del jardín. Con las manos apenas juntas sobre la comba incipiente de su panza y las piernas retraídas y un poco entreabiertas, Régine miraba de frente al espectador. Una sonrisa beatífica resplandecía en su cara. Detrás de ella, a ambos lados de ella, encima de ella, un entramado de verdores de tonos diversos enmarcaba en luces y sombras vegetales la súbita blancura de su atuendo.

El trabajo fue un placer para los dos. Todos los días excepto los domingos, al terminar el desayuno de café con leche y cruasanes, ella se acomodaba en la banca de piedra, radiante en su vestido blanco, y él ponía a la distancia exacta el caballete con una tela de cincuenta centímetros de base por setenta y cinco de altura. Régine era una modelo dócil y Federico un pintor metódico. Durante las tres horas precisas que duraba el ejercicio, él apenas debía corregirle la pose y ella apenas se quejaba de estar cansada. Al mediodía justo, cuando el tintineo de una campanilla los llamaba a almorzar, ambos se dirigían a la casa tomados de la mano y satisfechos. Luego de cambiarse de ropa devoraban viandas y quesos con apetito de náufragos y entonces venía una breve siesta. Por la tarde, mientras las sirvientas lavaban y secaban y planchaban el vestido blanco para tenerlo listo a la mañana siguiente, Federico se recluía en la biblioteca a escribir cartas o a hojear los libros que su suegro muchas veces había dejado intonsos, y Régine bordaba o tejía en el recibidor de su recámara. Una cena frugal de ensaladas y frutas los encaminaba a dormir bien y levantarse temprano a trabajar.

En los primeros días de julio de 1897 Federico había concluido una serie de seis cuadros, a razón de uno por semana, con el título general de «Retrato de Régine encinta». Era lo mejor que había pintado hasta entonces. Con resuelta inmodestia pensó que su dominio del color al estilo impresionista resultaba palmario y que su versatilidad para pintar un mismo asunto desde diversas perspectivas no le pedía nada a Monet. Sin embargo ―reconoció― algo no estaba bien. Algo faltaba. O quizá ―razonó― algo sobraba. Sus cuadros eran bellos, pero no del todo verdaderos. El milagro de la gestación de un individuo humano, análogo al milagro de la creación de la belleza, no podía multiplicarse arbitrariamente. Para ser en verdad un milagro, necesitaba ser único. Un solo cuadro, irrepetible, debía abarcar por sí mismo todas las fases del embarazo de Régine.

 

Federico se demoraba en estas cavilaciones tan estéticas como teológicas cuando un advenimiento lo sacó de quicio. Con la anunciada intención de compartir en Barcelonette la algarabía de la fiesta patria y después permanecer allí hasta septiembre para veranear, la hermana de Régine, acompañada por su única hija, viajó de su casa en Marsella a la residencia De Vostand el 13 de julio. Viuda desde hacía poco tiempo, la hermana era diez años mayor que la recién veinteañera Régine y, con sus tristes ojos grises y el cabello rubio recogido en un moño, igual de hermosa que ella. Se llamaba Adèle y usaba el apellido de su difunto esposo: De Morency. La hija, de nombre Aurore, iba a cumplir trece y tenía una abundante cabellera rojiza que escurría en ondas hasta su cintura y unos grandes ojos verdes y resultaba más atractiva ―pensó Federico al verla por primera vez― que su madre y su tía juntas.

La llegada de la señora y la señorita de Morency trastornó la rutina de la residencia De Vostand. Régine no se saciaba de convivir con esa hermana a la que no había visto en tanto tiempo y con esa sobrina a la que apenas estaba conociendo. Respetuoso de los rituales familiares y quizá cohibido por la belleza de Adèle, pero sobre todo por la de Aurore, Federico se hacía a un lado y sólo se juntaba con las tres mujeres durante la hora estricta del almuerzo, que se había constreñido, y las sobremesas de las cenas rociadas con vino a pasto, que se prolongaban casi hasta la medianoche.

Pasaron varios días antes de que Federico se aventurara a mentar su afición, como la llamó con desusada humildad, a la pintura. Pasó un día más o dos antes de que a Régine se le ocurriera preguntarle a Federico si no le molestaría que Adèle y Aurore visitaran su taller. La experiencia fue inolvidable para todos. Al contemplar los seis retratos seriados de Régine encinta, Adèle se declaró rendida de admiración por Federico. Más circunspecta, Aurore quiso saber qué se sentía que alguien te retratara tantas veces y con tanto cariño. Pero cuando Régine empezaba a responderle que era un privilegio, una manifestación visible del amor, Aurore le arrebató la palabra para decirle a Federico, mirándolo desafiantemente a los ojos y tuteándolo por primera vez:

―¿Por qué no me pintas a mí?

Fue el comienzo de una relación insólita entre Federico y Aurore. Fue también el comienzo de un distanciamiento paulatino entre Federico y Régine. Antes de pintar a esa muchacha de formas ya no infantiles ―antes de atreverse a dar el paso irreversible de suspender de una vez por todas la serie de retratos de Régine encinta― Federico quiso departir a solas con Aurore. La tarde siguiente a la visita al taller la mandó llamar a la biblioteca. Nunca había invitado a Régine a ese reducto, que por un acuerdo tácito era su santuario, y ella callada pero perceptiblemente lo resintió. En absoluto la consoló que a Adèle, encandilada por la idea de que un gran pintor retratara a su hija, le pareciera natural que el artista se familiarizara con su modelo.

Hablando con Aurore de libros, como no podía ser de otro modo en una biblioteca, Federico descubrió con cierta decepción que no era muy lectora. Cuando le preguntó por su obra o su autor favoritos, ella tardó en responder. Luego de un rato de pensarlo dijo que, de niña, su padre le había leído cuentos y ninguno le gustaba más que “La bella durmiente”. Federico, que ya conocía de memoria los libreros, se levantó de su asiento y sin dificultad encontró la edición que recordaba de Les Contes de ma Mère l’Oye de Charles Perrault. Volvió a sentarse, abrió el volumen en la página inicial de “La belle au bois dormant” y preguntó:

―¿Quieres que te lea?

Aurore sonrió enigmáticamente. Entonces dijo, con una sonrisa perturbadora en su rostro:

―Papá me sentaba en sus rodillas para leerme.

 

Ya en el sexto mes de embarazo, Régine entendió que su cuerpo había cambiado y no era posible retomar idéntica la serie de retratos de ella encinta cuya factura se había interrumpido con el arribo de su hermana y su sobrina a Barcelonette. Lo entendió antes de que Federico terminara de explicárselo. Tan nítidamente lo entendía que le arrebató la palabra a su esposo para decirle con dulzura inexorable que, de cualquier manera, su condición la hacía sentirse cada vez más cansada, y no soportaba el calor del jardín al aproximarse agosto, y prefería esperar el nacimiento de su hijo ―mon enfant, subrayó en francés aunque entre ellos solían hablar en español― recluida en sus habitaciones.

A Adèle no hubo que explicarle nada. Estaba orgullosa y un poco celosa ―según confesó con alegre candidez― de que Federico pintara a Aurore. Ni siquiera fue necesario persuadirla de que lo mejor, tanto para el artista como para la modelo, era que los dejaran solos mientras se dedicaban a la pintura.

Federico, que ahora repudiaba las series, haría nada más un cuadro con Aurore. Su propósito era pintar, por supuesto, una versión de “La bella durmiente”. En el taller restiró y clavó una tela virgen sobre un bastidor horizontal de ciento cincuenta centímetros de base por cien de altura. Porque no deseaba trabajar a la vista de Adèle y sobre todo de Régine, adaptó con una colchoneta y sábanas de satín blanco y cojines de forros multicolores la misma banca de piedra donde había retratado a su otra modelo. Con la cabellera rojiza esparcida por todas partes, las manos entrecruzadas sobre su pecho y los pies descalzos, Aurore vestiría un camisón y una bata de encaje azul celeste prestados por su madre. Una rueca decrépita que Federico le compró a un anticuario de Barcelonette aludiría, junto a la cama improvisada, al cuento de Charles Perrault.

Eligió trabajar a la hora de la siesta, bajo una luz vespertina y un húmedo calor propicios al sueño. Inseguro no de su capacidad para pintarla, sino de la disposición de Aurore para posar, Federico resolvió emprender la obra por el final. Con una técnica derivada de los cuadros de Georges Seurat y Paul Signac que había visto en París, sumía un pincel de cerdas gruesas en densos grumos de pintura exprimidos directamente del tubo a la paleta, y untaba sobre la tela, con golpes breves y enérgicos, una pasta de espesos verdes y amarillos y rojos. El efecto era sobrecogedor. De cerca, las bruscas pinceladas parecían meras manchas. Pero, a medida que uno se alejaba, de esas coloridas vaguedades surgían las formas inequívocas de la apretada vegetación que rodeaba a la cama de la bella durmiente.

Un método análogo, aunque con materiales e instrumentos cada vez menos toscos, empleó para pintar los dobleces de las sábanas blancas, los volúmenes multicolores de los cojines y los numerosos pliegues del camisón y la bata azules. La rueca, semejante a un ancho halo detrás de la cabeza de Aurore, exigió trazos aún más finos. Y para la ondulada cabellera bermeja de su modelo ―que propendía a impacientarse― Federico optó por un pincel de muy pocas y delgadas cerdas.

Tres intensas jornadas, de por lo menos tres horas cada una, le tomó cercar con su pintura la escasa piel visible de Aurore. Al cuarto día, luego de reproducir con destreza el aspecto de sus manos entrecruzadas sobre el pecho y sus pies descalzos, se aprestó a recrear minuciosamente la apariencia de su cara. El cuello largo, la nariz recta y la frente despejada no eran obstáculos considerables. El reto se agolpaba en los párpados cerrados, en las curvas simétricas de las cejas, en las carnosidades paralelas de los labios. Federico no quería que el sueño de su bella durmiente fuera inexpresivo. Una esperanza apenas bosquejada, un oscuro temor de que la expectativa resultara infructuosa, debían animar con levedad sus facciones.

De mil maneras intentó comunicarle estos deseos a su modelo. Una y otra vez, reprimiendo su irritación creciente, trató de hacerle entender que lo que esperaba la joven dormida no era un príncipe encantado, capaz de contrarrestar el hechizo del sueño, sino el amor, el amor a secas, perfecto, único, y por eso mismo temía, incluso estando inconsciente, que su esperanza fuera imposible de colmar. Aurore escuchaba cada explicación en un silencio tenso, con sus grandes ojos verdes fijos en la boca en movimiento de Federico. Pero, en cuanto éste acababa de explicarle sus ideas acerca de la bella durmiente, ella sonreía y luego estallaba en carcajadas que la sacudían de arriba abajo. Lo peor era que la risa quedaba latente en el cuerpo de Aurore, y volvía a sacudirlo y a deformar su cara en el momento menos oportuno, cuando Federico se disponía a rehacerla con el pincel.

Al sexto día, y tercero al hilo en que buscaba en vano suscitar una expresión sutil y ambigua en el rostro de la bella durmiente, Federico no pudo más. Exasperado, le gritó a Aurore que se estuviera quieta. Ella, sorprendida y asustada por la violencia del grito, cesó abruptamente de reír. Y pronto empezaron a brotar las lágrimas de sus grandes ojos verdes. Y el llanto se entrecortó de sollozos. Y para serenarla ―para contener esos sobresaltos que la desfiguraban― Federico fue a sentarse junto a Aurore en el camastro improvisado sobre la banca de piedra. Y acarició su cabeza con suavidad, en la dirección en que fluía el pelo rojizo, como quien acaricia a un gato. Y, al notar que su ternura no la tranquilizaba, dio en decirle “cálmate”, con su voz más suplicante “cálmate”. Pero Aurore sollozaba sin tregua. Y de golpe lo empujó. Y quiso levantarse de la cama. Y entonces Federico, fuera de sí, la tomó por los hombros y la obligo a recostarse otra vez. Y como ella gritaba “suéltame”, gritaba “me lastimas”, le susurró al oído ya no “cálmate” sino “cállate”,  y “te lo suplico, cállate”. Y, enardecido porque ella no cesaba de gritar, con una mano le tapó la boca y con la otra le apretó el cuello. Y siguió apretándole el cuello y tapándole la boca mientras Aurore intentaba exclamar “socorro”, “socorro”. Y siguió apretándole el cuello, ya con ambas manos, cuando ella empezó a forcejear a patadas y a puñetazos. Y se lo apretó a medida que la lucha menguaba. Y no dejó de apretárselo con toda la fuerza de sus pulgares hasta que, luego de una agonía convulsiva que Federico presenció contrito, aunque también fascinado, Aurore por fin alcanzó la apetecida quietud.

 

Dos novedades acapararon las habladurías del público y de los artistas y críticos de arte congregados en el Salón de los Independientes de 1898. Una fue la presencia extraordinaria de Claude Monet en ese espectáculo anual que él, desde su refugio normando, parecía considerar un poco frívolo, un mucho parisiense. La otra fue la exhibición de un cuadro firmado por un pintor desconocido en Francia que ilustraba con técnica “puntillista” ―según la llamaban los legos― o “divisionista” ―como la había denominado Paul Signac en un ensayo polémico― la leyenda de la bella durmiente.

En los concurridos pasillos del salón se decía que el cuadro había costado no sólo una vida ―la de la joven modelo estrangulada por el pintor― sino dos ―porque la madre de la modelo, luego de resolver que la obra debía exhibirse para que algo de su hija perdurara, se había enclaustrado para siempre en un convento―, e incluso tres ―porque la esposa del pintor y tía de la modelo, con seis meses de embarazo, había sufrido un aborto involuntario por el shock de ver a su sobrina muerta―, y hasta cuatro ―porque el pintor estaba encarcelado en la Prisión de la Santé en París y su crimen era de tal magnitud que él sólo podía esperar la reclusión vitalicia, si sus abogados apuntalaban el alegato de una demencia irreparable, o bien la guillotina, si prevalecía la tesis de una maligna cordura.

Hubo quien opinó que el cuadro era una obra maestra y que su intrínseca maestría lo situaba por encima de cualquier precepto moral. Pero la mayor parte de la gente pensaba, y algunos lo decían con vehemencia, que ninguna obra de arte, ni siquiera la más perfecta ―y estaba a discusión si ésta lo era― valía una sola vida humana.

Al llegar frente a “La belle au bois dormant” Claude Monet se detuvo, ladeó la cabeza como hacía para ver pintura con atención y preguntó quién había pintado ese cuadro.

―Un tal Ythique le informó uno de sus acompañantes―. Su firma está allí, en la esquina inferior derecha.

―Eso me dice algo ―dijo literalmente Monet, quien repitió como para convencerse―: Ça me dit quelque chose.

Y nadie entendió ni quiso averiguar si el Maestro comentaba de manera aprobatoria la obra del tal Ythique, o si había pronunciado esa frase incierta por alguna otra razón.

 

Fotografía de la cabecera: ©Víctor Benítez