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I

Damião decidió viajar a Buenos Aires cuando se dio cuenta de que la siguiente crisis de melancolía sería aún más fuerte. Al principio sentía una presión muy intensa en la parte inferior de la nuca y cierta dificultad para respirar. Después la presión empezó a extenderse por la zona lateral de la cabeza, llegando a alcanzar la mandíbula en las últimas ocasiones. Cuando empezase a sentir aquella maldita presión en la barbilla difícilmente conseguiría llevar una vida normal.

Desde la primera crisis, Damião empezó a llevar consigo a todas partes una buena reserva de maquinillas desechables. Muchas veces la presión en la nuca empieza de noche, cuando suele tomar café en uno de esos establecimientos que nunca cierran y, tal vez, escribe algo a partir de las fotos de los periódicos. Éstas siempre le inspiran mucho. Crítico, Damián ya no cree que el arte de la fotografía pueda sobrevivir al exceso de artificialidad de los periódicos contemporáneos. Pero el rigor no puede considerarse una de las causas de sus crisis de melancolía: la presión en la nuca a veces aparece mientras está ensimismado ante una fotografía hermosa. La decisión de ir a Buenos Aires vino precisamente de tres fotografías que estaba contemplando cuando la presión en la parte inferior de la nuca anunció que la crisis había vuelto. Con la mirada desvanecida, Damião estiró el brazo derecho buscando una maquinilla de afeitar desechable dentro de la mochila. Cuando la encontró se levantó, intentó dominar el temblor de sus piernas y se arrastró hasta el baño. Al echarse un poco de agua en la cara para no pasar la cuchilla en seco, escuchó el sonido de gotas salpicando las páginas del periódico y se dio cuenta de que se lo había llevado al baño junto a la maquinilla. Para no ensuciar la hoja, Damião guardó el periódico dentro de su camisa y se afeitó.

Damião recorrió con más facilidad el trayecto del café hasta el edificio donde vive. Sus piernas todavía temblaban y la presión en la parte inferior de la nuca había aumentado, pero consiguió distraerse un poco reproduciendo en su cabeza las tres fotos. Dos estaban ambientadas en un club de ajedrez de la capital argentina. En la primera, los jugadores, ya de cierta edad, conversaban. Con toda seguridad, discutían sobre las jugadas de alguna famosa partida de ajedrez. En la otra fotografía, dos tableros reproducían posiciones diferentes de lo que posiblemente era algún momento importante de la historia del juego. Mientras recortaba la tercera fotografía, que no tenía ninguna relación con el juego de ajedrez, Damião sintió que la presión en la parte inferior de la nuca se extendía por el lateral de la cabeza. Sus piernas no conseguían recuperar la firmeza y estaba empezando a faltarle el aire. Para ver si conseguía aliviar un poco las cosas, Damião tanteó las paredes hasta el baño, abrió el armario del espejo y sacó una maquinilla desechable. Esta vez pasó la cuchilla por el rostro seco sin más. Tras respirar se sintió mejor. Poco a poco sus piernas se encontraron más fuertes y pudo volver a la sala para buscar el teléfono de alguna agencia de turismo. Como ya eran más de las nueve de la mañana, intentó ver si conseguía un billete a Buenos Aires para esa misma noche. Así, tan justo, sólo directamente en el aeropuerto, y eso con suerte. Damião, irritado con la respuesta, metió algo de ropa en la maleta, guardó las fotografías y cerró el apartamento. Cuando la puerta batió, sintió cómo le pesaba el cuello y comprobó que la presión en la parte inferior de la nuca continuaba. Sacó una buena cantidad de dinero del banco, ya que había optado por dejar su dinero en dólares en Brasil. Por un precio más elevado que razonable, encontró en el aeropuerto un billete a Buenos Aires en un vuelo sin escalas que saldría a media tarde. Antes de embarcar, Damião se afeitó, comió y fue hasta la agencia de cambio para cambiar su dinero en pesos argentinos. La idea acabó siendo un auténtico error: si hubiese llevado dólares habría conseguido más al llegar a Argentina, ya que durante días siguientes el peso acabaría por desvalorizarse bastante.

Un poco después del despegue, una azafata se acercó a la butaca donde estaba Damião y le ofreció una tirita. Él aceptó el ofrecimiento, más por delicadeza que por necesidad, ya que su rostro no estaba herido. Al apoyar la cabeza en el respaldo del asiento para intentar dormir un poco, sintió que la presión en la parte inferior de la nuca se volvía otra vez muy fuerte. Las cosas empeoraron aún más cuando Damião se dio cuenta de que había olvidado en Brasil el paquete de maquinillas desechables. Algo después de la comida, justo en el momento en que Dani recogía las sobras de los pasajeros, la presión en la parte inferior de la nuca empezó a extenderse de nuevo por el lateral de la cara. Incluso la azafata ya había notado que algo perturbaba a Damião pero siguiendo las normas prefirió no preguntar nada mientras no ocurriera algo más grave. La presión obligó a Damião a llamarla y a hacer lo que estaba intentando evitar a toda costa: preguntarle si no tenía una maquinilla de afeitar desechable. Sorprendida y algo consternada, Dani respondió que ese tipo de cosas sólo está disponible en los vuelos de larga distancia. Para intentar calmarse, decidió preguntarle si era capaz de identificar el lugar donde habían sido tiradas las tres fotos. Advertida por el jefe de la tripulación de que debía cuidar de Damião hasta el desembarque, ella pidió mil disculpas, pero admitió al momento que no entendía absolutamente nada de ajedrez. Sin embargo, la foto de la esquina inferior de la página seguramente había sido tomada en la calle Florida, frente a las Galerías Pacífico. Ese tipo de pareja bailando tango es muy común allí y él no debería perder la oportunidad de asistir a una o dos de ellas, ya que muchas veces la pareja es incluso mejor que los bailarines de los salones especializados, a pesar del precio abusivo de entrada que cobra ese tipo de establecimientos. La presión en la parte inferior de la nuca, incluso con la conversación, no remitía, pero Damião comprendió que si continuaba hablando conseguiría aguantar hasta el aterrizaje. Cuando supo que se dirigía a Buenos Aires para trabajar, Dani quiso saber su profesión pero sólo porque esa era la mejor forma de continuar la conversación. A ella ya le estaba pereciendo todo bastante monótono. Damião respondió que vivía de trabajos esporádicos que ofrecía a la prensa. Un periodista, por tanto. No exactamente, aclaró. Dani se interesó un poco más y quiso saber qué tipo de textos le gustaba escribir. Realmente Damião prefería los textos de ficción, pero repitió que se gana el sustento con las colaboraciones para la prensa. Ahora Dani se interesó. Pero Damião no quiso admitir que era famoso. En Brasil es muy conocido y elogiado. Otra cosa que Damião tampoco revela a nadie es el desagrado con el que recibe las opiniones acerca de su trabajo, sobre todo cuando se utilizan términos como “estética”, “técnica”, “creatividad” e “invención”. Sin hablar de las odiosas derivaciones: la inventiva de un escritor como Damião es rara y muy difícil de descodificar en términos estéticos, pero resulta fácil comprobar que tiene un dominio técnico impresionante. Cuando el capitán pidió a la tripulación que tomara asiento, Dani se despidió ofreciéndose a acompañarle a pasear por Buenos Aires. Damião ni tan siquiera respondió, ya que a esas alturas la presión en la parte inferior de la nuca y en la barbilla ya no le permitía oír nada. Necesitaba hacerse con una maquinilla desechable lo más rápido posible, de lo contrario se desmayaría en cualquier momento. Dicho y hecho: veinte minutos después Damião perdió el sentido en la salida del túnel que lleva a los pasajeros del avión hasta las cintas de equipaje. Cuando volvió en sí, estaba en la enfermería del aeropuerto de Ezeiza siendo observado por una enfermera y un médico de pelo canoso. En la puerta, un oficial de la Policía Federal Argentina, más o menos de la misma edad que el médico, miraba al brasileño con cierta curiosidad. La enfermera se acercó y preguntó si iba todo bien y si Damião quería un poco de agua. Él se lo agradeció y pidió una maquinilla desechable. A Dani le pareció extraño pero le explicó que sería mejor que estuviera tres o cuatro días sin afeitarse porque su cara estaba bastante enrojecida. En ese momento el médico se acercó, pero fue la policía quien habló primero. Damian le preguntó a Damião si tenía un documento de identidad o pasaporte y 15 minutos después volvió con un visado de turista sellado. Antes de despedirse y desearle buen viaje, Damian miró de pasada al médico que acaba de recetar un leve calmante para Damião. Era obvio que los dos, médico y policía, tenían algún tipo de proximidad. Sin embargo a Damião eso no le interesó.

De hecho, investigar la proximidad que existe con toda seguridad entre el médico y el policía fue algo que ni siquiera llegó a pasar por la cabeza de Damião. Él notó el intercambio de miradas pero, como estaba desesperado por comprar cuanto antes una maquinilla desechable, no prestó atención y mientras se raspaba la cara en el baño del aeropuerto se olvidó de los dos para siempre. Es una pena ya que, si hubiese estado más atento, aquella amistad derivaría en uno de los mejores textos que Damião jamás escribió. Damian y Damian se encontraron por primera vez en aquella misma sala hace 28 años, el día en que el general Juan Domingo Perón volvió del exilio y causó una verdadera masacre en el aeropuerto de Ezeiza. Un grupo de militantes protagonizó una revuelta que acabó en un enorme tiroteo con 13 muertos. El general fue a desembarcar en otro aeropuerto mientras Damian, recién contratado por el gobierno, se desesperaba con tanta gente herida. Uno de ellos era precisamente el policía que fue trasladado en esos días al control aduanero.

Sin embargo nada de eso, y mucho menos lo que los dos hicieron después, se acercó a los planes que Damião hizo en el hotel, un poco más tranquilo gracias al cargamento de maquinillas desechables que había comprado en la tienda del aeropuerto.

La presión en la parte inferior de la nuca todavía le molestaba. En fin, como estaba disminuyendo, tal vez la crisis le dejase pronto en paz. Antes de dormir, Damião se afeitó para garantizar que pasaría una buena noche. Y la verdad es que durmió bien, lo que le animó a pedir algunas hojas de papel por el interfono. Al momento, un empleado del hotel llamó al timbre dejándole un lápiz además de un bloc de notas. Damian le dio las gracias por la propina y cuando volvió a la recepción llamó de nuevo al huésped brasileño, que rechazó amablemente los periódicos del día. Como el recién llegado se había registrado como periodista (aunque ésa no sea su profesión), Damian pensó que le gustaría leer los periódicos bien temprano. Damião justificó el rechazo alegando que prefiere leer mientras toma el primer café de la mañana, cosa que pretendía hacer lo más rápido posible, después de afeitarse.

Antes de bajar al café, Damião se afeitó y esbozó los planes para los próximos días en Buenos Aires. Desgraciadamente, no reservó ni una sola línea para entender lo que relaciona tan íntimamente al médico con el policía que vio en el aeropuerto de Ezeiza. Fue un gran error: si hubiera decidido invertir en la historia con toda seguridad sus lectores tendrían uno de los mejores textos que Damião jamás ha escrito. El lapsus no se debe a la presión que siente en la parte inferior de la nuca, sin duda el síntoma más terrible de sus crisis de melancolía. Otras veces, incluso cuando la crisis iba en aumento, Damião tenía buenas ideas y no podía llevarlas a cabo inmediatamente porque la debilidad en las piernas y los constantes desmayos le impedían salir de casa. Damião nunca lo sabría, pero todo empezó con el intento catastrófico de desembarque de Perón en el aeropuerto de Ezeiza en 1973. Si hubiera seguido la pista, cosa que no hizo, Damião no caería en el error obvio de creer que los dos, en la dictadura militar de Videla-Viola, habían participado o en la represión a los guerrilleros o, por el contrario, en los grupos de oposición armada. Ninguno de los dos tiene la más mínima relación aún con el atentado a la residencia del almirante Armando Lambruschini, aunque Damião tampoco lo diría.

Ni ninguna otra cosa: lo que está redactando en el bloc de notas es su plan para los primeros días en Buenos Aires. Desgraciadamente la planificación no incluye ni al médico ni al policía que intercambiaron una mirada sospechosa en el aeropuerto de Ezeiza. Damião pretende primero encontrar a los dos jugadores de ajedrez de la foto y convencerlos para pasar una o dos semanas con él (a los jugadores de ajedrez, no al médico y al policía) para reunir el mayor número de detalles posible. Cuando tenga el material suficiente, se dedicará a la segunda parte: lo mismo, pero ahora con la pareja de bailarines de tango. Sintiendo que la presión en la parte inferior de la nuca había prácticamente desaparecido, Damião se afeitó y bajó a tomar el primer café de la mañana.

Mientras tomaba café en el hotel, Damião hojeó los periódicos argentinos, pero no encontró ninguna fotografía que le interesara. La Nación daba la noticia de que, en una provincia lejos de Buenos Aires, un cura se había crucificado para protestar contra la crisis económica. La fotografía, sin embargo, no dejaba ver si tenía las manos clavadas en la cruz o estaban sólo amarradas. Los titulares destacaban que el ministro de Economía, Domingo Cavallo, había decidido restringir las extracciones bancarias a mil dólares por mes, fijando el límite máximo de 250 por semana. Según los periódicos pronto debería caer la paridad entre el dólar y el peso. Damião se dio cuenta de que había cometido un error al cambiar su dinero en moneda argentina cuando aún estaba en Brasil. El equívoco que le pasó desapercibido (y del que además nunca se dará cuenta) es que debería haber investigado lo que relaciona al médico y al policía que le atendieron en el aeropuerto. Por el contrario, realmente quiso apostar por las tres fotografías que había traído de Brasil. El primer paso, ahora que se está sintiendo mejor y la presión en la parte inferior de la nuca es imperceptible, será encontrar a los dos jugadores de ajedrez. Damian, el camarero que le estaba atendiendo durante el café matutino en el hotel, le dijo que él no sabía nada de ese juego. Tal vez Damião pudiera conseguir alguna información de los jubilados que se reúnen en la plaza Callao para jugar al dominó, chaquete y, más raramente, ajedrez. Damião le dio las gracias, cerró la mochila y, antes de entregar las llaves en recepción, se dirigió al baño del vestíbulo para afeitarse. Antes de salir Damião preguntó qué tenía que hacer para llegar a la plaza Callao. Damian cogió un plano de las calles del centro de la ciudad y puso el dedo en el cruce entre la avenida Belgrano y la Nueve de julio. Ellos están allí. Damião sólo tiene que caminar hasta la avenida Entre Rios que, siguiendo todo recto, lleva a la avenida Callao, donde está la plaza. Damian le dijo con amabilidad que, aunque la ciudad entera sea bonita, la plaza de Mayo es un paseo más interesante. Damião le dio las gracias pero le explicó que no estaba en Buenos Aires para hacer turismo, sino por trabajo.

Damião no tuvo dificultad para encontrar la plaza Callao. El verdadero problema era encontrar a alguien que le pudiera dar alguna pista sobre los dos jugadores de ajedrez. Dos ancianos tomaban el sol en un banco y jugaban a las cartas. Ambos se disculparon y dijeron que no sabían nada de ajedrez. Tampoco conocían a nadie que pudiera ayudarle. La plaza estaba llena de argentinos de todas las edades, muchos incluso debían de haber pasado la noche allí. De vez en cuando alguien decía una palabrota. Un grupo grande preparaba una pancarta enorme pidiendo la dimisión del presidente. Carteles más pequeños reivindicaban la prisión del ministro Domingo Cavallo. A Damião no le interesó demasiado nada de eso: lo que él quería encontrar era los dos jugadores de ajedrez y la pareja de bailarines de tango. Incluso por eso Damião no se preocupó lo más mínimo por el intercambio de miradas entre el médico y el policía que le atendieron en el aeropuerto de Ezeiza. Si hubiese prestado más atención, quién sabe si hubiera sido posible descubrir lo que los une hace tanto tiempo y su visita a Buenos Aires habría dado lugar al mejor texto que jamás había escrito. Con cierto esfuerzo tal vez habría conseguido incluso fotografiar el cuerpo del general Perón. Damião es muy respetado en Brasil y en cuanto anunciase el descubrimiento (cosa que nunca hará), seguro que conseguiría movilizar una infraestructura poderosa. ¡Cuál no sería el susto del editor cuando abriera el email y leyese que Damião había acabado de descubrir el paradero de las manos del general Perón, robadas de su tumba en junio de 1987!

Pero algo así ni se le pasa por la cabeza. Por el contrario, está muy interesado en encontrar a los dos jugadores de ajedrez. En la plaza Callao, sin embargo, nadie tiene ningún tipo de información. Entre los muchachos que están pidiendo la prisión del ministro Domingo Cavallo, uno de ellos llegó a decir que el abuelo tenía una caja con las piezas pero acabó vendiéndolas por un excelente precio al comenzar la crisis. No tenía la menor idea de a quién. Antes de darse por vencido y volver al hotel, Damião decidió escuchar el discurso que un hombre estaba dando para un gran grupo de personas en el lateral de la plaza. Se trataba, pensó, de un líder de desempleados planeando una manifestación para esa noche. En la plaza Lavalle, cerca de allí, donde Damião no iría tan pronto, nadie jugaba al ajedrez pero otro grupo, este de jubilados sublevados por la restricción en las extracciones bancarias, preparaba también un acto de protesta. Al final de la tarde los dos grupos se encontraron frente a la Casa Rosada y se unieron a los piquetes que protestaban desde la noche anterior. Como los ánimos estaban exaltados y algunos manifestantes intentaron invadir el palacio del gobierno, la policía intervino y acabó hiriendo gravemente al mismo chico que contó a Damião lo de la piezas de ajedrez del abuelo. Damian se llevó un tiro en la pierna y otro en la espalda, que le acabó dejando parapléjico. Auxiliado por la multitud, fue trasladado a un hospital público que acabó siendo escenario de otra manifestación, bastante más enfurecida. Sin embargo, ni el médico ni el policía del aeropuerto de Ezeiza tuvieron ninguna participación en los acontecimientos de aquella noche, ya que estaban en otra región de la ciudad, de descanso, con las manos de Perón.

A la mañana siguiente, Damião ni siquiera desayunó en el hotel: en cuanto se despertó, se afeitó y salió a la calle tras alguien que pudiera darle una pista sobre los dos jugadores de ajedrez. Siguiendo una información que traía de Brasil, entró en uno de los muchos cafés de la avenida Corrientes y pidió ayuda a uno de los camareros. Ese tipo de establecimiento es una verdadera institución en la ciudad de Buenos Aires y nadie sale decepcionado.

Sólo Damião que, tras recorrer cuatro, no consiguió descubrir absolutamente nada sobre los lugares donde se juega al ajedrez en la mayor ciudad de Argentina. Es exasperante saber que obtendría resultados mucho mejores si hubiese investigado la complicidad que existe entre el médico y el policía que le atendieron en el aeropuerto de Ezeiza. Con un poco de atención, localizaría incluso el lugar donde los dos esconden hasta hoy las manos del general Perón: un antiguo consultorio odontológico en Recoleta, muy cerquita del cementerio donde está enterrado el cuerpo de Evita Perón. Desde el hotel donde Damião se hospedó, una carrera de taxi hasta allí no sale por más de 10 pesos. Lo que es caro es el valor que un anticuario de la avenida de Mayo quiere por un conjunto incompleto de piezas de ajedrez. Damião llegó hasta él a través de la pista de un farmacéutico. Agotado por la falta de información, acabó sintiendo un leve temblor en las piernas y, con miedo de que la melancolía volviese (y junto a ella la presión en la parte inferior de la nuca), corrió hasta el baño del quinto café en el que entró esa mañana y se afeitó. Como además apretó fuerte la maquinilla en la piel, la cuchilla se le clavó en la barbilla llegando a quedarse incluso colgada de la piel. Como no había forma de que dejara de sangrar, uno de los camareros, Damian, le acompañó a la farmacia. Después de que el farmacéutico, un tal Damian, le hiciera una cura, Damião quiso saber si tenía alguna información sobre dónde podrían reunirse las personas a las que les gusta el ajedrez en Buenos Aires. Damian se disculpó, admitió que no sabía nada de ese juego, pero recordó haber visto en una tienda de antigüedades una caja con las piezas. El dueño de la tienda, sin embargo, no sabe nada de ajedrez. Lo máximo que Damian puede decirle es que compró las piezas en uno de los muchos mercados de cachivaches que, desde el inicio de la crisis, se volvieron tan habituales en Argentina. Uno de los mayores está en un antiguo galpón en el barrio de Monte Castro. Damião salió de la tienda e inmediatamente tomó un taxi hacia la dirección que le pasó el anticuario. La carrera costó casi 40 pesos, en realidad 50 ya que él no quiso el cambio.

A pesar de no conocer de primera mano el barrio, el taxista no tuvo mucha dificultad para encontrar el lugar donde está funcionando el mercado. Mucha gente entra y sale del lugar y la calle es una de las más transitadas de Monte Castro. Dentro de la construcción, en una fábrica de zapatos cerrada hace mucho tiempo, las personas venden de todo, desde la plata antigua de la familia hasta una casa de perro usada. Por 70 pesos Damião podría comprar un sofá, un cochecito de bebé o las obras completas de Jorge Luis Borges.

Tras algún tiempo dentro del galpón vio que, además de vender, las personas también intercambiaban muchas cosas por comida. Una mesa nueva vale una buena cantidad de arroz, aceite y un poco de café. Hablando es posible cambiar la reparación de un coche viejo por parte del material escolar de los hijos. Mientras tomaba notas, Damião vio otra caja con piezas de ajedrez. El descubrimiento acabó revelándose, al menos para él (y al menos en ese momento) mucho mejor de lo que parecía: en el fondo de la caja Damião vio pegada una etiqueta con el nombre y la dirección del tradicionalísimo Club Argentino de Ajedrez. Sin dudarlo, pagó los 40 pesos que un viejito de Mendoza estaba pidiendo por la caja y fue corriendo a buscar otro taxi que le llevó hasta una calle del centro de la ciudad, no muy lejos del hotel donde estaba hospedado. Es un edificio pequeño, de cuatro pisos, con un aparcamiento en la planta baja. El Club está en el tercero. La sala estaba llena, pero nadie se parecía a los dos jugadores que él buscaba. Damião se acercó a cuatro señores que hablaban en una mesa y les enseñó las fotos. El papel pasó de mano en mano pero nadie conocía a ninguno de los dos. Por cierto, después de pedir ayuda en diferentes mesas, Damião notó que no se estaba disputando ni una sola partida de ajedrez. Quien tenía un conjunto de piezas, completo o no, intentaba venderlo, contando que Bobby Fischer las había tocado o que Anatoly Karpov había usado ese conjunto en la famosa presentación de partidas simultáneas de 1970. Una enorme sensación de derrota invadió a Damião, que si no salió de allí fue porque decidió, antes de afeitarse, averiguar otra cuestión que le perturbaba desde que empezó la búsqueda. Ni siquiera en el Club Argentino de Ajedrez hay alguien que sepa cómo mover las piezas del antiguo y noble juego.

Aquella noche, en el hotel, Damião se afeitó desesperadamente. Un peso enorme cargaba sus piernas hacia arriba y hacia abajo dentro del cuarto y, cada media hora, corría al baño para mirarse en el espejo. Entonces se desmayó. Antes de caerse se desequilibró cuatro veces. Sólo la quinta se dejó escurrir por la pared o por los muebles y comprobó que estaba mejor en el suelo. Poco a poco la presión en la parte inferior de la nuca se volvió muy fuerte y Damião perdió el sentido. Era más de medianoche y el escaso movimiento que había en el pasillo era de los últimos huéspedes entrando en las habitaciones. Después de la una y media de la mañana no se oía ruido alguno en los pisos. En la calle, sin embargo, grupos de piquetes todavía se reunían para planear la protesta del día siguiente. A las tres y media de la mañana sólo algún que otro mendigo, junto a las figuras que hablaban solas contra el gobierno de Fernando de La Rua, se movían en el centro de Buenos Aires. Fue a esa hora cuando Damião volvió a moverse, estirando cuidadosamente las piernas, que se habían quedado atrapadas entre la mesilla y la cama. Cuando recobró parte de la conciencia, se concentró para ver si la crisis le impedía respirar bien. De hecho, necesitó llenar los pulmones tres o cuatro veces para conseguir un flujo de aliento. La presión se extendió por los laterales de la cara y la barbilla parecía hecha de hierro. Una bola de plomo reviraba su cuello hacia abajo y su mirada continuaba completamente desvanecida. Durante algún tiempo más, Damião intentó realizar sólo movimientos muy leves con el cuerpo, para tener la seguridad de que no había perdido de nuevo el sentido. Temía no encontrar la fuerza para recuperarse de otro desmayo. Por eso estuvo hasta las seis de la mañana arrastrándose de aquí para allá en el suelo de la habitación. Cuando llegó a la ventana, ya amaneciendo, Damião escuchó un grupo de personas golpeando las cacerolas y, más fuerte, se sujetó en el alféizar para levantarse y observar el movimiento. Después, se arrastró hasta el baño y se afeitó. Aunque la presión en la parte inferior de la nuca no había perdido intensidad, decidió salir para iniciar una nueva búsqueda, ahora tras la pareja de bailarines de tango de la tercera foto.

Damião fue directo a la calle Florida, donde todavía, frente las Galerías Pacífico, una pareja de bailarines bailaba algunos tangos para el público callejero. En caso de que no fueran ellos mismos los de la fotografía, seguramente podrían dar alguna información sobre el paradero de la pareja que Damião está buscando. En Buenos Aires, los bailarines de tango tienen bastante complicidad. Sin embargo, la relación entre ellos no es la misma que une al policía y al médico que atendieron a Damião en el aeropuerto. Damian y Damian se convirtieron prácticamente en hermanos el mismo día en que se conocieron y que casualmente se convirtió en una fecha histórica para Argentina: 20 de junio de 1973. Ese día, el avión que traía al general Perón del exilio aterrizó en el aeropuerto de Ezeiza, donde Damian había empezado a trabajar en la aduana y Damian, recién diplomado, en el sector de emergencias médicas. El tumulto que causó el retorno de Perón fue tan grande que como mínimo 13 personas perdieron la vida, víctimas del tiroteo que tuvo lugar en el aeropuerto y en los alrededores durante varias horas. El avión de Perón despegó nuevamente y el general desembarcó en la Base Aérea de Morón. En el tiroteo, Damian fue alcanzado de refilón en la pierna derecha. Fue por eso y no por otra cosa que conoció a Damian, el médico recién designado en la enfermería del aeropuerto. La herida no era tan grave y no necesitó se trasladado a urgencias. Una vez que el tiroteo había disminuido bastante y el tumulto estaba controlado, el propio Perón entró en la enfermería en busca de algo para el dolor de cabeza. A pesar del nerviosismo, el general fue bastante simpático y mostró preocupación por la herida de Damian. Antes del volver al avión, Perón dio las gracias al médico que, exhausto, aún encontró fuerzas para abrazar al ídolo de su juventud. El general se despidió de los dos y palmeó levemente la espalda de Damian. En pocas horas, el dolor en la columna que le abatía siempre que estaba tenso disminuyó mucho – aunque por poco tiempo. Damian y Damian pasaron años discutiendo el asunto, mientras el dolor de espalda del médico no hacía más que empeorar y ahora le atacaba incluso en los momentos de mayor tranquilidad. Cuando ni siquiera una cirugía consiguió acabar con el problema, los dos amigos decidieron robar las manos de la tumba del general. Damian no tenía ninguna otra esperanza de curar aquel maldito dolor y Damian, movido un poco por la solidaridad y mucho por un sentimiento político macabro, como todo argentino que se precie, acabó por embarcarse en la aventura. Finalmente, hasta hoy, los dos ganan aún mucho dinero con las manos de Perón. Pero Damião no va a acercarse ni siquiera a esa historia, preocupado como está en encontrar a la pareja de bailarines. Sin embargo, en la calle Florida, frente a las Galerías Pacífico, nadie baila tango, como era de suponer, desde hace bastante tiempo.

Damião decidió no repetir la misma odisea del juego de ajedrez y fue directo desde allí mismo al café Tortoni, donde todas las noches se presentan bailarines de tango desde hace muchos años. Eso es lo que le dijeron. La crisis de melancolía había vuelto con toda su fuerza y esta vez no tardaría mucho tiempo en derrumbarlo por completo. Damião sabe muy bien – y la presión en la parte inferior de la nuca no le permite olvidarlo – que en breve va a volver a desmayarse de nuevo. Casi perdiendo el equilibrio, se tambaleó hasta la esquina de la avenida de Mayo con Florida. Allí, en uno de los cruces más famosos de Argentina, donde los contenedores lucen pintadas como “las Malvinas son nuestras” o “se han meado en nuestra cabeza”, Damião se agachó y, ansioso, cogió una maquinilla desechable de la mochila. Necesita, sea como sea, reunir energía para llegar al café Tortoni y confirmar que en el país entero nadie sabe cómo bailar tango y jugar al ajedrez. Para ello se afeitó allí mismo, en el suelo, mientras oía los gritos de una manifestación de parados. Su mirada se desvaneció y necesitó media hora para poder ir de nuevo al café. En la puerta, Damião aseguró que no quería una mesa sino el horario de la siguiente presentación de tango. Damian le respondió que los espectáculos habían sido cancelados hacía ya algún tiempo. Desgraciadamente el camarero tampoco sabe informar al brasileño dónde puede asistir a un número de tango. Incluso los salones más tradicionales están cerrados. Damião le dio las gracias y, temiendo no conseguir nada antes de afeitarse, pidió permiso para utilizar el baño.

Evidentemente, Damian no sólo le dio permiso sino que le ofreció un trapo para parar la hemorragia de la herida en su cara. Pero, antes de que Damião respondiera, otros dos camareros ya lo estaban sujetando por el brazo, pues parecía que se caía. Los tres lo llevaron como pudieron hasta una mesa. Él se sentó, se puso su mochila en la barriga y se desmayó. Como siempre pasa en esas situaciones, se formó un pequeño revuelo antes de que el gerente llamara por teléfono finalmente a la policía. Damian pensaba que primero debían parar la hemorragia, pero Damian decía que lo fundamental era reanimar al herido. Damian explicaba que ellos tenían que acostarle en el suelo y levantarle las piernas para que la sangre volviera a la cabeza, a lo que Damian respondió diciendo que sólo hacía falta mirarle a la cara para ver que tenía mucha sangre en la cabeza. Los tres no habían tomado ninguna decisión cuando dos policías entraron en el café y llevaron a Damião hasta el vehículo.

II

En el Hospital Policlínico de Avellaneda, Damião fue inmediatamente trasladado a una habitación. Media hora después ya le habían reanimado. En el mismo momento en que Damião pedía un vaso de agua, el presidente Fernando de La Rua decretaba estado de sitio en todo el país. Sin embargo, Damião no escribirá nada sobre la grave crisis argentina de final del año 2001 (de la que es testigo parcialmente) y mucho menos sobre la complicidad que existe entre el médico y el policía que le atendieron en el aeropuerto de Ezeiza. Al menos sobre la crisis tenía algunas nociones, pero en cuanto a la amistad de estos dos, jamás sospecharía nada. Si hubiera seguido la pista correcta, habría descubierto que en junio de 1987, 14 años después de haberse conocido, el médico y el policía entraron por el tejado del mausoleo donde el general Juan Domingo Perón estaba enterrado y, combinando sus habilidades, robaron las manos del líder político que un día tuvo Argentina. Damian había aprendido a abrir candados en un curso para agentes especiales de la policía. Tras descodificar el secreto de los 13 que confinaban el cuerpo de Perón, los dos usaron un soplete para cortar el cristal de la caja y Damian, con una sierra de alta potencia, cortó las manos del general. La operación completa tardó unas seis horas, bastante menos de lo que la prensa calculó en esa época. A las cuatro de la madrugada las manos de Perón estaban en una caja de isopor en un consultorio odontológico de Recoleta. Durante los años que siguieron, ese mismo lugar sirvió de alivio para algunas personas con mucho dolor en la espalda y dinero suficiente para pagar una sesión de masaje.

El desmayo no llamó la atención de los médicos del Hospital Policlínico de Avellaneda. Lo que les intrigaba era la situación de la cara de Damião. Seguramente necesitaría una cirugía plástica para reconstruir la piel de algunas zonas. Sin embargo, allí no existen las condiciones mínimas para hacer algo así. Con la crisis los hospitales públicos pasaron a atender sólo los casos más urgentes. No tardaron mucho en descubrir que la tarjeta de crédito internacional de Damião le daba derecho a un seguro médico que contempla la red particular de Buenos Aires. Por eso, y sobre todo a causa de la falta de camas, se procedió rápidamente a su traslado, antes de que el paciente les llamara para algo que no fuera el pedido constante de una maquinilla desechable. Damião no tenía ánimos para hablar y para decir la verdad, ni las enfermeras parecían dispuestas a conversar. Nadie estaba de buen humor en Argentina, pero los funcionarios públicos eran los que estaban más crispados junto a los jubilados, lógicamente. El cambio fue obvio desde la ambulancia, también cubierta por el seguro de Damião: Dani, una enfermera exuberante y simpática, intentó al momento entablar una conversación mientras de reojo notaba que la situación de la cara del paciente era grave. Pero Damião estaba demasiado fastidiado con la presión en la parte inferior de la nuca como para hablar de cualquier cosa que no fuera un clarísimo pedido de una maquinilla desechable. La enfermera pensó que no había entendido bien y decidió continuar el viaje en silencio. Dani, por el camino, leyó la corta ficha con el resumen del caso y empezó a interesarse por el problema de Damião, aunque no volviera a verlo más. Como trabajaba en el sector de traslados, era difícil para ella acompañar a un paciente después de ser ingresado. Podría incluso pedir información, o visitarlo, pero nunca lo hará: Dani será cesada a la mañana siguiente. Del mismo modo, Damião nunca escribirá sobre la crisis que dejó en paro a casi el treinta por ciento de la población activa de Argentina. En la entrada del hospital, Damião fue registrado como periodista. A él no le gusta, pero la denominación no es del todo equivocada, sobre todo si tenemos en cuenta que hace dos días el editor de internacional de uno de los periódicos en el que colabora con frecuencia espera la respuesta de un email pidiendo algo urgente sobre la situación de Argentina ya que él está, de un modo u otro, presenciando un acontecimiento histórico. Pero Damião no responderá a ese email y, ni mucho menos, se acercará a descubrir el paradero de las manos del general Perón.

Una vez que Damião entró al hospital, el médico ordenó que lavaran el rostro del paciente con suero fisiológico y, como parecía inquieto, que le suministraran algunas dosis de calmante. Al inicio de la madrugada, Damian volvió a comprobar el sueño de Damião, bastante tranquilo, y recomendó que la enfermera no lo dejase solo durante mucho tiempo. Dani, que era la responsable del pasillo entero durante la madrugada, estuvo de acuerdo: le impresionaba mucho el estado de su rostro. Damião, sin embargo, continuaba negándose a responder cualquier pregunta. Ni siquiera quería decir qué estaba haciendo en Buenos Aires: antes de ser ingresado, en pleno auge de la crisis económica de Argentina, se pasó los días tras dos jugadores de ajedrez y de una pareja de bailarines de tango. No encontró a ninguno de ellos. Es más, a pesar de haber sido testigo de la mirada de complicidad entre el médico y el policía que le atendieron en el aeropuerto de Ezeiza, perdió la oportunidad de, con cierta perspicacia, descubrir dónde están escondidas las manos del general Perón en un consultorio odontológico de Recoleta. Damian y Damian decidieron robarlas tras llegar a la conclusión que de que no existe un remedio más eficaz para el dolor de espalda. Damian hizo eso porque no tenía ninguna otra esperanza de curar el dolor que lo tenía postrado desde niño. A Damian, por su parte, le movió una especie de sentimiento político mórbido, muy común en Argentina, además de la solidaridad hacia el amigo, claro. La operación entera duró alrededor de seis horas, bastante menos de lo que la prensa contó en la época, en junio de 1987. El consultorio había sido utilizado durante algunos años por el sobrino mayor de Damian, pero estaba cerrado desde que el dentista decidió mudarse a Israel dejando cerrada la sala con algunos muebles viejos. Si no hubiera conseguido tanto dinero con las manos de Perón, probablemente Damian los habría vendido durante la crisis. Incluso en 2001, cuando poca gente tenía dinero en Argentina, Damian y Damian hicieron tres masajes con las manos de Perón, cobrando 10 mil pesos por cada uno. El que puede no se queja a la hora de pagar: de hecho, después del masaje, el dolor desparece durante cuatro o cinco años. En algunos casos no vuelve nunca más. Las manos de Perón, a pesar del tiempo, están hasta hoy bien conservadas, ya que Damian nunca se olvida de la solución de formol en que están guardadas. Cuando alguien va a darse un masaje, ellos secan dedo por dedo (de las manos de Perón), sientan al cliente mirando hacia la ventana, vendan su rostro, repiten un mantra que Damian inventó para fingir que no se trata más que de una sociedad esotérica secreta y entonces las manos de Perón aprietan el lugar dolorido con bastante fuerza. Es mano de santo, como pueden confirmar el escritor Adolfo Bioy Casares (que ya está muerto), el ex-ministro Martínez de Oz y el sociólogo brasileño Fernando Henrique Cardoso.

Damião, sin embargo, jamás tendrá acceso a la lista de personas que fueron masajeadas por las manos del general Perón: antes de ser internado pasó los días tras dos jugadores de ajedrez y de una pareja de bailarines de tango, y no prestó la más mínima atención a la complicidad manifiesta por el intercambio de miradas entre el médico y el policía que lo atendieron en el aeropuerto de Ezeiza. Con cierta habilidad, conseguiría descubrir al menos parte de su secreto. Si tuviera talento para el arte de la investigación y fuera discreto, tal vez habría conseguido seguirlos hasta Recoleta. Es en ese barrio, elegante y un poco kitsch, donde hace ya algunos años esconden las manos de Perón en un consultorio odontológico inactivo. El hecho de que poquísimas personas, ahora en la crisis, buscaran la sociedad secreta tal vez dificultara un poco la vida de Damião: al acecho, observando la entrada y la salida del edificio, no descubriría nada. Otro camino completamente improductivo sería intentar, probablemente a través del portero del edificio, conocer la identidad de las personas que habían entrado en la sala con Damian y Damian. Incluso si el tipo le dijera algo a cambio de algunas monedas, no adelantaría nada intentando descubrir lo que Fernando Henrique Cardoso, por ejemplo, había ido a hacer allí. Una vez termina el ritual, Damian explica al cliente que no puede revelar absolutamente a nadie lo que pasa allí dentro, incluso lo poco que ven – y que obviamente no incluye las manos de Perón. Si el ritual fuera revelado, el dolor de espalda volvería de forma aún más intensa. Quien tiene problemas de columna sabe que a ninguna de las personas que visitaron el consultorio odontológico de Recoleta se le ocurriría ni por asomo decir algo ante semejante amenaza. Se acuerda lo siguiente: en caso de que conozcan a alguien que también sienta dolor en la espalda y pueda pagar el masaje, ellos deben pasar el contacto del agraciado a Damian o a Damian, y los dos van en busca del futuro paciente. De este modo consiguieron mantener el secreto hasta hoy.

La noche siguiente Damião, al igual que la mitad de Argentina, no durmió: De la Rua hizo un pronunciamiento que era esperado con ansiedad. Todo el mundo pensaba que anunciaría medidas para flexibilizar los límites de las extracciones bancarias. El discurso del presidente fue decepcionante. Sólo explicó las medidas y pidió calma a las personas, cosa que nadie más estaba dispuesto a tener. Las enfermeras de guardia asistieron al pronunciamiento en el dormitorio, ya que todos los pacientes parecían tranquilos.

Damião aprovechó el descuido y salió de la cama. En silencio, abrió algunos cajones y tras revolver un poco, encontró finalmente un bisturí. Con miedo a que le oyeran, fue casi de puntillas hasta el baño, donde aprovechó el espejo para afeitarse. Cuando ya estaba prácticamente terminando (sólo le faltaba la barbilla), una enfermera apareció por la puerta y, en cuanto se dio cuenta de lo que estaba haciendo el paciente, llamó a tres compañeros más para llevar a Damião de nuevo a la cama. Él no puso ninguna objeción, pero le pareció extraño el hecho de que lo ataran. Para él eso no estaría sucediendo si todo aquello no coincidiese con el discurso del presidente. Damião escuchaba desde el hospital los gritos con los que, nada más acabar el pronunciamiento, la gente decidió manifestar la enorme insatisfacción que abatía el país. Hacia la media noche, una hora después de haber sido atado, una multitud se aglomeraba en la plaza de Mayo pidiendo la dimisión del presidente. Sin embargo, ni Damian ni Damian estaban cerca. Damian pasó la noche de guardia en el aeropuerto mientras Damian, que libraba, había decidido visitar Uruguay, lejos de toda aquella locura. Cuando empezó a amanecer y el alboroto en la calle se iba convirtiendo sólo en un murmullo lejano, finalmente el sueño venció a Damião. Afeitado y feliz, durmió unas 12 horas seguidas, y no se despertó hasta la noche siguiente. De mejor ánimo, aceptó la comida que le ofreció la enfermera Dani y después, de buen humor, permitió otro baño de suero en la cara. Un médico le visitaría a las 11 de la noche. La presión en la parte inferior de la nuca fue disminuyendo un poco y entonces se sintió mejor incluso para conversar.

Primero, preguntó por qué estaba atado y antes de oír la respuesta (que nunca llegaría) bromeó diciendo que se sentía confundido por el ministro Domingo Cavallo. Dani no respondió, pero le sorprendió la articulación del paciente. Dada su gran experiencia en el sector psiquiátrico, en otras condiciones habría dado inmediatamente un diagnóstico. Para no dejarlo hablando solo y, sobre todo, para dejar pasar el tiempo hasta que apareciese el médico, Dani preguntó si Damião no podía darle el contacto de alguien de su familia en Brasil. El prefirió darle el teléfono de su hermana, que además era médica, para no asustar a la madre. Pero el editor del periódico ya le había hecho ese enorme favor llamando para preguntar si sabía el paradero del hijo, ya que Damião no respondía a los mails desde hacía una semana.

El médico se retrasó un poco y fue a hablar con Damião alrededor de la medianoche. Buenos Aires continuaba agitada, ahora a la expectativa de la gran manifestación que prometía paralizar el país al día siguiente. Damian, responsable de todo ese sector del hospital, primero hizo unas preguntas banales sobre la alimentación y el estado general del paciente y después quiso saber sin dar muchos rodeos por qué se había herido la cara de esa forma. Confundido con el español, Damião pidió al médico que repitiera y después, al no estar seguro de lo que estaba oyendo, le dijo que no veía nada extraño en su rostro. El problema de todo es esa maldita presión en la parte inferior de mi cabeza. A veces no puedo ni respirar bien y mis piernas empiezan a temblar mucho. De repente, es mejor incluso desmayarme. Damian susurró algo a la enfermera. Ella tampoco había comprendido bien la respuesta. Quizás el paciente pudiese hablar un poco más despacio. Claro, el problema de todo es esa maldita presión en la parte inferior de mi cabeza. A veces no puedo ni respirar bien y mis piernas empiezan a temblar mucho. De repente, es mejor incluso desmayarme. Damian le dio las gracias y, sin esconder su asombro, pidió a la enfermera la ficha de Damião. Antes de salir, le dijo a Dani algo más en voz baja y prometió al paciente volver al día siguiente, antes de salir hacia la manifestación. Varios periodistas brasileños ya estaban en Argentina cubriendo la crisis, cosa que a Damião, que no es un periodista típico, no le preocupa ni lo más mínimo. Lo que él quiere ahora es mirarse en el espejo para ver qué es eso tan extraño en su rostro. Aunque Dani se negó a desatarlo le trajo un pequeño estuche de maquillaje con un espejo encajado. Damião se miró y pudo comprobar que no había nada extraño en su cara. El problema es aquella maldita presión en la parte inferior de la nuca. A veces ni siquiera consigue respirar bien y sus piernas empiezan a temblar sin control alguno, y sólo cuando se desmaya siente cierto alivio. Dani, sin embargo, ni siquiera le respondió, sólo le confirmó que no podría desatarlo. En ese momento, Damião sintió que la presión en la parte inferior de la nuca se volvía muy fuerte, más intensa que en los otros momentos de la crisis. Si se quedase callado e inmóvil tal vez la presión no se le extendería por la cara y así no entorpecería demasiado su respiración. Además de atado, no quiere de ningún modo ser entubado en ese hospital de locos. Pero eso no va a suceder: muy pronto, después de una noche terrible, sin poder controlar los temblores que se extendieron desde las piernas hacia la parte superior del tronco del paciente, el médico decidió administrarle una dosis bastante mayor de calmante y Damião se durmió.

Cuando despertó, Damião escuchó el bullicio que llegaba tanto de la calle como del pasillo del hospital y se dio cuenta de que no podía moverse. Al principio pensó que lo habían atado con más fuerza todavía. Con un poco de concentración notó que ni tan siquiera era capaz de mover los dedos. Asustado, comenzó a sudar bastante. Todo el mundo se muere de miedo ante la idea de quedarse parapléjico. Por eso Damião hizo una fuerza enorme para levantar el cuello. En ese momento la presión que hacía que su cuerpo pesara una tonelada volvió a concentrarse en la parte inferior de la nuca y pensó que se estaba cayendo en un enorme agujero. Primero, su cabeza chocó contra el suelo, después, un rato después, el resto del cuerpo se desparramó como si fuera un saco de patatas.

Al contrario de lo que imaginaba cuando empezó a caer, Damião se sintió muy tranquilo e incluso aliviado. Tumbado, la presión había desaparecido completamente. Lo más curioso es que continuaba oyendo el bullicio que venía tanto de la calle como del pasillo del hospital. Finalmente, había pasado otra más de sus crisis de melancolía. Pero Damião no necesitaba moverse: por primera vez en más de dos meses, se sentía bien de nuevo.

En el pasillo, comprobó que las enfermeras corrían para ir a la manifestación. Grupos cada vez más escandalosos y enfadados pasaban gritando por la calle. De vez en cuando conseguía oír con total claridad lo que decían: sobre todo palabrotas. Damião se puso contento por progresar en el español. Unos días más allí, oyendo todo, y quizás conseguiría hablar. Entonces, concluyó, lo ideal es quedarse quitecito, sólo escuchando lo que las personas decían en el lado de afuera. No escuchará, sin embargo, la voz de Damian ni la de Damian. El policía decidió pasar algunos días en Uruguay, sobre todo porque lo que menos quiere es que le llamen para trabajar en las calles durante el estado de sitio. Damian acabó la guardia en el aeropuerto a las diez de la mañana y fue directo a la sala donde los dos esconden las manos amputadas de Perón. Ahora, a las 18h, cuando la manifestación acaba de empezar puntualmente, Damião no siente ningún dolor y la presión ha desaparecido. Es necesario que quede claro que, como su espalda nunca lo molestó, el masaje con las manos de Perón no serviría para nada. Pero si hubiera seguido la pista correcta tal vez hubiera redactado el mejor texto de su vida. Ahora, en cambio, a las 18h, lo único posible de saber –y que se divulgará – es que su cuerpo, incluso en aquel hospital inmenso, está absolutamente solo.