Denver-Fort Morgan-Brush-Sterling (Colorado)-Ogallala-North Platte-Lexington-Kearney-Omaha (Nebraska)
[dropcap]E[/dropcap]n la fila en la estación de Denver, mientras espero el cambio de bus, un cubano sesentón me ruega que le cuide sus maletas mientras va al baño. Se quiere afeitar, me dice. Al regreso me muestra una bolsa de plástico con varias cuchillas, algunas con rastros de óxido.
—Macho, ninguna sirve, qué cosa.
En lugar de botarlas las vuelve a guardar. Al hacerlo veo un frasquito pequeño de Jean Marie Farina, la misma colonia que usaba mi tío abuelo. Me impresiona mucho que use perfume. Pedro, así se llama, es a todas luces un sobreviviente. Aquel hombre carga todas sus pertenencias en dos morrales y en una bolsa de nylon con palmeras estampadas que compró por tres dólares en Los Angeles, donde tomó el Greyhound. Lleva un pantalón de paño, tenis para correr, un gorro de lana, un hoodie rojo y dos chaquetas. Esa es su armadura para luchar contra el invierno que ya muestra sus afilados dientes.
Antes de cerrar la bolsa me muestra un radio rojo y blanco, grande como un ladrillo, con la marca Marlboro impresa en el frente.
—Solo me faltan cuatro baterías de las grandes para hacerlo funcionar. ¿A ti no te sobran unas?
Al parecer estaba ansioso por hablar en español desde hace rato, así que no le cuesta mucho contarme su vida una vez que subimos al bus. Pedro, que se tiñe el pelo para ocultar su edad, nació en la provincia de Matanzas y llegó a Miami en 1980 pero pronto se fue a California, donde vivió seis años. Se dirige a Stamford, Connecticut, a una hora de Nueva York, donde un amigo le alquila una habitación todos los diciembres. Desde que llegó a Estados Unidos ha cruzado el país de costa a costa siete veces, ha hecho de todo para vivir, pero últimamente recoge latas vacías. Al día se gana entre veinticinco y treinta dólares. No tiene esposa ni hijos pero alguna vez vivió con una mexicana. Compartieron tres años durante la década de los 90. La relación se acabó porque a la mujer le gustaba el crack.
Atravesamos Fort Morgan, donde está enterrado el escritor de ciencia ficción Philip K. Dick al lado de su hermana gemela, que murió a las seis semanas de nacida. Después de cinco horas alcanzamos en plena medianoche el centro geográfico del país en Nebraska. Pasamos por North Plate, un nudo ferroviario donde se clasifican diez mil vagones a diario cargados de mercancías que van hacia los cuatro puntos cardinales del país. Estamos en el corazón de Estados Unidos y Pedro sigue obsesionado con afeitarse a pesar de tener las mejillas despejadas. No tiene paz hasta que en la estación de Omaha compra una cuchilla y va al baño. Quizás quiere retocarse su delgado bigote de cantante de los años 50.
Es de madrugada. Esperamos el siguiente bus sentados en bancas de metal, con los ojos cargados de malos sueños y un fuerte olor a almizcle después de casi dos días sin bañarnos. Un parlante anuncia nuestra partida. Pedro sube primero, yo me quedo rezagado viendo a un hombre panzón con un gorro de navidad que mata terroristas en un videojuego. El cielo, el sol naranja, el cansancio, la suciedad, me hacen sentir como si hubiera salido de una larga fiesta. Entro al bus y veo que al lado de Pedro se ha sentado una adolescente muy blanca con el pelo negro recogido en dos colas de caballo. Me hago en el asiento detrás de ellos y me dispongo a dormir. Llevo 38 horas de camino y apenas si he cerrado los ojos.
Cuando despierto el cubano charla alegremente con la adolescente que tiene cinco estrellas tatuadas en la nuca.
—A mí me gusta Obama porque fuma —dice la muchacha mientras mastica un caramelo.
Omaha (Nebraska)-Avoca-Des Moines-Iowa City-Walcott Junction-Davenport (Iowa)-Aurora-Chicago (Illinois)
Un hombre blanco, tartamudo, con un gorro de orejeras y una corbata manchada de comida llena una revista de sopas de letras a mi lado. A la altura de Iowa City me muestra una foto en el celular de su novia, una mujer negra de gafas. Es también tartamuda, dice. A estas alturas no quiero hablar con nadie. Almorzamos en Walcott Junction, donde queda Iowa 80, la parada de buses más grande del país. Pido un sánduche de roast beef que sabe a linóleo. Dejo la mitad de la gaseosa. Otro pasajero, un hombre con tres dientes, se acerca y me pregunta si puede coger el vaso. Se lo extiendo y se toma el líquido frente a mí sin molestarse siquiera en cambiar el pitillo. La falta de sueño y la mala comida me llevan del desgano a la irritabilidad y a la amargura, como a tantos otros que me rodean. A lo mejor la culpa de los tiroteos en los colegios de los Estados Unidos la tiene las hamburguesas grasientas y las papas con sabor a papel.
Recorro la tienda para camioneros, un galpón donde venden peluches de leones tamaño natural, espejos en forma de cruz gamada, calaveras en acero, luces en forma de cohete, todo un paraíso para los reyes del camino. Me quedo mirando el colmo de la especificidad, del capricho: un microondas personal del tamaño de un plato de comida. Cuesta ciento noventa y ocho dólares. En la puerta del bus el hombre del gorro con orejeras intenta explicarme la diferencia entre el olor de la nieve mezclada con agua de batería y la gasolina mezclada con nieve. No entiendo. Subo como un borrego y busco mi puesto. El tipo regresa a la tienda. Al sentarse de nuevo a mi lado trae consigo dos pesadas botellas de dos litros de Dr. Pepper. Me quedo mirándolo con curiosidad.
—Estaban en descuento. Una ganga —dice feliz y después trata de venderme una de las botellas.
Antes de llegar a Chicago una pequeña alegría nos baña a todos. El río Mississippi pasa a nuestro lado, lento, majestuoso, dolorosamente vivo.
Chicago (Illinois)-Hammond-Gary-South Bend-Elkart-(Indiana)-Cleveland (Ohio)
Encuentro a Pedro sentado con una mujer salvadoreña tomándose un café con leche en la cafetería de la estación de Chicago. Un empleado de Greyhound anuncia que nuestro bus no saldrá hasta la madrugada. Una tormenta de nieve lo ha retrasado. Después de 60 horas de viaje es una noticia tan dolorosa como perder el meñique. La salvadoreña dice que el año pasado estuvo dos días atrapada en esta misma estación. Se dirigía a una prisión cercana a visitar a su hermano, el único varón entre siete hermanas. Los dejo con su charla deprimente. Voy al baño a cepillarme los dientes. Mi pelo empieza a tomar un color ala de cuervo por culpa de la grasa. Reviso el itinerario hasta el próximo cambio de bus, que será en Cleveland. El único sitio que reconozco es Gary, Indiana, la gloriosa cuna de Michael Jackson.
A las dos de la mañana, parados en la fila para abordar, el cubano me cuenta que la joven de las colas de caballo se cambió de camiseta a su lado sin el menor pudor y después le pidió prestado su número de identificación. Quería que su padre le mandara dinero por correo pero necesitaba mostrar la identificación de un mayor de edad para reclamarlo. Pedro se negó y la adolescente le dejó de hablar. Cuando subimos al bus no la vimos por ningún lado. Tampoco estaba Ricky “The Freaky”.
Cuatro horas más tarde paramos en una estación que parece un palacio Art Decó. Salgo y en medio del frío tomo una foto de la fachada. La estación de Cleveland fue construida en 1943, costó un millón doscientos cincuenta mil dólares estadounidenses y alcanzó a movilizar tres millones de pasajeros al año a mediados del siglo XX. Era la época en que los negros tenían que cederle su silla a los blancos. Se dice que la línea Greyhound fue el motor que impulsó la migración desde los campos del sur hacia ciudades como ésta. Ahora solo esperan un puñado de personas por un bus, entre ellos un Amish de barba y sin bigote, con una vieja maleta cuadrada a sus pies, de sombrero y vestido azul, probablemente sin ojales como lo mandan sus estrictas leyes religiosas. Al amanecer se va. Seguramente no quería salir a caminar en la noche: muy cerca de la estación está Scoville Avenue, el segundo barrio más peligroso de Estados Unidos. Según un reporte de la ABC News de 2010, una de cada seis personas son asaltadas en sus calles.
A las siete de la mañana abren la cafetería de la estación. El cubano y yo compramos algo de comer y nos sentamos en una mesa.
—Antes me gastaba la plata en mujeres, ahora quiero ahorrar para ponerme los dientes que me faltan. Ya tengo la mitad. Me cuestan doscientos setenta y siete dólares- me dice mientras muerde un sánduche de queso y huevo. Es lo primero que le he visto comer en mucho tiempo.
Me cuenta que además de reciclar botellas vive de la ayuda del gobierno. Al mes le dan doscientos dólares en cupones y otros doscientos veintidos en efectivo.
—Me encanta este país —dice con absoluta sinceridad, sin un rastro de ironía.
Antes de salir para Nueva York el cubano fue al baño y se echó unas goticas de Jean Marie Farina y regresó sonriente.
—Uno no sabe a quien se pueda encontrar en el camino. Oye macho, ¿por qué no me regalas esa chaqueta?
Se refiere a un grueso abrigo militar de invierno que un amigo me prestó.
Erie (Pennsylvania)-Buffalo-Rochester-New York (New York)
Una nueva ruta no contemplada en el itinerario nos lleva al borde de los Estados Unidos, cerca a la frontera con Canadá. El desvío sumará un par de horas al total del viaje. Ya no importa. Una latina se sienta a mi lado y pone una canción de Enrique Iglesias en su celular. Me doy cuenta que es la primera vez que oigo música en tres días. Por la ventanilla se ve el aguanieve que se acumula al lado de la carretera. Un cementerio, un avión que despega desde un aeropuerto local, máquinas que limpian los caminos, los avisos que anuncian la cercanía de las cataratas del Niágara y los moteles alrededor para recién casados.
La estación de Buffalo es quizás la peor de todas por las que hemos pasado. Limpia pero desolada, tiene el mismo espíritu de la sala de espera de un consultorio odontológico. En la parada de buses de la primera ciudad del país en tener alumbrado, el mismísimo lugar donde se inventaron las alitas de pollo picantes, no hay un solo sitio de comida abierto en pleno día. Los alrededores están llenos de bodegas desocupadas, antiguas fábricas que se pudren sin que a nadie le importe. Saco de una máquina mi almuerzo: un helado y un paquete de almendras. Necesito hacer una llamada. Por equivocación cambio un billete de veinte dólares en otra máquina y el ruido de ochenta monedas de un cuarto de dólar cayendo sobre un recipiente de metal pone nervioso a un guardia y a varios pasajeros.
En Rochester, a pocos metros de la frontera, un grupo de agentes de inmigración está cazando ilegales. Dos “verdes,” como se le conocen, se suben a nuestro bus a pedir identificación o pasaportes. Caminan como si fueran la muerte y llevaran una hoz. Todos estamos en regla. De otro bus bajan a un joven hispano que por ahora no se ganará la vida en dólares. Siento las medias tatuadas, los pies hinchados. Dejamos la frontera y enfilamos al sur. Los suburbios de Nueva York nos reciben y yo cabeceo hasta caer derrotado.
En tres días he visto, oído y comido cosas que solo se ven, se oyen y se comen en un viaje en Greyhound de cinco mil doscientos ochenta kilómetros a través de Estados Unidos. También he olido cosas extrañas. Puedo decir a qué huele Battle Mountain, el pueblo de Nevada que fue nombrado en el 2001 por The Washington Post como «La axila de América». Ciertamente no huele a sudor rancio. Por el contrario, me pareció que tenía el olor del aire limpio del desierto y del dulce aburrimiento. Igualmente conozco el olor de una joven mormona que regresaba en la noche a Utah. Olía a miedo, leche y goma de mascar con sabor a sandía. Si cierro los ojos puedo recordar a qué olían los burritos que venden en Wendover, cerca de la base donde se entrenaron los pilotos que soltaron la bomba atómica. Olían a plástico derretido. Después de este viaje por once estados también sé a qué huelen los baños de la estación de Chicago -donde vi sangre en el piso- y las promesas cumplidas. Huelen al maní confitado que venden a la salida del Port Authority en Manhattan.