For in a minute there are many days.
W. Shakespeare
“Es difícil creer que el profeta Isaías haya andado desnudo
tres años. La palabra hebrea que significa días / שעות
puede confundirse fácilmente con la que significa años / שנים.
Israel Mattuck. El pensamiento de los profetas.
Martes
Estoy en Adrogué, desde el domingo. El abuelo me vio llegar como si no hubiera pasado el tiempo.
–Hijo, acomadate mejor en la pieza del fondo. Tenemos mucho que hacer…
Desde que empezó a perder la memoria (dice) está preocupado y quiere ordenar sus papeles. Los médicos le han prohibido salir y eso es lo que más nervioso lo tiene.
–No me perdí en el Isonzo, mira si me voy a perder («extraviar» dice) acá –se queda pensando–. Ya te di la plata ¿no?
Me dio la plata. Teme perder sus mapas, las fotos, las cartas; me contrató para que le ordenara su archivo, me paga un sueldo, etc., aprendí de él a decir etcétera cuando quiero cambiar de tema, pero él lo pronuncia más taxativamente en italiano: echétera, dice, y hace un gesto con la mano como diciendo no pienso seguir con eso. En realidad me paga la carrera.
«No quiero que seas un sobaco ilustrado», me dijo el hijo de puta de mi padre.
–Esperaba que yo fuera abogado…
–Para que lo saqués de la cárcel –se ríe el Nono con sus ojitos de zorro. Prefiere que me quede a vivir con él acá, para terminar de ordenar sus documentos. Le propuse que se mudara a La Plata, pero se reía cuando se lo dije.
–Tendría que vender la casa, comprar allá –se quedó pensando–. Toda mudanza es demoníaca –dijo. Es una cita pero no recuerda de quién. Está perdiendo la cabeza, dice, pero se sabe de memoria multitud de poemas y muchas canciones y a veces las canta, solo, en el patio, con su hermosa voz liviana y frágil, de barítono.
Susy, la mujer que lo cuida nos prepara un guiso de lentejas y comemos en el patio, bajo la parra.
–Coronel –dice Susy–, estoy arriba, me llaman cualquier cosa.
El viejo toma vino con soda y fuma sus apestosos toscanos de un peso.
Nos quedamos callados un rato. Estaba linda la noche.
–Hijo –me dice, y otra vez me lee el pensamiento– estamos bien afuera, al sereno…Suerte que viniste, estás en La Plata, ¿no?
Tiene la memoria capturada por la guerra y no sabe bien qué hacer con ese tumulto de imágenes y escenas. A veces prendo el grabador y registro lo que cuenta, otra veces lo dejo hablar; él piensa que nada se va a perder si yo lo estoy escuchando.
–Muy cerca de las líneas alemanas, el oficialito Di Pietro –dice por ejemplo– se arrastraba al estilo de los boyscouts para observar y escuchar al enemigo en la trincheras. La luz blanca de los reflectores era como un tul… –recuerda de pronto y se detiene, encandilado.
Siempre es así, narra pequeños fragmentos, muy vívidos, pero se cortan, no concluyen. Los anoto, con la esperanza de que las retome y se puedan completar… Participó en la gran ofensiva contra los austríacos amurallados en lo alto de los desfiladeros escarpados entre el Monte Nero y el Monte Mirzli.
–Fue una tentativa de un suicidio masivo… –se queda pensando–. Una vez en la Patagonia vi cientos de cachalotes blancos que se arrojaban a la playa para morir, los tirábamos de nuevo al mar y volvían a nadar furiosos hacia la orilla donde boqueaban durante horas… Algo así… (Lo dijo en inglés: Something like that).
Lo hirieron en el pecho y estuvo hundido en la nieve toda la noche, lúcido, congelado. La sangre se fue extendiendo y la ladera de la montaña estaba roja a la mañana, pero el frío extremo lo salvó. Si le pregunto se confunde y no me contesta. Son como esquirlas, flashes luminosos, perfectos, sin ilación. Así habría que escribir, pienso a veces.
Jueves
Cuando me despierto veo al abuelo en el jardín, leyendo al sol. Se sienta en una silla de lona, descalzo, con el flaco torso desnudo, vestido con elegantes pantalones de lino color azul, la cicatriz en el pecho es una fea serpiente colorada. El sol lo ayuda, según él, a asimilar la vitamina E que impide la oxidación, además toma unas cápsulas blancas que fortalecen, según parece, las neuronas y le drenan, dice, la laguna amnésica, el surmenage. Por eso también bebe grandes dosis de Nervigenol y hace continuamente ejercicios mentales: recita el número de reclutamiento de los soldados de su pelotón o repite el apellido de los marinos que le dan nombre a las calles de Adrogué: Bouchard, Norther, Bynon, Espora, Grandville.
–A quién se le habrá ocurrido, son todos marinos, ingleses, franceses, criollos, eran piratas, corsarios, navegaban por el botín… –se detuvo, cegado por el sol– «¿Le trincee dove sono?», domandó el ufficialetto Di Pietro appena arrivato sul San Michele. «Trincee, trincee…» fu mi resposta. «Non ci sono mica, trincee: ci sono dei bucci» –me miró como si despertara–: agujeros, zanjas, eso eran las trincheras.
Antes de que yo pudiera decir nada levantó la silla de lona y se movió por el jardín buscando el calor de sol, ágil todavía.
Primero se sienta al aire libre para fortalecerse, luego Susy lo ayuda a hacer sus ejercicios gimnásticos y después pasa la mayor parte del día en los cuartos interiores y yo lo escucho cantar (Bella chau, bella chau, chau) o murmurar nombres y fechas, en un rezo monótono, para no pensar. Estoy cerca, por si me necesita, y así pasamos el día, por eso ahora escribo de noche, cuando él ya duerme o hace que duerme.
Conocí a Lucía a principios de marzo aunque conocer es un decir, la había visto y me le fui acercando de a poco, al sesgo, diría, como quien sigue una imagen en la ventana de una casa iluminada. Estábamos en el aula grande de la facultad de Humanidades en el curso de Rovel y nos fuimos acercando a medida que avanzaba la lectura de El gran Gatsby.
Cuando Rovel analizó la [extraordinaria] escena de la casa abierta en la bahía, con [las cortinas blancas que se agitaban y] Jordan y Daisy tendidas en el sofá antes de la entrada de Tom Butchan, la vi aparecer, vestida ella también de blanco porque era el fin del verano y los tilos estaban florecidos. Llegó retrasada, con la clase empezada, rubia, bellísima, clara en el aire claro de la tarde. Se quedó detenida en el pasillo mirando a Rovel que en la pizarra hacia un plano de la casa de Gatsby en Great Neck.
–Todo se mueve y Tom va y cierra las cortinas como si quisiera parar el desorden –dijo y se dio vuelta hacia Lucía–. Y usted, porque no se sienta, haga el favor.
Confusa y atropellada, ella se sentó de inmediato en unas de las filas del costado luego de abrirse paso entre los estudiantes. El mundo se detuvo un instante, porque era demasiado bella [y llamaba demasiado la atención] y conocía como nadie el arte de la interrupción [el arte de estar fuera de lugar] como la heroína de una novela de la que apenas conocemos los primeros datos, traída y llevada por el movimiento tenue de la narración. Claro que ella no era la heroína de ninguna novela porque si no, yo la hubiera salvado.
Miércoles
Ayer trabajamos todo el día en el cuarto de las cartas, las relee, las clasifica. Antes era el comedor diario, pero ahora es la sala con los archivadores, donde guarda en carpetas numeradas, cartas y cartas. Los objetos que a veces estaban en los sobres, los ha colocado en una vitrina. Cuando yo era chico me dejaba jugar con los binoculares de un oficial francés de caballería. Cómo los había conseguido nunca se lo pregunté. Yo miraba el mundo con los prismáticos al revés y los cosas, incluso mi abuelo, joven en aquel tiempo, se veían diminutas y lejanas encerradas en un círculo, como dibujos en una historieta.
Ahora el abuelo sólo quiere hablar de la etapa en la que estuvo a cargo de la oficina postal del segundo ejército. Lo destinaron ahí después de que pasó una temporada en el hospital militar de Trieste reponiéndose de la herida en el pecho que recibió durante la alucinante ofensiva del Izonso (un millón de muertos), y ya no volvió al frente.
Estaba encargado de escribir las cartas anunciando la muerte de sus seres queridos a los familiares de los soldados muertos y de enviarle los objetos que se encontraban en el cadáver. Sobre todo cartas a medio escribir, todavía no enviadas o interrumpidas por la muerte.
Mama carissima, Estoy bien abrigado esta noche y te escribo con las manos calientes por los guantes de lana que me tejiste, les hice un pequeño orificio con la bayoneta en la punta del dedo índice y del pulgar para liberar los dedos y poder sostener el lápiz y escribirte. Llevo mucha ropa, una sobre otra y con el gorro de alpino parezco el enano gordo de Blancanieves. La trinchera es profunda y casi puedo estirar las piernas para dormir, son las tres de la madrugada, la noche está gris porque hay luna llena, estrenamos el nuevo reloj pulsera, una novedad aquí, se atan con una correíta de cuero en la muñeca. tiene la esfera y los números luminosas así podemos ver la hora sin levantar la cabeza y correr riesgo como era antes con el reloj redondo de tapa de Papo que lo llevo bien guardado en la mochila para devolvérselo cuando vuelva. El reloj-pulsera es un invento nuevo, el ejército lo está asignando y me tocó uno en la primera entrega; todos vienen a mirarlo y se admiran, parece una pulsera de dama pero es lindo y seguro, cada tanto lo acerco a la oreja para escucha el tic-tac o miro la hora pero lo hago casi sin moverme, se lo voy a regalar a Giusepino cuando retorne a casa. Ahora mismo voy a…
Estaban escritas con trabajosas letras de campesino y muchas veces las interrumpía –y las manchaba de sangre– el estallido de una granada o una bala invisible y mortal. También había en las carpetas copias de los improvisados epitafios que se garabateaban en las lapidas de madera erigidas sobre los cuerpos, o los miembros despedazados de los camaradas enterrados de cualquier manera bajo el incesante fuego enemigo:
A la afectuosa memoria de este desconocido soldado de la infantería italiana.
Y en un fosa común donde yacían los defensores que cubrieron la retirada de la última línea del segundo ejército en territorio austríaco estaba escrito:
Extranjero, ve y dile a los italianos cómo hemos muerto, combatiendo hasta el fin, y aquí yacemos
Jueves
A partir de entonces empecé a escuchar historias sobre Lucía, decían que había abandonado la carrera y que ahora retomaba los cursos, que había estado internada, que se había casado con un primo de su padre, un cajetilla que tenia veinte años más que ella y vivía en el campo.
[Se decía que se había casado y separado del marido, que el ex marido vivía en el campo, que había estado internada –se susurraba la palabra electroshock–.] Se decía que estaba casada desde los diecisiete años con un estanciero de Pehuajó que criaba caballos de polo. Ella se había casado a los diecisiete con un primo que le llevaba treinta años.
–No era su primo. Era el primo de su padre…
Un hombre de campo. [Retomó la carrera porque se había separado. Era un poco mayor que nosotros.] Había algo raro en ese matrimonio, un punto secreto que nadie comprendía.
Ella era mayor que nosotros, había dejado varias veces la carrera y la había retomado, se había casado a los diecisiete y había tenido una hija y ahora andaba cerca de los treinta y estaba de vuelta como ella misma decía («Dada vuelta como un guante».) A esa edad era alguien de mucha experiencia y todos le andaban alrededor como si tuviera una luz propia.
[Era demasiado luminosa y demasiado inteligente para que nadie pudiera hacer otra cosa que imitarla. Antes que nada sus amigas, que sostenían el cigarrillo como ella, con desdén, entre el índice y el pulgar; se vestían como ella, hablaban igual. A pesar de la complejidad de su inteligencia, Lucía mostraba una naturalidad muy convincente, por eso podía permitirse muchas cosas que otras personas son incapaces de hacer impunemente. La misma rapidez de su entendimiento parecía completamente natural a la luz de su intensa sinceridad.]
Sábado
–Un mujer elegante –dijo hoy el abuelo– que me pasara suavemente una mano pulita por debajo de la camisa… así recuperaría yo ahora la memoria que he perdido.
Se reía con sus ojitos celestes. Y al rato:
–Sólo soy criticable en el marco de la idea que yo tengo de mí mismo.
Habla como si continuamente se tradujera de una lengua olvidada.
Lunes
[Cuando Gatsby hace la fiesta e invita a Nick, yo ya la acompañaba hasta la estación de ómnibus porque ella vivía en City Bell.]
–Pienso venirme a vivir a la Plata –me dijo–, a la casa de mi hermana.
Se había separado, me dijo. Su marido seguía viviendo en el campo.
A partir de entonces empezamos a vernos más seguido. Nos juntábamos en El Rayo o en La Modelo, evitábamos los bares del centro, nos pasábamos la noche con amigos hablando de lo que viniera. Ella se sentía cómoda y feliz en ese ambiente.
Lucía era la única que había nacido en La Plata, su familia estaba ahí desde la fundación de la ciudad. Nosotros éramos gente de paso, estudiantes que vivíamos en pensiones, profesores que venían de Buenos Aires a enseñar.
Venía conmigo al mediodía y a la noche a comer en el comedor estudiantil de 1 y 50, en la entrada del Bosque. Hacía la cola y se sentaba a la mesa común a hablar de la guerra de Argelia y del peronismo, pero siempre parecía tener la cabeza en otra cosa. A veces, cuando teníamos que hacer campaña por las elecciones en el centro de estudiantes, se aparecía con el auto del padre, un coupé BMW color rojo, carísimo y hacíamos con ese coche las diligencias y después teníamos que ir a dejarle el auto al padre en la puerta del jockey club o en la entrada del hipódromo.
Pasábamos todo el tiempo juntos pero era como si nada. No se trataba sólo de que ella era reservada (o de que mintiera). Había algo que escondía (algo que se ocultaba a sí misma, desde luego). [Por ejemplo, tardé en darme cuenta de que iba a un médico o que había dejado de ir y había dejado de tomar la medicación, según el marido.] Y lo supe por lo que se decía o se murmuraba sobre ella, en los pasillos de la facultad y en los bares.
Las pastillas. Equanil. Para ser ecuánime, me dijo. («Hay que inventar las Flagelol» se divertía, «para que tus amigos puedan sufrir hondamente y ser profundos.») Actemín para estar siempre despierta. Antidepresivos, antipsicóticos… (litio). Su anillo de casada con la piedra negra de la locura…
No duerme. Se entregaba como jamás vi a nadie entregarse ni hablar de esa manera en la cama.
La gente débil hace ver la debilidad de los demás.
[Tomaba muchísimas píldoras, varias por día. Una vez vi que eran antipsicóticos.]
–No tendría que tomar alcohol –dijo–. Mañana paro.
Le gustaba retener información y su modo de hacerlo era hacerme conocer a fondo todo lo que no tenía importancia. Me llevó a la casa, me presentó a su hermana, a su padre. Me llevó incluso a conocer a Patricio, su marido. (Un tilingo, vestido con la típica campera de gamuza de los tarados del campo.) Me contó varias veces su historia, su abuelo había sido uno de los fundadores de la ciudad, etc.
–Suerte que en La Plata las calles no tienen nombre –decía–. Si no, vería mi apellido por todos lados, y el apellido de mi padre y el de mi madre. En cambio –dijo– tienen números, eran sobrios, oligarcas pero tranquilos, no como los porteños que hacen cosas sólo para que le pongan su nombre a una plaza. (Su abuelo había fundado el Museo de Ciencias Naturales y pasábamos las horas ahí.) Yo, desde luego, decía ella, soy un desquicio. Lo único que me gusta de La Plata es el hipódromo, venía de familia; su tío más querido era un conocido abogado penalista, que tenía un estudio y le había puesto de nombre Mate y venga…
Ya habían empezado a manifestarse los síntomas de lo que ella misma llamaba la taza cachada.
–Sin manija –dijo.
Una de esas tacitas de porcelana a las que se le suelta el asa y se la encola. (Y se ve la cerámica blanca pero calza perfecto, sólo queda una ranura cuando se logra pegarla aunque no se puede sostener la taza de té desde ese brazo cortado.)
–Estoy estrolada. Encolada. Rajada. Hay que manejarme con cuidado –movió un brazo, como si fuera una alita–. Se despega.
Estábamos en una mesa frente a la ventana en La Modelo, una cervecería en la calle 59, amplia y tranquila, leíamos The Crack-Up y ahí, claro, apareció la metáfora del plato quebrado. Hay que manejar la vajilla con cuidado.
Pero ella no tenía nada que ver con esas imágenes domésticas (vajilla, platos, tazas de té). En esos días de mayo estaba todo el tiempo en el centro de estudiantes, metida en las discusiones, en las asambleas. La política socialista, el peronismo, los anarcos de Beriso.
Viernes
En algún momento el abuelo dejó de mandar las cartas, las guardó en un baúl de mantenimiento y las despachaba clandestinamente a su casa en Pinerolo donde vivía mi abuela Rosa y donde mi padre había nacido en septiembre de 1915.
¿Por qué? No me lo explico, un delirio como cualquier otro. Perdió la cabeza pero disimuló las acciones con su brillante capacidad para guardar las apariencias.
–Algunos solados escondían plata, otros guardaban tarjetas de racionamiento –dijo–. Nadie piensa que va a morir.
Un día en Turín, donde trabajaba como ingeniero en la Fiat cuando la guerra ya había terminado, leyó en el diario que el gobierno italiano repatriaba a los soldados que se habían alistado como voluntarios en el exterior. Mandó a la Argentina cinco baúles con los documentos y los objetos que había confiscado en la oficina postal del segundo ejército; nadie lo revisó porque era un ex combatiente y estaba vestido con su elegante uniforme de coronel de artillería.
Ella venía conmigo al mediodía y a la noche a comer en el Comedor estudiantil de 1 y 50, en la entrada de Bosque. Hacía la cola y se sentaba en la mesas comunes a hablar de la guerra de Argelia y del peronismo, pero [siempre] parecía tener la cabeza en otra cosa.
Era mordaz. Me sentí herido. El temible instinto de las mujeres para calar la comedia masculina.
[Relación entre el plato rajado de The Crack-Up y La copa dorada de Henry James. El material no se rompe, sólo se resquebraja, «en finas líneas y según sus propias leyes». Una fisura es una fisura y un presagio es un presagio, se dice en la novela de James. «Estoy fisurada, pichón», dijo Lucía, «soy la que se raja… La rajada».]
Jueves
Hoy a medianoche nos llamaron por teléfono. Encontraron a mi abuelo en la plaza Espora, sentado en un banco, desorientado, con una bolsa de basura en la mano. Había salido vestido con el pijama y el sombrero pero descalzo.
–No lo escuché levantarse –dice Susy
–No está loco, sólo que es muy viejo –le digo al enfermero que lo trajo.
–Tranquilo coronel –dice el muchacho,
–Estoy tranquilo –le contesta y se da vuelta hacia mí–. Mirá hijo –me dice–, me dicen el Nono desde que tengo veinte años, porque siempre tuve el pelo blanco.
Escribo en el cuarto contra el jardín, donde persisten los signos del pasado, el perfume de los jazmines de la infancia, un estante con los libros policiales de gran formato de Mister Reeder de Edgar Wallace que yo compraba en el quiosco de la estación; la luz circular en la mesa viene de la vieja lámpara de escritorio de mi padre, con el brazo flexible.
Sábado
–Seguro mi padre alguna vez me habrá dicho –dijo Lucía–: “Hija, tenés que terminar una carrera” y por eso me ve aquí, profesor, siguiendo su curso, para poder recibirme.
De esa manera Lucía había comentado, hacia el final del curso, el comienzo de El gran Gatsby. Estábamos en el aula grande de la facultad de Humanidades de La Plata, en el curso de Literatura Norteamericana, una tarde del 60 o del 61. El profesor era Ernesto Rovel, que siempre seducía a sus alumnas más rebeldes y al escucharla pensé que Lucía le había entrado en el juego.
De pie en la tarima, al lado del escritorio donde Rovel estaba sentado, Lucía empezó a dibujar en el pizarrón algunos diagramas con el nombre de los personajes y flechas que indicaban sus relaciones.
–Fíjese lo que pasa con las mujeres en la novela –siguió ella–, con Daisy, con Myrtle Wilson, son un desastre, perdidas, estereotipadas, las matan o están locas o son unas chiquilinas ridículas.
Rovel la miraba, fumando, con su cara pesada, alcohólica, escéptica.
–Las mujeres… –la interrumpió y dejó en el aire los puntos suspensivos–. Usted se refiere al uso de los pronombres femeninos en el libro. No hay mujeres en una novela, sólo hay palabras.
–Oh, si la literatura estuviera hecha sólo de palabras… –dijo Lucía y no encontró las palabras para seguir y optó por sonreír con una sonrisa arisca, deslumbrante–. Los hombres se trasmiten unos a otros esos consejos idiotas y las mujeres son las que cortan la cadena.
Hizo un pausa; ahora era Rovel el que sonreía.
–Pero Gatsby no sigue ningún consejo
–Por eso es un héroe.
–Gatsby sólo intenta cambiar el pasado. Quiere volver atrás y retomar la vida donde la dejó cuando empezó a equivocarse… –dijo Rovel–. Muy bien Reynal –dijo después–. Puede sentarse. Pero dígame –la miró irónico–, ¿qué otro consejo de su padre cree que ha vivido?
Ella se detuvo en la la tarima
–“Hija, tenés que aprender inglés”, supongo que me habrá dicho. “Tenés que estudiar filosofia, tenés que ser socialista”. Digo eso –dijo ella–, porque esas son las cosas que hice…
Hubo un instante de silencio, como si algo íntimo hubiera cruzado el salón de clase. Rovel y Lucía se miraron un momento y después ella, serena, sin apuro, bajó de la tarima y vino a sentarse junto a mí. Todo se detuvo porque Lucía era demasiado bella y demasiado luminosa e incluso Rovel hizo una pausa, como si una luz hubiera interferido en el aire.
Lucía conocía el arte de la interrupción, con solo mover la mano producía un desplazamiento de los cuerpos [era como la heroína de una novela traída y llevada por el movimiento de la intriga. Claro que ella no era la heroína de ninguna novela, aunque me hubiera gustado que lo fuera para cambiarle el destino.]
Era mayor que nosotros, había dejado y retomado varias veces la Facultad; se había casado a los diecisiete años con un pariente lejano, mayor que ella, un primo con campos en Pehuajó; había tenido una hija y vivía en City Bell y todos le andábamos alrededor como si tuviera una música propia.
–¿Qué tal estuve? –me preguntó.
–De primera.
Sonrió y prendió un cigarrillo, la mano le temblaba un poco y se la sostuvo con la otra, como si no quisiera esconder que estaba nerviosa.
Rovel se había parado en la tarima y consultaba unas fichas.
–En la próxima –dijo–, vamos a ver «Absolution», el relato que Fitzgerald había escrito como prólogo al Gatsby.
Los alumnos se arremolinaron, le pedían aclaraciones. Rovel bajo del estrado y se acercó a nosotros:
–¿Quieren tomar un café? –dijo, hablando para todos los que estábamos ahí pero mirándola a ella–. Tengo un rato hasta la hora del tren.
–Sí, vamos –dijo Lucía.
Éramos cinco o seis, y Vicky Boccardo, que estaba conmigo en ese tiempo, se fue adelante. Bajamos por la calle 6 y caminamos hasta La París.
Rovel vivía en Buenos Aires y viajaba de vuelta en el último tren de la noche. Era uno de esos hombres de cierta edad, que perduran hasta la generación siguiente porque son impermeables a la experiencia. Había publicado artículos en Sur y era un buen traductor; sus versiones de la poesía de Robert Lowell todavía son legendarias, “mejores que las de Girri”, decía él mismo. Me acuerdo que esa noche levantó con desdén el libro que yo tenía sobre la mesa.
–Leen a Gramsci en vez de estar leyendo a Montale. ¿Son sociólogos ustedes? –repitió el título del libro en voz alta y agregó–: No hay nada más melancólico que la vida nacional.
–Salvo la literatura nacional –dijo Vicky.
La mesa estaba llena de tazas de café y Rovel tenía su segundo whisky en la mano. Lucía había pedido una ginebra.
–Con hielo, querido –le dijo al mozo. Y después miró a Rovel:
–Perdone profesor, usted critica lo que nosotros leemos ahora… pero sigue pegado a lo que estaba de moda cuando usted era estudiante. ¿O no fue una moda toda esa bosta formalista del New Criticism? –concluyó con una dulce sonrisa.
–Usted está casada con un estanciero, ¿no?
–Médico.
–Entonces diga la enfermedad formalista –se reía Rovel.
Yo me amargué inmediatamente. En aquel tiempo era incapaz de pensar sobre la naturaleza de las relaciones ajenas porque solo me preocupaba la actitud que los demás tenían conmigo, y me afectó que Rovel supiera que ella estaba casada. ¿Cómo sabia él que Lucía estaba casada? Eso me distrajo de las hipótesis y los chistes que se entreveraban en la mesa.
Los ricos son diferentes a nosotros, había escrito Fitzgerald. “Sí, tienen más plata’, le había contestado Hemingway. Según Rovel, la respuesta de Hemingway probaba que no era un novelista.
–Sin diferencia social no hay buenas novelas –concluyó.
–Pero diferencia… qué diferencia –dijo la pecosa neurasténica que estudiaba lenguas clásicas.
–Puro name dropping –dijo Lucía–. Lista de lugares, marcas de ropa, joyas, caballos de polo, autos europeos, hoteles de lujo. La experiencia como un aviso de publicidad.
Conversaciones al anochecer de un día agitado. [Hablábamos así en aquel tiempo] en los bares abiertos toda la noche y Rovel se divertía y nos provocaba, era cínico, el único que pensaba hace dos años lo que todos piensan ahora. Y Lucía lo enfrentaba, desentonaba un poco ella también, pero desentonaba al revés, nos hacía desentonar a todos.
Estaba sentada frente a él y se inclinó para pedirle fuego. Sostenía el cigarrillo entre el índice y el pulgar; con cierta afectación, que las chicas le empezaron a copiar no bien la vieron.
Lucía jugaba con Rovel (pensé entonces), pero jugaba conmigo (pienso ahora) y entre nosotros estaba Vicky, una entrerriana pelirroja, chiquita y activa que me gustaba mucho y con la que tendría que haberme casado si no se hubiera cruzado Lucía. Vicky era inteligente, optimista, serena, directa, y siempre dispuesta a experimentar todas las fantasías sexuales que se le pudieran ocurrir a ella (o a mí). Pero uno nunca se queda [nunca nos quedamos] con la persona que le conviene, si no la vida sería mas fácil. Vicky estaba tan aburrida esa noche en el bar y tan harta del afectado entusiasmo de Rovel que de golpe se quedo dormida y él la miro, inquieto.
–Pero esta chica se quedó dormida –dijo.
Vicky se despertó de inmediato y sonrió, sin justificarse ni nada parecido, sencillamente abrió los ojos y dijo.
–Tengo narcolepsia literaria, profesor, me quedo dormida cuando no me gusta el estilo de la conversación.
Así era Vicky, se reía de sí misma y de todos nosotros, pero después de esa noche ya no quiso saber nada conmigo.
Estuvimos un rato más en el bar hasta que Rovel empezó a guardar los cigarrillos mientras llamaba al mozo. Salimos en grupo a la calle. La noche era fresca, las luces de la plaza San Martín alumbraban los árboles y los tilos ya habían florecido. Vicky se había retrasado y estaba un poco alejada, prendiendo un cigarrillo contra la pared, cuidando de que el viento no le apagara la llama. Lucía estaba junto a Rovel.
–Me acompañan hasta la estación? –dijo él hablando para todos los que estábamos ahí, pero mirándola a ella–.Tengo un rato hasta la hora del tren.
Lucía se me arrimó, cálida.
–Nosotros tenemos que irnos –dijo y me tomó la mano. Después se apretó contra mí, era un poco más baja y tenía un cuerpo ágil y firme.
Vicky se acercó, y al vernos, dio media vuelta, y se alejó, sin decir nada, sin despedirse.
[Por el cristal de la vidriera iluminada de la librería que está en la esquina del correo la vi marcharse a Vicky, con tranquilidad, enérgica, decidida. Más lejos, vi a Rovel rodeado de algunos estudiantes que lo seguían hacia la estación.]
Y esa fue la noche en que Lucía se vino a la cama conmigo por primera vez.
Domingo
El abuelo está sentado otra vez al sol y canta en voz baja siempre la misma canción como un mantra (Bella chau, bella chau, chau…).
–No creo que vuelva a vivir en el campo –me dice ahora–, no me gusta acá pero ya no quiero vivir en el campo. Anoche me perdí («extravié», dice), no te creas que no me doy cuenta… Tengo lagunas –dice y se toca la frente–. ¿Tu padre cómo va? Tampoco yo me hablo con él, no me gustan los médicos y tampoco me gustan los hijos directos sabes, prefiero los hijos indirectos… Tu padre se la pasa dándome consejos medicinales, podés creer, me da consejos, me da muestras gratis, las lleva en los bolsillos, se las regalan los visitadores médicos, esa ralea de mendigos y sirvientes con sus valijas de muestras, tranquilizantes, ampollas de morfina; no teníamos ya morfina para los heridos, te pedían que los mataras, son traficantes domésticos los visitadores, paran en hoteles de provincia, los he visto por el campo, de traje y corbata entre las chacras, los viajantes con sus autos roñosos; por eso no sabe qué decir cuando está conmigo, tu padre, pero sabe bien lo que pienso y como lo sabe, no puede hablar y opta por darme recomendaciones como si él fuera no un médico, sino un visitador médico –se ríe–, lo tomo como una afrenta… te das cuenta, lo peor era ver los caballos y caballos y mulas muertos, tirados al costado del camino y los perros carroñeros que corrían entre los alambres de púa comiendo carne muerta de animales y de cristiano…
Bella chau, bella chau, chau canta el abuelo, al sol, sentado en la silla de lona, en el jardín florecido.
Lunes
De pie junto a la cama, Lucía se sacó los aros y empezó a desnudarse. Rubia, los pechos firmes, los pezones oscuros, el vello del pubis casi afeitado, como si fuera núbil. Tenía unas manchas blancas en la piel, un leve tatuaje pálido que le cruzaba el cuerpo. Eran marcas de nacimiento, rastros de su vida pasada, que la embellecían aún más.
¿Querés así, pichón? –dijo y se inclinó hacia mí.
–No necesito nadie que me enseñe nada…
–Me gustan los hombres que hacen lo que quieren.
Era como si siempre se estuviera riendo de mí. Me acerqué y empecé a besarla. Una sensación de intimidad que nunca había sentido.
Al día siguiente nos desveló la claridad de la mañana y ya no pudimos dormir. Habíamos estado despiertos toda la noche; habíamos salido del sueño para hablar, para hacerlo (como decía Lucía). Vamos a hacerlo ahora.
–Mi hija también tiene estas marcas y no me lo perdona.
Su cuerpo tenía un destello lunar, parecía disolverse cuando yo entraba en ella.
–De chica yo también me había acomplejado pero ahora estoy orgullosa. Mi madre no lo tiene pero mi abuela, sí.
–Mujeres de piel pálida.
–Mi abuela decía que teníamos un antepasado esquimal. Imaginate, un esquimal, en la blancura del Ártico… Se pintan la piel con aceite de ballena, rayas y rayas negras y rojas. Nunca dicen su nombres, es un secreto, sólo lo revelan cuando sienten que van a morir.
– Porque si no sus almas, no tienen paz –improvisé…
–¿Querés fumar? –dijo después.
–Estoy fumando
–Un porrito, gil.
Ella tenía el cigarrito ya armado en la cartera. Cerrado en una punta y con un finísimo filtro de cartón en la otra, que ella misma había hecho seguramente con mucha paciencia, para que no se mojara la hierba al fumarla.
–Rovel es simpático. Cuando Vicky se le durmió en la cara casi se muere.
–Aspira al oído perpetuo… pero cómo sabe que estás casada.
–Nos vimos un par de veces en Buenos Aires.
No dije nada. El aire movía las cortinas blancas, la luz era suave y cálida.
Desde abajo nos llegaba un música solemne, era Bardi, el noctámbulo que estudiaba ingeniería y se pasaba las horas escuchando música. Un estudiante crónico, muy introvertido, cada tanto mandaba un telegrama a su casa, en el Chaco, diciendo que había aprobado una materia, pero en años y años no había rendido ninguna. [Mientras se lo contaba] Lucía terminó de vestirse. Bajamos a comer; la casa estaba tranquila, quieta. Ella salió al patio, miró la ropa tendida, las macetas, el cartel del Club Atenas.
Me acuerdo que cocinó hígado con cebolla. No teníamos vino, así que almorzamos con ginebra. Ella le ponía soda.
–No tendría que tomar alcohol –dijo–. Mañana paro.
Bardi se acercó muy ceremonioso y después de alguna vacilación y varias disculpas se sentó a comer con nosotros porque ya se le había hecho tarde para ir al comedor que cerraba a las dos. Se la pasaba en Bellas Artes colado en las clases de composición musical. Era muy sistemático y muy apasionado, fue el primero que me hizo escuchar a Olivier Messiaen y el primero que me habló de Charles Ives. Reconstruía la historia de la música siguiendo un orden y escuchaba toda las obra de los músicos que le interesaban, desde el opus 1 hasta el final. No tocaba ningún instrumento, pero más de una vez lo sorprendí dirigiendo en el aire la orquesta de la obra que escuchaba. Ahora había vuelto a Mahler. Sacaba los discos de la sala de música de la Biblioteca de la Universidad, tres discos de larga duración por semana. Quería olvidarse de todo. Odiaba a su padre, un político del Chaco, un verdadero canalla, decía Bardi con voz suave.
Bardi nunca se recibió, y al año siguiente consiguió trabajo en Casa América, en Buenos Aires y me acuerdo que una noche al bajar del tren me lo encontré en la estación Constitución en la zona de levante de los chongos cerca de los baños, y se quedó muy inhibido. Dos o tres meses después se encerró en su departamento y no salió y dicen que por la ventana tiraba a la calle unos papeles donde decía «Socorro», pero nadie le hizo caso ni leyó los pedidos de auxilio y lo encontraron muerto.
Pero ese día estaba tranquilo y parecía contento de que estuviéramos comiendo con él. Escuchaba la quinta de Mahler, muy fuerte como era su costumbre. Me parece que ese día yo le estaba aconsejando que fuera a Mar del Plata en la temporada a trabajar en un bar, en un restaurant, en un hotel, durante los meses de verano se podía hacer una diferencia y vivir con eso todo el año. Estaba muy serio y escuchaba con mucha atención y yo me ofrecí a conseguirle algún lugar donde pudiera quedarse a vivir durante algunos meses. Lucía también le daba consejos y enseguida se pusieron de acuerdo en que se podía vivir sin plata, casi sin plata, como los monjes trapenses o los linyeras. Y estábamos ahí conversando, en la cocina, tomando café, cuando sonó el teléfono. Lucía se puso lívida y se levantó.
Salió al patio. Yo tampoco atendí. Lucía, en un costado, cerca de la escalera estaba de espaldas y fumaba. Bardi fue al teléfono y cuando vino no explico nada… (No era nadie, aclaró, un señor, equivocado.) Era discreto y había comprendido todo sin hablar. Ella volvió a la cocina y se apoyó en la pared. ¿Cómo habían sabido que estaba ahí? pensé yo. Ella se quedó quieta, como ausente.
Fue un ejemplo de lo que Lucía misma llamaba el síntoma de la taza cachada. [Una de esas tacitas de porcelana a las que se le suelta el asa y se las encola y se ve la raya blanca al costado.]
–Hay que manejarme con cuidado –movió el codo como si fuera una ala–. Se despega.
Estábamos en La Modelo, amplia y tranquila a esa hora de la tarde y fue ahí donde apareció la metáfora de la vajilla quebrada.
–Era muy chica cuando tuve a mi hija y ahora ella está más pegada al padre que a mí.
A los cinco años, la hija ya estaba tomando clase de equitación. Al marido le parecía elegante, según Lucía.
Me dijo que tenía la sensación de que el tiempo se le iba de las manos, las horas perdidas la abrumaban. No esto, me dijo, esto es al revés, cuánto hacía que estábamos juntos… una noche y parecía que hiciera semanas. Ojalá pudiéramos detener el tiempo, dijo de pronto.
Se tomaba todo en serio, menos su propia vida. Quería hacer la tesis con Agoglia sobre Simone Weil. Yo pensaba irme a vivir a Buenos Aires, trabajaba con mi abuelo, pero podía conseguir un puesto en El Mundo. Estoy escribiendo notas ahora y tengo un amigo en la redacción…
–¿Qué estas escribiendo?
–En el suplemento literario.
–Pornografía de clase media –dijo ella.
Siempre decía la verdad, decía lo que pensaba. Ya nos habíamos contado nuestras historias personales, las síntesis de la vida de cada uno, los hechos que uno cree que fueron decisivos. Yo había empezado a escribir cuentos en esa época, y estaba un poco perdido, casi a punto de terminar la carrera, sin muchas posibilidades, salvo ese trabajo en el diario. No es así la historia que me hago ahora de aquel tiempo, pero eso era lo que pensaba de mi vida en esos días.
–Me hubiera gustado estar con un solo hombre, para no tener que volver a contar mi vida de nuevo –me había dicho Lucía. Todo lo que decía me hacía sufrir. Y se daba cuenta. Me agarró la mano:
–Por qué no nos vamos unos días a Punta Lara…
–Claro, sí, vamos, ahora que está empezando el verano.
–Al lado del río. Conozco un lugar allí.
Otra vez sentí el ardor de los celos.
–No, vamos a lo de Dipi, tiene una casa, me la va a prestar.
Fuimos entonces a la casa de Dipi, cerca de la estación, un largo pasillo y dos piezas [cuartos] altísimas casi sin muebles pero con libros amontonados en todos lados. Dipi estaba en la cama, tomando mate y leyendo con su nueva novia, una japonesa que parecía tener trece años, como todas las novias de Dipi.
–No es japonesa, es euroasiática –dijo Dipi–. La madre es del Kuban, desierto tártaro, ¿no es cierto, nena?
La muchacha sonreía y afirmaba. Dipi de vez en cuando entre mate y mate, tomaba ginebra pero también fumaba y acariciaba a la chica.
–Lucía vení, acostate con nosotros –dijo él y le hizo lugar en la cama; una de cada lado–. Podés irte vos, nomás…–se reía Dipi.
Le dio un mate a Lucía.
–Difícil tomar mate acostada –dijo ella y se sentó conmigo en la butaca.
–Trilce se llama, bueno no se llama, yo le puse ese nombre, porque es bella y hermética. En el desierto, escuchen esto, en el desierto los tártaros se sientan ante un ojo de agua para charlar, como los gauchos se sientan frente al fuego.
–¿Qué gauchos? –dijo Lucía.
–Los crotos son los únicos gauchos que quedan –dijo Dipi que se reía como si los chistes fueran de otro.
Me acuerdo que esa noche nos hizo escuchar el primer simple de los Beatles, con «Love Me Do» y «Please Please Me». Se lo había traído la Lolita eurosiática que había pasado el verano en Londres con el padre, como contaba entusiasmado Dipi. Todas sus novias y sus amigos eran excepcionales, según él, todos tipos de primera, que le traían las últimas novedades y las últimas noticias y lo tenían al tanto del movimiento del universo sin que él tuviera que moverse de la cama o salir de su pieza.
De pronto Dipi se levantó desnudo, nos dio la espalda y se puso el pantalón. Ceremonioso, con un brillo astuto en los ojos, se acercó a la japonesa y después me dijo, mirando a Lucía.
–Te la cambio.
–Mejor yo me quedo con ella y te lo presto a Emilio –dijo Lucía.
–Es muy feo –dijo Dipi.
–A mí me parece muy hermoso –dijo la japonesa–. Tan hermoso que no puedo mirarlo.
–Graciozisissime donne –dijo Dipi–. Estamos siempre en el Decameron –acentuando la primera e, a la italiana–. Miren lo que tengo aquí –era una guía de Roma–. Acá nació mi abuelo, cerca de la tumba de Nerón.
–Es hermosa la tumba –dijo la japonesa y ahí me di cuenta de qué hermosa era una expresión suya, como decir hola o bien.
Lucía parecía contenta de estar ahí, divertida ante la japonesita con sus expresiones rebuscadas y el «hermoso» en medio de las frases.
–Qué tumba, si lo enterraron en el campo, en su Villa.
–La hicieron en el siglo III –dijo Dipi–. Porque el espíritu de Nerón se le aparecía al papa Ludovico III y no lo dejaba tranquilo. ¿No es genial? Che, pero que bien que vinieron a visitarnos, ¿quieren comer algo?
–Vengo a pedirte un favor.
–Plata no tengo.
–La casa esa en Punta Lara, ¿se puede usar?
–Pero claro, viejo, les doy la llave, está la moto ahí, la moto de Ferreyra, con sidecar y todo. Pueden rajarse a la Patagonia con esa moto.
Lucía se había sentado ahora al lado de la japonesa que seguía desnuda en la cama y le hablaba de cerca y le acariciaba el pelo y se lo acomodaba atrás de la oreja, porque la chica tenía un pelo negro muy hermoso.
–Viste lo que es eso –dijo Dipi señalando la música que sonaba en su Winco–. Viste lo que hacen esos tipos, son working class, otra que Perry Como. Se terminó la clase media musical, queridos, estamos con el Chango Nieto, con Alberto Castillo, y con los Beatles ragtime de los barrios obreros de Liverpool.
Era casi las seis de la tarde, había empezado a oscurecer, yo quería que nos fuéramos directamente a Punta Lara pero Lucía insistió en que pasáramos por la pensión.
–Me dejé unas cosas allá, unos libros.
–Compramos todo de nuevo.
Miró en la cartera:
–Me deje el porro y unas pastillas.
Así que fuimos.
La casa estaba en silencio. Bardi parecía dormir con la puerta cerrada, no había movimiento en ningún lado. En cuanto entramos, Lucía se puso rara, parecía nerviosa, de pronto no la vi y me di cuenta de que había bajado y estaba hablando por teléfono en la cocina. [Había llamado ella y no quise escuchar.] Me pareció que discutía con alguien.
Al rato vino a la pieza, parecía cortada, medio ausente mientras buscaba sus cosas.
–Tengo que irme –dijo.
–¿Como sabía él que estabas en casa?
–Le avisé que iba a estar con vos –dijo ella–. Quiero que la nena sepa siempre donde estoy…
–La gente débil hace ver la debilidad de los demás –dije.
Ella me contestó con una frase precisa y seca. No la voy a repetir. Tenía el infalible instinto de las mujeres inteligentes para calar la comedia masculina. Pienso eso ahora. En ese momento me quedé inmóvil. No quise preguntarle nada, no quería que se justificara.
–Lástima –dije.
La terminal era un playón, con los grandes ómnibus estacionados a los costados, sobre la calle. El Río de la Plata a City Bell salía en un rato. Nos sentamos en un banco de madera. Compré una botella de cerveza en un quiosco. Ella prendió un porro y lo fumó bajo la luz. Una música estridente bajaba de los altoparlantes por el que también anunciaban la salida de los ómnibus. Estuvimos ahí, quietos, casi sin hablar.
–Nunca puedo descansar…
¿Dijo eso? No estoy seguro, no era su estilo. Lo único que me falta es escuchar voces pensé, me acuerdo.
Parecíamos dos muertos vivos. ¿Qué había pasado? Ya estaba en el pasado. El presente no había durado nada. Ella y su marido hacían destrozos y después volvían a estar juntos. Basta un gesto y el mundo entero se transforma.
De pronto, de la nada, apareció un mendigo, alto, joven, vestido con sobretodo, sin camisa, los zapatos rotos, las canillas al aire.
–No le sobra una moneda, don –me dijo.
Ella lo miró. Era rubio, la piel lívida, una especie de Raskólnikov buscando plata para comprar un hacha.
–Necesito tomarme un vino.
Lucía abrió la cartera y sacó un fajo de billetes. Pareció darle toda la plata que tenía. El mendigo se quedó quieto un rato, moviéndose en su lugar y murmurando frases inconexas en una especie de canturreo suave. Después buscó en el saco y le alcanzó una moneda a Lucía, como si quisiera darle también él una limosna.
–La encontré en un barco hundido –dijo–. Es un dracma. Trae suerte –la miró serio–. Ando siempre por acá, por cualquier cosa que precise…
Se alejó, murmurando, con las dos manos en los bolsillos del abrigo y se perdió en la oscuridad de la noche.
En ese momento llegó el ómnibus, Lucía se levantó y se acercó al conductor que recibía los boletos parado junto a la puerta abierta. Ella esperó un momento y antes de subir me dio un beso.
–La cosas son así, pichón –dijo.
Después me abrió la mano y me dio la moneda griega. El ómnibus arrancó y empezó a alejarse y yo me quede ahí.
El mendigo volvió a entrar a la estación y dio una vueltas antes de acercarse a otra pareja sentada en el fondo y pedirles algo.
Todavía tengo la moneda conmigo. La moneda de la suerte según Raskólnikov. La tiro al aire, a veces, todavía, cuando tengo que tomar una decisión difícil.