Los ojos se le llenaron de lágrimas y la voz no le salía de la garganta y yo pensé que se estaba atorando con el pedazo de pollo que le había insistido que comiera, pues ese día había tocado la puerta justo a la hora de comer. O que estaba llorando porque sin querer le había mencionado el nombre de su marido, o por las dos cosas a la vez. Pero más fue lo segundo que lo primero porque fue capaz de tragar el bocado pero las lágrimas le seguían chorreando por las mejillas hasta que le encharcaron toda la cara y pasó un rato gimoteando sin decir nada, sin ninguna vergüenza de que yo viera tan de cerca su propia pena y supiera que seguía tan viva como el día de su desgracia, aquí mismo, sentada donde estamos las dos, sacudiéndose los mocos con el pedazo de papel higiénico que tuve que darle, muerta de despecho, envenenada de amargura, Emperatriz Caicedo, la que fue mi vecina por más de tres años. Buena vecina, le digo, ni pendenciera ni alborotosa. Nunca. Siempre en lo suyo, en sus costuras y en sus arreglos, porque a eso se dedicaba. Más de una vez me sacó de apuros, usted sabe, uno de pobre tiene que ingeniárselas y de ingeniosa ella tenía mucho. Aquí le dejo esta faldita a ver que se le ocurre, Emperatriz, le decía, se me rasgó por el frente, mírela como está, ya no da para más, no tiene remedio, le explicaba, pero al final sí tenía, porque algo se le ocurría y después de unos días la falda quedaba como nueva, lista para estrenar, como si la hubiera acabado de comprar en una de esas tiendas elegantes del centro donde nunca me he atrevido ni a entrar por el precio de las cosas. Que mire a ver si esta blusa se salva antes de que la convierta en trapo de quitar el polvo, vecina, le comentaba, entonces le mostraba la prenda que muchas veces me había sacado de apuros y que yo no me resignaba a perder para siempre solo porque de vieja ya no tenía forma y créame, a la semana me la devolvía entallada de maravilla, con unas pinzas donde tenían que ir para que los senos se vieran donde tenían que estar y un fruncido a los lados, de este modo, vea, para que toda la tripa que se me descuelga se viera recogida y no pareciera gordo sino cintura, así de buena mano tenía mi vecina Emperatriz Caicedo. Y no vaya a creer que me cobraba. Ni un centavo. Jamás. Después hablamos, vecina, no se preocupe, por ahora deje así, me decía. Y la única forma que yo tenía de pagarle el servicio era llevándole un plato de comida, que eso sí, recibía con gusto por lo ocupada que se mantenía, porque lo más importante es ser agradecido ¿No cree? De manera que siempre nos llevamos bien y saber que ella estaba ahí, pedaleando en su máquina de coser día tras día, dele que dele sin descanso, con la cabeza de lado dando puntadas, haciendo milagros que le endulzaban la vida a otras como yo, me daba algo así como una tranquilidad que me hacía sentir acompañada aunque no nos viéramos todos los días. Pero con el marido la cosa era diferente. Desde que lo conocí me dio mala espina. Y no piense que tuve algún encontronazo con él o que nos dijimos lo que no debíamos, ni mucho menos que me faltó el respeto. Nada de eso. Ni con él ni con nadie en este barrio he pasado nunca un mal momento. Pero yo tengo mi buen instinto y las cosas las siento aquí, mire, en la boca del estómago. Sobre todo cuando se trata de hombres. De manera que desde que me lo presentó supe que era de esos en los que no se puede confiar, de los resbalosos, usted me entiende ¿Verdad? De los que parecen muy formales y hasta ponen cara de lástima cuando hablan para que uno sienta pesar de ellos y crea que hay que cuidarlos como a niños, pero que de mansos no tienen nada porque en cualquier momento son capaces de clavar la puñalada por detrás sin que les tiemble la mano. Y así fue. Pero a ella no la culpo, de ninguna manera, porque el porte de Arístides, que así era como se llamaba el hombre, engañaba a cualquiera. A mí no, claro. Y ni se lo vaya a imaginar imponente y bien plantado. Qué va. Chiquito y más bien desabrido, pero eso sí, siempre compuesto y dándoselas de fino, con los cuatro flecos de pelo que tenía embadurnados en vaselina y con partido de lado y un bigotico de fideo que mantenía muy arreglado. Para mí que se creía mejor que todos nosotros. Había que verlo esperando el bus por las mañanas. Hágase de cuenta que estaba en una de esas calles limpiecitas, tan lisas y parejas de los barrios que trepan el otro lado de los cerros, donde todo parece fácil y el aire se respira a gusto, ya sabe, con sus árboles y flores a los lados y tanto verde al fondo y no en medio de la humareda y del tierrero que nos ahoga por acá y que nos toca tragar todos los días. Así de presumido se veía, como si en vez de subirse al apretuje y al sofocón del bus, se estuviera subiendo a su propio carro con chofer y todo, muy listo para mandar y dar órdenes, cuando todos sabíamos que a lo que iba cada día era a su puesto de San Victorino a bregar con el alboroto de clientes regateando cada centavo y exigiendo su ñapa, peleando cada peso para comprar más pagando menos, porque así es que nos toca a nosotros ¿No es cierto? Estirar cada billete y hacer que rinda por lo mucho que cuesta conseguirlo. De modo que allá, en medio de esa pelotera era que Arístides, el marido de Emperatriz Caicedo, la que fue mi vecina, se pasaba las horas cuando salía de su casa a trabajar por las mañanas. O al menos, eso era lo que pensábamos o lo que pensaba ella, hasta el día en que sacó todas sus cosas y no regresó más a su casa. Yo me di cuenta de todo mucho antes que ella, le cuento, que había salido muy temprano a la plaza como todos los viernes. Ahí va Emperatriz a comprar sus cositas al mercado, me acuerdo que pensé cuando la vi desde la ventana con su cabello recogido hacia atrás, pálida como siempre y con el suéter azul oscuro que no se quitaba de encima. Y no es que yo sea bochinchera ni que la vida de los demás me importe. Para nada. Pero una mujer sola tiene que andar hasta con ojos en la espalda, de modo que lo que soy yo, siempre me mantengo atenta, viendo sin que me vean, sólo por si acaso a alguien le da por hacerme el daño. Y así fue que la vi a ella saliendo muy inocente, empezando su afán del día sin saber lo que le esperaba y un rato después a él, muy apurado y con ojos de azorado, con dos maletas cafés y una caja de cartón amarrada con una soga. Y ahí en ese momento fue que a mí me dio un pálpito y me entró la sospecha, porque además no cogió bus sino taxi y hasta el sol de hoy no se supo más del tal Arístides. Ni con quién, ni por qué, ni dónde, ni nada. Como si nunca hubiera existido. Como si el día antes y las mañanas de los cinco años que llevaba viviendo con él, no hubieran amanecido juntos en la misma cama. Eso sí, lidiar con ella después de ese golpe fue duro, muy duro. Peor que cuando perdió a su hijo antes de nacer, mucho peor. Porque esa vez se fue consolando poquito a poco con la ilusión de que la vida le daría otra oportunidad. Pero con lo del marido, la cosa fue diferente, le digo. Un carbón encendido me quema el pecho, doña Encarnación, me decía con la voz ronca de llorar, no puedo con esto, siento que me muero, me gritaba acurrucada en un rincón en el piso con los ojos hinchados y la cara llena de manchones rojos y yo le decía que no, que aunque el tormento era vivo y ardía como llama nueva, de traición y despecho nadie se moría, pero por dentro pensaba que sí, que capaz era que se muriera de verdad, porque hay gente que no resiste las penas y más sin comer ni beber agua siquiera como pasaba ella las horas, entregada a su martirio, descuidando su propia persona y hasta sus obligaciones de modista, figúrese, que para ella eran sagradas. Ni una puntada volvió a dar en ese tiempo, le cuento, ni un encargo más quiso recibir. Sólo a mí me abría la puerta y después de mucho rogarle, me aceptaba unas cucharadas del caldo que le traía, porque si no era yo ¿Quién entonces? Madre no tenía y de su gente, que andaba regada en el Tolima, nadie apareció por acá, ni en esos día de su calvario ni nunca, que yo sepa. Era como si el mundo se le hubiera acabado a mi vecina Emperatriz Caicedo. Y así fue, le digo. Se le vino abajo pero no para siempre. Porque poco después de esa última vez que la vi gimoteando, atragantada de dolor, incapaz de pasar un mísero bocado de pollo, como alguien que ya no tiene remedio, sentada allí mismo donde está usted, cuando yo creía que al fin se estaba curando de su mal, lo que vi me dejó pasmada. Al principio supuse que el taxi que estaba frente a su puerta lo ocupaba una de sus clientas, que en algún aprieto habría venido a dejar o a recoger algo urgente y me alegré de ver señales de que estaba volviendo otra vez a su oficio. Aunque como no vi al conductor del carro esperando, pensé que a lo mejor era sólo un taxista que debía estar en la ferretería de la esquina o en la tienda de don Simeón tomándose una gaseosa con pan. Pero no fue ninguna de las dos cosas porque me di cuenta de que el dichoso taxi aparecía todos los días a distintas horas y que cuando por fin pude ver al chofer, no iba para la tienda de don Simeón ni para la ferretería de la esquina, sino para la misma casa de mi vecina Emperatriz Caicedo. Y no solo eso. Después empecé a notar que cuando llegaba de nochecita, las horas pasaban y el carro seguía donde mismo había quedado, al pie de la puerta y el día amanecía y no se había movido de lugar, hasta las seis y media en punto en que el hombre salía con aire de recién bañado y cara de contentura, bajito él, colorado, mayor que ella, con pantalón de pretina y camisa metida por dentro forrándole la barriga y arrancaba muy rápido su taxi alborotando la polvareda de la calle a esas horas de la mañana. Y lo mismo fue por tres meses. Nunca me lo presentó ni me contó cómo ni dónde lo había conocido. No se sinceró conmigo y eso me dolió ¿A quién no? Si en sus días de agonía jamás la desamparé. Pero no insistí. Esas cosas tienen que nacer, usted sabe, y si ella no quería hablar del asunto yo no podía obligarla ¿Verdad? Ya le dije que entrometida no soy. Entonces me hice de cuenta que no había visto nada y que nada sabía, respetando su silencio, eso sí, pero diciéndole cada vez que podía, que me alegraba mucho de ver lo joven y remozada que se veía y de que por fin se hubiera sacado del alma el clavo oxidado que le había dejado enterrado el traidor de Arístides, pero pensando que cuando las cosas le fueran mal con su taxista, ahí vendría ella a buscarme para que la consolara y claro, ahí estaría yo para ayudarla. Pero un buen día el taxista dejó de venir y Emperatriz Caicedo no me buscó llorando. Qué raro, pensé, el taxi ya no viene por las noches ni tampoco de día, pero las clientas no paran de entrar y salir y mi vecina como si nada, ni una señal de sufrimiento, ni un gesto de desconsuelo. Al contrario, hasta graciosa se veía, ella que nunca fue bonita. Le cuento que empezó a usar colores vivos y a dejarse el pelo suelto, que lo tenía espeso y ondulado y nunca antes le había sacado partido y aunque era flaquita y sin forma, también le cogió gusto a la ropa apretada y al maquillaje. Emperatriz Caicedo, mi vecina, es otra, me decía, parece mentira y mentira me pareció lo que vino después. Un buen día cuando yo estaba ocupada en lo mío, envolviendo los últimos tamales de mi último encargo, oí un ruido de moto furiosa acelerando tan fuerte que parecía que las paredes se me iban a venir abajo y cuando me asomé a ver por qué tanto alboroto, allí estaba ella metida en unos pantalones forrados color anaranjado montándose a horcajadas en un aparato enorme y brillante, seguramente último modelo y ahí estaba también un morenito acuerpado de lo más gracioso con pinta de costeño, mostrándole dónde y cómo debía poner los pies y después lo vi a él montarse y a ella abrazársele a la cintura y a los dos salir volando calle abajo, quién sabe para dónde. Feliz sí parecía ¿Cómo no? Y así los vi muchas veces, amartelados, pegaditos, en ese avispón negro que ronroneó por esta cuadra más de un mes. Y no era envidia, créame, porque mal corazón no tengo, pero así también habría querido ir yo por el mundo, usted entiende, apretada de alguien, alivianada de cargas, con mis ratos de ilusión, porque hay muchas formas de vivir la vida y la mía, le digo, fácil no ha sido. Pero a punta de golpetazos, a estas alturas ya tengo el cuero curtido y la verdad es que espero muy poco. Así es mejor. De Emperatriz Caicedo lo último que supe por una de sus clientas que me encontré en el mercado, fue que andaba por Ciénaga de Oro, por allá, por la tierra de su costeño. Se fue sin despedirse de mí, le cuento. Y claro, eso lo sentí mucho. No sé, tal vez yo le recordaba su vida de antes, la de los tiempos amargos de Arístides, que ella ya había enterrado para siempre. De modo que usted que ha venido aquí averiguando cómo es este vecindario y quién vivía donde piensa vivir, múdese tranquila, le digo, que si allí hubo llanto y dolor, al fin de cuentas, ya lo ve, más fue lo bueno que lo malo y quién sabe, a lo mejor a usted también le cambia para bien la suerte. Además, recuerde que aquí estoy yo para servirle en lo que necesite.