(San Salvador, 26 de febrero de 1980)

 

Imagen vía.

1

La Gorda Rita trae en una mano el plato con caldo de pollo, arroz y verduras cocidas; en la otra, el manojo de tortillas. Los pone sobre la mesa.

            El Vikingo ya tiene la cuchara empuñada. Se apresura a probarlo, para constatar si está hirviendo, como a él le gusta.

            El caldo le quema el paladar, el esófago, las tripas, o lo que queda de ellas. Es lo único que come, cada mediodía.

            La Gorda le ha dado la espalda.

            –¿Y el fresco? –reclama el Vikingo, viendo de reojo hacia la puerta de entrada.

            –Qué jodés –dice la Gorda, sin voltearse. Y luego grita–: ¡Marilú, traéle un vaso de fresco al Vikingo!

            Del televisor, empotrado en la alacena, sale una voz de mujer que anuncia un champú.

            –Casi no tiene pollo esta mierda –se queja el Vikingo, hurgando con la cuchara en el plato.

            La Gorda está recogiendo los trastos sucios de la mesa de los macheteros.

            –Qué jode este Vikingo –repite.

            Los tres macheteros echan una ojeada al Vikingo; pelan sus dientes podridos. Luego voltean hacia el televisor.

            Qué me ven estos cabrones.

            Marilú sale de la cocina con el vaso de fresco.

            Los tres macheteros voltean en el acto. No le despegan la mirada de las piernas y el trasero.

            –A la puta con ustedes, no puede aparecer la niña porque casi se le tiran encima –se queja la Gorda.

            –La niña –masculla el Vikingo con burla–. ¿De qué es el fresco, mi amor? –le pregunta.

            –De melón –dice Marilú, con su vestido de organdí.

            Los tres macheteros pelan de nuevo sus dientes podridos, sin quitarle la vista del trasero a Marilú hasta que ésta vuelve a la cocina.

            –Sí, es una niña –dice la Gorda, indignada.

            Los macheteros se han puesto de pie; toman sus sombreros de palma.

            –Y ese gran culo entonces, ¿se lo han prestado? –comenta el Vikingo.

            El machetero alto se acomoda los cojones; apenas sonríe.

            –Paguen, cabrones, que ya me deben semana y media de almuerzos –reclama la Gorda.

            –El viernes –escupe el machetero gordo.

            Y cruzan entre las mesas hacia la puerta de la calle.

            –Hijos de la gran puta –dice la Gorda antes de entrar a la cocina.

            El Vikingo se ha quedado solo en el comedor. Así le gusta, por eso viene de último, cuando ya todos han comido y han regresado al Palacio Negro.

            –Se te ve bien jodido, Vikingo –grita la Gorda desde la cocina.

            Sí, estoy bien jodido, muriéndome, pero desde cuándo te importa. Y sigue sorbiendo, a cucharadas, lenta, ruidosamente, que mientras esté tragando le irá bien. Los retortijones pueden venir después, cuando salga a la calle o cuando llegue al Palacio Negro.

            –¿Querés más tortillas? –pregunta la Gorda desde el umbral.

            –Ese gordo cerote es rencoroso, no lo retés –le advierte el Vikingo.

            –Que paguen. Yo no les tengo miedo –dice la Gorda. Y le tira dos tortillas sobre la mesa.

            Porque no los has visto destazando…

            –De verás, Vikingo, ¿has ido al hospital? –pregunta la Gorda. Jala una silla para sentarse–. Estás cadavérico, cada vez más flaco, pálido como la muerte –dice. Y luego grita–: ¡Marilú, traeme mi plato para acá!

            El Vikingo mastica un pedazo de tortilla. Le faltan un incisivo, un colmillo y casi todas las muelas.

            Marilú trae un plato con albóndigas y arroz.

            –¿Cuándo me la vas a prestar? –le pregunta el Vikingo a la Gorda, sin quitarle la vista de encima a Marilú–. Que me vaya a asear la habitación, aquello es un desastre, necesito una niña limpia y ordenada como ella.

            –Estás loco –dice la Gorda, restregando la tortilla en el caldo de las albóndigas.

            El Vikingo mira ahora con descaro el trasero de Marilú que regresa a la cocina; la Gorda le espanta la mirada con la mano, como si fuese otra mosca.

            –Viejo cochino, te debería dar vergüenza –dice–. Cualquier día te encontrarán hecho cadáver. Y ya ni se te ha de parar esa tu babosada –agrega, señalándole la entrepierna con un gesto de la boca.

            –¿Querés probar? –pregunta el Vikingo y enseguida susurra, como conspirador–: Me deberías dar una buena mamada…

            La Gorda lo ignora; mastica, ruidosa, sin cerrar la boca.

            –¡Marilú! –grita–, apagá esa televisión que ya no hay noticias.

            El Vikingo hace a un lado el plato vacío; bebe el vaso de fresco. Luego erupta y se limpia la boca con el dorso de la mano.

            –De verás, te ves mal –repite la Gorda–. Deberías ir al hospital.

            –Para hospitales estoy yo –dice el Vikingo.

            –No seás necio. Todo mundo comenta que se te ve la muerte en la cara.

            –Aquí todos tenemos la muerte en la cara, no seás pendeja.

Saca del bolsillo de la camisa la cajetilla de cigarrillos.

            –Pero vos estás más muerto que vivo.

            –Porque soy el más viejo –dice–. Conseguime cerillos.

            –¡Marilú, que apagués el televisor te ordené, que estás sorda, muchacha! –grita la Gorda–. Y traéle unos cerillos al Vikingo.

            Sufre un amago de contracción en el estómago. Debería vomitarle en el plato a la Gorda.

            Marilú le entrega los cerillos. El Vikingo le toma la mano.

            –Te venís conmigo para que me arreglés la habitación y te doy unos centavitos, mi amor –le propone.

            –¡Soltala, abusivo! –exclama la Gorda, y empuja a Marilú a un lado. Sufre un acceso de tos.

            –Te vas a atragantar –le advierte el Vikingo mientras enciende el cigarrillo. Y le voy a pedir al machetero gordo que haga tacos con vos y con la niña me quedo yo.

            Le echa el humo en la cara a la Gorda.

            –Echá más humo –pide ella–, que hay mucha mosca.

            –Que soy tu cholero, mamacita…

            –¿Viste al mayor Le Chevalier en el noticiero? –pregunta la Gorda.

            –¿Anoche?

            –Lo repitieron hoy a mediodía –dice la Gorda–. Qué huevotes tiene el hombre, cuadriculados. Se les lanzó al cuello a los curas, denunció con nombre y apellido a cada uno de los comunistas, comenzando por el tal monseñor. Deben estar cagados de miedo.

            –Nunca vamos a acabar con tanto hijueputa –murmura el Vikingo, pensativo, exhalando la humareda.

            Tira la colilla al piso de cemento; la restriega con la suela de la bota.

            Sí, debería ir al hospital, pero a qué horas, con tanto trabajo, con lo alerta que debe permanecer cuando viene la carga. Y capaz que los doctores lo encierran, ya no lo dejan salir hasta que sea cadáver.

            –Vos deberías retirarte –dice la Gorda–. Ya no estás para estos trotes. ¿No tenés familia o alguien que te cuide?

            –En este oficio nadie se retira. No jodás.

            Saca otro cigarrillo, el último antes de regresar al Palacio Negro. Quisiera una tacita de café, aunque el escozor se le haga huraco en la panza.

            –Dame un café –pide.

            La Gorda está hurgándose entre las muelas con la uña del meñique.

            –Pero vos si me vas a pagar hoy, ¿verdad?

            –El viernes.

            –Hijo de puta. Todos ustedes son iguales –le espeta la Gorda antes de gritarle a Marilú que le traiga un café al Vikingo.

2

Sale a la calle con su cachucha de beisbolista, sus gafas oscuras con aro de oro, la pistola en la cintura bajo la camisa holgada.

            Todos quieren enviarlo al hospital o a su habitación o a la morgue, adonde sea. Sacarlo de circulación, como si ya no sirviera, como si no hiciera bien su trabajo, como si en nada fuera útil su experiencia, como si ser el más viejo no tuviera valor.

            Le gustaría ver a uno de esos recién llegados recibiendo sus morongazos, a puño limpio, incluido ese tenientillo Villacorta, su nuevo jefe.

            Camina lentamente, atento a la inminente contracción de sus tripas, bajo el solazo maldito.

            Por suerte el Palacio Negro está a sólo dos calles.

            Echa un vistazo a sus espaldas, a la acera de enfrente: nadie lo sigue. Un autobús pasa zumbando cerca de la cuneta.

            Escupe hacia donde pasó el autobús; la baba amarga, purulenta.

            Y quién se cree esa Gorda: ¿su madre?, ¿su mujer?, ¿qué le pasa? Tiene que estar muy mal para aguantarle a esa fofa los consejos que nunca le ha aguantado a nadie. Lo que le faltaba.

            Entonces lo paralizan el retortijón, el escalofrío, la náusea. Tengo que llegar hasta los baños del Palacio Negro. Pero no llegará; se apoya en la pared: vomita. Y entre arcada y arcada echa un ojo a su alrededor. Lo último que quisiera es que en esas condiciones lo sorprendieran por la espalda. Que ahora ni cerca del Palacio Negro se está seguro, que los cabroncitos pasan ametrallando como si estuvieran de fiesta.

            Fue culpa del mugroso café. Escupe. Se limpia la boca con el dorso de la mano. Enciende un cigarrillo.

            Dos uniformados vienen de frente, le sonríen con desprecio, como si dijeran: mirá esta miseria, ya se nos muere. Quisiera respónderles: váyanse por la sombra, que la mierda bajo el sol se seca. Pero no tiene aliento. Con expresión de asco, los uniformados pasan de largo, evitando el vómito sanguinolento.

            Camina de nuevo, tratando de darle firmeza a su paso. Está sudando; la boca le sabe a podrido. Se quita las gafas, para secarlas con la franelita que saca del estuche, pendiente del cinturón. Es lo que más cuida: sus gafas Ray Ban de aro dorado; su amuleto, lo único que le pesaría perder.

            Cruza el retén apostado en la esquina del Palacio Negro. Ninguno de los uniformados lo saluda ni le pone atención; como si no existiera. Se siente en casa. Disfruta de la agitación, la alharaca de quienes entran y salen, la estampida de los jeeps y de los autopatrullas.

            Enfila hacia la entrada. El Chicharrón camina delante de él, inflado, cachetón, prieto.

            –¡Chicharrón!…

Éste se voltea:

–Apurate, Vikingo, que hoy te toca salir con nosotros.

            ¿Salir? Qué buena noticia: es lo que le encanta, lo que siempre hizo, lo que ya casi no lo dejan hacer porque dicen que está muy viejo, que la presa se le puede escapar, que ha perdido los reflejos. Por eso lo tienen en los sótanos.

Todos quieren enviarlo al hospital o a su habitación o a la morgue, adonde sea. Sacarlo de circulación, como si ya no sirviera

            Le vuelve la vitalidad. Guarda sus Ray Ban en el estuche antes de bajar las escaleras.

            –¿Ya sabés adónde vamos? –pregunta el Vikingo.

            –Ahora nos ordenará el teniente.

            Recorren el pasillo donde están las cloacas, los dominios del Vikingo, las ergátulas donde él les da la bienvenida a los recién llegados, a los que van de paso, porque ahora ahí nadie se queda.

            –Viera la cosita que acaban de tirar en la cinco –le dice Altamirano, un agente nuevo, joven, que viene por el pasillo en sentido contrario–. Está bien rica –se lo dice con lascivia, en corto, para que no escuche el Chicharrón. Y le habla de usted, con respeto, como se hacía en los viejos tiempos.

            –Al rato voy –le responde el Vikingo, con un guiño cómplice; se dirige detrás del Chicharrón hacia el otro lado de los sótanos, por donde se sale al estacionamiento, donde el teniente Villacorta tiene su despacho.

            –¿Estás bien, Vikingo? –le pregunta el teniente, de sopapo, como si lo hubiera visto vomitar hace un rato.

            –Claro, ¿por qué lo pregunta, mi teniente?

No me vayás a salir con que no me llevás, mariquita.

            –Mirate, estás hecho una calamidad –le dice mientras mastica una hamburguesa–, me da miedo que te nos murás en medio de una operación.

Está sentado, tras una pequeña mesa repleta de papeles y radiocomunicadores; mete la mano en el pucho de papas fritas.

            –En media hora salimos –les ordena, terminante, y les hace una señal para que se larguen.

            –Puta, Vikingo, no abrás la trompa que te apesta a pus –le dice el Chicharrón, cuando ya han salido del despacho–. Le arruinaste el almuerzo al teniente.

            –¿Querés un beso, papito?

            –Ni el culo te dejaría besarme –le dice el Chicharrón, adelatándose.

            El Vikingo enfila hacia los sanitarios. Orina; piensa en las nalguitas de Marilú mientras se la jala para que le salgan las últimas gotas, las dolorosas. Luego se enjuaga la boca varias veces; se humedece el rostro y el cabello completamente cano. Saca un peine del bolsillo trasero izquierdo del pantalón, el mismo bolsillo donde porta la billetera, y se peina hacia atrás, sin verse en el espejo resquebrajado. Regresa al pasillo.

            Va hacia la cloaca número cinco. Tiene media hora para revisar a la cosita recién llegada; cuando vuelva de la pesca ella seguramente ya estará en manos de los macheteros. Abre la puerta. Hay ocho bultos tirados en el piso, desnudos, atados de pies y manos, con la boca amordazada, vendados con cinta adhesiva. Antes de ir a comer estuvo magullando a los siete primeros. Es su trabajo: machacarlos, sacarles la mierda, nada más. Pronto vendrán por ellos para llevarlos a la ópera, que es donde cantan, y enseguida serán carne para los macheteros.

            Toma a la muchacha por el cabello y la alza, como se alza por la nuca a las perritas de raza. Es muy baja, leve, bien formada, frágil, como una muñequita. Se ha meado; todas se mean. Y tiembla.

            La sostiene por el cabello con la mano izquierda y con la derecha le pega un potente gancho en la boca del estómago. El pujido es sordo.

            La muchacha se sacude; si la dejara caer convulsionaría en el piso.

            Aún no quiere machacarle las tetas.

            Se cambia de mano la mata de cabello y con la izquierda le mete un gancho en el hígado. Como pegarle a una muñeca de trapo. Ningún entusiasmo. La tira contra la pared.

            Entonces el Vikingo se paraliza: ahí está de nuevo el retortijón. Permanece inmóvil, en el centro de la cloaca, transpirando, con las manos en el estómago, los ojos cerrados. Esto se pone cada vez peor. Pronto no podrá hacer ningún esfuerzo, se quedará sin trabajo.

            La muchacha se estremece, tirada en el piso, boca abajo, las manos atadas por la espalda, con espasmos, muy cerca de donde otros tres cuerpos yacen amontonados.

            Momentos después, el Vikingo se repone, aunque aún transpira y siente como si le hubieran chupado sus fuerzas. Repara en el trasero redondo y alzado de la muchacha; se le sienta en la espalda.

            Altamirano entra a la cloaca, ansioso.

            –Creí que ya no venías –le dice el Vikingo.

            Luego, con ambas manos, abre las nalgas de la muchacha: le escupe en el ano.

            –¿Te parece? –pregunta.

            Altamirano hace una mueca.

            Te da asco mi saliva, culerito.

            –Desamarrale los pies –le ordena el Vikingo.

            Altamirano desata la cuerda, la toma por los tobillos y le abre las piernas.

            El Vikingo le mete un dedo, luego dos, luego tres.

            La muchacha sufre espasmos.

            –Si se caga, le toca palo de escoba –dice el Vikingo.

            En eso entra el Chicharrón.

            –Vámonos, cabrones, que el teniente está esperando –dice–. Y a esa déjala, que los de la ópera ya vienen por ella; es fierecita y tiene que cantarlo todo, rapidito.

            Salen al pasillo, de prisa, con rumbo hacia el estacionamiento.

3

Bien galán va el Vikingo en el asiento trasero del jeep, junto a Altamirano; el Chicharrón conduce. Los tres con la pistola entre los muslos.

            –Te vas por la calle Modelo, pasando frente al zoológico, hacia la colonia Costa Rica –le ordena el teniente desde el asiento del copiloto, con la subametralladora Uzi y el radiocomunicador sobre los muslos.

            Del estacionamiento salen a la cuesta; cruzan, veloces, los retenes; circundan el Parque Libertad.

            El centro de la ciudad parece un hormiguero. Al Vikingo le gusta buscar los ojos de los transeúntes, pero cada rostro voltea hacia otro lado cuando el jeep se acerca.

            Ya tenía casi una semana sin que lo sacaran a dar una vuelta. Ahora van a una pesca precisa, jugosa, según parece por el entusiasmo del teniente; pero el Vikingo prefiere cuando salen a recorrer las calles con parsimonia, se detienen frente a las paradas de buses, revisan con atención la jeta de cada uno de los que esperan, en busca del primero que se delate. Le encanta verlos hojitas temblorosas del miedo, con la mirada en el suelo, como si el culo se les hubiera caído y no lo encontraran.

            Cada vez tiene más sabor a podrido en la boca. Le urgen unos chicles, no vaya a ser que el teniente le agarre ojeriza por los comentarios del Chicharrón sobre su aliento, y ya no quiera sacarlo otra vez para la pesca.

            –Es una parejita –dice el teniente–. El gordo Silva y su grupo los tienen cuadriculados. Vamos sólo al mandado.

            Los detiene la luz roja del semáforo en la intersección de la avenida Delgado y la calle Modelo. El Vikingo se fija en el Mazda rojo que frena a su lado. Van tres cabroncitos sospechosos.

            –Teniente –dice el Vikingo y señala con un movimiento de cabeza hacia el Mazda.

            Los del Mazda se hacen los distraídos.

            Seguro que les encontramos algo.

El Vikingo y Altamirano toman sus pistolas.

            El teniente ve su reloj de pulsera.

            –Vamos con el tiempo exacto –dice–. Metele –le ordena al Chicharrón.

            Avanzan con lentitud, a causa del tráfico. El Vikingo no les quita la vista de encima a los del Mazda, hasta que cambian de rumbo, no vaya a ser el tuerce, que ya una vez los tirotearon por la espalda; los cabroncitos de entonces se pusieron nerviosos y armaron el alboroto.

            Pasan frente al zoológico.

            Por el radiotransmisor del teniente anuncian que hubo una emboscada del lado de la colonia Zacamil; un autopatrulla arde y dos agentes están muertos; piden refuerzos con urgencia para peinar la zona.

            –Ya casi llegamos –dice el teniente. Toma el radiotransmisor para comunicarse con el gordo Silva. Éste le dice que los objetivos están dentro de la casa y se disponen a salir.

            Rebasan el jeep del gordo estacionado cerca de la bocacalle.

–Esa es la casa –dice el teniente.

Pasan de largo. Y se detienen a mitad de la manzana, bajo unos almendros. Permanecen en el auto.

            El plan es sencillo: pescará primero el que esté en la dirección contraria hacia donde el objetivo camine. Es la rutina.

            El Vikingo enciende un cigarrillo; guarda cuidadosamente sus Ray Ban en el estuche.

            –Vienen sin plomo –confirma el teniente–, pero corren, son deportistas. Y el hombre es el nuestro –ordena.

            Los segundos se dilatan, sudorosos.

            Y entonces los ven salir de la casa, altos y flacos los dos: él, trigueño, de gafas y cabello ensortijado; ella, rubia, con los pantalones ceñidos.

            Caminan en dirección hacia la bocacalle.

            El Chicharrón enciende el jeep.

            –Te toca a vos Vikingo –dice el teniente–, a ver si todavía apretás.

            Altamirano sonríe. Qué es la risa, culerito. El Vikingo tira el cigarrillo hacia la calle.

            El jeep avanza despacio, como si fuera de paso.

            El tipo voltea.

            Entonces el Chicharrón acelera, se mete a la acera y los arrincona con la trompa del auto.

            El Vikingo y Altamirano han saltado con las pistolas empuñadas.

–¡Quietos, hijos de puta! –gritan casi al unísono.

            Los tipos han alzado las manos, con las caras desencajadas.

El teniente sale con parsimonia, la Uzi en la mano; el Jeep del gordo Silva se incrusta en la acera y frena de golpe.

El Vikingo le pega una fuerte patada tras la rodilla al flaco; éste cae hacia atrás. Luego lo toma de los cabellos, le mete la pistola en la boca y lo arrastra hacia el jeep. Lo tira boca abajo en el piso trasero.

            El gordo Silva y el Veneno se llevan a rastras a la rubia a su jeep.

            Las gafas del flaco han quedado tiradas en la acera; el teniente se acerca a recogerlas.

            El Vikingo y Altamirano se acomodan en el asiento: presionan y dan pisotones con sus botas al cuerpo del flaco.

            –Puta, Vikingo, todavía te salen tus pasaditas de luchador –dice el Chicharrón, sonriente, mientras arranca.

            Altamirano ata por la espalda los pulgares del flaco con un hilo de nylon.

            –Este cabrón es demasiado largo, deberíamos cortarlo por las rodillas –dice el Vikingo, aún con resuello.

            –Es cierto –dice Altamirano, observando las piernas alzadas contra la portezuela, que el flaco ha tenido que doblar por las rodillas.

            El teniente les pasa el rollo de cinta adhesiva. El Vikingo levanta por los cabellos la cabeza del flaco para que Altamirano pueda vendarlo; también le sella la boca.

            Hay menos tráfico. El jeep toma velocidad sobre la Calle Modelo. El Vikingo se relaja, disfruta del aire que entra por la ventanilla; enciende otro cigarrillo y se pone de nuevo los Ray Ban.

            –Que mala suerte, mi teniente, que al gordo le tocó llevarse ese culote –comenta el Chicharrón.

            –Son las órdenes –dice el teniente–. Pero ahí va a estar, no te preocupés.

            –¿Será gringa esa rubia? –pregunta Altamirano.

            El teniente le dice, amenazante, sin voltear: –Seguí preguntando, pendejo…

            El Vikingo padece de pronto una nueva contracción: el líquido purulento le sube a la boca. Tengo que comprar los chicles de menta. Escupe por la ventanilla, le pega un pisotón en el cerebelo a la presa.

            Un operador llama al teniente por el radiotransmisor. La orden es que el flaco sea llevado de inmediato a la ópera, sin pasar por las cloacas.

            –Sos importante, mierdita –dice el Vikingo, restregando el tacón de su bota en la sien del flaco.

            –¿Y al culote se lo llevarán también de una vez a la ópera, mi teniente? –pregunta el Chicharrón, consternado.

            –Estás ansioso –se burla el Vikingo.

            –A vos porque ya no se te para –responde el Chicharrón.

            Es la segunda vez que se lo dicen en el día.

            Altamirano sonríe.

            Qué les pasa a estos hijos de puta. Le dan ganas de soltarle un cachazo en la jeta a Altamirano.

            Entra un llamado de urgencia por el radiotransmisor: a partir de este instante, todos los cuerpos de seguridad y todas las unidades deben pasar a alerta roja.

            El Chicharrón trata de lanzar un silbido de asombro, pero sólo le sale un sonido destemplado.

            –¿Dónde habrán atacado? –pregunta Altamirano.

            –Ya te lo dije, Chicharrón, si te aplicás a chupármela media hora al día, en un mes aprenderás a silbar como Dios manda –le espeta el Vikingo.

            El Chicharrón escupe por la ventanilla.

            –Dejen de hablar babosadas y estén alertas –ordena el teniente, empuñando la subametralladora y echando una ojeada a los autos que los circundan.

            –No entendés nada –le susurra el Vikingo a Altamirano, apretando los pocos dientes, con desprecio.

            Porque son ellos los que están atacando, el Vikingo lo comprendió desde que escuchó la orden de que el flaco no pasara por sus manos sino que se fuera directo a la ópera. Su olfato le dice que en otros autos van otros tipos como el flaco maniatados y vendados directo a las brasas.

            Piensa que el gordo Silva irá con el acelerador a fondo, tratando de llegar lo antes posible al Palacio Negro, para reventar al culote rubio antes de que el teniente se haga presente.

            Expele la última bocanada de humo y apaga la colilla destripándola en la nuca del flaco.

***

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