Creo que nunca he escrito sobre Polo, el acordeonista de San Frichosu, una de esas personas que, de haber venido con algún propósito a este mundo, vino con el de traer algo de alegría a esta vida para unos y para otros tantas veces atragantada. Hijo de gaitero, que seguramente sería hijo de gaitero a su vez, cambió en la década de los 40 la gaita de su padre por el acordeón, que eso también se vio en Irlanda, y aún en las romerías de mi niñez, que eran muchas, se le veía tocar en un rincón, risueño y sarcástico, un pasodoble. Siempre se reía, con la boca torcida y entre los labios un cigarro y una sentencia afilada y contundente, a última hora siendo la estrella indiscutible en el Sant’Antón de Paniceiros, en la Festecona de Bárzana, en el Carme de Veiga, en la Madalena de Busturniegu o en el Belén de Xinestosa. También era retratista y de los buenos: recuerdo una nevada en Paniceiros, tenía yo cuatro o cinco años, en la que mi madre lo llamó para que me hiciese unas fotografías. Le mandó aviso mi madre o tal vez apareció él a las puertas de la Casa Manulón de Paniceiros con su cámara porque sí. Abriría aquella mañana las ventanas de su casa en San Frichosu, vio que neviscaba, y salió a andar, atravesando el monte Cudixéu, por los caminos del mundo oliendo que aquella luz que creaba la nieve traía alguna oportunidad de negocio. Nos hizo las fotografías en la huerta que llamábamos de Arriba Casa, totalmente cubierta por la nieve, y era una maravilla ver aquella loma sometida por un cobertor blanco, aún sin una huella, que daba pena pisarlo. Supongo que entonces intuí, en palabras de niño, lo que después he comprobado tantas veces: quien pisa la nieve, pisa con mucho cuidado sus propios sueños; quien pisa la nieve ha de hacerlo con mucho cuidado pues se da cuenta de lo que comúnmente se olvida: la superficie de la realidad es frágil y leve y basta un mal paso para resquebrajarla. Aquella mañana mi madre me vistió de cazador, con botas de caña alta, abrigo y sombrero, y junto a los avellanos desnudos posé para Polo, que quería mucho a los de mi casa, con su cayado. Andan por los cajones unas fotografías de mi madre, jovencísima, tirándome bolas de nieve; hay otra en la que yo poso con gesto de indio sioux que sueña con praderas lejanas apoyado en el cayado de Polo. Son muy buenas fotografías, perfectamente contrastadas, de una nitidez absoluta: en un cajón, por ahí perdida, anda la luz de una mañana de enero de 1969.
Polo el Acordeonista, Polo el Retratista, siempre tenía una ocurrencia. Hay una palabra asturiana para referirse a quien con humor y gracia sabe expresar que el mundo es áspero y muy cansadas las vueltas de la vida. «Célebre», eso es lo que era Polo. Supongo que aún lo seguirá siendo en el geriátrico de Tinéu, donde vive, y aunque le han quitado el acordeón no habrán podido quitarle, digo yo, la sorna. Hace muchos años, los mozos de Paniceiros, Xinestosa, Sanfrichosu y Orderias, es decir, los mozos de la parroquia, lo contrataron para ir a la Madalena de Burturniegu, donde había guapas mozas, y acordaron que le pagaban cinco perrinas y el vino. Fueron andando, bajando por los senderos del Cunqueidar y Vaudés hasta llegar a Bustavil y en cada recodo Polo tocaba una pieza. Cuando ya habían pasado el puente, a uno de ellos se le ocurrió una broma. Le dijeron que de lo hablado nada de nada y que ni las cinco perrinas ni el vino. Polo, con su acordeón encintado, los miró y dijo desafiante:
–Destoco lo que toquéi ya aiquí ármase la de Dious
Destejo el telar de mis días y vuelvo a renacer. Otra vez, me lo cuenta Pepín de Muñalén, Polo estaba tocando en la Caridad de Navelgas. El viejo de los Pegos se había ofrecido a echarle una mano y recogía las monedas que los parroquianos le daban y se guardaba para él más de la mitad. Polo lo vio e interrumpió su concierto para decir con voz de profesional de la radio:
–Ruégase a los feligreses que nun dean más limosnas, que’l santu nun recibe.
Rara vez llegan a su destino los honores a quien los merece. Recuerdo aquella mañana de enero en la que Polo nos hizo las fotografías. Mi madre le devolvió el cayado arrojándoselo con fuerza. El cayado se hundió en la nieve y no volvió a aparecer por mucho que lo buscamos. No estaba allí una semana después, cuando se fue la nieve descubriendo, tatuada por hilillos de agua, la tierra negra. No sé, fue un misterio: cayó a los pies de Polo, él se dirigió hacia el y ya no estaba como por arte de magia. El cayado, el báculo, es símbolo de la vida temblorosa. En ese símbolo nos apoyamos para ponerle, a la vida, una canción. A veces desaparece y la canción se interrumpe bruscamente mientras la vida es sólo ruido y furia que no acaba de irse, aunque amenaza.